viernes, 7 de octubre de 2011

ELOCUENTE SILENCIO


El silencio que guardamos, tanto exterior como interior, es una oportunidad que brindamos a Dios para que nos hable. Muchos hombres dicen que Dios no les dice nada, que no oyen su voz, pero, ¿acaso le dejan un espacio para ello?. Dios habla en el silencio. Cuando dos personas desean mantener una conversación no pueden hablar al unísono, deben respetar sus turnos de palabra y sobre todo escucharse mutuamente, poner atención en lo que el otro me está diciendo. Si en nuestra oración no paramos de rezar y rezar, de hablar y de hablar, pidiéndole a Dios ésto y lo otro, sin darle tregua alguna a El, lo más seguro es que no nos pueda decir nada. Saldremos de su presencia igual que entramos, pues al fin y al cabo, nuestra oración no ha sido más que un desahogo emocional, un hablar con nosotros mismos, un dejar fluir nuestros pensamientos de manera desordenada, un querer convencernos a nosotros mismos. Quizás para eso un espejo nos hubiese bastado. En la Sagrada Escritura tenemos muchos ejemplos de oración que nos pueden ayudar a saber de qué manera realizarla, pero, humildemente creo que debemos partir de la convicción profunda de que siempre y en todo lugar estamos en la presencia de nuestro Padre Dios. La base de la oración es el diálogo confiado y amigable con quien sabemos nos ama, tratando a solas de amor con el Amor. Dios está siempre cerca de nosotros, y aún dentro de nosotros mismos, como leemos en los Hechos de los Apóstoles. Entrar en el silencio y en la soledad de nuestro interior, de nuestra morada más profunda e íntima, en nuestro corazón, para allí hablar con el Dios que ve en lo escondido. Orar como el enamorado, que muchas veces no sabe lo que dice ni razona con lógica, que sólo sabe de razones de amor. Que le basta la sola presencia del amado, su mirada, su fragancia, su contacto. Ora ríe, ora se entristece, ora desvaría, ora ensueña e imagina, ora guarda silencio, ora es locuaz, etc..., pero en todo momento se sabe amado y ama con todo el corazón. El amor es ciego, decimos, y es verdad, pues no atiende a razones, nada más que a las razones del corazón. El amor no es cicatero, no lleva cuentas, no tiene medida si es verdadero, pues su medida es no tenerla. Cuando amemos así a Dios nuestra oración será espontánea, auténtica, sin someterse a reglas o principios. Pues una oración cuadriculada, establecida, con sus tiempos y espacios, catalogada, desarrollada, estudiada, etc..., no puede ser oración. Sería tanto como querer hacerlo con el amor, un amor tratado así, con cálculos, es un triste amor. Por eso las almas que más han avanzado por esta senda de la oración, que es lo mismo que decir por el camino del amor a Dios, nos parecen a veces raras o extravagantes, locas, ..., pero es que es tan difícil comprender al enamorado. Locas sí, locas de amor, exageradas en él, dispuestas a darlo todo y aún la propia vida por el amado. Extremas para aquellos que desde fuera de ese amor las juzgamos, más en su amor son guiadas por la lógica del amor, que es la entrega total al ser amado, sin pararse en pensar las consecuencias, sin cálculos ni medidas. Así nos ama Dios. No hay amor más grande que el de aquel que es capaz de dar la vida por sus amigos. Locura de amor de un Dios enamorado. De aquel que siendo omnipotente se ha hecho débil, que siendo eterno se ha hecho mortal, de aquel que siendo rico, poseyéndolo todo, se ha hecho pobre, de aquel que siendo el Altísimo, encumbrado sobre todas las cosas, se ha hecho pequeño, de aquel que siendo el Verbo, se ha hecho silencio, etc... Dios en su amor por nosotros no ha actuado con la lógica humana, sino con la lógica del amor. Nosotros en nuestro trato con El debemos seguir su lógica, no la nuestra, y ésta no es otra que la del amor. Por eso los santos, los amigos de Dios, dicen y hacen cosas sorprendentes, locuras a los ojos de aquellos que no conocen de amor, que no conocen al Amor. Guardemos silencio, entremos con humildad en la celda de nuestro corazón, dejemos entrar en ella al Amado, y amémosle con toda nuestras fuerzas, con toda nuestra mente, con todo nuestro ser, con todo el corazón, y contemplaremos que el silencio es locuaz, que Dios nos habla con fuerza y claridad.

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