viernes, 7 de octubre de 2011

ADMINISTRADORES DE LOS MISTERIOS DE DIOS


Así llama el apóstol Pablo a los sacerdotes de Cristo, administradores de los misterios de Dios. La ordenacion sagrada confiere el más alto grado de dignidad de que el hombre es capaz. Por ella, el sacerdote es constituido ministro de Dios y dispensador de sus tesoros: Su divina Palabra, los sacramentos o misterios, y el más preciado de todos ellos, la sagrada Eucaristía. San Dionisio afirmaba que al sacerdote se le confiaba la obra de Dios por excelencia, la salvación de las almas, la más divina de las obras divinas. Además, es constituido pontífice, esto es, mediador entre el cielo y la tierra. Con una mano toma de los tesoros de la misericordia de Dios y con la otra los distribuye a los hombres. Le ha sido conferida una autoridad que Dios no quiso conceder ni aún a los ángeles y ni siquiera a la Virgen Madre. ¡Qué gran misterio es éste! María llamó del cielo al Hijo de Dios con su fiat una sola vez, y el sacerdote le llama todas las veces que celebra la eucaristía. María le atrajo con su humildad, y el sacerdote le llama por su autoridad. Consagrados al Dios Altísimo, relicarios de Dios, casas de Dios. Y junto a todo ésto, los sacerdotes nos vemos hombres mortales y pecadores, llenos de faltas y debilidades, tentandos contínuamente por el demonio, el mundo y la carne. Miramos abrumados la gran dignidad y el inmerecido don que Dios nos ha hecho y constantemente meditamos la advertencia santa, a quien más se le confió, más se le exigirá. Somos administradores y dispensadores de los misterios divinos, y como dice el Apóstol, llevamos este tesoro en vasijas de barro. Sin embargo tenemos la confianza de que Dios que comenzó en nosotros la obra buena, El mismo la llevará a término. Siervos inútiles somos, como dice la Escritura, y cada día debemos repetirnos ésto mismo. ¿Quién soy yo para que Dios se haya fijado en mí? Ante esta pregunta, resuena en nosotros las palabras del mismo Cristo, no me habéis elegido vosotros a mí, sino que Yo os he elegido a vosotros. Seguidme y os haré pescadores de hombres. Seguir al Maestro como sacerdotes, significa ponernos en el último lugar, ponernos a los pies de los hermanos, sed servidores de todos, anteponed a los demás a nosotros mismos. Vivir cada día la humildad, tener siempre delante nuestra miseria, nuestros pecados, recordar que nada tenemos que no nos haya sido dado, que somos sólo administradores de una gracia que no nos pertenece, de la que un día tendremos que dar cuenta a su dueño que es Dios. Cada día, al subir al altar, sentir santo temor ante el gran misterio que celebramos. Contemplar con asombro que Dios mismo se hace presente en los dones ofrecidos. En cada eucaristía se opera una nueva Encarnación del Verbo, pues en el pan y el vino, transustanciados, está realmente presentes, el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Jesucristo. Y son unas manos pecadores las que lo tocan y unos labios impuros los que pronuncian sus palabras. Es la carne de un hombre mortal la que entra en contacto con la carne santísima del que es Dios y Hombre verdadero. Es el Dios Uno y Trino el que obedece las palabras torpes de una criatura para hacerse presente en medio de los hombres. ¿Que mente puede alcanzar a comprender este misterio? Sólo se puede decir ante ésto que es porque Dios así lo quiere, pues lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios, porque Dios todo lo puede. No tengáis miedo, nos dice también a nosotros el Señor, os basta mi gracia. Cada día que pasa, en esta mi corta vida como presbítero, apenas siete años, me doy más cuenta de mi nada, de mi pobreza más absoluta, de lo indignamente que llevo este ministerio. No es para nada una dignidad como lo entienden los hombres, es mas bien, el cojer una pesada cruz e intentar seguir a Cristo cada día. ¡Señor, cuántas caidas a lo largo de este camino! ¡Cuántas veces, aplastado por el peso enorme de la cruz, inerme y falto de fuerzas, te he pedido desembarazarme de ella! Pero siempre, al ver que Tú te levantastes de cada una de tus caídas, y que seguistes hasta el final abrazado a ella, yo también me levanto, y me abrazo a mi cruz y la beso, y sigo mi camino titubeando a cada instante, y deseando que me claves a ella para no poder bajarme aunque quisiera. Ahora entiendo Señor tus palabras, no es más el discípulo que su maestro. Ahora comprendo que significa beber tu cáliz y completar en nosotros tu Pasión. Hemos sido revestidos de Cristo, pero la vestidura de Cristo no es el manto de la realeza, de la gloria, de la grandeza, de la dignidad, entendidas al modo humano. La vestidura de Cristo es su desnudez en la cruz, es su propia carne lacerada, sucia, mancillada por los hombres. Su corona no es de oro y piedras preciosas, sino de punzantes espinas. Su trono no es de mármol, sino el leño de la cruz. Somos sus ministros, sus enviados, actuamos en su nombre y en su persona, pero El reina desde la cruz. Nosotros, sus sacerdotes, otros cristos, tenemos que extender también nuestros brazos y dejar que otros nos ciñan y nos lleven dónde no queremos

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