sábado, 17 de noviembre de 2012

Lo que el alma aspira

Un hermano preguntó al abad Nisterós el Grande:

“¿Cuál es la obra buena para que yo la haga?” Y él respondió: “¿Acaso no son todas las obras iguales?
La Escritura dice: Abraham ejercitó la hospitalidad, y Dios estaba con él. Elías amaba la hesyquía, y Dios estaba con él. David era humilde y Dios estaba con él.
Por tanto, aquello a lo que veas que tu alma aspira, según Dios, hazlo, y guarda tu corazón”.


Lectio divina

 «Abro la divina Escritura; grabo en la cera de mi corazón sus palabras; y de repente, me sale al encuentro tu gracia» (Elredo de Rieval).
«Por la lectura, Dios te habla; por la meditación, le preguntas; por la oración, le imploras» (Isaac de Stella).   
       En la búsqueda de Dios, que define al monje, es imprescindible la actitud de escuchar su Palabra. El nos ha hablado muchas veces y de muchas maneras; ahora, en la etapa final, lo ha hecho por medio de su Hijo» (Hb 1, 1-2). Lo envió para vivir con nosotros y manifestarnos su intimidad.       
           La lectura asidua de la Escritura revelada es necesaria para llegar a un profundo conocimiento de Cristo. Ya S. Jerónimo expresaba en el prólogo de su comentario al profeta Isaías que «desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo».     
     La Palabra de Dios no se contenta con una simple lectura espiritual hecha al rasero humano; tampoco con un estudio. En cuanto educadora del corazón la palabra inspirada reclama un ejercicio completo del hombre. Se combinan los tres niveles fundamentales de la persona: el corporal, mediante un simple leer, lento, en práctica visual y auditiva; el psíquico, con sus facultades de atención, afecto e inteligencia; y el espiritual, en cuanto aplicación de la capacidad de fe y de acogida amorosa al misterio revelado.    
      Sólo así se comprende que la Palabra de Dios es viva, eficaz (Hb 4, 12) y, por excelencia, educadora del corazón. Contiene una virtualidad, una eficacia característica y única para despertar en el lector las energías latentes de la gracia. «Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allí sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55, 10-11).    
      ¿Hay posibilidad de definir la lectio divina, expresión tan característica en los ambientes monásticos? Podríamos traducirla por «lectura a lo divino», porque se reduce a un estrecho diálogo entre Dios y el hombre. A lo largo de este ejercicio el lector se impregna «a lo divino» del texto que lee. Por eso, ya desde antiguo, la tradición monástica ha establecido en la memorización y la asimilación de los textos inspirados, figurados metafóricamente en los mecanismos de la masticación incesante y deglución, una de las bases más sólidas de la vida espiritual y del proceso de maduración del monje en su camino hacia el Reino. Recibes gratuitamente la Palabra divina; e inmediatamente entras en su dinámica transformadora. A medida que la revuelves en tu interior, la meditas, la masticas, la trituras, la ensalivas y la digieres. Y ella te comunica su sabor transformante.   
       Además, esta lectura a lo divino ha sido siempre para los monjes el mejor y Más sencillo método de oración. El Señor nos concede su 1Palabra para que la escuchemos cuando leemos y le hablemos con ella cuando oramos. Claro que no siempre es fácil entrar en este dinamismo. Al principio sobre todo se requiere un mínimo de aprendizaje y constancia en el ejercicio pira ir venciendo las dificultades que van apareciendo.    
      Ya decían los Padres de la Iglesia antigua que la Escritura es un sacramento, un signo que oculta la realidad de la Salvación. Y lo que se nos ofrece a primera vista es una «corteza», dura y a veces amarga; pero encubridora de ladulzura de la gracia que protege de la fácil y rápida manipulación del hombre. No hay más remedio que tratar de romper esa corteza, con mucha paciencia, para gustar el fruto oculto. Hay que pasar por encima de la sequedad, del aburrimiento, de la monotonía, de la sensación de estar perdiendo el tiempo. Hay que controlar las prisas, las inquietudes, hasta que el Espíritu de la Escritura, que es el Espíritu de Jesús, tenga misericordia, y él mismo quiebre y abra su Palabra. Y no será tanto como el fruto de unos esfuerzos, cuanto el regalo a la humildad de la fe y a la capacidad de resonancia y de júbilo en que se ha dilatado el corazón del lector. El Espíritu Santo es el único maestro de la «lectura a lo divino».
 notas referenciales 
— Regla de S. Benito: 48, 1; 4; 14, 45; 49, 4.
— Constituciones: 22; 23; 50, 1.
— Bernardo de Claraval: Cant 1, 2; 35; 36; 37; 38; 69, 4; Am Dios 3-4; Carta 106.
— Guillermo de S. T.: Carta Oro 85-86; Med 2, 4.
— Elredo de Rieval: Serm Oner 36; Red l 20.
— Issac de Stella: Serm 14, 2, 7, 8; 8, 16.
— Guerrico de Igny: Serm S. Ben 1, 6; Anunc 2, 4; 3, 6.
— Gilberto de Hoyland: Cant 65.
— Esteban de Salley: Espejo del novicio 15.

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