Algunos huyen del misterio, otros lo buscan. Algunos le tienen miedo, otros lo disfrutan. Algunos prefieren quedarse en la superficie de lo conocido, otros se sienten seducidos por la profundidad de lo desconocido. Algunos consideran que es escape, otros: encuentro.
Tanto el miedo como la confianza son comprensibles, pues eso de encontrarse con Dios en la oración no es cualquier cosa.
"La oración es siempre una maravillosa reducción de la eternidad a la dimensión de un momento concreto, una reducción de la eterna Sabiduría a la dimensión del conocimiento humano, al modo concreto de comprender y de sentir, una reducción del Eterno Amor a la dimensión del corazón humano concreto, que en ocasiones no es capaz de captar toda su riqueza y parece romperse." Karol Wojtyla, Signo de contradicción (ejercicios predicados a Pablo VI en 1976).
El encuentro del pequeño con el Inmenso, del finito con el Infinito, del pecador con el Amor, de la miseria con la Misericordia, es un misterio profundo. Y más cuando el encuentro se da no en Él sino en nosotros: en la intimidad de nuestro corazón, adonde Él ha puesto su tienda.
Dios ha asumido el riesgo de entrar en la historia y darse. Su benevolencia ha sido desbordante. La gratuidad del don de Dios a la pequeñez de nosotros sus hijos es algo incomprensible, realmente misteriosa. ¿Qué busca Dios en nosotros? Nada lo obliga, en nada lo completamos, sin embargo quiere darse, quiere tratar con nosotros, convivir con sus hijos. Y Él,
¡Dios!, permanece en suspenso, como un mendigo en espera de atención, una ofrenda en espera de acogida y una pregunta en espera de respuesta.
Si el hombre se queda solo, cerrado, se pierde y se frustra. Si se abre, se encuentra y se realiza. "El hombre está solo; esto quiere decir que él, a través de la propia humanidad, a través de lo que él es, queda constituido al mismo tiempo en una relación única, exclusiva e irrepetible con Dios mismo. («Hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza»: Gén 1, 26)." (Juan Pablo II, 24 de octubre de 1979)
Esta invitación al encuentro por parte de Dios con el hombre no es una experiencia que se vive sólo en momentos privilegiados de profunda oración, sino que
es algo existencial y se actúa en la vida cotidiana. Podemos vivir con Dios,
hacer amistad con Él, descubriendo y disfrutando en todo lo que hacemos la presencia viva del Dios eterno que se hace asequible, que se despoja de sí y desciende hasta alcanzarnos de lleno en nuestra pobreza y limitación humanas.
Se trata entonces de
una convivencia familiar, de una relación cercana de amistad de la creatura con su Creador, del hijo con su Padre, del condenado con su Salvador, del peregrino con su Guía; y no de un escape impersonal al vacío.
La oración es encuentro cuando es relación de amor con el Amor que se revela. "Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas." (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 52).
Y a ese encuentro estamos llamados todos los seres humanos. Por ser imagen de Dios hemos recibido de Él nuestra dignidad como personas humanas, y, por la gracia, estamos llamados a establecer con Él una alianza y a vivir por la fe en intimidad de amor con Él.
El encuentro del hombre con Dios es una experiencia apasionante, personal, como la de Pablo con Cristo en el camino a Damasco. El Absoluto se hace asequible en la humanidad de Cristo. A partir de aquel encuentro, Pablo comenzó una nueva etapa de su vida: su historia de amistad con Cristo Resucitado. Pablo descubrió a Cristo, lo aceptó, lo conoció a fondo, hasta que se convirtió en el sentido de su vida. Dedicó algunos años al encuentro a solas con Cristo.
Vivió la experiencia interior de la escucha y la respuesta. Se atrevió a encarar con humildad su pequeñez y miseria y a confiar plenamente en el poder y la misericordia de Dios. Se hicieron amigos y le dio su vida.
Nuestra vocación de orantes es simplemente maravillosa
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