Uno de los guerreros valientes del pueblo de Israel
fue el juez llamado Jefté, de la región de Galaad. Cuenta la historia
sagrada que tan pronto como derrotó a sus enemigos los amonitas,
conquistando veinte de sus ciudades, Jefté tuvo que lidiar con sus
presuntos hermanos de la tribu de Efraín. Éstos, con manifiesta
desfachatez y hostilidad, le reclamaron a Jefté:
—¿Por qué fuiste a luchar contra los amonitas sin llamarnos para ir contigo? ¡Ahora prenderemos fuego a tu casa, contigo dentro!
Jefté respondió:
—Mi pueblo y yo estábamos librando una gran contienda
con los amonitas y, aunque yo los llamé, ustedes no me libraron de su
poder. Cuando vi que ustedes no me ayudarían, arriesgué mi vida, marché
contra los amonitas, y el Señor los entregó en mis manos. ¿Por qué,
pues, han subido hoy a luchar contra mí?1
Acto seguido, a Jefté le tocó pelear contra los de la
tribu de Efraín y vencerlos a ellos también. Después de la derrota,
cuando los sobrevivientes de Efraín procuraban cruzar inadvertidos el
Jordán, los hombres de Galaad los detenían en los vados del río y los
identificaban con sólo decirles que pronunciaran la palabra hebrea shibolet,
que significa «corriente de agua». En aquellos tiempos el idioma hebreo
presentaba ciertas diferencias dialectales en las diversas regiones de
Palestina, y los de Galaad sabían que los de Efraín no pronunciaban las
eses como ellos. De ahí que, en lugar de decir shibolet con la
hache, pronunciando las consonantes «sh» algo más suave que una che,
dijeran «sibolet» sin la hache intermedia, y de ese modo se descubrían.
No podían ocultar su verdadera identidad. ¡Esa insignificante diferencia
de pronunciación les costó la vida nada menos que a cuarenta y dos mil
hombres!
Así como una sola palabra llegó a identificar y a
delatar a aquellos hombres en los tiempos bíblicos de los jueces de
Israel, y hasta determinó su destino, también una sola palabra nos
identifica y nos delata a nosotros en la actualidad, sólo que en vez de
determinar nuestro destino, muestra más bien nuestros orígenes. Se trata
de la palabra «gracias», que pronunciándola así, con la ce como si
fuera una ese sencilla, nos identifica como hispanoamericanos, mientras
que si pronunciáramos la ce más cerca de la zeta de modo que sonara
«grathias», nos identificaría como españoles de la península ibérica.
Pero no es esa diferencia de pronunciación lo que revela nuestros
orígenes, sino el modo en que la empleamos. Pues lo que nos caracteriza
como personas que sabemos agradecer los favores recibidos es el haber
aprendido a dar las gracias de un modo natural y no afectado, espontáneo
y no forzado, sincero y no fingido, y regular y no esporádico, como
quien lo hace de costumbre y por cultura. ¡Por algo será que a los niños
de todas las edades y culturas se les ha enseñado lo importante que es
emplear la palabra «gracias» con liberalidad, como evidencia de buenos
modales, buenas costumbres y buena educación!
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*"Deja el amor del mundo y sus dulcedumbres, como sueños de los que uno despierta; arroja tus cuidados, abandona todo pensamiento vano, renuncia a tu cuerpo. Porque vivir de la oración no significa sino enajenarse del mundo visible e invisible. Nada. A no ser el unirme a Ti en la oración de recogimiento. Unos desean la gloria; otros las riquezas. Yo anhelo sólo a Dios y pongo en Ti solamente la esperanza de mi alma devastada por la pasión"
jueves, 22 de noviembre de 2012
EL PODER DE UNA PALABRA
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