Me acerco como de puntillas a
este tema, en los umbrales del año de la fe. Lo hago por convicción, no por
ánimo de polemizar. Y al hacerlo, cito nuevamente a Descalzo cuando escribía
sobre la fe en Dios: “Si oigo tu voz en mí ¿cómo resisto? ¿Cómo puedo buscar,
si te poseo, si te mastico, si te saboreo? Esta es mi fe: Comulgo, luego
existo.”
Hace unas semanas me propuse profundizar en este tema tan importante,
porque ojeé el programa que los E.N.S. -Equipos de Nuestra Señora- tienen para
este año, La espiritualidad de la pareja. Que conste que solo lo he ojeado.
Pero aun así, me atrevo a decir que no hay ni una sola línea en la que se trate
con fundamento de la vida sexual de las personas o de la pareja. ¿Considerarán
acaso que la sexualidad no va ligada íntimamente a la fe, y que por ser
estática y evidente no puede estar sujeta a cambios tanto positivos como
negativos? No responderé por ellos desde luego, pero si arranco desde aquí mi
planteamiento.
Como puede entenderse, tratar la sexualidad no implica tratar
explícitamente la práctica sexual, pero sea cual fuere la orientación que se
tome, quizás debiéramos de tratar el tema apartando poco a poco del tabú del que
a lo largo de los siglos se le ha dotado. Dijo Henry Miller: “hemos visto todos
los mecanismos de destrucción, salvo el estallido de la sexualidad. Será el
último cataclismo: el diluvio que barrerá los robots”. Y es que prácticamente
desde la década de los noventa, se admite que la sexualidad ha dejado de ser
tabú, como antes escribí.
El sexo, la incertidumbre del más allá, la otra vida,
el futuro…etc. Han sido a lo largo de la historia tabúes, factores que han
atormentado al hombre y a la mujer de cada tiempo, y motivo para la continua
exploración de la existencia. Hoy en día el sexo no es tabú. Documentándome
sobre el tema, escuche hace días a una profesional del ramo, admitiendo que
independientemente de lo que cada cual piense, se nota un enorme afloramiento
de la sexualidad y sobre todo se aprecia la naturalidad con la que se vive. Y
no puedo estar más de acuerdo con el citado Miller, en cuanto a que el
estallido de la sexualidad nos ha pillado –por decirlo de alguna manera- con
los deberes sin hacer.
Nuestra iglesia iluminada con las luces que le han
otorgado los siglos, no ha colaborado nada en hacernos llegar la sexualidad
como un aspecto natural en la vida de cada persona. Amparados en el relato de
la creación del Génesis y dotando este relato casi de efectividad histórica,
nuestra Iglesia ha conseguido que durante siglos, la cristiandad viviera de
espaldas a la sexualidad concreta del individuo, considerando el cuerpo humano
casi despreciable por ser óbice para la salvación.
En el magisterio de la
iglesia, lo más cerca que se habla desde antiguo de sexualidad –por alusiones,
Carta “Eius Exemplo” de Inocencio III, 18/12/1208-, es respecto del sacramento
del matrimonio y su indisolubilidad. Indisolubilidad que por cierto ya no es
tal, ni jurídica ni sacramental. Está claro.
La iglesia católica no entiende,
ni reconoce, ni acepta, ninguna práctica sexual no enfocada hacia la
procreación. Esto desde luego excluye a toda sexualidad no heterosexual, con la
determinación de sexualidad antinatural o intrínsecamente desordenada. ¿Qué ha
llevado a la Iglesia a esta determinación y a ignorar las realidades personales
existentes y legítimas, aun cuando desde los orígenes del cristianismo se
aprecia el vínculo matrimonial entre los apóstoles y seguidores de Jesús?
Desde
luego, el hacer punto y aparte con la sexualidad, no es algo a lo que la
iglesia haya llegado por inspiración divina. Porque todo lo inspira el
Espíritu, y lo que es natural para la vida de una persona, no puede ser
perjudicial porque lo diga la iglesia. En este sentido, bien podríamos mirar la
vida de Jesús y su preocupación por la salud de las personas. Para no
alargarme, me centro en Mc 5, 34: “Jesús le dijo: […] vete tranquila y libre ya
de tu enfermedad.”
Era la hemorroisa que padecía flujos sanguíneos o trastornos
de la menstruación. Ya por eso era impensable que un judío le dirigiera ni si
quiera la palabra, por ser mujer y ser algo de ámbito sexual (Levitico 15,19).
Pero allí estaba Jesús, restableciéndole a la mujer su dignidad como persona y
curándole al devolverle la salud. ¿Sabía Jesús de sexualidad? Claro que sabía.
Y sabía porque era humano, “y como humano que fue, tubo que tener deseo sexual”
(José Mª Castillo).
No se puede frivolizar con el tema de la sexualidad
privada, y no porque sea Jesús de Nazaret el hijo de Dios; sino por el respeto
que nos merece el personaje histórico y la ausencia de datos. Pero en ningún
sitio de los evangelios se nos dice que fuera asexuado, o que fuera insensible
a enfermedades derivadas de la sexualidad como vemos en la hemorroisa.
Fundamentalmente, Jesús trabajó por el bien de las personas sin preguntar a que
se dedicaban. Le importaba y mucho la salud de la gente y no por el aspecto
soteriológico, sino por el principio humano que implica la salud de la persona
en la búsqueda de la felicidad, aunque no sea el único cauce. Por ello, creo
que antes de plantear ante la sexualidad los principios morales o
antropológicos de costumbre para defender lo natural en detrimento de lo
antinatural; -digo que- debiéramos de plantearnos que cada persona tiene su
vida, su naturaleza y su sexualidad.
Y lo importante o al menos más
constructivo para la realidad personal, es que esa sexualidad se viva de una
manera natural y equilibrada, en sintonía con el medio que nos rodea y sin
permitir que nos esclavice. Pues nada de lo que esclaviza a la persona, sirve
para el generoso desarrollo de la condición humana. Tengo en mente dos
documentos de peso alusivos a la sexualidad. Por un lado “La verdad del amor
humano” de la CEE, y por otro “Nueva ética sexual” de Benjamín Forcano.
Yo, que
los he leído, puedo afirmar que solo sus títulos advierten ya de su orientación
y significado. Los obispos mantienen “SU” verdad respecto del amor sexual y por
ende heterosexual, y el que se mueva no sale en la foto. Benjamín Forcano dota de
humanidad su orientación sobre la ética sexual. Y la plantea como una generosa
aportación del ser humano, que de vivirla de manera saludable, puede beneficiar
mucho el crecimiento personal y en otras direcciones. Y en una de esas direcciones
es a la que me referiré, la espiritual.
Espiritual es lo que está asistido o
impregnado del Espíritu de Dios –Jürgen Moltmann-. Y en el cristianismo, todos
hemos colaborado en devaluar la asistencia del Espíritu, concediéndoles a los
sacerdotes –casi exclusivamente- el poder de convocarlo y hacerlo bajar. A día
de hoy, sabemos que si creemos en Jesús y nuestro compromiso es su evangelio,
estamos junto a su Espíritu. Él, Jesús, nos anima a ser templos vivos (Rm
8,14-17), para ser igualmente reflejo de todo lo que es la esencia de su
persona, y el Espíritu no es una excepción sino un factor fundamental.
“Te
mastico, te saboreo, comulgo… luego existo”, dice Martin Descalzo. Ante la
vivencia del Espíritu, lo primero que debemos de hacer es tomar conciencia de lo
que somos y de quienes somos, como personas portadoras de la propia dignidad de
Dios y participes de la vida (Jn 2,19). Una vida que eclosiona en épocas y
factores determinados, como son la juventud o la madurez, la belleza o el
carisma, la sexualidad y la sensibilidad. (Eclesiastés 3,1-15)
Y cada aspecto
tiene así mismo, vías determinadas de vivencia y percepción. Teniendo en cuenta
que no siempre las circunstancias se muestran solicitas con nuestras
necesidades concretas, bien pudiéramos proponernos la vivencia natural y
saludable de cada dimensión de nuestra humanidad, y la sexualidad es un aspecto
importantísimo.
Me arriesgaré y lo diré sin tapujos porque así lo creo, el
Espíritu asiste aquello que es amor porque amor se siente y como amor se
necesita y porque Dios es amor. ¿Quién se atreve a cuestionar que el Espíritu
no asiste a la pareja, cuando llegan a la conclusión mutua de la relación
sexual? ¿Acaso el Espíritu decide su asistencia, en función de si está implícita
la intención procreativa? Espero que se me tome en serio, porque creo de mucha
importancia esto que trato.
Entendemos que el sacerdote consagra la eucaristía
por medio de la epíclesis. Y en nuestras manos tenemos muchos motivos y muchos
momentos, en los que estar a la altura como personas espirituales. Personas que
por amor se dan y se entregan, hasta dar su cuerpo al sujeto que les
complementa y que es igualmente donación de Dios (Cantar 2,14.3,4b). Personas que
al hacerse uno, consagran la perfección de la humanidad, pues por la mutua y
sensible entrega de sí mismos y la vivencia placentera de su sexualidad,
participan del gozo humano de la felicidad y desean la felicidad para la
comunidad humana.
Es una virtud estar alegres y es una bondad de Dios el
participar de la felicidad. No siempre es posible, pero todo debemos verlo como
donación y posibilidad de transponerlo, hasta llegarnos a la resiliencia por
medio de la cual aprendemos hasta de los factores negativos de la vida.
No deseo
extenderme más, sino será ilegible el escrito, por ello acabo.
No sin antes
manifestar, la determinación humana de que el amor y a la felicidad son
imposibles de acotar. Son cosas hermosas a las cuales puede llegarse, como al
deseo y al placer, con responsabilidad, generosidad y humanidad.
Vivir la fe es
confiar en el Señor, es tener la certeza de que en el caminar de la vida nos
acompaña. Y si todos los pasos que damos están asistidos por su Espíritu,
seremos dignos de que nos diga: -ven y sígueme.
La sexualidad, es uno de esos
pasos. Amén, aleluya.
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