martes, 20 de noviembre de 2012

Espiritualidad Sexual


Me acerco como de puntillas a este tema, en los umbrales del año de la fe. Lo hago por convicción, no por ánimo de polemizar. Y al hacerlo, cito nuevamente a Descalzo cuando escribía sobre la fe en Dios: “Si oigo tu voz en mí ¿cómo resisto? ¿Cómo puedo buscar, si te poseo, si te mastico, si te saboreo? Esta es mi fe: Comulgo, luego existo.” 
Hace unas semanas me propuse profundizar en este tema tan importante, porque ojeé el programa que los E.N.S. -Equipos de Nuestra Señora- tienen para este año, La espiritualidad de la pareja. Que conste que solo lo he ojeado. Pero aun así, me atrevo a decir que no hay ni una sola línea en la que se trate con fundamento de la vida sexual de las personas o de la pareja. ¿Considerarán acaso que la sexualidad no va ligada íntimamente a la fe, y que por ser estática y evidente no puede estar sujeta a cambios tanto positivos como negativos? No responderé por ellos desde luego, pero si arranco desde aquí mi planteamiento. 
Como puede entenderse, tratar la sexualidad no implica tratar explícitamente la práctica sexual, pero sea cual fuere la orientación que se tome, quizás debiéramos de tratar el tema apartando poco a poco del tabú del que a lo largo de los siglos se le ha dotado. Dijo Henry Miller: “hemos visto todos los mecanismos de destrucción, salvo el estallido de la sexualidad. Será el último cataclismo: el diluvio que barrerá los robots”. Y es que prácticamente desde la década de los noventa, se admite que la sexualidad ha dejado de ser tabú, como antes escribí. 
El sexo, la incertidumbre del más allá, la otra vida, el futuro…etc. Han sido a lo largo de la historia tabúes, factores que han atormentado al hombre y a la mujer de cada tiempo, y motivo para la continua exploración de la existencia. Hoy en día el sexo no es tabú. Documentándome sobre el tema, escuche hace días a una profesional del ramo, admitiendo que independientemente de lo que cada cual piense, se nota un enorme afloramiento de la sexualidad y sobre todo se aprecia la naturalidad con la que se vive. Y no puedo estar más de acuerdo con el citado Miller, en cuanto a que el estallido de la sexualidad nos ha pillado –por decirlo de alguna manera- con los deberes sin hacer. 
Nuestra iglesia iluminada con las luces que le han otorgado los siglos, no ha colaborado nada en hacernos llegar la sexualidad como un aspecto natural en la vida de cada persona. Amparados en el relato de la creación del Génesis y dotando este relato casi de efectividad histórica, nuestra Iglesia ha conseguido que durante siglos, la cristiandad viviera de espaldas a la sexualidad concreta del individuo, considerando el cuerpo humano casi despreciable por ser óbice para la salvación. 
En el magisterio de la iglesia, lo más cerca que se habla desde antiguo de sexualidad –por alusiones, Carta “Eius Exemplo” de Inocencio III, 18/12/1208-, es respecto del sacramento del matrimonio y su indisolubilidad. Indisolubilidad que por cierto ya no es tal, ni jurídica ni sacramental. Está claro. 
La iglesia católica no entiende, ni reconoce, ni acepta, ninguna práctica sexual no enfocada hacia la procreación. Esto desde luego excluye a toda sexualidad no heterosexual, con la determinación de sexualidad antinatural o intrínsecamente desordenada. ¿Qué ha llevado a la Iglesia a esta determinación y a ignorar las realidades personales existentes y legítimas, aun cuando desde los orígenes del cristianismo se aprecia el vínculo matrimonial entre los apóstoles y seguidores de Jesús? 
Desde luego, el hacer punto y aparte con la sexualidad, no es algo a lo que la iglesia haya llegado por inspiración divina. Porque todo lo inspira el Espíritu, y lo que es natural para la vida de una persona, no puede ser perjudicial porque lo diga la iglesia. En este sentido, bien podríamos mirar la vida de Jesús y su preocupación por la salud de las personas. Para no alargarme, me centro en Mc 5, 34: “Jesús le dijo: […] vete tranquila y libre ya de tu enfermedad.” 
Era la hemorroisa que padecía flujos sanguíneos o trastornos de la menstruación. Ya por eso era impensable que un judío le dirigiera ni si quiera la palabra, por ser mujer y ser algo de ámbito sexual (Levitico 15,19). Pero allí estaba Jesús, restableciéndole a la mujer su dignidad como persona y curándole al devolverle la salud. ¿Sabía Jesús de sexualidad? Claro que sabía. Y sabía porque era humano, “y como humano que fue, tubo que tener deseo sexual” (José Mª Castillo).
No se puede frivolizar con el tema de la sexualidad privada, y no porque sea Jesús de Nazaret el hijo de Dios; sino por el respeto que nos merece el personaje histórico y la ausencia de datos. Pero en ningún sitio de los evangelios se nos dice que fuera asexuado, o que fuera insensible a enfermedades derivadas de la sexualidad como vemos en la hemorroisa. 
Fundamentalmente, Jesús trabajó por el bien de las personas sin preguntar a que se dedicaban. Le importaba y mucho la salud de la gente y no por el aspecto soteriológico, sino por el principio humano que implica la salud de la persona en la búsqueda de la felicidad, aunque no sea el único cauce. Por ello, creo que antes de plantear ante la sexualidad los principios morales o antropológicos de costumbre para defender lo natural en detrimento de lo antinatural; -digo que- debiéramos de plantearnos que cada persona tiene su vida, su naturaleza y su sexualidad. 
Y lo importante o al menos más constructivo para la realidad personal, es que esa sexualidad se viva de una manera natural y equilibrada, en sintonía con el medio que nos rodea y sin permitir que nos esclavice. Pues nada de lo que esclaviza a la persona, sirve para el generoso desarrollo de la condición humana. Tengo en mente dos documentos de peso alusivos a la sexualidad. Por un lado “La verdad del amor humano” de la CEE, y por otro “Nueva ética sexual” de Benjamín Forcano. 
Yo, que los he leído, puedo afirmar que solo sus títulos advierten ya de su orientación y significado. Los obispos mantienen “SU” verdad respecto del amor sexual y por ende heterosexual, y el que se mueva no sale en la foto. Benjamín Forcano dota de humanidad su orientación sobre la ética sexual. Y la plantea como una generosa aportación del ser humano, que de vivirla de manera saludable, puede beneficiar mucho el crecimiento personal y en otras direcciones. Y en una de esas direcciones es a la que me referiré, la espiritual. 
Espiritual es lo que está asistido o impregnado del Espíritu de Dios –Jürgen Moltmann-. Y en el cristianismo, todos hemos colaborado en devaluar la asistencia del Espíritu, concediéndoles a los sacerdotes –casi exclusivamente- el poder de convocarlo y hacerlo bajar. A día de hoy, sabemos que si creemos en Jesús y nuestro compromiso es su evangelio, estamos junto a su Espíritu. Él, Jesús, nos anima a ser templos vivos (Rm 8,14-17), para ser igualmente reflejo de todo lo que es la esencia de su persona, y el Espíritu no es una excepción sino un factor fundamental. 
“Te mastico, te saboreo, comulgo… luego existo”, dice Martin Descalzo. Ante la vivencia del Espíritu, lo primero que debemos de hacer es tomar conciencia de lo que somos y de quienes somos, como personas portadoras de la propia dignidad de Dios y participes de la vida (Jn 2,19). Una vida que eclosiona en épocas y factores determinados, como son la juventud o la madurez, la belleza o el carisma, la sexualidad y la sensibilidad. (Eclesiastés 3,1-15) 
Y cada aspecto tiene así mismo, vías determinadas de vivencia y percepción. Teniendo en cuenta que no siempre las circunstancias se muestran solicitas con nuestras necesidades concretas, bien pudiéramos proponernos la vivencia natural y saludable de cada dimensión de nuestra humanidad, y la sexualidad es un aspecto importantísimo. 
Me arriesgaré y lo diré sin tapujos porque así lo creo, el Espíritu asiste aquello que es amor porque amor se siente y como amor se necesita y porque Dios es amor. ¿Quién se atreve a cuestionar que el Espíritu no asiste a la pareja, cuando llegan a la conclusión mutua de la relación sexual? ¿Acaso el Espíritu decide su asistencia, en función de si está implícita la intención procreativa? Espero que se me tome en serio, porque creo de mucha importancia esto que trato. 
Entendemos que el sacerdote consagra la eucaristía por medio de la epíclesis. Y en nuestras manos tenemos muchos motivos y muchos momentos, en los que estar a la altura como personas espirituales. Personas que por amor se dan y se entregan, hasta dar su cuerpo al sujeto que les complementa y que es igualmente donación de Dios (Cantar 2,14.3,4b). Personas que al hacerse uno, consagran la perfección de la humanidad, pues por la mutua y sensible entrega de sí mismos y la vivencia placentera de su sexualidad, participan del gozo humano de la felicidad y desean la felicidad para la comunidad humana. 
Es una virtud estar alegres y es una bondad de Dios el participar de la felicidad. No siempre es posible, pero todo debemos verlo como donación y posibilidad de transponerlo, hasta llegarnos a la resiliencia por medio de la cual aprendemos hasta de los factores negativos de la vida. 
No deseo extenderme más, sino será ilegible el escrito, por ello acabo. 
No sin antes manifestar, la determinación humana de que el amor y a la felicidad son imposibles de acotar. Son cosas hermosas a las cuales puede llegarse, como al deseo y al placer, con responsabilidad, generosidad y humanidad. 
Vivir la fe es confiar en el Señor, es tener la certeza de que en el caminar de la vida nos acompaña. Y si todos los pasos que damos están asistidos por su Espíritu, seremos dignos de que nos diga: -ven y sígueme. 
La sexualidad, es uno de esos pasos. Amén, aleluya.

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