El
designio de Dios se realiza en el tiempo; con lenta maduración
alcanzará el pueblo elegido su estatura perfecta, como un niño viene a
ser adulto. San Pablo comparó esta “economía” de la salvación con una
educación. Israel vivió bajo la tutela de la ley, como un niño
amaestrado por un pedagogo, hasta que vino la plenitud de los tiempos;
entonces envió Dios a su propio Hijo para conferirnos la adopción
filial: así lo demuestra el don del Espíritu (Gál 4,1-7; 3,24s). Por lo
demás, la educación de Israel no terminó con la venida de Cristo:
nosotros debemos “constituir a este hombre perfecto, en el vigor de la edad, que realiza la plenitud de Cristo” (Ef 4,13).
Desde los orígenes hasta el fin de los tiempos, la obra divina consiste en educar al pueblo elegido.
El cristiano, dominando con su fe el
desarrollo de la pedagogía divina, puede marcar sus etapas y
caracterizar su naturaleza. Se podrían relacionar con este tema las
indicaciones esparcidas en las noticias conexas. El amor, diálogo entre
dos personas, es el fundamento de toda educación; el educador enseña,
revela, exhorta, promete, castiga, retribuye, da ejemplo; para esto debe
mostrarse fiel a su designio y paciente en atención al resultado
apetecido. Sin embargo, nos parece preferible adherirnos y restringirnos
al vocabulario, muy limitado, de la educación. La palabra músar
significa a la vez instrucción (don de la sabiduría) y corrección
(reprensión, castigo); se encuentra en los sapienciales a propósito de
la educación familiar, y en los profetas (y en el Deuteronomio) para
caracterizar un comportamiento de Dios. Traduciendo esta palabra por paideia (cf. lat. disciplina),
los Setenta no pretendieron asimilar la educación bíblica a la
educación de tipo helénico. Según ésta, un hombre trata de despertar la
personalidad de un individuo según un horizonte terrenal muy limitado. En
la Biblia es Dios el educador por excelencia, que trata de obtener de
su pueblo (y secundariamente de los individuos) una obediencia maleable a
la ley o en la fe, no sólo mediante enseñanzas, sino también por medio
de pruebas; si parece profana la educación que dan los sabios o la
familia, en realidad el contexto de los libros sapienciales muestra que
quiere ser totalmente expresión de la educación divina (Prov 1,7; Eclo
1,1). Dios es el modelo de los educadores, y su obra de educación se
realiza en tres etapas que marcan una interiorización cada vez más
profunda del educador en el que se está educando.
I. DIOS EDUCA A SU PUEBLO.
1. Como
un padre educa a su hijo: la reflexión deuteronómica caracterizó así el
comportamiento de Dios que liberada y constituía a su pueblo. “Comprende, pues, que Yahveh tu Dios te corregía como un padre corrige a su hijo” (Dt 8,5). El predicador se muestra heredero de los profetas. Oseas anunciaba ya: “Cuando
Israel era niño yo le amé… Yo enseñé a andar a Efraím, le llevé en
brazos… los llevaba con suaves ataduras, con ataduras de amor…, me
abajaba hasta él y le daba de comer” (Os 11,1-4). Tal
amor se ve en la educación de la niña hallada a la vera del camino según
la alegoría de Ezequiel (Ez 16). No es sino una deducción lógica y en
imágenes de la revelación fundamental: “Así habla Yahveh: Mi hijo primogénito es Israel” (Éx 4,22).
Para comprender lo que implican estos
nombres conviene conocer el contexto cultural de la educación de los
niños en Israel. Dos aspectos la caracterizan: la nieta es la sabiduría,
el medio privilegiado es la corrección. El maestro debe enseñar a su
discípulo sabiduría, inteligencia y “disciplina” (Prov 23,23),
designando este último término propiamente el fruto de la educación: es
cierta habilidad (1,2), una manera de comportarse bien en la vida, que
hay que comprender y mantener (4,13; cf. 5,23; 10,17); para llegar a la
vida hay que aplicar el corazón a la “disciplina” (23,12s; cf. Eclo
21,21). Padres y maestros tienen frente a los niños una autoridad
sancionada por la ley (Éx 20,12): hay que escuchar al padre y a la madre
(Prov 23,22), bajo pena de graves sanciones (30,17; Dt 21,18-21). La
educación es un arte difícil, pues “la locura está enraizada en el corazón del niño”
(Prov 22,15), la sociedad está depravada y arrastrada al mal (1,10ss;
5,7-14; 6,20-35), tanto que los padres están abrumados de cuidados (Eclo
22,3-6; 42,9ss). Las reprensiones son, pues, necesarias, y más aún el
látigo, pues no quiere, como las primeras, circunstancias favorables: “los azotes y la corrección son sabiduría en todo tiempo” (Eclo 22,6; 30,1-13; Prov 23,13s). Tal es la experiencia de base que permite comprender la manera de la educación de Yahveh.
2. En
efecto, la educación de Israel por Yahveh refleja los dos aspectos de la
pedagogía familiar, instrucción de la sabiduría y corrección,
transponiéndolos en función del pecado.
Las “lecciones de Yahveh”
a su pueblo son los signos realizados en medio de Egipto, las
maravillas del desierto, toda la gran obra de la liberación (Dt 11,2-7);
Israel debe, por tanto, reflexionar sobre las pruebas sufridas durante
la marcha a través del desierto: experimentó el hambre para comprender
que “el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Yahveh”;
con esta experiencia de dependencia cotidiana debía aprender Israel a
reconocer la solicitud de Yahveh, su padre: su vestido no se gastó, su
pie no se hinchó a lo largo de estos cuarenta años (Dt 8,2-6); estas
pruebas estaban destinadas a revelar el fondo del corazón de Israel, a
establecer un diálogo con Yahveh. Al lado de estas pruebas, también la
ley se presenta como una voluntad de educación: “del cielo te hizo oír su voz para instruirte”
(Dt 4,36); no sólo para expresar en forma de mandamientos objetivos la
voluntad divina, sino para reconocer que Dios te ha amado (4,37s) y que
quiere darte “felicidad y vida larga en una tierra dada para siempre”
(4,40). Como buen educador, anuncia Yahveh con una promesa la
retribución que sanciona la observancia de la ley. Finalmente, la ley,
como la prueba, debe significar la presencia de la palabra misma del
educador: la palabra no está en los cielos lejanos, ni más allá de los
mares, sino “muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón” (30,11-14).
La corrección, que puede ir de la amenaza
al castigo, pasando por la reprensión, debe asegurar la eficacia de las
“lecciones de Yahveh”, pues el pecado ha convertido a Israel en un
pueblo de dura cerviz, lo mismo que la locura está enraizada en el
corazón del niño. Yahveh toma, pues, por la mano a un profeta ,que se
desviará del camino seguido por el pueblo (Is 8,11) y que se convertirá
en su propia boca, sin cesar de recordar mañana y tarde con una
paciencia infatigable la voluntad y el amor de Dios. Oseas muestra el
carácter educativo de los castigos enviados por Yahveh (Os 7,12; 10,
10), haciendo alusión a las tentativas infructuosas del esposo que trata
así de atraer a la infiel (2,4-15; cf. Am 4,6-11). Jeremías vuelve a lo
mismo sin cesar: “Déjate amonestar, Jerusalén” (Jer 6,8). En vano, desgraciadamente: no reciben la lección, se niegan a dejarse instruir (2,30; 7,28; Sof 3,2.7), “se han hecho una frente más dura que la roca”
(Jer 5,3). Entonces la corrección se convierte en castigo, que cae
recio (Ley 26,18.23s. 28); pero aun entonces esta corrección se da con
justa medida y no bajo el arrebato de la ira que mata (Jer 10,24; 30,11;
46,28; cf. Sal 6,2; 38,2), y puede seguirse la conversión. Israel debe
reconocer: “Tú me has corregido y he recibido la corrección como un todo indómito” y su contrición acaba en oración: “Haz que vuelva, y volveré, pues tú eres mi Dios”
(Jer 31,18). El salmista a su vez reconoce el valor de la corrección
divina: mis lomos y riñones me instruyen de noche (Salm 16,7), dichoso
el hombre al que Dios corrige; sé dócil a la lección de Saddai (Job
7,17), que tal es la manera de Dios en el gobierno de los pueblos (Sl
94,10; Cf Is 28, 23-26).
No obstante,la educación no quedará redondeada sino el día en se ponga la ley en el fondo del Corazón: “ya no habrá que instruirse mutuamente… todos me conocerán, des los más pequeños hasta los mayores” (Jer 31,33s). Para obtener este resultado será preciso que la corrección caiga sobre el siervo: “el castigo que nos da la paz está sobre él y gracias a sus llagas hemos sido curados” (Is 53,5). Entonces se comprenderá hasta qué punto “estaban conmovidas las entrañas de Yahveh” cuando debía proferir amenazas contra “su hijo querido” (Jer 31,20; cf. Os 11,8s).
II. JESUCRISTO, EDUCADOR DE ISRAEL.
El siervo se presenta a su pueblo bajo
los rasgos de un rabbi, que educa a discípulos como hijos, y a través de
él Dios en persona revela el cumplimiento de su designio. Además, el
siervo toma sobre sí las correcciones que merecíamos nosotros: es el
redentor de Israel. Para afirmar este doble aspecto no hay ciertamente
vocabulario específico, pero podemos guiarnos por los anuncios
figurativos del AT.
1. El revelador.
Para establecer un balance de la
“pedagogía” de Jesús basta con mirar a la retrospección que ofrecen los
evangelistas, Mateo en particular. Jesús, educador de la fe de sus
discípulos, induce progresivamente a hacerse reconocer por el Mesías: su
enseñanza se distribuye en dos grandes partes según Mateo. “A partir
del día” en que Pedro lo “confesó” por Cristo, modificó su
comportamiento (Mt 16,21). Anterior (Mt 13,10-13.36), hasta que se haya
“comprendido” (13,51); hace que los discípulos “realicen”, toquen con la
mano su impotencia y el poder de él para dar panes en el desierto (14,
15-21), y saca de los panes la lección que ellos hubieran debido
“comprender” (16,8-12); los asocia a su misión después de haberles dado
consignas precisas (10,5-16), y le hace dar cuenta del trabajo efectuado
(Mc 6,30; Lc 10,17). Cuando ha sido reconocido como Cristo, puede
revelar un misterio más difícil de aceptar: la cruz; entonces su
educación viene a ser cada vez más exigente: corrige a Pedro que quería
amonestarle (Mt 16,22s), se lamenta de la falta de fe de sus discípulos
(17,17), pero dando el motivo de su fracaso (17,19s); saca una lección
de la envidia que se manifiesta en el pequeño grupo (20,24-28). Todo su
comportamiento es una educación que tiende a grabar para siempre las
lecciones; así la triple interrogación hecha a Pedro: “¿Me amas?”, con
lo que quiere sanar en su corazón la herida de la triple negación (Jn
21,15ss).
2. El redentor.
Jesús no se contentó con decir lo que
había que hacer; como perfecto educador, dio ejemplo. Así acerca de la
pobreza, pues no tenía dónde reposar la cabeza (Mt 8,20); sobre la
fidelidad a la misión, que le lleva a enfrentarse con los judíos y sus
jefes, por ejemplo, al arrojar a los vendedores del templo, un celo que
lo llevará a la muerte (Jn 2,17); sobre la caridad fraterna, lavando
personalmente los pies a sus discípulos, él que es el maestro (Jn
13,14s).
Pero este ejemplo se lleva todavía más
lejos. Jesús se identifica con los que debe educar tomando sobre sí la
“corrección”, el castigo que pesa sobre ellos (Is 53,5); cargando con
sus flaquezas (Mt 8,17) quita el pecado del mundo (Jn 1,29). Así quiso
conocer nuestras debilidades, “él, que fue probado en todo, a semejanza nuestra, fuera del pecado” (Heb 4.15), él que “aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia… y fue consumado”
(5, 8s). Con su sacrificio dio Jesús remate a la educación de Israel;
aparentemente fracasó; había anunciado lo que había de suceder (Jn
16,1-4), pero no pudo por sí mismo hacerse comprender bien por sus
discípulos (Jn 16,12s): conviene que se vaya y que ceda el puesto al
Espíritu (17,7s).
III. LA IGLESIA EDUCADA Y EDUCADORA.
1. El Espíritu Santo, educador.
En efecto, el Paráclito es quien lleva
completamente a término la obra educadora de Dios. Ya no es la ley
nuestro pedagogo (Gál 3,19; 4,2), sino el Espíritu que, perfectamente
interior a nosotros mismos, nos hace decir: “Abba!, ¡Padre!” (Gál
4,6): ya no somos siervos, sino amigos (Jn 15,15), hijos (Gál 4,7). Tal
es la obra que realiza el Paráclito trayendo a la memoria de los
creyentes las enseñanzas de Jesús (Jn 14,16; 16,13ss), defendiendo la
causa de Jesús contra el mundo perseguidor (16,8-11). Entonces todos son
“dóciles” a la llamada del Padre (6,45), pues tanta eficacia tiene la
función en el corazón del cristiano (1Jn 2,20.27). El verdadero
educador, en definitiva, es Dios, perfectamente invisible e interior al
hombre.
2. Instrucción y corrección.
Sin embargo, hasta el fin de los tiempos
conserva la educación su aspecto de corrección que manifestaba el AT. La
carta a los Hebreos recuerda a los cristianos: “Como
con hijos se porta Dios con vosotros. ¿Pues qué hijo hay a quien su
padre no corrija? Si estáis exentos de esta corrección, es que sois
bastardos” (Heb 12,7s); así pues, si somos tibios,
tenemos que contar con que la corrección nos visite (Ap 3,19); estos
juicios divinos, que no matan (2Cor 6,9), libran de la condenación (1Cor
11,32) y después de hacer sufrir proporcionan gozo (Heb 12,11). También
la escritura es fuente de instrucción y de corrección (1Cor 10,11; Tit
2,12; 2Tim 3,16). Pablo mismo educa a sus corresponsales, invitándolos a
imitarlo (1Tes 1,16; 2Tes 3,7ss; 1Cor 4,16; 11,1). Finalmente. los
creyentes deben practicar la corrección fraterna según el precepto de
Jesús (Mt 18,15; cf. 1Tes 5,14; 2Tes 3,15; Col 3,16; 2Tim 2,25); es lo
que hace Pablo con vigor, sin temer manejar el palo (1Cor 4,21) y de
apenar si es necesario (2Cor 7,8-11) reprendiendo y amonestando sin
cesar a sus hijos (1Cor 4,14; Hech 20,31). Los padres, en la educación
de sus hijos, no son sino mandatarios del único educador, que es Dios:
no deben exasperar a los niños, sino practicar reprimendas y
correcciones a la manera del mismo Dios (Ef 6,4).
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