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Adopciones: buscar lo mejor para los niños |
En el tema de la adopción de niños huérfanos, abandonados
o en situaciones de grave dificultad, se entrecruzan dos perspectivas
que no siempre llegan a armonizar entre sí. Por un
lado, la búsqueda de lo que sea mejor para los
niños. Por otro, lo que desean los candidatos a la
adopción.
En general, las asociaciones que gestionan quiénes y cómo adoptan
a los niños, así como las leyes de numerosos países,
tienen como punto de mira prioritario trabajar por el mayor
bien del menor. En función de tal bien, existen normas
más o menos severas que establecen requisitos bastante exigentes a
la hora de escoger quiénes pueden adoptar a los niños.
Esas
normas buscan evitar el riesgo de abusos; sería trágico que
los niños pudiesen ser “adoptados” por delincuentes o por quienes
desean explotarlos como trabajadores, pordioseros o esclavos sexuales. Al mismo
tiempo, las normas aspiran a ofrecer aquellas situaciones familiares, sociales,
económicas, que más favorezcan un normal desarrollo de los pequeños.
Pero
las normas quedan en el aire si olvidamos a los
candidatos a la adopción, es decir, a aquellas personas que
piden y que se ofrecen a adoptar a los niños
huérfanos o abandonados.
En muchos casos, tales personas son matrimonios que
no tienen hijos, después de haber transcurrido varios años de
casados, y que esperan ofrecer un buen hogar a los
niños necesitados de una familia. También hay casos de matrimonios
con hijos que piden ser considerados como candidatos para la
adopción. Igualmente, encontramos a personas en otras situaciones (solteros, viudos,
parejas de hecho) que manifiestan su voluntad de ser adoptantes.
Los
problemas surgen cuando los criterios según los cuales se busca
el mejor interés del hijo llevan a excluir como potenciales
adoptantes a muchas parejas (casadas o sin casar) o a
personas que viven solas.
En concreto, suelen ser excluidas las parejas
que tienen un bajo rédito económico y no garantizarían un
mínimo decoro para los niños, o las parejas que tienen
mayor edad (no siempre es fácil establecer a partir de
qué edad unos esposos no serían, al menos según la
ley, buenos adoptantes), o a quienes viven en una gran
inestabilidad emocional y familiar que implicaría para el niño quedar
expuesto a una difícil situación de tensiones y conflictos.
También son
excluidas, como adoptantes, en la mayoría de las normas vigentes,
quienes viven solos (hombres o mujeres no casados o viudos),
aunque sean relativamente jóvenes y tengan una buena situación económica.
Alguno
podría objetar que tantas exclusiones generan frustración en cientos de
personas, quizá miles, que se ofrecen cada año para adoptar
a niños abandonados o necesitados. Pero si recordamos que el
interés del niño tiene una importancia prioritaria, daremos la razón
a quienes defienden que en la adopción no se trata
de dar un hijo a unos padres, sino de dar
unos padres, esperando que sean buenos padres, a un hijo.
En
esto contexto podemos reflexionar sobre las diferentes peticiones de quienes
piensan que tanto las parejas de hecho (personas que conviven
entre sí por un tiempo más o menos prolongado) como
las parejas del mismo sexo, especialmente en aquellos lugares donde
su unión ha sido reconocida a nivel estatal como “matrimonio”,
pueden ser candidatos aptos para la adopción de niños, con
las mismas condiciones que se exigen a los demás matrimonios
(estabilidad, buena economía, ausencia de conflictos emocionales graves, etc.).
Estas peticiones
no pueden ser tratadas de modo diferente a como se
tratan tantas otras peticiones de adopción. La pregunta esencial es
siempre la misma: ¿cuál es el mejor bien del niño?
La
respuesta dominante, con serios motivos a su favor, indica que
lo mejor para un niño es una pareja estable (un
matrimonio), de determinada edad, con cierta estabilidad económica, con garantías
de armonía psicológica y con la suficiente honradez para evitar
abusos.
Lo anterior no se aplica a las parejas de hecho,
incluso si llevan un largo tiempo de convivencia, precisamente porque
su opción de vida ante la sociedad, al renunciar a
cualquier pacto matrimonial reconocido públicamente, se coloca en una situación
anómala y no conveniente para el bien de los adoptandos.
En
cuanto a parejas homosexuales, por ejemplo en aquellos lugares donde
reciben un reconocimiento legal semejante o idéntico al del matrimonio
entre un hombre y una mujer, nos encontramos ante una
situación nueva, en la que dos personas biológicamente del mismo
sexo piden adoptar un hijo, cuando la relación normal que
ayuda a la maduración y crecimiento de los hijos es
la que se da en parejas de sexos diferentes.
Por lo
mismo, y en función del bien del menor, resulta oportuno
mantener como un requisito (entre tantos otros) el que los
padres sean una pareja heterosexual con un matrimonio jurídicamente reconocido
y estable.
Afirmar lo anterior implica, ciertamente, optar por criterios de
selección que pueden ser vistos como discriminatorios, pero que en
realidad buscan lo mejor para el niño. No es correcto
pensar, por ejemplo, que sufren una discriminación injusta aquellas parejas
avanzadas en años a las que no se permite ser
adoptantes, por muy intenso que sea su deseo de adoptar.
Lo
principal, hay que recordarlo siempre, es el bien del niño.
Ese niño necesita, en el camino de su desarrollo, encontrar
un hogar que le ofrezca cariño en condiciones lo más
similares posibles a las propias de una pareja sana construida
sobre el binomio hombre-mujer. Es oportuno recordarlo, por el bien
de los adoptandos, quienes por desgracia inician el camino de
su maduración personal con la ausencia de sus verdaderos padres
y que merecen encontrar la acogida por parte de familias
dotadas de las mejores características para ayudarles, desde la complementariedad
propia de quienes actuarán como padre y madre del niño.
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