sábado, 14 de abril de 2012

Las dos noches de la esperanza.


María, por fin, llegó a casa de Lázaro, en Betania. Era ya casi de noche. El ambiente no podía ser peor. Todo el mundo estaba no sólo triste por lo sucedido sino también lleno de miedo. Sin embargo, tanto Marta como María, las dueñas de la casa, se fijaron en ella. Venía, evidentemente, destrozada. Juan depositó aquel despojo humano en manos de las dos hermanas, las cuales le ofrecieron todas las comodidades que había en la casa.
Pero la Virgen no estaba para nada. Por supuesto que no cenó, a pesar de los ruegos que le hicieron para que tomara algo caliente. Suplicó que la dejaran retirarse a una habitación y allí se recogió, a solas, en silencio. ¡Tenía tanto que hacer!
Lo primero, lo más urgente, fue poner orden en su cabeza y en su corazón. Las cosas habían sucedido tan rápidamente que había tenido que actuar a golpe de instinto, dejando que fuera su sexto sentido de creyente y de madre el que le indicara cómo tenía que comportarse en cada momento. Estaba contenta de lo que había hecho, pues era consciente de que había logrado mantenerse serena ante su Hijo mientras moría y con eso, al menos, no había aumentado su sufrimiento. Sabía también que había vencido al Maligno al negarse a aceptar el odio en su corazón, lo mismo que sabía que aquella petición hecha por Jesús para que tratase a Juan como si fuera su hijo era más que una simple recomendación dirigida en particular hacia aquel buen muchacho. Todo eso, y más cosas, las sabía, las intuía, pero ahora era necesario ponerlas en orden, aclararlas, resumirlas y, sobre todo, saber qué significaba aquella misteriosa y fuerte presencia que sentía en su interior, por la cual tenía la certeza de que su Hijo estaba vivo.
Cuando el silencio se hubo hecho en torno a ella, cuando los ruidos de la casa se apagaron, María pudo, por fin, concentrarse. Lo primero que hizo fue llorar. Lo necesitaba. Ahora estaba a solas y ya no tenía que mostrarse fuerte, no tenía que sostener a nadie. Pero no lloró con desesperación, sino con un manso sosiego que hacía fluir las lágrimas de sus dulces ojos y la producía una extraña paz.
Luego se puso de rodillas. Sabía que debía rezar y abrió la boca para hacerlo, pero no era capaz de articular ninguna palabra. Tenía tantas sensaciones acumuladas en su cabeza que unas tapaban a las otras. Por fin, una de ellas se abrió paso en su alma y brotó en sus labios, causándole a ella misma una gran sorpresa. “Gracias”, fue lo único que pudo decir. Inmediatamente se preguntó el motivo por el que lo había dicho, pues aparentemente no tenía motivo alguno para estar agradecida a un Dios que había permitido la tortura y muerte de su Hijo. Sin embargo, notó que ésa era, efectivamente, la sensación más fuerte que reinaba en medio del caos que había en su alma y en su cabeza.
“Gracias –añadió-, porque le tuve 33 años. Te lo has llevado, pero yo nunca lo merecía, así que no sólo no te reprocho que no me lo hayas dejado más, sino que te agradezco que me lo hayas dejado tanto. Gracias, además, por haberme dado la fuerza para sostenerle en su lucha. Gracias por haberme permitido serle útil cuando más lo necesitaba. Gracias, sobre todo, por esta sensación tan fuerte que tengo y que me asegura que sigue vivo, que la muerte no ha podido con él”.
Después de un largo rato, María se durmió. Su cara estaba llena de paz, de esa paz que se adueña de los que tienen su conciencia tranquila, de los que están poseídos por la esperanza.
La noche siguiente fue muy parecida, aunque ella ya estaba más calmada y su cabeza había logrado poner orden en el cúmulo de sentimientos e ideas que bullían en ella. También le dijo a Dios la misma oración. También sintió que la poseía la esperanza, esa virtud sin la cual la vida sería tan imposible que, de hecho, a los que no la tienen se les llama con razón “desesperados”.
Propósito: Imitar a María cuando perdemos algo. Ella, en lugar de quejarse porque había perdido a su Hijo, le dio gracias a Dios por haberlo tenido durante 33 años..

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