martes, 3 de abril de 2012

Dinámicas para la Hora Santa del Jueves Santo.






Padre nuestro.
Jueves, 21/04/2011, Jueves Santo en la Pasión del Señor. Hora santa.
Confiemos en nuestro Padre y Dios.

Nota: Este ejercicio puede llevarse a cabo tanto en solitario como en grupos de orantes.
Introducción.
La Hora Santa es una práctica común entre los cristianos que podemos llevar a cabo durante todos los jueves del año durante la noche, que vivimos especialmente durante la noche del Jueves Santo. En el caso de que la Hora santa se celebre después de la media noche del Viernes Santo, esta ha de carecer de solemnidad, por cuanto empieza a celebrarse la Pasión y muerte de nuestro Salvador. Aunque esta práctica tiene la misión de recordarnos la Pasión y muerte de nuestro Hermano y Señor, puede consagrarse a la contemplación del Sacramento de la Eucaristía.
Inicio.
Iniciamos la Hora santa signándonos, en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Oración.
"Amo al Señor porque escucha mi voz suplicante,
porque me presta oído cuando le invoco" (SAL. 116, 1-2).
Señor Jesús: En el día en que te nos entregas para que pregustemos de la instauración del Reino de Dios entre nosotros al sentir tu presencia espiritual en nuestra vida, y para que aprendamos a imitar tu práctica incesante de la caridad al servir a nuestros prójimos los hombres, muéstranos lo que sentiste durante las horas de tu Pasión, para que, al comprender la grandeza del amor del Dios Uno y Trino para con nosotros, no escatimemos esfuerzo alguno a la hora de cumplir la voluntad de nuestro Padre común.
Padre Santo: En esta noche que tenemos la oportunidad de admirar la grandeza del amor que nos has demostrado al permitir el sacrificio de tu Hijo y nuestro Hermano y Señor Jesús, te damos gracias porque, aunque a veces perdemos la fe por la contemplación de la vivencia de la adversidad que caracteriza nuestra vida, nunca dejas de escuchar nuestra voz suplicante en el tiempo en que sufrimos.
Espíritu Santo, amor puro que procedes del Padre y del Hijo: En este comienzo de la celebración del Santo Triduo pascual, en que vamos a tener la oportunidad de palpar con la fe que nos caracteriza tu grandeza, mediante el sacrificio de Jesús, ven en nuestro auxilio, y manifiéstate en nuestra vida, al concienciarnos de que nuestras manos son las manos de nuestro Santo Padre, a la hora de servir a nuestros prójimos los hombres sin reservas.
Testimonios apostólicos de San Pedro y Judas.
Introducción.
Los Apóstoles de Jesús fueron creyentes como nosotros, humanos y por tanto pecadores, y, al mismo tiempo, capaces de dejarse fortalecer por el Espíritu Santo tal como hicieron en Pentecostés, para cumplir la voluntad de Dios. Los monólogos que escucharemos a continuación, constituyen testimonios experienciales de la Pasión del Señor de dos de sus seguidores. Dichos monólogos están inspirados en los textos bíblicos.
San Pedro.
Cuando conocí a Jesús, era un simple pescador de Galilea, un pobre hombre acostumbrado a sobrevivir a la pobreza, y al hecho de que los poderosos tuvieran derecho a ser injustos. Viví en un tiempo en que Israel, -cuyo nombre en aquel tiempo era Palestina por voluntad de los romanos-, vivía subyugado, y, la gente más humilde de mi país, era víctima de los abusos de las clases más poderosas, las cuales mantenían su estado social gracias al compromiso que adquirieron con los dominadores de aquietar nuestra conciencia nacionalista. Cuando conocí a Jesús, no pude imaginar que el Mesías iba a cambiar mi concepción de la vida. Jesús creía que todos los hombres somos hermanos, independientemente de nuestro estado social y del país en que vivamos. DE la misma forma que muchos de mis hermanos de raza consideraban imposible el hecho de hermanarse con los extranjeros, porque, ya que Dios se nos dio a conocer antes que a los paganos, se creían superiores al resto de habitantes del mundo, yo pensaba que era imposible el hecho de romper la barrera que separaba -y aún diferencia- a los ricos de los pobres.
Nunca olvidaré el día en que conocí a Jesús. Mi hermano Andrés me vio a lo lejos, y gritó:
"¡-Hemos encontrado al Mesías!" (CF. JN: 1, 41).
Yo sabía que mi hermano gustaba de escuchar la predicación de Juan el Bautista, así pues, como me llamó la curiosidad su entusiasmo, le dejé que me llevara a la presencia del Salvador.
Apenas Jesús me vio, fijó en mí su penetrante y amorosa mirada, y me dijo:
"-Tú eres Simón, hijo de Juan; en adelante te llamarás Cefas (es decir Pedro)" (JN. 1, 42).
Al escuchar las palabras de aquel Hombre tan entrañable, me pregunté: ¿De qué me conoce Jesús como para cambiarme el nombre? ¿Tanto le ha hablado Andrés de mí a este Señor, que hasta se cree con derecho a cambiarme el nombre? Los judíos creíamos que, el hecho de conocer el nombre de alguna persona, nos otorgaba cierto derecho sobre la misma. Como me llamó la atención la forma en que Jesús dispuso de mi vida apenas lo conocí, decidí asistir a sus predicaciones de vez en cuando con tal de ver la forma en que se desenvolvía, porque a lo largo de mi vida muchos se aprovecharon de mi pobreza para intentar sojuzgarme, pero nadie me cambió el nombre llamándome "piedra", indicando que llevaría a cabo alguna actividad, para lo cual, la terquedad que tantos problemas me ha causado, me sería útil.
Cuando tomé la decisión de asistir a las predicaciones del Señor por curiosidad, no pude imaginar que Jesús me iba a ganar para su causa. Ello sucedió un día en que aconteció lo que hasta entonces le pedí a Dios y nunca me fue manifestado, lo cual es un milagro. Yo soy un hombre pobre y no sé expresarme con delicadeza, pero, dado que soy muy impulsivo, digo las cosas tal como me pasan por la mente. En Palestina nunca han faltado predicadores que prometan salvaciones diferentes y pintorescas, pero los pobres siempre hemos sido pobres, y los enfermos siempre han acabado muriéndose por causa de sus dolores. Yo siempre había escuchado hablar de las bondades de Dios, pero necesitaba ver algún milagro para que mi fe fuera firme.
¡Al fin llegó el día en que vi el milagro que tanto le pedí a Dios!. ¡Qué noche de trabajo tan mala pasé con mis compañeros en el mar de Galilea!. ¡Hasta recuerdo las palabras con que conté la experiencia que tuve con Jesús aquel día miles de veces!.
"Acabamos de volver de pescar, y traemos nuestras redes más vacías que las teníamos cuando nos adentramos en el lago, ayer cuando anochecía. Me siento oprimido por mis dificultades, no puedo pagarles los impuestos correspondientes ni al Templo ni a Roma, el recaudador de impuestos me acecha como un buitre esperando que me debilite para terminar con mi vida...
Tanto mis compañeros como yo estamos cansados, y nuestros sentimientos se confunden hasta llegar a convertirse en bestiales opresores que nos corroen el alma sin piedad.
Trabajamos durante todos los días de la semana exceptuando el Sábado, porque en ese día le tributamos culto a Dios nuestro Señor.
Nuestras mujeres e hijos se consumen en la miseria y la apatía, al ver que estamos más acostumbrados a tener carencias que a vivir en la abundancia.
Después de llegar a la orilla del mar de Galilea, nos disponemos a lavar las redes, mientras que mi hermano y nuestro compañero Andrés bromea, pidiéndonos ayuda irónicamente, para recoger la inmensa cantidad de peces que hemos pescado, diciéndonos que, si no acudimos rápidamente en su ayuda, se partirá la red.
¿Qué ocurre? ¿Por qué se está reuniendo hoy tanta gente a la orilla del lago? ¡Pero si Jesús está entre la gente!. Este Nazareno es increíble, no tiene remedio, se ve que aún no se ha percatado de lo que la pobreza encierra en las entrañas y en el corazón de los judíos que simplemente nos limitamos a vivir nuestra perturbadora realidad, y no pensamos como Él, en sumirnos en las más bellas e irrealizables utopías.
Todos tenemos la costumbre de no recordar lo que nos dicen, solemos olvidar lo que la gente nos hace siempre que las obras de nuestros prójimos no nos hagan más desgraciados de lo que podemos ser en un momento determinado, pero nunca podemos olvidar cómo nos hacen sentir las personas que nos rodean, y, desde luego, este Jesús de Nazaret, se expresa muy bien. Me gusta el tono enfático en que se expresa el tal Jesús. ¡Lástima que este hombre únicamente habla del Reino utópico de la gratuidad!.
Mientras que los catastrofistas le temen al Dios profetizado en las Escrituras, el nuevo Profeta prefiere predicar al Dios de las misericordias de Isaías, al que premió al pueblo elegido una vez concluido el tiempo de las lamentaciones profetizado por el vidente Jeremías.
¿Qué ocurre? Cada vez se une más gente a nosotros. Hay un pequeño grupo de exaltados cuyos componentes están en total desacuerdo con la predicación del nuevo Profeta. Parece que esos insensatos quieren agredir a ese pobre desgraciado que sólo habla de amor y paz. ¿Por qué los que creen de sí mismos que son santos por antonomasia sólo son simples hipócritas?
Jesús se acerca a mi barca y le pregunta a Andrés:
-¿Quién de vosotros es el dueño de la barca?
Andrés le responde indicándole con su diestra el lugar desde el que miro a ambos:
-Es ese de ahí.
Jesús se dirige a mí, y me dice:
-Simón, hijo de Jonás, déjame predicar desde tu barca.
Permanezco en silencio, pues todos estamos cansados, y mis compañeros me miran suplicantes, como diciéndome: "¡Deja que ese se busque la vida como pueda!", pues todos están impacientes por abrazar a los suyos.
Yo quiero saber en qué acabarán las parafernalias de este hombre, así pues, les ordeno a mis compañeros que me ayuden a preparar la barca, con tal de que nos adentremos un poco en el lago, sólo lo suficiente como para que el promotor del supuesto Reino de amor y paz no sea descuartizado vivo en nuestra presencia, pues no está bien que los fanáticos de Yahveh acaben con la vida de un pobrecillo que, sin duda alguna, como no cambie de actitud, será asesinado dentro de muy poco tiempo, en el momento menos esperado.
Jesús prosigue su discurso desde la barca, y, ahora, más que nunca, todas las miradas de los asistentes a su predicación, están fijos en Él. Muchos recordamos el ideal religioso que conmemoramos los sábados, porque así lo ordena la Ley de Moisés y de Israel, pues esa orden la tenemos desde que Dios creó el cielo y la tierra, de hecho, fue el primer precepto que recibimos de nuestro Creador, con respecto al culto que debemos tributarle.
Algunos lloran recordando el ideal en que creyeron en el tiempo de su ingenuidad, pues, ahora, cuando los romanos nos asedian y muchos de los nuestros han traicionado a su Dios y a su pueblo, parece imposible el hecho de que exista un Dios cuya misericordia llene la faz de esta tierra que fue maldita cuando nuestros padres Adán y Eva pecaron contra Dios, al devorar ansiosamente el fruto de la soberbia.
Este Hombre no es doctor de la Ley, ¿cómo habrá podido memorizar tantos pasajes de las Escrituras un simple carpintero? Yo me sé de memoria el paso de nuestros antepasados por el mar Rojo porque lo escucho en nuestros encuentros en la Sinagoga todas las semanas, pero este hombre recita pasajes que estoy seguro que nunca los hemos oído ninguno de nosotros, de hecho, hasta me parece increíble que la sabiduría de este Maestro esté contenida en un sólo libro.
Jesús ha terminado su discurso. Ahora me toca discursar a mí, pues tengo que hacer que el nuevo Profeta comprenda en qué queda la realidad de sus palabras en relación con nuestras ínfimas posibilidades de sobrevivir en esta tierra romanizada y tiranizada hasta por sus dirigentes político-religiosos. Esperaré que la mayoría de la gente se aleje para entrar en acción, y, si este pobre Galileo reacciona, haré un esfuerzo por enseñarle mi oficio, aunque mi pan quede más partido de lo que está ya, pues, el que parece tan honrado al hablar, debe ser un prodigioso trabajador, si tiene empeño en sobrevivir en este tormentoso tiempo de dificultades.
Jesús se me acerca y me dice:
-Amigo, quiero agradeceros a tus compañeros y a ti el sacrificio que habéis hecho en favor de la propagación del conocimiento del Reino de Dios. Anda, boga lago a dentro.
¡Esta es mi oportunidad de triunfar sobre la predicación de este charlatán!.
-Compañeros, -exclamo lleno de entusiasmo-, ¡vamos a pescar los suculentos manjares del Reino del que Isaías habla en su Profecía!. ¿No os digo yo que nuestra labor es la más bendita de todos los trabajos que hacen los hombres? Mirad, ¡el Reino de Dios se propaga desde el mar de Galilea!.
Mis compañeros me siguen la corriente. Es tan grande nuestra expectación, que casi damos la impresión de no estar cansados. Mi hermano Andrés está convencido de que va a pasar algo bueno...
Los minutos que transcurren son como horas incesantes de aburrimiento y desesperación, así pues, ¡esta es mi ocasión de derrotar al Maestro!.
-Profeta, -exclamo-: ¿Por qué no se cumplen las Profecías de Isaías? ¿Dónde están los manjares del banquete anunciado? Menos-mal que no has comprado pan, porque, sin peces, no hay banquete.
-Girad la red a la derecha -dice Jesús entristecido-.
Giramos la red, y, como por arte de magia, -porque el hecho de que somos testigos a mi juicio no tiene otra explicación posible-, nuestra red se llena de peces. Nos será difícil llegar a la orilla, pues no podemos subir la red a la barca, temiendo que se nos parta y así perdamos parte del pescado que hemos obtenido de estas aguas benditas.
Todos reímos llenos de emoción, y les pedimos ayuda a Zebedeo y a sus hijos que se acercan a nosotros.
Hemos llegado a tierra nuevamente. Estoy nervioso.
Me acerco a Jesús y le digo:
-No sé qué pretendes con tus obras y palabras. No me enseñes cosas de espiritualidad porque soy un simple analfabeto, que sólo digo estupideces para disimular mi cansancio. Aléjate de mí y busca gente que sea digna de Ti, pues yo sólo soy un simple pescador, un don nadie. ¡Déjame en paz!.
Jesús sonríe y me dice:
-Me hicisteis mucho daño cuando vuestra red se llenó de peces, pues todos reíais como si hubierais recibido un regalo procedente de vuestra suerte. ¿Por qué no pensasteis que el fruto de vuestro trabajo era un obsequio que recibisteis del amor de vuestro Dios?
Después de hacer una pausa para que me dé tiempo a pensar cómo responder a su pregunta, el Señor me sigue diciendo:
-No me respondas, medita en tu corazón, Simón, y, con respecto a lo que me dices de que me aleje de ti, no te creas que te librarás de mí tan fácilmente.
Después de sonreírme amplia y afectuosamente, Jesús nos dice a todos:
-venid conmigo, pues, desde este preciso instante, seréis pescadores de hombres. No os pido que dejéis vuestro oficio, pero sí os digo que a partir de este día vuestras redes serán diferentes, vuestro mar será más profundo, y vuestro patrón os dará todo lo suyo, aunque vuestro fruto en ciertas ocasiones se asemeje al más temido de los fracasos".
Estar con Jesús, era como leer un relato maravilloso, en que, sin percatarnos de ello, formamos parte activa del mismo. Puedo decir con toda franqueza que no eché de menos mi trabajo durante los años que viví con el Señor, lo cual es una expresión que, en la boca de una persona con necesidades, para mucha gente, es indicativa, tanto de falta de cordura, como de irresponsabilidad. De la noche a la mañana, a pesar de la dificultad que me supuso separarme de mis familiares, me vi recorriendo mi país, acompañando al Mesías, no solo como amigo, sino como predicador. Cuando conocí a Jesús, ignoraba que, aunque le empecé acompañando algunas horas, iba a acabar vinculándome a El para siempre, exceptuando las amargas horas de que os hablaré después.
Algunos de mis compañeros observaban lo que hacía Jesús y le escuchaban predicar y enmudecían, pero yo gozaba haciéndole preguntas a Aquel que me prestaba atención y tenía respuestas para todos los interrogantes que se le plantearan. Yo le hacía al Señor preguntas como la siguiente:
"-Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si me ofende? ¿Hasta siete?" (MT. 18, 21).
Yo sabía que Dios quiere que perdonemos a quienes nos ofenden, pero, en el fondo de mi corazón, observaba lo que me había enseñado la vida, -es decir-, que todo en este mundo, -hasta la capacidad de amar-, tiene límites, porque, si perdonamos siempre a quienes quieren aprovecharse de nosotros, ¿cómo podremos quitárnoslos de encima para que dejen de molestarnos? Jesús, que me conocía tan bien como conoce la voluntad de nuestro Padre celestial, me respondió:
"-No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete" (MT. 18, 22).
Cuando Jesús me dijo que nuestra capacidad de perdonar no debe tener límites, comprendí que perdonar no significa olvidar, sino recordar sin guardar rencor, porque tenemos una grave tendencia a recordar los sucesos desagradables que hemos vivido, y a olvidar los acontecimientos agradables que caracterizan nuestra vida.
Aún me emociono al recordar el día en que Jesús me eligió para que fuera uno de sus Apóstoles. Después de pasar toda una noche orando (LC. 6, 12), Jesús eligió como compañeros de ministerio "a los que él quiso" (CF. MC. 3, 13), sorprendentemente, a hombres con escaso conocimiento de la Palabra de Dios, entre los cuales algunos carecíamos de estudios, con algunas excepciones, como Mateo, que era recaudador de impuestos (MC. 2, 14), y Natanael, que tenía un notable conocimiento de las Escrituras (JN. 1, 47-48).
Jesús nos convocó a todos sus discípulos y nos dijo que nos amaba a todos por igual, pero dado que el número de sus seguidores aumentó enormemente, surgieron necesidades entre los tales que habían de ser solventadas, por lo cual tomó la decisión de escoger a doce de entre nosotros, que vivieran consagrados al ministerio de la predicación, y al servicio de los menesterosos. Cuando Jesús nos dijo que iba a llamar uno por uno a sus Apóstoles, con el fin de que todos conociéramos a quiénes podríamos recurrir cuando les necesitáramos, pensé:
-¡Señor, déjame servirte!. "De anunciar el mensaje de salvación no puedo enorgullecerme. Eso es una necesidad que se me impone, ¡y pobre de mí si no lo anunciase!" (1 COR. 9, 16).
Nunca imaginé que fui el primero a quien Jesús llamó para que lo sirviera. Yo sabía que el llamamiento del Mesías significaba que tenía que renunciar a vivir con mi mujer y mis hijos, pero, encomendando a quienes más amaba al providentísimo amor y cuidado de nuestro Santo Padre, me dispuse a servir a mi Señor incondicionalmente, porque ello constituía una gran exigencia de mi corazón. Mientras abracé a Jesús para agradecerle el hecho de acordarse de un don nadie como yo para que lo acompañara en el ministerio de la predicación, recordé la oración del Salmista:
"Como busca la cierva corrientes de agua,
así mi alma te busca a ti, Dios mío,
tiene sed de Dios, del Dios vivo:
¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?" (SAL. 42, 2-3).
Jesús tenía un admirable don de gentes. Recuerdo el día en que sanó a mi suegra de la fiebre que tenía y una gran cantidad de enfermos acudió a mi casa, para que El les restableciera la salud (MC. 1, 29-34). También recuerdo el día en que Jesús curó a una mujer hemorroisa y resucitó a la hija de Jairo (MC. 5, 21-43). Son tantos los dichos y hechos de Jesús que recuerdo, que me sería imposible numerarlos detalladamente en esta ocasión.
Cuando el Señor me escogió para que fuera su Apóstol, no pensé que, con el paso del tiempo, me elegiría para que le representara en su Iglesia. Ello aconteció un día en que estábamos en Cesarea. Jesús nos preguntó de repente:
"-¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?" (CF. MT. 16, 13).
Nosotros le dijimos al Señor todo lo que le habíamos escuchado a quienes les predicábamos el Evangelio, obedeciendo su instrucción de recorrer Palestina predicando la Palabra de Dios.
"-Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros, que Jeremías o algún otro profeta" (MT. 16, 14).
Quizá a vosotros os sucede lo mismo que nos sucedió a los Apóstoles, pues, mientras es fácil describir lo que quienes nos rodean hacen con respecto a su fe, resulta complicado el hecho de definir el significado de lo que Jesús representa para nosotros, porque ello puede suponer que tenemos que optar por consagrarnos al cumplimiento de la voluntad de Dios, lo cual no es fácil, si tenemos en cuenta que, el hecho de vivir en un mundo carente de fe, tiene sus consecuencias para los cristianos practicantes, porque los cristianos nominales, -quienes se acuerdan de Dios cuando les interesa únicamente-, tienen una fe fácil, gracias al esfuerzo de los predicadores, quienes siempre les tienden la mano cuando necesitan ser consolados, y no les tratan hostilmente.
Jesús nos sorprendió, con la siguiente pregunta:
"-Y vosotros, ¿quién decís que soy?" (MT. 16, 15).
Mis compañeros guardaron un silencio absoluto, pues, aunque día a día seguíamos a Jesús, quizá algunos no tenían claro el hecho de vivir totalmente consagrados a la predicación del Evangelio, o quizá no habían pensado claramente quién era Jesús para ellos, porque, el trato que les dispensaban aquellos a quienes les predicaban, les hacía pensar si merecería la pena renunciar a formar familias, con tal de trabajar en pro del crecimiento espiritual de un mundo egoísta y capaz de empuñar la espada para evitar la extensión del conocimiento de Dios. Yo, bajo uno de mis muchos impulsos irrefrenables, le dije a Jesús:
"-¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!" (MT. 16, 16).
Jesús no me había revelado jamás la verdad que le dije, pero yo pronuncié aquellas palabras, porque sentí la necesidad de hacerlo.
Jesús, lleno de gozo, y admirado de la forma en que el Padre por medio del Espíritu Santo me había revelado aquella verdad, me dijo:
"¡-Feliz tú Simón, hijo de Jonás, porque ningún hombre te ha revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos! Por eso te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a edificar mi Iglesia, y el poder del sepulcro no la vencerá. Yo te daré las llaves del reino de Dios: lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (MT. 16, 17-19).
Jesús me dijo que el poder del hades -o infierno- no vencería jamás a la Iglesia cuya cabeza visible sería yo. Jesús me dijo que me daría la potestad de decidir quiénes formarían parte de su institución y quiénes deberían ser excluidos de ser hijos de la misma, y que, las decisiones que tomara bajo la inspiración del Espíritu Santo, serían tan respetadas en el cielo como en la tierra.
Ni mis compañeros ni yo comprendimos el significado de las palabras de nuestro Señor. Con el paso del tiempo, comprendimos que mi autoridad sobre la Iglesia era diferente a la visión de la autoridad que tienen los gobernantes de este mundo, por consiguiente, Jesús les dijo a los hermanos Juan y Santiago, cuando los tales le pidieron que, en el Reino de Dios, les sentara, a su derecha y a su izquierda, procurándoles así el puesto que tanto añorábamos todos los Apóstoles, hasta el punto de enzarzarnos en discusiones, para ver cuál de los doce tenía más méritos para suceder a Jesús en la tierra, y dominar a sus compañeros.
"-Beberéis de mi copa de amargura y seréis bautizados con mi propio bautismo; pero el que os sentéis el uno a mi derecha y el otro a mi izquierda, no es cosa mía concederlo; es para quienes ha sido reservado" (CF. MC. 10, 39-40).
Al meditar muchas veces aquellas palabras que le oí a Jesús, comprendí que la gran preocupación de los cristianos no ha de basarse en la consecución de poder, riqueza y prestigio que caracteriza a los hijos de este mundo, sino en servir a Dios, pues, ¿qué gozo superará al hecho de saber que somos hijos de nuestro Padre común, y que por ello no tenemos que albergar temores en el corazón? Ahora bien, el hecho de ser hijos de Dios es gozoso, pero supone que tenemos que cumplir la voluntad de nuestro Criador, tal como dice el Salmista en su oración:
"Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo porque tú vas conmigo,
tu vara y tu cayado me sosiegan" (SAL. 23, 4).
Al saber que los Zebedeos acompañados de su madre pretendieron sobornar a Jesús a nuestras espaldas, los otros diez Apóstoles nos enfadamos mucho con ellos, porque todos aspirábamos al máximo puesto de honor, tanto en la Iglesia terrena, como en el mundo celestial. Jesús, conociendo los pensamientos que albergábamos en nuestros corazones, antes de que nos enzarzáramos en una pelea, nos reunió y nos dijo:
"-Como muy bien sabéis, quienes son considerados como gobernantes someten a las naciones a su dominio y les hacen sentir su autoridad. Pero entre vosotros no debe ser así. Antes bien, si alguno de vosotros quiere ser grande, deberá ponerse al servicio de los demás, y si alguno de vosotros quiere ser principal, deberá hacerse servidor de todos. Porque así también el Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en pago de la libertad de todos los hombres" (MC. 10, 42-45).
A pesar de que Jesús manifestó su voluntad de que yo lo representara en su Iglesia, mientras que El nos hablaba del amor con que nos amaba durante aquella Cena inolvidable en que instituyó los Sacramentos de la Eucaristía y el Orden de los sacerdotes, acaeció lo que San Lucas nos narra en su Evangelio.
"Entre ellos hubo también un altercado sobre quién de ellos parecía ser el mayor" (LC. 22, 24).
Jesús creía que es posible crear una sociedad en que todos los hombres tengan la misma dignidad. Yo intenté muchas veces decirle que ello es imposible, pero el Señor vivía totalmente entregado al ideal de salvar a la humanidad. Recuerdo el caso de una mujer cuya hija tenía una grave enfermedad que Jesús curó, a pesar del escándalo que supuso este hecho para algunos de sus seguidores, porque el Profeta del Dios de los judíos sanó a una extranjera (MT. 15, 21-28). . Mi creencia de que es inevitable el hecho de que dejen de existir las clases sociales y la marginación de los pobres, provocó un triste episodio, el día que Jesús me nombró sucesor suyo en el gobierno de su Iglesia.
"A partir de entonces, Jesús empezó a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, y que los ancianos del pueblo, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley le harían sufrir mucho, y luego le matarían, pero que al tercer día resucitaría" (MT. 16, 21).
Si para mí era difícil el hecho de creer en la existencia de un mundo de hermanos más allá de la discriminación clasista, la posibilidad de que Jesús muriera, carecía totalmente de lógica. Jesús estaba viviendo un Ministerio apasionante en el cual le estábamos acompañando sus Apóstoles y muchos otros seguidores. Lentamente, la comunidad de los creyentes se ampliaba de la misma manera que una pequeña semilla de mostaza después de sembrarla se convierte en un árbol en cuyas ramas anidan los pájaros (CF. MT. 13, 31-32), y se aproximaba el momento en que Jesús tendría la oportunidad de manifestar su gran poder admirablemente. La fama de Jesús era tan notoria, que, los gobernantes judíos de Palestina, -los saduceos-, llegaron a envidiar la forma en que le seguía la gente humilde, -es decir-, el pequeño resto de Israel, que no malogró su fe, por causa de la visión de la dominación romana, tal como hicieron los fariseos, los saduceos, y los zelotes. Jesús, fiel a sus palabras referentes a que la autoridad divina no se manifiesta como las autoridades humanas, manifestó su poder, pero no al modo de los gobernantes de la tierra, sino dejándose vencer por la humana debilidad, para resucitar de entre los muertos posteriormente a su padecimiento.
Considerando que Jesús me otorgó una posición preferente en la Iglesia, me lo llevé aparte de mis compañeros, y le dije:
"¡-No quiera Dios que te pase nada de eso, Señor!" (CF. MT. 16, 22).
Jesús, pensando que el hecho de hablar conmigo en secreto podía hacer que los demás Apóstoles recelaran tanto de El como de mí, me respondió en voz alta:
"-¡Apártate de mí Satanás! Tú eres una piedra de tropiezo para mí porque no piensas como piensa Dios, sino como piensan los hombres" (MT. 16, 23).
Con tal de que pudiéramos creer que iba a resucitar de entre los muertos, Jesús nos hizo presenciar, a Juan, a Santiago y a Mí, el episodio de su Transfiguración, pero no nos percatamos del significado del mismo, hasta que el Señor resucitó. Ni la resurrección de Lázaro nos ayudó a creer en la Resurrección del Mesías.
Jesús se aplicaba sus enseñanzas. El Maestro, no solo creía en la existencia de un mundo en que todos tengamos la misma dignidad, sino que no se hacía destacar entre los creyentes, de hecho, tal como San Juan recuerda en su Evangelio, hasta nos lavó los pies a sus Apóstoles, lo cual solo les estaba reservado a los esclavos que no eran judíos, y a las mujeres, que les lavaban los pies a sus padres y maridos.
"Con plena conciencia de haber venido del Padre y de que ahora volvía a él, y perfecto conocedor de la plena autoridad que el Padre le había dado, Jesús se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó a la cintura. Después echó agua en una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura. Cuando le llegó la vez a Simón Pedro, éste le dijo:
-Señor,¿lavarme los pies tú a mí?
Jesús le contestó:
-Lo que estoy haciendo, no puedes comprenderlo ahora; llegará el tiempo en que lo entiendas.
Pedro insistió:
-Jamás permitiré que me laves los pies.
Jesús le respondió:
-Si no me dejas que te lave los pies, no podrás seguir contándote entre los míos.
Pedro entonces le dijo:
-Señor, no sólo los pies; lávame también las manos y la cabeza.
Pero Jesús le replicó:
-El que se ha bañado y está completamente limpio, sólo necesita lavarse los pies. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos.
Sabía muy bien Jesús quién iba a traicionarle; por eso añadió: "No todos estáis limpios."
Una vez que terminó de lavarles los pies, se puso de nuevo el manto, volvió a sentarse a la mesa y les preguntó:
-¿Comprendéis lo que acabo de hacer con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y tenéis razón, porque efectivamente lo soy. Pues bien, si yo, vuestro Maestro y Señor, os he lavado los pies, lo mismo debéis hacer vosotros unos con otros. Os he dado ejemplo: debéis portaros como yo lo he hecho con vosotros. Os aseguro que el siervo no puede ser mayor que su amo; ni el enviado, superior a quien lo envió. ¿Está claro esto? Pues seréis dichosos si lo ponéis en práctica" (JN. 13, 3-17).
Aunque discutí muchas veces con Jesús, El siempre tenía razón, pero, el hecho de dejarlo rebajarse para que me lavara los pies, no estaba dispuesto a consentírselo, porque, si alguien tenía que esclavizarse ante mi Salvador, ese era yo. ¿Cómo podía yo consentir que el Unigénito de Dios se humillara ante alguien como yo, tan ignorante y pobre? Muchas veces me dejé seducir por la voluntad de Jesús en nuestras discusiones a la manera que Jeremías se dejaba seducir por la confortadora palabra de Dios en sus tribulaciones (CF. JER. 15, 16), pero no estaba dispuesto a permitir que Jesús me lavara los pies, y si consentí que lo hiciera, es porque creí que quería modificar el rito de la purificación judía, el cual para mí era digno de ser respetado porque soy judío, pero no un motivo como para discutir con el Señor.
Jesús me dijo:
"-Lo que estoy haciendo, no puedes comprenderlo ahora; llegará el tiempo en que lo entiendas" (CF. JN. 13, 7).
Si hubiera comprendido que Jesús no quería modificar el rito de la purificación, sino servirme para que aprendiera a imitarlo, no le hubiera dejado que me lavara los pies, ni aunque me hubiera privado de ser su Apóstol, pero en aquella ocasión se salió con la suya, por causa de mi ignorancia del significado de su gesto.
Después de la Cena, cuando íbamos hacia el monte de los Olivos, Jesús nos dijo:
"-Esta noche va a fallar vuestra fe en mí porque así lo dicen las Escrituras: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño" (CF. MT. 26, 31).
Yo que había intentado por todos los medios que tenía al alcance evitar el padecimiento del Señor y detectar al traidor misterioso para evitar que llevara a cabo su acción nefanda, ¿cómo iba a desamparar a Jesús? Teniendo ese pensamiento en mente, le dije a Jesús:
"-Aunque todos pierdan la fe en ti, yo no la perderé" (CF. MT. 26, 33).
Jesús, sabiendo de antemano lo que iba a suceder, me respondió:
"-TE aseguro que esta misma noche, antes de que cante el gallo, tú me habrás negado tres veces" (CF. MT. 26, 34).
Una vez llegamos a Getsemaní, Jesús nos dijo a los Doce que iba a orar, y quiso que Juan, Santiago y yo, estuviéramos más cerca de El que los demás, así pues, antes de que nos invadiera el sueño a los tres, nos dijo:
"-Me ha invadido una tristeza de muerte. Quedaos aquí y velad conmigo" (MT. 26, 38).
El Señor se alejó de nosotros a la distancia de un tiro de piedra (LC. 22, 41), y se postró para orar.
Juan, Santiago y yo, mientras comentábamos el sufrimiento que Jesús predijo y sospechábamos se acercaba, fuimos rendidos por un pesado sueño, que lamentamos durante todos los días de nuestra vida. Muchos autores, incapaces de pensar cuales fueron las causas que nos hicieron presas fáciles del sueño, nos han tachado de pecadores, sin tener en cuenta lo dura que es la vida de los predicadores que no buscan el prestigio humano, sino el cumplimiento de la voluntad de Dios, aunque la misma sea dolorosa. ¿Cómo podríamos soportar la idea de que todo lo que habíamos hecho durante tres años lejos de nuestros familiares fracasaría si Jesús moría? ¿Qué sería de nosotros si los judíos nos perseguían por haber sido seguidores del Nazareno? ¿Qué haríamos cuando Jesús muriera, sino sabíamos hacer otra cosa que estar con El?
En mi pesado sueño, escuché estas palabras de Jesús:
"-¿Ni siquiera habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para que no desfallezcáis en la prueba que se acerca. Es cierto que tenéis buena voluntad, pero os faltan las fuerzas" (CF. MT. 26, 40-41).
Mis compañeros y yo nos despertamos sobresaltados porque escuchamos que mucha gente se acercaba hablando atropelladamente. Judas, -el traidor del Señor que descubrí demasiado tarde-, llegó acompañado de gente armada con palos y espadas enviada por los saduceos (MT. 26, 47).
Judas se acercó a Jesús, y, saludándole, le dio un beso, pues esa era la contraseña que les dio a los enemigos de Jesús, para que prendieran al Mesías. Jesús, por su parte, le dijo a mi ex compañero:
"-Amigo, lo que has venido a hacer, hazlo ya" (CF. MT. 26, 50).
A pesar de que Judas vendió al Señor como si el Autor de la libertad fuese su esclavo, Jesús le siguió llamando amigo, tal como lo hizo durante la Cena, cuando le dejó mojar el pan en la salsa de su plato.
Los soldados se echaron sobre Jesús y le ataron las manos a la espalda. Yo, con tal de no darme por vencido, creyendo que había llegado el momento de dar la cara por mi Maestro, desenvainé mi espada, y le corté una oreja al criado del sumo sacerdote. Antes de curar al herido, Jesús me dijo:
"-Guarda esa espada. Todos los que empuñan espada, a espada morirán. ¿No crees que yo puedo pedirle ayuda a mi Padre, y que él me enviaría ahora mismo más de doce ejércitos de ángeles? Pero en ese caso, ¿cómo se cumplirían las Escrituras, que predicen que las cosas tienen que suceder así?" (MT. 26, 52-54).
Jesús les dijo a sus opresores:
"-¿Por qué habéis venido a arrestarme con espadas y palos, como si fuera un ladrón? Todos los días he estado entre vosotros enseñando en el templo, y no me habéis arrestado. Pero todo esto sucede para que se cumpla lo que escribieron los profetas" (CF. MT. 26, 55-56).
Diez de mis compañeros huyeron rápidamente de aquel lugar, y Juan y yo seguimos a quienes llevaban al Mesías preso desde lejos, para ver lo que iba a suceder.
Cuando, en casa del Sumo Sacerdote, el Sanedrín decidió que Jesús tenía que morir, sucedió lo que San Mateo relata en su Evangelio, lo cual es un hecho que lamenté siempre, a pesar de que Jesús me concedió su perdón.
"En seguida se pusieron a escupirle en la cara y a darle bofetadas y puñetazos, mientras gritaban:
-¡Adivina, Mesías, quién te ha pegado!
Entre tanto, Pedro estaba sentado fuera, en el patio. Se le acercó una criada, y le dijo:
-Tú eres uno de los que acompañaban a Jesús de Galilea.
Pedro lo negó delante de todos, diciendo:
-¡No sé de qué hablas!
Luego se dirigió hacia la puerta, y, cuando ya estaba a punto de salir, le vio otra criada, que aseguró a los que allí estaban:
-Este también andaba con Jesús de Nazaret.
Otra vez lo negó Pedro, jurando:
-¡No sé quién es ese hombre!
Algo más tarde se acercaron a Pedro unos que estaban allí, y le dijeron:
-Pues no cabe duda de que tú eres de los suyos. ¡Hasta en el acento se te nota!
Entonces él comenzó a jurar y perjurar:
-¡No sé quién es ese hombre!
Y al instante cantó un gallo. Al oírlo, Pedro se acordó de que Jesús le había dicho: "Antes de que cante el gallo me habrás negado tres veces." Y, saliendo de allí, se echó a llorar amargamente" (MT. 26, 67-75).
Este es el testimonio que di de cómo el Señor perdonó mi cobardía:
" -Han transcurrido varios días desde que Jesús resucitó. Cuando el Señor viene a nuestro encuentro no tenemos la necesidad de preguntarle si verdaderamente es Él quien está entre nosotros, pues confiamos plenamente en que el Mesías está vivo, y sabemos que la muerte no tiene poder para absorber nuevamente su vitalidad.
Cierto día, me encontraba con seis de mis compañeros junto al lago de Tiberíades. Intentábamos asimilar las enseñanzas del Maestro, pero nuestras mentes estaban atormentadas por muchas dudas de diversa índole.
Jesús nos decía incansablemente en sus apariciones:
-Tengo muchas cosas que deciros que no podéis entender en este preciso instante, así pues, cuando recibáis al Abogado que os enviaré, Él. será quien os explique las cosas que no podáis comprender.
Mis compañeros y yo aún no conocíamos al Espíritu Santo, y estábamos tristes porque Jesús no estaba con nosotros en ese momento. Habíamos estado con el Señor obedeciendo sus mandamientos durante tres años, unas veces le habíamos sido dóciles al Mesías muy gustosamente y en otras ocasiones nos enfrentábamos con Aquel que siempre tenía razón, pero el Rabbi ya no estaba entre nosotros, y por ello la vida se nos hacía sumamente difícil.
Los que fuimos pescadores en el pasado antes de ser seguidores de Jesús estábamos confusos, pues no sabíamos si el Señor nos tenía destinados para llevar a cabo alguna misión o si sencillamente teníamos que dejar de ser pescadores de hombres para ser nuevamente pescadores en el mar de Galilea.
Habíamos discutido durante varias horas el significado que podían tener las palabras del Maestro que no comprendíamos, y, como no conseguíamos adoptar una postura común con respecto a la interpretación de las mismas, decidimos descansar, para posteriormente vislumbrar con mayor claridad el Evangelio de nuestro Jesús.
Entre todos mis compañeros, yo me caracterizaba por la incapacidad de meditar y la impulsividad que me hizo traicionar al Señor en la noche de las traiciones y el mayor dolor. No sé por qué razón sentí el deseo de estar sólo, quizá llorando, o hablando un rato con Jesús, como si Él estuviera junto a mí, porque sabía que mi Señor me escuchaba. Tenía que hablar con Jesucristo a solas lo más rápidamente posible, sin que nadie tuviera la tentación de reírse de mis lágrimas, fue esa la causa por la que les dije a mis compañeros:
-Me voy a pescar.
Mis amigos me dijeron:
-Vamos todos contigo, porque eres el más importante de entre nosotros y, si el Maestro se te vuelve a aparecer, queremos verlo.
Nuestra jornada de pesca fue pésima. En la quietud del mar, lejos del ruido del mundo, nuestros corazones se abrieron como puertas de par en par, nos contamos pormenorizadamente nuestras cuitas, y lloramos sin temor a caras extrañas y burlas acompañadas de risotadas. Aquella noche no conseguimos pescar ni un sólo pez, pero eso no nos importó, pues nuestra vocación seguía siendo la de pescar hombres con la red del Señor Jesús.
Cuando empezó a amanecer, empezamos a sentirnos cansados de reflexionar sin encontrar respuestas que aliviaran nuestras ansias de sabiduría y el sufrimiento que nos causaba la ignorancia de la Palabra de Dios.
Cuando nos acercamos a la orilla del lago, vimos a un hombre que nos gritó, diciéndonos:
-Muchachos, ¿habéis pescado algo?.
Mis compañeros y yo empezamos a mirarnos, preguntándonos quién podría ser aquel que nos estaba interrogando.
Le contestamos a aquel hombre:
-No hemos pescado nada.
Él nos dijo:
-Echad la red a la derecha, y hallaréis peces.
Cuando ocurrió el episodio de la primera pesca milagrosa, nos atrevimos a dudar de Jesús, pero en aquella nueva ocasión, sin saber quién nos dio la orden de echar la red a la derecha de la barca, obedecimos a aquel hombre impulsivamente. No sé por qué en aquella ocasión no tuve la sensación de que hacía el ridículo ante aquel desconocido.
Apenas transcurrieron unos minutos desde que obedecimos al que nos interrogó, constatamos que no podíamos sacar la red del agua, porque pesaba mucho, debido a que estaba llena de peces, de tal manera que temimos que se rompiera.
Juan, -en mi opinión, el más inteligente de los Apóstoles-, gritó extasiado:
-¡Mirad, es el Señor...
Después de oír aquellas palabras, me ceñí la túnica y salté al agua con toda la fuerza de que fui capaz de correr al encuentro de mi Redentor. Faltaban unos cien metros para llegar a tierra, así pues, en aquella ocasión, no tuve miedo a hundirme en el lago, porque contaba con la experiencia de aquella ocasión en que Jesús me tomó de la mano en medio de una tempestad nocturna, cuando creí que perdía la vida.
Mis compañeros llevaron la barca a tierra esforzándose para que no se partiera la red.
Cuando me encontré con Jesús cara a cara, me fue imposible sostener la amorosa y firme mirada del Maestro. Quise pedirle perdón a Jesús mil veces por causa de las tres veces que negué a mi Salvador en la noche de las traiciones y el mayor dolor, pero la lengua se me pegó al paladar, y no tenía valor para hablar, eso me venía sucediendo desde que, por primera vez, vi a mi Señor Resucitado, pero aquel día quería pedirle perdón como me fuera posible, pero, ¿cómo podría hacerlo?
Jesús, imitando a nuestro Padre celestial, sonreía tiernamente, miraba mi tristeza y permanecía silente, al mismo tiempo que intentaba que le mirara fijamente.
Jesús tenía preparado un buen rescoldo con un pez y pan para que comiéramos el alimento que Él mismo nos había concedido.
Cuando le manifestamos al Señor nuestra alegría porque le teníamos nuevamente entre nosotros, Jesús nos dijo:
-Traed algunos de los peces que habéis pescado.
Jesús me habló indirectamente al pronunciar las citadas palabras. Yo había negado al Señor, fue esa la causa por la cual corrí a buscar un buen puñado de peces para pedirle a nuestro Redentor que me aceptara nuevamente entre sus seguidores, pues tenía la imperiosa necesidad de vivir esforzándome para hacer feliz a mi Dios y a mi todo, pero, ¿cómo podría pedirle perdón a Jesús?
Cuando tuve los peces en las manos, me llené de ira y me dije en silencio:
-¡Cobarde!, ¿cómo te atreves a pedir perdón de la misma forma que lo hace un niño travieso cuando rompe un objeto de valor, si supuestamente eres un adulto responsable de tus acciones?.
Cuando terminamos de asar el pescado entre múltiples manifestaciones de alegría, Jesús nos dijo:
-Acercaos y comed.
Nuestro Salvador nos repartió el pan y los peces, pues Él sólo sabe partir y compartir su pan, su tiempo, su vida, su Cuerpo y su Sangre...
Cuando terminamos de comer, Jesús me dijo:
-Simón, hijo de Juan, ¿por qué evitas mi mirada? ¿Ya no me amas más que estos? Mira que tu Dios es muy celoso y desea que le consagres tu ser y tu vida.
Yo le respondí al Señor impulsivamente, del modo que sé actuar siempre:
-Señor, Tú sabes que te amo, vamos a olvidar aquel trágico episodio y sigamos siendo tan inseparables como cuando...
Jesús quiso animarme, por ello volvió a la carga, diciéndome:
-Apacienta a mis corderos. Sabes que eres un símbolo mío, y que soy la roca sobre la que será fundada la Iglesia. Oye, Simón, hijo de Juan, ¿me amas?.
Yo contesté:
-Sí, Señor, Tú sabes que te amo muy a pesar de mi traición.
Jesús me dijo suavemente, tomando mi diestra entre sus manos:
-Cuida de mis ovejas.
Jesús me interrogó por tercera vez:
-Simón, hijo de Juan, ¿me amas?.
No pude soportar que Jesús me hiciera la misma pregunta por tercera vez, pues se me pasó por la mente la idea de que el Señor no me creía, y yo lo hubiera justificado si no hubiera creído mis palabras, pues sabía que no era digno de su amor, que sin Él mi vida no tenía sentido, y me maldije mil veces en mi interior por haber sido capaz de traicionarme a mí mismo, al renegar como un cobarde de mi querido Jesús.
Con el ánimo de los ajusticiados que formulan su último deseo antes de ser ahorcados, le dije a Jesús:
-Señor, yo sé que a Ti no se te oculta nada, Tú lo sabes todo, sabes que te amo y que sin ti mi vida carece de sentido. Yo renegué de Ti, pero ahora sí que estoy dispuesto a morir por Ti y para Ti, porque te debo la muerte que rechacé por causa del irracional miedo que me embargó en la noche de las traiciones y el mayor dolor.
Jesús me dijo:
-Apacienta a mis ovejas. Con respecto a tu traición, no te preocupes, porque el daño que me hiciste culminó mi crecimiento espiritual como Hombre, pues, entre mis intensos y agudos dolores, me faltaba saborear la amargura causada por la traición de un amigo, dado que Judas me vendió siendo de antemano mi enemigo.
Jesús suspiró, y me dijo:
-Querido Simón:
Cuando eras joven, antes de que yo te hiciera pescador de hombres, eras el dueño de tu vida y hacías lo que deseabas, pero, cuando seas viejo, extenderás tus manos poniéndote voluntariamente a disposición de tus enemigos, así te sentirás satisfecho, al sustituir la amargura de tu traición que te invade el alma, por la satisfacción de la entrega personal y libremente aceptada.
Ahora que has recuperado la fe, sígueme otra vez.
Jesús me ha hablado de mi muerte, pero ahora soy suyo en la vida y en la muerte, así pues, nuevamente caminamos juntos, hablamos... ¡Al fin vuelvo a sentirme vivo!".
Jesús en Getsemaní.
Jesús, me siento muy triste. Al salir del Cenáculo he sentido un gran deseo de acariciar tus manos que aún siguen humedecidas desde que lavaste mis pies. A pesar de que me has alimentado con tu Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, me siento débil... No sé qué me sucede, mi fuerza es limitada, mi tristeza es indescriptible... A pesar de que no quiero perderte, necesito que ocupes en la cruz el lugar que me corresponde a mí, porque únicamente aprenderé a superar mi debilidad, al ser golpeado por mis fracasos, aunque no podré lograr mi propósito, si no soy herido contemplando tus heridas, y si no supero mis tribulaciones gloriándome al pensar en tu Resurrección.
Caminamos hacia el huerto de los Olivos. Todos estamos muy tensos, pero tú, Señor, nos has pedido que te dejemos hablar, y nos has dicho: "Esta noche fallará vuestra fe en mí" (MT. 26, 31). Jesús, ¿qué nos has dicho? ¿Cómo pretendes hacernos creer que te vamos a traicionar? ¿Crees que les tenemos miedo a tus enemigos? ¿Crees que nuestro miedo será superior a nuestra fe¿... ¡Jesús, tú sabes muy bien que nosotros daremos gustosamente nuestra vida para proteger la tuya...!
Pedro alza su voz enérgicamente para defender su fe, pero tú le dices que, antes de que el gallo cante dos veces, él habrá negado tres veces el hecho de conocerte (MC. 14, 30 y 72). Todos imitamos a Pedro, todos creemos que somos fuertes, y sólo somos unos pobres ignorantes de nuestra impotencia incapaces de vislumbrar la misericordia de Dios en nuestra vida. Todos tenemos miedo, no sabemos qué va a suceder esta noche ni en los días sucesivos, pues nuestra inseguridad se basa en que los guardias del Templo nos pueden encontrar en cualquier momento...
Jesús, ¿por qué has querido venir a orar a este huerto sabiendo que tus enemigos tienen conocimiento de que te gusta orar en este jardín? ¿Tanto amas a Dios que llegas al punto de arriesgar tu vida por la devoción que sientes hasta por los lugares en que elevas tu voz al cielo y esperas que el Padre eterno se te manifieste?
Hemos llegado a Getsemaní. Señor, no nos ocultes tu dolor, pues todos sabemos que, al llegar a este lugar, has hecho un gran esfuerzo para evitar las lágrimas que pueden inducirnos a percibir la angustia que debe estar atentando contra tu vida. Nos dices pausadamente:
"-Me ha invadido una tristeza de muerte. Quedaos aquí y orad" (MT. 26, 38).
No puedes disimular tu dolor. Nosotros te conocemos, sabemos cuándo estás triste, en qué momentos te enfadas, sabemos cuándo y cómo te podemos hacer reír... Sabemos muchas cosas tuyas a pesar de que nuestra debilidad nos hará perder la memoria voluntariamente y traicionar a la parte más profunda de nuestro ser.
Te alejas de Pedro y de los hijos de Zebedeo a la distancia de un tiro de piedra y oras postrado (LC. 22, 41). Pedro, Juan y Santiago te miran con el corazón henchido de tristeza. Ellos están cansados de peregrinar, exhaustos de no entender el por qué de tu sacrificio, rendidos por la evidencia de tu pérdida... Ellos no entienden nada, sólo contienen las lágrimas y casi se duermen vencidos por la siniestra anestesia del dolor de los impotentes.
Tú oras en estos términos:
"-Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (LC. 22, 42).
Te aprovechas de que no podemos ser afligidos por tu dolor cuando estás a solas con Dios, y siendo consciente de que no puedes esconder tu aflicción ante el Padre que ve la parte más profunda de nuestros corazones, lloras amargamente. Las profecías antiguas hablan de tu Pasión, pero ninguno de los antiguos Profetas pronunció jamás tu nombre.
¿Por qué tienes que ser tú precisamente el pobre mortal que ha de demostrarle al mundo que el amor de Dios es superior a los efectos de la carencia de valor y constancia de los hombres?
¿Servirá de algo tu sacrificio?
¿Podrás soportar el dolor que te aguarda?
Tu sabes lo que es la crucificción, pero no lo has experimentado. Romperán tus rodillas para que no puedas apoyarte sobre los pies. Te aplastarás los pulmones por causa de tu peso. Te asfixiarás y, cada vez que tengas que respirar, te será necesario hacer un tremendo esfuerzo para incorporarte sobre la cruz. Cuando intentes respirar e intentes erguirte sobre la cruz, sentirás cómo son traspasados tus pies, por lo cuál se te provocará un dolor tan insoportable que te prolongará la asfixia y no te permitirá gritar, de manera que te verás obligado a morir lentamente.
El Padre envía a un ángel para que te conforte (LC. 22, 43). El ángel te da un cáliz para que bebas su contenido hasta apurarlo para que entiendas que tu Pasión sólo constituirá un breve tiempo de la historia de la salvación, pero, a pesar de ello, tu agonía sigue siendo indescriptible. Tu estado agónico se incrementa, pero no desfalleces porque Dios acaba de fortalecer tu fe en él. Empiezas a sudar grandes gotas de sangre que te caen de la frente al suelo pensando en las difíciles horas que has de soportar. Sabes perfectamente en qué consiste la flagelación, pero jamás la has padecido. Serás azotado con un látigo en uno de cuyos extremos tiene una bola. Cada vez que el azote rodee tu espalda y las púas se claven en tu piel sangrarás, los soldados expertos en infringir castigos te desangrarán lentamente para prolongar la llegada de tu muerte y prolongar tu tormento.
Buscas a tus discípulos, me buscas a mí, necesitas apoyo divino y humano para saber que tu sacrificio no será inútil pero, Dios no te ayuda, y nosotros estamos agotados pensando en tu martirio, y en los acontecimientos que nos podrán afectar negativamente cuando no estés entre nosotros.
Nos pides que despertemos, que oremos por ti y por nosotros, pero no podemos obedecerte, nuestro dolor es muy agudo... (LC. 22, 45-46. CF. MT. 26, 44-46).
Judas Llega al lugar en que nos encontramos acompañado por una cohorte (600 legionarios romanos) y 200 guardias del Templo. Te maniatan. Te atan las manos con tanta fuerza que te las hieren al impedir que la sangre te circule por las muñecas. Te abofetean sin compasión. Ha llegado la hora de nuestros miedos, ha llegado la hora de los pecadores, ha llegado la hora de la incomprensión...
Yo, Judas Iscariote.
Hay una realidad que siempre se ha constatado a lo largo de la Historia, esto siempre ha sucedido muy a pesar de la aceptación o rechazo por parte de los hombres de lo que siempre se ha verificado y seguirá aconteciendo -insisto- muy a pesar del deseo de aquellos que siempre quieren imponerse cumpliendo su voluntad, aunque sean conscientes de las transgresiones de la Ley divina que han cometido y aún pretenden llevar a cabo. Os hablo de la justicia divina, el don celestial gracias al cuál todos recibimos un golpe espiritual que nos induce a abandonarnos en las manos de Dios, así pues, esta es la razón por la cuál acabamos deseando ser santos.
Algunas personas se enriquecen a costa de las muchas injusticias que cometen. Yo me considero inferior a quienes compran y venden esclavos, así pues, me voy a arrancar la vida porque he recibido treinta monedas de plata a cambio de vender la libertad de aquel que me hizo libre sabiendo que yo le convertiría en esclavo. Tengo en mis manos el dinero que obtiene un asalariado a cambio de trabajar durante un mes, pero he vendido al dueño de las mieses...
Soy fariseo y por ello estoy relacionado con los instructores de la Ley que adoctrinan a los judíos, pero ello no me ha impedido seguir a Jesús de Nazaret durante más de dos años. Yo nunca he seguido al Maestro para aplaudir sus sermones, pues quería que él usara su capacidad de unir a las multitudes para liberar a nuestro pueblo de la dominación romana. Jesús sólo hablaba de amor, oración y paz, y, muy a pesar de que ha curado a muchos enfermos, no se inmutaba cuando la gente que nos rodeaba respiraba el dolor y la injusticia que le afectaba. A pesar de que las autoridades se entienden con los invasores, nuestros representantes religiosos aceptarían la ayuda de un líder militar capacitado para constituir un ejército capaz de concedernos la libertad. El Rabbi decía que los judíos no somos esclavos, que lo único que realmente nos esclaviza es la forma según la cuál juzgamos los acontecimientos de nuestra vida.
(Nos remitimos al relato de la traición: MT. 26, 14-16).
Mis compañeros no se esforzaban para entender mi posición con respecto al mensaje de Jesús, por consiguiente, ellos sólo se dedicaban a sacar a la luz los unos los defectos de los otros, y a criticarme porque yo era el único del grupo de los Doce que no me acobardaba y manifestaba mi postura con respecto del Evangelio sin miedo y con palabras cortantes y claras. Esta fue la razón por la cuál no tuve más remedio que idear un plan para hacer que Jesús dejara de soñar cuando se sumiera en la realidad que vivía el pueblo de Israel. Mis compañeros hacían caso omiso de mis palabras, y las autoridades no mostraban afecto o simpatía alguno por Jesús, así pues, no me quedó más remedio que ir al encuentro de los miembros del Sanedrín, y venderles al Rabbi como esclavo a los jueces de Israel, para que ellos le juzgaran, pues jamás llegué a pensar que mi Maestro siguiera soñando salvaciones si empezaba a sospechar que el peso del incumplimiento de la Ley de Moisés podía hacerle ser condenado a muerte.
MT. 26, 47-56. En este momento me dirijo acompañado por guardias del Templo y enemigos del Nazareno al huerto de José de Arimatea, pues el Hijo de María prepara su celebración pascual orando en ese lugar. Por los años que he vivido junto al último Mesías, sé muy bien hasta cuál es el olivo ante el que Jesús hablaría con Yahveh durante toda la noche si sus opresores le dejaran orar.
El centurión me pregunta:
"-¿Cómo sabremos que te acercarás a Jesús? Sabemos que con él hay once hombres o quizá algunos más".
Le contesto a mi interlocutor:
"-La contraseña que os doy para que apreséis a Jesús, es la siguiente: el hombre a quien yo bese, ese es el que tenéis que prender".
Las antorchas que llevamos nos permiten ver a Jesús desde varios metros de distancia previniendo a los suyos, porque ahora es cuando verdaderamente dejará de soñar, o comenzará el principio del fin del que tanto nos ha hablado durante los últimos meses.
(JN. 18, 1-12). Nos acercamos a Jesús. Me adelanto a los guardias y a su jefe y le digo al Mesías:
"-Maestro, por amor a Dios y a los que tanta confianza hemos depositado en ti, reacciona antes de que la justicia caiga sobre ti".
Beso a Jesús y sigo hablando:
"-Maestro, algún día abrirás los ojos y me agradecerás lo que estoy haciendo".
Jesús me dice:
"-Judas, ya hemos hablado de esto en muchas ocasiones. ¿Por qué me vendes besándome? (LC. 22, 47-48).
No sé qué decirle a Jesús en este momento, pues siento que todo el afecto con que el Maestro me ha tratado durante su Ministerio ha sido convertido por mi acción en una espada que me causa heridas mortales.
Jesús les pregunta a los guardias del Templo:
"-¿Dónde vais armados con espadas y palos? Guardias del Templo y habitantes de Jerusalén, ¿a quién buscáis?".
Todos gritan:
"-Buscamos a Jesús Nazareno".
"-Yo soy" dice el Rabbi.
Jamás la voz de Jesús había producido semejante impacto en ninguno de sus oyentes crédulos o no creyentes. Todos los que deseamos que él sea enjuiciado caemos a tierra.
Apenas podemos levantarnos, el jefe de los guardias del Templo nos insta para que concluyamos la acción que hemos iniciado bajo la amenaza de ser castigados por incumplir la Ley.
No entiendo nada de lo que sucede, pues nuestra Ley dice que un hombre no puede ser juzgado si al menos un mínimo de dos personas no testifican contra él, pero Jesús no tiene a ninguna persona que pueda acusarle de incumplir los preceptos divinos. ¿Qué sentido tienen las amenazas del jefe de los guardias del Templo?
Jesús vuelve a preguntarnos a sus opresores:
"-Guardias del Templo y habitantes de Jerusalén, ¿a quién buscáis?".
Todos gritamos:
"-A Jesús Nazareno".
"-Yo soy" dice el Maestro ofreciéndonos sus manos para que se las aten los soldados, los cuáles se lanzan sobre él como animales de presa y le maniatan.
Por su parte, los Apóstoles interrogan al Hijo de María con la intención de convencerle para que les acredite para usar sus dos espadas con la intención de defender al Mesías. Jesús les pide a sus once amigos que contengan su ira, pero Pedro toma su espada y le corta la oreja derecha a Malco. Los soldados se preparan para impedir que los once se tomen la justicia por su mano, pero el Maestro sana al herido y reprende a Pedro para que él acepte el cumplimiento de la voluntad del Padre en la persona del Hijo del carpintero.
Jesús le dice a Pedro:
"-Pedro, envaina tu espada, porque todos los que usan la espada morirán porque se les aplicará su propia justicia. ¿Crees que Dios no está conmigo? ¿No puedes creer que si yo no quisiera aceptar este cáliz de amargura podría pedirle ayuda a mi Padre, y él me enviaría más de doce ejércitos de ángeles? Si Dios me salva, ¿cómo se cumplirá todo lo que se dice con respecto a mí en las Sagradas Escrituras¿".
Jesús les dice a los guardias del Templo:
"-¿Por qué habéis venido a prenderme usando la oscuridad de la noche para escudar la ineptitud de vuestros jefes? ¿Por qué sois tantos los que habéis venido a prender a un sólo hombre? ¿Pensáis que soy ladrón? ¿Teméis que use algún poder especial para derrotaros? De mí nadie puede decir que he actuado sin que se vean mis intenciones, pues de eso ya se encargan vuestros representantes religiosos. No creáis que necesito defenderme ante vosotros que sólo sabéis obedecer órdenes, pues yo me limito a deciros todo esto para fortalecer la fe de los míos. He predicado la Palabra de Dios en el Templo ante miles de personas todos los días, por consiguiente, ¿por qué no intentasteis prenderme en la casa de Yahveh? Todo esto sucede para que se cumplan los vaticinios de los Profetas (MC. 14, 51-52).
Los once huyen aterrados. Yo también corro intentando ocultarme para averiguar qué será lo que va a suceder con Jesús exactamente, pues empiezo a sospechar que las autoridades de Israel no desean interrogar al Mesías según los planes que yo tracé. Caifás me prometió que Jesús no sería herido físicamente en ningún momento, pero las manos amoratadas de mi Maestro me hacen pensar lo peor.
Los guardias se percatan de que Juan sigue a Jesús. Pedro observa lo que le sucede a Jesús desde lejos usando un farol. Un muchacho desnudo envuelto en una sábana sigue a la comitiva. Los guardias intentan arrestar al muchacho, pero el joven tira la sábana y huye velozmente.
(Horas después). Es muy difícil saber lo que está aconteciendo. Les oí a los soldados que llevarían a Jesús a casa de Anás, suegro del sumo sacerdote Caifás. La noche parece eterna. Han transcurrido varias horas desde que Jesús fue arrestado y he podido averiguar que mi Maestro ha sido golpeado por un siervo de Anás. He sabido que mi Maestro es conducido desde la casa de Anás al palacio del sumo sacerdote mientras es golpeado y sus verdugos se burlan de él. Un siervo de Anás me dice que la mayor parte de la alta sociedad del pueblo de Israel se ha confabulado para buscar la forma de eliminar a Jesús de Nazaret. A partir de mi conversación con el siervo de Anás empiezo a entender mejor las palabras que el jefe de los guardias del Templo usó para hacer que sus soldados maniataran a Jesús. Se rumorea que el Mesías es un hombre facultado con poderes satánicos muy peligrosos. Se dice que el Maestro tiene poder para asesinar a una legión de soldados con una sola mirada. Dicen que es preciso asesinar rápidamente a ese enviado del diablo gracias al cuál muchos de nuestros hermanos incumplen la voluntad de Dios.
Al fin ha finalizado la terrible noche del jueves. Salgo del lugar en que he permanecido oculto por miedo a los seguidores de Jesús y a los soldados. Estoy en la reunión del Sanedrín para evitar lo que parece inevitable. Yo vendí a Jesús como esclavo, quizá me dejen recuperarlo si devuelvo las treinta monedas de plata con las que he obtenido la cautividad del Maestro.
Me dirijo al sumo sacerdote en estos términos:
"-Por mi culpa, por mi incapacidad de vislumbrar las maravillas que nuestro Dios desea hacer con nuestro pueblo, un hombre inocente será crucificado".
Caifás me responde:
"-Tus percepciones de los hechos que están acaeciendo no te ayudarán a comprar a Jesús, pues la mayoría de los jueces de Israel hemos decidido que el reo sea juzgado por Pilato y se le cuelgue posteriormente en una cruz. Si quieres saber cómo acaecen los hechos, vete al Pretorio, pero procura no entrar en ese lugar de los perros paganos con el fin de no perder la pureza y por ello no puedas celebrar la Pascua según se constata en la Ley de Israel. Ahora, ¡¡¡vete!!!".
Después de arrojar los malditos siclos de plata en el templo, salgo corriendo del palacio sacerdotal.
Señor del cielo y de la tierra, si tu designio consiste en que Jesús tu Hijo ha de morir, ¿por qué he tenido yo que ser el traidor? ¿Por qué me está velado el misterioso cumplimiento de tu designio? Yahveh, Dios nuestro, Jesús siempre hablaba de perdón, amor... pero estas realidades para mí sólo constituyen un fuego infernal que me hará padecer eternamente en el lugar más profundo del infierno (MT. 27, 3-5).

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