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Adalberto de Praga, Santo |
Obispo y Mártir
Martirologio Romano: San Adalberto (Vojtech), obispo de Praga
y mártir, que aguantó dificultades en bien de aquella iglesia
y por Cristo llevó a cabo muchos viajes, trabajando para
extirpar costumbres paganas, pero al ver el poco resultado obtenido,
se dirigió a Roma donde se hizo monje, pero finalmente,
vuelto a Polonia e intentando atraer a la fe a
los prusianos, en la aldea de Tenkitten, junto al golfo
de Gdansk, fue asesinado por unos paganos (997).
Etimológicamente: Adalberto=Aquel que
brilla por la nobleza de su espíritu, es de origen
germánico.
(959-997)
Aún era niño, cuando una
enfermedad, que lo puso a las puertas de la muerte,
le hizo ver la seriedad de la vida. El problema
de su salvación se le presentaba con una insistencia alarmante,
y ante él parecíanle verdaderas naderías la belleza angélica de
su cuerpo, de todo el mundo alabada; la nobleza de
su familia, una de las más poderosas de Bohemia, y
la gloria de su saber, que acumulara al lado del
obispo de Magdeburgo, Adalberto. Este obispo le dio su nombre;
antes se llamaba Woytiez. Tendría algo más de veinte años
cuando asistió a la muerte de Diethmaro arzobispo de Praga.
Diethmaro había sido uno de aquellos pastores mundanos que tanto
abundaron en aquella época. Al llegar su última hora, el
aguijón de la conciencia le atormentaba sin piedad. "¡Mísero de
mí-exclamaba- cómo he perdido mis días, cómo me ha engañado
el mundo prometiéndome larga vida, riquezas y placeres!" Así hablaba
en medio de los estertores de la agonía, con la
voz ronca y entrecortada, con los ojos extraviados y convulsos
los rasgos de su rostro. Cuando murió, parecía sumido en
el abismo de la desesperación.
El joven Adalberto salió de la
estancia transformado. La sacudida que aquel espectáculo causó en su
sensibilidad eslava fue tal, que desde entonces las palabras del
moribundo parecían resonar constantemente en sus oídos. La vida se
le presentó con los más negros colores, y en sus
ojos claros empezó a dibujarse una trágica inquietud. Inmediatamente dejó
su túnica de seda, se vistió de un saco grosero,
se echó ceniza en la cabeza y empezó a caminar
de iglesia en iglesia, postrándose ante las reliquias de los
santos, y de hospital en hospital, visitando a los enfermos.
En esta forma lo encontraron cuando lo sentaron en la
silla episcopal de Praga. Sólo esto le faltaba para hacer
de su vida un tormento insoportable. La idea del juicio
de Dios le atenazaba el alma. "Es fácil-decía-llevar una mitra
de seda y un báculo de oro; lo grave es
tener que dar cuenta de un obispado al terrible Juez
de vivos y muertos."
Vivía triste y como dominado por una
impresión de terror. Diríase que pendía sobre su cabeza el
filo de una espada. Y efectivamente, algo más aterrador que
una espada de fuego le abrumaba sin cesar: era la
duda pavorosa de si llegaría a salvarse. El enigma sombrío
le estremecía, le atormentaba y consumía sus carnes. Cuentan que
jamás se le vio reír. A los que le preguntaban
por qué teniendo un obispado tan rico, que le hacía
uno de los más poderosos príncipes del Imperio, no reservaba
algunas rentas para los lícitos placeres, contestaba él con una
lógica inquietante: "¿No os parece una locura hacer piruetas al
borde de un abismo?" No deja de causarnos extrañeza, después
de haber sido predicada la suavidad del Evangelio, esta atmósfera
de terror en que vive uno de sus más puntuales
seguidores; pero Dios tiene muchas vías para llevar al Cielo
a sus escogidos, y en el siglo X, tan disoluto
y gangrenado por el crimen, convenía la aparición de esta
figura ejemplar. Entonces alcanzó toda su realidad aquella palabra de
Cristo: "El mundo se alegrará y vosotros os contristaréis."
Pero el
mundo, que perdona fácilmente su virtud a algunos santos, porque
la juzga más suave, más humana, más condescendiente, guarda un
odio irreconciliable para aquellos que directamente, con sus palabras o
con su conducta, se oponen a sus alegrías insensatas. Y
Adalberto era, en su vida y en sus palabras, lo
que era en su rostro. Sus súbditos yacían en la
barbarie, sin más que el nombre de cristianos, y él
tenía un temple incapaz de ceder. Predicaba, reprendía, excomulgaba, y
la gente no veía más que la dureza de su
palabra; no veía que todas las rentas de sus tierras
se las llevaban los mendigos y los enfermos. Su rigidez
de acero se estrelló contra el salvajismo del pueblo. Tres
veces dejó su episcopado por juzgar inútil su labor, y
otras tantas lo volvió a tomar por consejo de los
Sumos Pontífices. En uno de estos intervalos vistió la cogulla
benedictina en el monasterio de San Bonifacio, de Roma. Disfrazado
con la máscara de la humildad y de la sencillez,
nadie adivinó en el nuevo monje la luz de Bohemia.
Vivió desconocido durante cinco años, como el último de los
monjes, sirviendo, cuando le tocaba, a la mesa conventual, y
sufriendo las sanciones regulares y las advertencias de los hermanos,
porque, como no estaba acostumbrado a aquellos menesteres, rompía con
frecuencia las copas y los platos.
Cuando, por última vez, se
dirigía a su diócesis, los de Praga le enviaron una
embajada diciéndole irónicamente: "Nosotros somos pecadores, gente de iniquidad, pueblo
de dura cerviz; tú, un santo, un amigo de Dios,
un verdadero israelita que no podrá sufrir la compañía de
los malvados." Adalberto comprendió, se dio cuenta de que serían
inútiles todos sus esfuerzos, y se encaminó a predicar el
Evangelio en Prusia. A la severidad de su palabra añadió
Dios el atractivo de la gracia. Ya antes, su predicación
había convertido a muchos paganos en Polonia, y el rey
de Hungría, San Esteban, había recibido de su boca la
enseñanza de la fe. En Prusia, su apostolado tuvo una
fecundidad asombrosa. Todos los habitantes de Dantzig recibieron el bautismo
de sus manos. Para atraerlos más fácilmente se vistió como
las gentes de aquella tierra, adoptó su manera de vivir
y aprendió su lengua. "Haciéndonos semejantes a ellos-decía-, cohabitando en
sus mismas casas, asistiendo a sus banquetes, ganando el sustento
con nuestras manos y dejando crecer, como ellos, nuestra barba
y nuestra cabellera, los ganaremos mejor para Cristo."
Los infieles se
alarmaron y le persiguieron de pueblo en pueblo. Sitiado en
una casa por una tribu de salvajes, les decía desde
la puerta: "Yo soy el monje Adalberto, vuestro apóstol. Por
vosotros he venido aquí, para que dejéis esos ídolos mudos
y conozcáis a vuestro Creador, y creyendo en Él tengáis
la verdadera vida." Nadie se atrevió a tocarle entonces; pero
algo más tarde un sacerdote de los ídolos le atravesó
con una lanza mientras rezaba el breviario. Adalberto pudo sostenerse
un instante de rodillas para orar por sus asesinos. Al
caer exánime, una sonrisa de felicidad se posaba por primera
vez en sus labios. Su alma, inundada de gloria, volaba
hacia Dios, descifrado ya el capital enigma que tantas veces
le ensombreciera. Habíase cumplido la promesa del Salvador: "Vuestra tristeza
se convertirá en gozo, y vuestro gozo nadie os lo
podrá arrebatar."
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