viernes, 7 de octubre de 2011

LA EXPERIENCIA DEL DESIERTO


"Significa hacer silencio exterior e interior, hacer un paréntesis en nuestra ajetreada vida cotidiana, y buscar un lugar especial que nos ayude a encontrarnos con Dios, a que podamos escuchar su voz. Ciertamente Dios nos habla en medio de nuestra cotidianeidad, como decía Santa Teresa, a Dios también se le encuentra entre los pucheros. Podemos hablar con El en todo momento y ocasión, pero también es cierto que hay lugares y circunstancias que facilitan esta comunicación con El. A mí por ejemplo, me gusta subir a la montaña, y rezar contemplando la gran obra de Dios que es su Creación. Dirigirme a El en el gran templo de la naturaleza, aquel que tiene el cielo por techo. También me mueve a la oración las catedrales románicas y góticas, especialmente cuando hay poca gente y reina un cierto y respetuoso silencio, entonces me parece percibir la sacralidad del espacio, incluso percibido por los sentidos físicos. Son dos lugares que para mí me facilitan el contacto con Dios. Los primeros monjes y ermitaños, se retiraban al desierto, a lugares apartados y solitarios para encontrarse con Dios. El origen del monacato cristiano debemos buscarlo en el desierto. La soledad, el silencio, la austeridad del paisaje, la escasez de medios materiales, el desasimiento de lo que consideramos necesario, el desvalimiento y la necesidad de confiar solo en la providencia de Dios, hacen del desierto un lugar privilegiado para orar y purificarse interiormente. Cristo también nos dice la Escritura que se retiró al desierto durante cuarenta días, ayunando y orando a su Padre, y siendo además tentado por Satanás. El desierto es un lugar de prueba, como un crisol dónde se templa el espíritu y se entrena para percibir mejor lo esencial, despojándonos de aquellas cosas que son prescindibles y valorando lo que de verdad importa. En el desierto hacemos en cierta medida una experencia de muerte, morimos al mundo, para nacer a la vida del espíritu. Damos muerte al hombre viejo y nos revestimos del nuevo. Es a modo de entrenamiento para el combate al igual que un soldado se entrena para la guerra, pero no se trata de guerrear contra otros hombres, es un combate espiritual, un combate de fe. El enemigo a batir somos nosotros mismos. Tenemos que luchar contra nuestro hombre viejo, contra nuestras pasiones, debilidades, pecados, ..., para vencernos y resvestirnos del hombre nuevo que es Cristo. De su mansedumbre, de su humildad, de su paciencia, de su entrega, de su fortaleza, de su generosidad, de su bondad, ... Es un combate interior. Pablo nos dice, estad pues, listos para el combate: ceñida con la verdad vuestra cintura, protegido vuestro pecho con la coraza de la rectitud y calzados vuestros pies con el celo por anunciar el mensaje de la paz. Tened siempre embrazado el escudo de la fe, para que en él se apaguen todas las flechas incendiarias del maligno. Como casco, usad el de la salvación, y como espada, la del Espíritu, es decir, la palabra de Dios. Es un combate espiritual al que nos llama el Apóstol, y esta lucha durará toda nuestra vida. En la soledad del desierto, ya sea físico o espiritual, es decir, ese espacio dónde nos encontramos con Dios, que puede ser nuestro cuarto, la capilla del sagrario de nuestra parroquia, un jardín, la montaña o una catedral, el sitio que cada uno elija, es dónde tenemos que comenzar a templar nuestras armas, y muchas veces a combatir al igual que Cristo. Ponernos de cara a Dios y no tener miedo de pedirle luz para conocernos, para descubrir nuestras debilidades y pecados, y también para ver los dones y cualidades que Dios nos ha regalado. Y ejercitarnos en adquirir las virtudes, en engrandecer nuestro corazón, en aspirad al bien, a la santidad de vida, a ser perfecto como el Padre celestial es perfecto. Es la invitación de Cristo. Ahí es entonces cuando veremos como existe una tensión dentro de nosotros mismos entre el bien y el mal, entre el pecado y la gracia. Pablo lo expresó diciendo que cuántas veces se encuentra con el mal que detesta y deja de hacer el bien que desea. Para vencer necesitamos de la ayuda divina, pero también para vencer necesitamos comenzar a combatir. Muchos ni siquiera se plantean combatir, se dejan sin más ser derrotados sin presentar batalla. Otros, ceden al cansancio o a la dificultad y se rinden al enemigo. Nosotros estamos llamados a combatir sin desfallecer, fiados únicamente en la gracia de Dios como Pablo. Te basta mi gracia. Dios lo puede todo, si El está con nosotros, quién estará contra nosotros. Haced la prueba del desierto, no tengáis miedo a encontraros desnudos frente a Dios, y estad, pues, listos para el combate.

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