Agradecemos al Padre Ismael el permitirnos publicar aquí este post de su autoría.
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Logro auténticamente humano, si lo hay, no podrá ser otro que el dominio y posesión íntima de esa misteriosa víscera que nos diferencia de los ángeles (seres amantes, pero eviscerados) que en todos los lenguajes ha significado la profundidad más abisal de las cuerdas de nuestra voluntad: el corazón.
Hace pocos días celebrábamos con el calendario tradicional la fiesta de la Maternidad divina de María, instituida por S.S. Pío XI para conmemorar la definición dogmática de Éfeso.
Vinieron a mi recuerdo los primeros dibujos que aprendí a trazar cuando mi madre me llevaba mi mano de niño: entre ellos, el infaltable corazón que, ora atravesado de una flecha, ora como la flor de una planta exótica y con las más diversas formas improvisábamos sobre mi cuaderno de ilustraciones caseras.
Todavía está en mi memoria visual un curioso diseño que ella dibujara sobre el universo infinito de mi imaginación plástica y que me hizo entender por vez primera algo de la grandeza e insanabilidad del corazón humano.
Las figuras que trazábamos en general eran de formas graciosas, pero ella, hacia el final de los numerosos corazones dibujados, hizo uno que sombreó con la fuerza del lápiz rojo en el interior de su borde negro: me sorprendió muchísimo. ¿Mamá, por qué pintaste ese corazón casi negro? Y sus ojos, sus hermosos ojos castaños –los más hermosos y tristes que he visto en mi vida- me respondieron: “hijo, este es mi corazón”.
Allí se cortó la conversación y la clase de dibujo.
Nunca he olvidado el episodio y creo que fue a partir de allí cuando comencé a entender el carácter sufriente de su existencia que los años desplegarían en su pasión.
Al final de sus días, cuando la religiosa que la cuidaba la sentaba junto a una imagen de la Macarena, quedó pasmada al comparar el asombroso parecido de los ojos de Nuestra Señora con los de aquella anciana que ya casi no tenían luz. Lo que sí tenían era la misma tonalidad violácea que los circundaba. Tonalidad que yo conocía muy bien porque se había formado en ellos con el paso de sus años sufrientes y porque los ojos son las ventanas de todo corazón.
Sé que amó con todas sus fuerzas y sé también cuánto le costó amar, cuánto lloró: no recuerdo un día en que su pena andaluza no le brotara a raudales por aquellos soles que fueron siempre mi consuelo y mi dulzura.
Ella, que jamás había leído el “Laberinto de amor” de Marechal, poeta-teólogo de quien la separaban apenas unos veinte años, había vivido y retratado en su doméstica lección para su hijo aquella verdad tan cierta en materia de amor que el poeta porteño –fallecido en 1970- insertó en uno de sus más vibrantes poemas metafísicos:
Dirás al que reproche tu color extremado:
“Si el corazón madura, va del rojo al morado”
Cuando Marechal afirma que "si el corazón madura va del rojo al morado", no define un diagnóstico científico sobre disfunciones cardíacas, sino que sentencia, poética y sapiencialmente acerca de la madurez humana interior a través de la experiencia del sufrimiento. O cuando, casi de pasada, sentencia gráficamente – tomando como ejemplo esos laberintos que aparecen en las revistas de crucigramas, intrincados en el desarrollo del camino de salida en el plano horizontal, pero visibles desde lo alto -, que de soluciones inalcanzables para la debilidad humana, nos salva el recurso a Dios. Es el doble y profundo sentido de su dicho:
“En su noche toda mañana estriba:
De todo laberinto se sale por arriba”
Se abandona el ilusionado y prefabricado amor edulcorado que tiñe de bermellón los corazones juveniles, y brota el morado intenso de una cuaresma que no termina para el alma que ha madurado en el amor verdadero: para el corazón que madura su tonalidad será otra.
Un corazón se pone morado cuando, desencantado de los amores del mundo, divinamente endurecido para sus encantos, se añeja en el dolor del amor a la Cruz y sale por arriba de los intrincados vericuetos del amor puramente carnal que tiñe siempre a nuestra víscera en un rojo, casi rosado, demasiado optimista para ser real.
Siempre me ha inquietado el justo medio que ha de buscarse entre el optimismo prefabricado y el pesimismo militante: una suerte de piedra filosofal que de hecho sirva para vivir de veras.
Lo que me enseña la auténtica liturgia es que el cristiano no encuentra su madurez más que en la renuncia sin cortapisas, en el desprecio de los goces terrenos y en la esperanza en la vida eterna que no defrauda: todo ello va amoratando el corazón.
Y esta pátina que lo recubre por fuera, pues por dentro su sangre se espesa con el dolor de la propia pasión, lo hace fuerte: auténticamente un corazón crucificado.
Por eso, aquellos que pasan del rojo al morado son los únicos a los que me animaría a llamar cristianos, aunque ellos se hayan enterado poco del imperativo evangélico estote vos perfecti, sicut et Pater vestris coelestis perfectus est. Su perfección les viene de su pasión real.
Y allí en sus intimidades precordiales se ha producido la verdadera madurez: no el optimismo engañosamente transitorio, como así tampoco la irremediable amargura del hombre en su estado natural.
¿Quiénes tendrán una vida cardiológicamente espiritual más sana que un Francisco de Asís con sus miembros estigmatizados, una Teresa de Ávila con el corazón trasnsverberado y otros tantos con la delicadísima víscera incorrupta después de su muerte porque durante su vida el morado de la penitencia sustituyó al rojo, aún inmaduro, de pasiones superficiales?
¿Qué sabe de la vida –aún la natural y humana- aquel que no ha sufrido?
¿Qué sabe el alegre inconsciente que mixtura las efímeras alegrías humanas con la Sangre del Señor que comulga con indiferencia?
Los alegres despreocupados, los animalitos sanos, los groseros, los de corazón de muñeco, deberían causarnos verdadera pena, en tanto que los corazones que alcanzaron el tinte borravino del dolor se nos presentan como traslúcidas imágenes del Amor Crucificado que quiso que de su corazón ya sin latidos, brotasen todavía frutos de redención para los hombres…
¡Cuánto les ha enseñado la decepción del rojizo amor humano y cuánto los purificó el morado Amor Divino!
Duele. Pero madura…
Ellos son los que blanquearon sus vestiduras en la Sangre del Cordero y ofrecieron ese corazón dilatado en el dolor sobre el trono del Viviente y del Cordero.
Ellos son los que con sus venas coaguladas, a fuerza de dolor de amor, del laberinto engañoso de la vida, comprendieron que se sale por arriba, vestidos de morado, para recibir la blanca túnica nupcial en el cielo.
Algunas frutas necesitan de las heladas invernales para alcanzar su utilidad y sabor auténticos, en especial los citrus.
Como mi corazón nada tiene de fruta tropical y sí mucho del acidulado limón, sé muy bien que las heladas pasadas y venideras que cada invierno de esta vida le deparen, serán otras tantas oportunidades de revestirlo de ese color tan poco conocido del amor.
Y de ese color de amor desearía que me revistiesen los ornamentos sacerdotales, cuando la corteza de mi cuerpo se despida de este mundo.
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