Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo. Estas palabras del apóstol San Pablo nos introducen a contemplar el misterio de la exaltación de Jesús, que se ha sentado a la diestra de Dios en el cielo y ha sido constituido Mesías y Señor, rey del universo entero. Cada vez que proclamamos nuestra fe en el Credo, decimos de Jesús: “Padeció y fue sepultado, resucitó al tercer día, según las Escrituras, subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre, y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”, y en este domingo celebramos con toda la Iglesia la Ascensión de Jesús, es decir cuando fue exaltado a la diestra del Padre, elevando nuestra pobre naturaleza humana hasta el mismo trono de Dios. De hecho se trata de un momento importante de la misión que el Padre le había encomendado y que él mismo resumió diciendo: “Salí del Padre y vine al mundo, ahora dejo el mundo y regreso al Padre”.
El Nuevo Testamento es muy sobrio al evocar este momento de la vida de Jesús, evitando detalles que podrían satisfacer nuestra imaginación.El libro de los Hechos de los Apóstoles simplemente dice: “Lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Y el evangelio de Marcos se limita a decir que Jesús, después de hablar con los discípulos, subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. A los autores del Nuevo Testamento les preocupa menos el hecho en sí mismo que lo que precede y sigue al acontecimiento. En efecto, antes de describir la ascensión propiamente dicha, los textos recuerdan como Jesús, después de darles pruebas de que estaba vivo, les prepara para la misión de anunciar el Reino que les encomendaba.
Si el retorno de Jesús al Padre supone el término de su presencia visible en medio de sus discípulos, en compensación se les promete el don del Espíritu, el bautismo de fuego que recibirán y que les dará la fuerza necesaria para ser los testigos del Maestro y anunciar la conversión y el perdón de los pecados a toda la humanidad. En este sentido, la ascensión de Jesús señala indudablemente un momento importante en la historia de la salvación, pues inicia el tiempo de la Iglesia, tiempo de la fe, no ya el tiempo de la visión. No vemos ya a Jesús de forma visible, pero él continua presente entre nosotros con su poder de salvación, con la acción del Espíritu Santo, que encontramos en la palabra de las Escrituras, en la predicación de los apóstoles, en la realidad de los sacramentos.
La Ascensión de Jesús invita a evitar una doble tentación: la de una estéril nostalgia del pasado y la de una quimérica idealización del futuro. El pasado, incluso el que podría parecer el más perfecto, es decir el tiempo de la presencia visible de Jesús entre los suyos, ha terminado definitivamente y es inútil tratar de reproducirlo de alguna manera. No podemos tener una relación con Jesús que no pase por el Espíritu, por la fe, por el ministerio doctrinal y sacramental de la Iglesia. La manifestación futura del reino y las características de su realización son el secreto que el Padre se ha reservado. No tenemos derecho a malgastar nuestro tiempo, que es caduco y pasa, para pretender describir algo que no depende de nuestra decisión y que, seguramente, superará cualquier imagen o boceto que podamos diseñar.
Lo importante para nosotros es la tarea del presente, la de continuar anunciando con nuestra vida y nuestras palabras el misterio de Jesús, para que todos los hombres puedan llegar al conocimiento de la verdad y a la salvación que Dios ofrece a todos sin distinción y con gran generosidad.
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