viernes, 29 de mayo de 2015

CREER APASIONADAMENTE



Creer apasionadamente
¿Cómo se puede creer -de veras, de veras- que Dios nos ama y no ser feliz?


Hace un montón de días que me persigue una pregunta de Jean Rostand: «Los que creen en Dios, ¿piensan en él tan apasionadamente como nosotros, que no creemos, pensamos en su ausencia?».

La cuestión me ha herido porque me parece exactísima: tampoco yo he entendido jamás que se pueda creer en Dios sin sentir entusiasmo por él. Y siempre me ha aterrado esa especie de «anemia espiritual» en la que, con frecuencia, se convierte la fe.

Y la fe puede ser un terremoto, no una siesta; un volcán, no una rutina; una herida, no una costra; una pasión, no un puro asentimiento. ¿Cómo se puede creer -de veras, de veras- que Dios nos ama y no ser feliz? ¿Cómo podemos pensar en Cristo sin que el corazón nos estalle?

Me enfurece la idea de que la gente de mundo crea con más apasionamiento en las cosas del mundo que los creyentes en las cosas de la fe. ¿Por qué un cura ha de vivir su ordenación con menos pasión o menos gozo del que sienten dos enamorados? ¿Cómo puede un teólogo hablar de Dios con menos entusiasmo que el esposo de la esposa o el padre de sus hijos? ¿Por qué los creyentes gozan menos en las iglesias que los espectadores en el cine? ¿Es, acaso, que Dios es más aburrido que la televisión?

¡Qué difícil es, sin embargo, encontrar creyentes rebosantes! ¡Y qué gusto cuando alguien te habla de su fe con los ojos brillantes, saliéndose Cristo por la boca a borbotones!

Confieso que lo que más me molesta de un sermón es que sea aburrido. Y no por razones literarias, sino porque todo el que aburre cuando habla es que no siente lo que dice. Cuando, en cambio, me encuentro con un cura que a lo mejor habla mal y dice cosas poco novedosas, pero las dice con pasión, con gozo de decir lo que predica, entonces uno respira porque yo nunca podré aceptar la fe de alguien que no es feliz con ella. Si yo fuera profesor de un seminario me preocuparía menos de que los alumnos aprendiesen a hablar bien que de que hablasen sonriendo, no con sonrisas de esas que se ensayan delante de un espejo, sino con esas sonrisas que te salen del alma porque te gusta hablar a tu gente y, sobre todo, te encanta hablarles de tu fe.

Tal vez por eso tengo yo tanto cariño a una serie de escritores a los que el gozo de ser creyentes se les escapa en cada letra: Teresa de Jesús, entre los antiguos, o Merton o Van der Meer de Walcheren, entre los actuales.

Estoy estos días releyendo el Magnificat de este último -un escritor a quien en España nadie parece conocer- y me apasiona su apasionamiento. Tanto si habla del dolor como si escribe sobre la oración, chorrea un gozo profundo que «huele» a fe. A veces casi te hace sonreír porque escribe en su ancianidad como lo haría un adolescente en las primeras cartas a su novia. Pero qué maravilla oír decir a un cristiano cosas como éstas: «La vida, cuando se vive con Dios, es arrebatadora.» «Yo sé que nunca llegaré a saciarme de la Iglesia.» «Ser cristiano es conocerlo todo, comprenderlo todo y amar a todos los hombres.» Oírle definir la muerte del ser más querido para él como «una fiesta de dolorosa alegría» o escribir que «en cuaresma predomina la alegría, porque la alegría es el rasgo característico del cristiano redimido». O explicar que «Dios, frenético de amor, se hizo hombre». O comentar así este nuestro mundo enloquecido: «Estos tiempos que nos ha tocado vivir son muy agitados; agitados de manera espléndida. Nueva vida por todas partes.»

¡Qué rabia, en cambio, los que no cesan de hablar de los sacrificios que cuesta ser cristiano, de las privaciones que impone la fe! ¿Es que puede ser un «sacrificio» amar a alguien? Ya, ya sé que con frecuencia hay que tomar la cruz; pero si la cruz no llega a resultarnos fuente de felicidad, ¿cómo podremos decir que la creemos redentora? Imaginaos que un muchacho hiciera esta declaración de amor a su novia: «Yo sé que para vivir a tu lado tendrá que sacrificar muchas cosas, renunciar a muchos de mis gustos. Estaré contigo, pero quiero que llegues a apreciar el esfuerzo que eso me cuesta y lo bueno que soy haciendo tantos sacrificios por quererte.» Supongo que no tardaría medio minuto la muchacha en mandarle al cuerno. Y ésas suelen ser las declaraciones de amor que los creyentes le hacemos a Cristo: le amamos como haciéndole un favor y sintiéndonos geniales por el hecho de estar con él un rato en lugar de estar «divirtiéndonos» en otro lado. Un dios que aburriese, un dios que fuera una carga, un dios que no saciase, ¿qué dios sería? Y un amante que no encuentra la cima de la felicidad en estar con aquel a quien ama, ¿qué tipo de amante será?

Lilí Alvarez, en su Testamento espiritual, repite muchas veces que una de las cosas más olvidadas es el «carácter esencialmente fruitivo de la religión». Es exacto: la fe tiene que ser una fuente de goce. No del goce tonto que nos produce comer un helado o ver una película buena, sino ese otro gozo más hondo del equilibrio interior, que incluso puede ser compaginable con estar pasándolo fatalmente por fuera. Porque tenemos que vivir el dogma de la encarnación de manera total, sin escamotear las heridas que la encarnación llevó consigo. Pero ¡sin olvidar que también las heridas resucitaron!

Dejadme que os lo diga: me gusta ser cristiano, me encuentro muy feliz de serlo. También muy avergonzado de serlo tan mediocremente. Pero mi mediocridad -por grande que sea- es siempre muchisimo más pequeña que la misericordia y la alegría de Dios. Sí, es cierto, todas nuestras estupideces, todos nuestros dolores empañan tan poco a Dios como las manchas al sol. El está ahí, brillante, luminoso, seguro, feliz, encima de nosotros. A su luz es siempre primavera.

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