jueves, 28 de mayo de 2015

El sentido de la vida monástica



Ícono del Cristo Orante - Capilla del Eremitorio, Monasterio del Cristo Orante

viernes, 22 de mayo de 2015

El sentido de la vida monástica

Louis Bouyer




Prefacio


Luigi d’ Ayala Valva
(Monje de Bose)

  
“Al acercarte a un monje maduro, no encontrarás algo sobrehumano que te asombra y te provoca vértigo, sino algo profundamente humano, humilde, fuente de serenidad y de consolación. Con toda su vida de ascesis y de retiro, [los monjes] no se alejan de lo humano: por el contrario, han hecho un retorno… Se han vuelto verdaderos hombres” [1]. Estas palabras de un monje de nuestros días, Basilio de Iviron, guía espiritual de uno de los monasterios del Monte Athos, pueden servirnos para captar el corazón de este libro, en el cual el autor, con aguda lucidez teológica y junto a un apasionado fervor espiritual, describe el itinerario de una vocación, la monástica, que en su esencia y en su objetivo no se distingue de la de todo cristiano y que, en la medida en la cual es perseguida con autenticidad –el autor está convencido- puede volverse un signo elocuente para todos los hombres: adquiere por tanto una auténtica relevancia antropológica.

Louis Bouyer (1913-2004) ha sido quizás uno de los teólogos más importantes del Novecientos, si bien probablemente menos conocido que otros al gran público: sus trabajos han contribuido de modo importante a aquella obra de ressourcement,  es decir de retorno a las fuentes bíblicas, litúrgicas y patrísticas, que fue determinante en la preparación del concilio Vaticano II. Este libro, publicado por primera vez en 1950 [2], recoge una serie de conferencias predicadas un año antes a los monjes de la abadía de La Pierre-qui-Vire: el autor nos transmite todo su amor por la vida monástica, que jamás abrazó personalmente –fue en efecto presbítero oratoriano-, pero que sin embargo juega un rol fundamental en toda su vida de hombre y de creyente: baste pensar que fue justamente adentro de un monasterio, en la abadía benedictina de Saint-Wandrille, que él se acercó a la Iglesia católica y fue formalmente recibido en 1939, y fue igualmente allí en donde él se retiró al termino de su carrera teológica. “No me he vuelto monje, pero he visto algunos monjes”, habría podido repetir con el gran Macario [3] para justificar sus palabras. Y el valor del conocimiento que adquirió en éste ámbito queda demostrado por el mismo hecho de que una comunidad monástica lo invitara a predicar (uno de los jóvenes que entonces tuvieron la fortuna de escucharlo, Adlabert de Vogüé, después de cincuenta años reconocía haber sacado un fruto duradero para su vida de monje y de estudioso del monaquismo).

El título “El sentido de la vida monástica” es ya revelador. El autor no describe aquí un “estado de vida”, como se decía comúnmente en la Iglesia de aquellos años, sino más bien indica el “sentido”, es decir la dirección y la orientación de un camino de búsqueda de Dios que tiende incesantemente a la asimilación de Cristo, a la progresiva realización de aquella “vida en Cristo” de la cual habla el apóstol Pablo: “Para mí la vida es Cristo” (Fil 1, 21), “ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí” (Gal 2,20).

A la fortuna de este libro –que no obstante ha sido y continúa siendo importante- no ha favorecido la asunción de una categoría evidentemente “mítica”, si bien fundada en la Escritura y en los padres, como la de “vida angélica”. Considerando que la noción como tal, en la economía de toda la obra, reviste un rol totalmente modesto, y en todo caso secundario respecto a la, mucho más central, de asimilación de Cristo. Es pues necesario, para valorar con objetividad el sentido profundo del discurso teológico, no dejarse turbar por un lenguaje que hoy nos parece lejano de nuestra sensibilidad, y buscar más bien comprender el significado en el marco de la estructura más general de su visión de la vida monástica y de la idea fundamental que está a la base, la de “humanismo escatológico” [4] –idea que reconocía se la debía a Clément Lialine (1901-1958), monje de Chevetogne, cuya primera edición del libro le es dedicada-. Por otra parte, el teólogo oratoriano por temperamento y formación estaba acostumbrado a un lenguaje del cual conocía perfectamente la inactualidad e incluso el anacronismo [5]. A esto lo impulsaba no tanto una preferencia apriorística por lo que es antiguo y tradicional (si bien él fue un buen conocedor de la gran tradición de la Iglesia, para él jamás confundida con las pequeñas tradiciones) ni un amor por la polémica buscado por sí mismo (si bien lavis polémica anima innegablemente buena parte de sus escritos), cuanto más bien la convicción que la fe y la vida cristiana fuera reducible a la visión demasiado unilateral  y unidimensional que veía afirmarse en su tiempo.

Justamente por esto, en toda su obra de teólogo, frente a la tendencia a reducir el cristianismo a la dimensión mundana e histórica –que él juzgaba una traición grave al evangelio-, fue llevado a subrayar fuertemente la dimensión escatológica: una visión demasiada ingenuamente optimista de la encarnación de Cristo le parecía desembocar en una “apoteosis del mundo” [6] (y de la Iglesia “instalada” en el mundo), que termina por olvidar tanto la herida del pecado por la cual Cristo ha venido a curar al hombre y al mundo, como la orientación escatológica de toda su enseñanza.

Cuando por tanto Bouyer habla de “vida angélica” en relación al monje, no pretende negar el fundamento humano y terreno de la vida monástica ni tampoco exaltar la pureza, sino busca más bien y esencialmente expresar el modelo radicalmente nuevo de humanidad fundado y enraizado “en Cristo”, alimentado y sostenido “por el Espíritu” y enteramente orientado “al Padre”, que el Nuevo Testamento presenta como la vocación dada a todo cristiano. El monje es aquel que toma en serio esta vocación y busca seguirla con máxima urgencia, lo que le exige nada menos que “morir” para “vivir de nuevo”, de otro modo. Por otra parte, si las palabras deben conservar su sentido –razona el autor- ¿qué significa la enseñanza evangélica sobre la “renuncia” (a los bienes, a los vínculos, a la propia vida), el “morir a sí mismo”, el “perder la propia vida” para “encontrarla”? Todo esto no puede ser simplemente lenguaje hiperbólico y simbólico.

El autor ha hecho bien al mostrar cómo la “lucha” para pasar de la muerte a la vida es una dimensión constante y esencial de la vida de todo creyente, como dice Pablo, que habla de la “buena lucha de la fe” (1 Tim 6, 12; cf. también 2 Tm 4, 7). La fe y la vida cristiana y por tanto la vida monástica, implican esfuerzo, fatiga, continua lucha con lo que está fuera de nosotros, pero sobre todo lo que en nosotros es obstáculo, opone resistencia al seguimiento de Cristo y a la vida: quien busca preservarse de todo esto por temor a sufrir, será un espectador de la vida y permanecerá siempre como extranjero. También aquí vale el dicho de Jesús: “Quien busque salvar la propia vida la perderá; pero quien la pierda, la mantendrá viva” (Lc 17, 33). No es que nuestra lucha pueda llegar a merecernos la salvación, sino más bien se trata de predisponer todo para que la “semilla” del Reino pueda encontrar en nosotros “un corazón íntegro y bueno” (Lc 8, 15), es decir estar bien dispuesto a acogerlo. En esta lucha, que en definitiva es lucha por amor (ágape) y contra la idolatría del propio ego que los padres llaman philautía, el cristiano y el monje han sido precedidos por el mismo Jesús, que en su “éxodo” hacia el Padre, ha combatido y ha vencido con su fidelidad a la Palabra de Dios y su oración, partiendo por las tentaciones en el desierto hasta el momento extremo de su pasión y de su muerte en la cruz.

Este “luchar” del monje detrás de Jesús y con Jesús tiene justamente como objetivo “entrar en la vida de Jesús”, en su vida vivida en obediencia al Padre y enteramente orientada a él, hasta llegar a reconocerla como “el ambiente vital fuera del cual no podremos subsistir” [7]: “Jesucristo,  nuestra vida inseparable”, como dijo con lapidaria eficacia Ignacio de Antioquía [8]. La vida vivida de Jesús en el don de sí, por amor al Padre y a los hombres, es la verdadera vida abierta como posibilidad a todo hombre: el autor afirma que “la humanidad se despierta a la vida auténtica cuando deja de existir sólo para sí y decide existir únicamente para Cristo y en él” [9], y que el monje ideal, como primicia de esta nueva humanidad, es “el monje que Cristo ha vaciado completamente de su yo, para tomar su lugar” [10]

Es justamente esta la “renuncia perfecta” de la cual habla el gran Basilio, que “consiste en llegar al desprendimiento de la propia vida y en el recibir sentencia de muerte, a fin de no poner más la confianza en sí mismo” [11]. Para esto sirven todos los “instrumentos” que el monje tiene a su disposición y que constituyen la trama de su vida cotidiana: conversión, ascesis, oración, lectio divina, liturgia, trabajo. La ascesis, como el autor afirma en otra de sus obras, “no mira otras cosa más que el hacernos libres: libres de aceptar su amor, libres de darnos a él” [12].

Con excepcional inteligencia espiritual el autor subraya luego como el corazón de toda vida del monje son dos prácticas fundamentales: la lectio divina y la salmodia, por las cuales todo surge  y refluye: éstas “son un poco como respiración y expiración, como sístole y diástole del corazón recreado en él por el Espíritu” [13]. Es así que el monje aprende a liberar su corazón de los pensamientos contrarios para dejar espacio a Jesús, que por otra parte, en la lectio, le habla de Dios diciéndole: “¡Ven al Padre!” (las palabras oídas por el mártir Ignacio), y, por otra, en él  habla a Dios a través de la oración de los salmos, haciéndole decir: “¡He aquí que vengo!” (cf. Sal 39, 8) [14].

Todo esto no es algo que sea posible alcanzar de una vez para siempre, porque la vida monástica, como la vida cristiana, es un camino y un viaje que no tiene fin jamás. El monje es un peregrino, un profeta silencioso del cual el mundo y la Iglesia tienen necesidad para sentirse cuestionado en las propias pretensiones de autosuficiencia y de “sistematización” mundana: para el autor, como ha sido notado oportunamente, “no se trata de sancionar la superioridad de una forma vocacional sobre otra, sino de tener abierta la herida que las marcas a todas, y que las mantiene en tensión hacia un cumplimiento todavía por venir” [15] […]

En la variedad cuán a mendo el evanescente panorama de las “espiritualidades al plural” en las cuales hoy la vida cristiana (y en consecuencia la vida monástica) arriesga perder la propia conciencia esencia de la “vida según el evangelio” buscando otros fundamentos y justificaciones al propio existir, un libro como este tiene aún la posibilidad de nutrir de sólido alimento al monje y al cristiana que tienen la voluntad de escuchar el mensaje en profundidad.


Luis d’ Ayala Valva
Monje de Bose
Pieve de Celloe, 24 de septiembre de 2013
San Silouan del Athos, monje.



Prefacio del autor

Este libro se dirige en primer lugar a los monjes. Quiere simplemente mostrarles que la vocación que tienen en la Iglesia no es, y no ha sido jamás, una vocación particular. La vocación del monje no es otra que la vocación del bautizado, pero vivida en la dimensión, se podría decir, de la máxima urgencia.

Cualquiera que se ha “revestido de Cristo” (cf. Gal 3, 27) se ha sentido llamado a buscar a Dios, pero el monje es aquel para el cual esta llamada se ha vuelto tan urgente que la respuesta no puede ser pospuesta para mañana. Él no espera que pase la escena de este mundo para poder contemplar Aquel que mora más allá, sino que va a su encuentro y, para encontrarlo ya desde ahora, abandona todo lo que forma parte de este mundo.

Esto significa sin embargo que este libro se dirige también, y al mismo tiempo, a todo cristiano. Si es verdad que la invitación: “vosotros pues sed perfectos como es perfecto el vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48) respecta, de algún modo, a cualquiera que quiera ser hijo de Dios, se puede volcar la afirmación hecha arriba.

En toda vocación cristiana hay el germen de una vocación monástica que puede desarrollarse en una medida mayor o menor, y su mismo desarrollo puede asumir muchas formas distintas. Ahora, el hecho es que no se puede sofocar este germen sin que con esto venga a menos también el principio de la vida en Jesucristo. En efecto, no se puede ser hijo de Dios sin escuchar en lo más profundo del corazón, como Ignacio de Antioquía, la voz que grita: “¡ven al Padre!” [16], y estar prontos para responder con una entrega total de sí.

Algunos autores modernos reconocen en Francisco de Sales y en los autores espirituales posteriores a él el mérito de haber finalmente renunciado a proponer al cristiano que vive en el mundo el modelo del monje. Posición discretamente ambigua, porque una cosa es admirar la perspicacia con la cual el santo ha sabido discernir entre lo que es esencial en la vida monástica –imposible de distinguir, más de una vez, de la vida cristiana vivida integralmente- y lo que es accesorio; y entonces alegrarse del hecho de que este santo haya disuadido a los cristianos que viven en el mundo de imitar el monaquismo en sus aspectos marginales, para ayudarlos en cambio en la adopción de sus principios vitales, adaptándolos a su vida. ¡Hasta aquí, todo bien! Pero otra cosa es insinuar que Francisco de Sales haya abierto a algunos la esperanza de un cristianismo sin ascesis, exento de la búsqueda de la soledad con Dios, en una palabra sin penitencia y vida interior. No se podría dirigir a los sedicentes discípulos de este santo acusación más grave. La oración y la penitencia son el fundamento de toda vida cristiana, porque sin ellas la caridad es sólo una palabra vacía de significado. Rechazarla o apartarla a los márgenes de la existencia equivale a impedir al evangelio volverse lo esencial de nuestra vida. Y no se puede dedicar a Cristo solo un espacio limitado de la propia existencia. Quien no acepta darle todo le impide darnos alguna cosa.

Si este libro tiene una ambición, es mostrar que no hay humanismo integral que no sea radicalmente escatológico. Naturalmente el cristiano debe amar el mundo, en el sentido en el cual está escrito en el Evangelio de Juan que “Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3, 16). Pero esto no significa que la aspiración del cristiano sea la de “instalarse” en el mundo utilizando el evangelio con este objetivo. Una interpretación así sería la más ridícula y, al mismo tiempo, la más escandalosa de las paradojas. Mas bien, el cristiano debe aspirar a salvar al mundo salvándose en primer lugar a sí mismo, “el Señor está cerca: pase este mundo y venga el Reino” (cf. Fil 4,4; 1 Cor 7, 29-31; Lc 11,1): la sinceridad con la cual repitamos estas palabras de los primeros cristianos será la prueba de la autenticidad de nuestro cristianismo.

Es muy probable que declaraciones preliminares como estas resulten desconcertantes para muchos cristianos de hoy. Mejor así: es para despertarlos de su sueño dorado que escribo. Muchos de nosotros, de nuestra generación, hemos crecidos en la ilusión que, junto a la ascesis negativa, crucificante, de los siglos pasados, hay espacio también para una ascesis positiva, constructiva, que no rechaza nada de este mundo sino que consagra todo a la gloria de Dios. Pero la experiencia de la vida, y más de una vez la del ministerio sacerdotal, que encuentra plena confirmación en la Escritura y en la tradición, muestra cómo tal ilusión no es más que una tentación, la primera y más elemental de las tentaciones que el diablo ha buscado ejercer sobre el Señor. Como todas las tentaciones, se funda sobre una mentira ligada a un error preliminar. Del hecho de que el cristiano debe tender a una universal consagración de sí mismo y del mundo, la cual desemboca en una alegría que no disminuye, no hay duda. Pero el camino que conduce a esto es justamente la cruz, y no hay otro. Si este libro logra convencer a alguien que no existe cristianismo sin lágrimas, se habrá realizado plenamente la intención del autor.


Louis Bouyer
Londres, 30 de julio de 1949.


In senso della vita monastica
Ed. Qiqajon, Comunità di Bose, Magnano 2013.
Pp. 5-17


Notas:

[1] Basilio di Iviron, La bellezza salverà il mondo, Bose 2011, p. 143.

[2] Una segunda edición revisada y corregida salió en 1962. En el 2008 la editorial Cerf publicó una edición anastática.

[3] Los Padres del Desierto, Dichos. Colección sistemática, a cargo de L. d’ Ayala Valva, Bose 2013, p. 582.

[4] Cf. infra, pp. 16, 73, 226, 292.

[5] Cf. L. Bouyer, “Christianisme et Eschatologie”, en La vie intellectuelle 10 (1948), p. 6.

[6] Ibid., p. 16.

[7] Infra, p. 141.

[8] Ignacio de Antioquía, Lettera agli Efesini 3, 2, en Id., Ora comincio a essere discepolo. Le lettere, a cargo de S. Chialà, Bose 2004, p. 12.

[9] Infra, p. 153.

[10] Infra, p. 139.

[11] Basilio di Cesaria, Regole diffuse 8, en Il camino del monaco. La vita monástica secondo la tradizione dei padri, a cargo de L. d’ Ayala Valva, Bose 2009, p. 159.

[12] L. Bouyer, Introduzione alla vita spirituale, Torino 1978, p. 166.

[13] Infra, p. 258.

[14] Cf. infra, p. 269.

[15] D. Zordan, Louis Bouyer, Bresceia 2009, p. 61.

[16] Ignacio de Antioquia, Lettera ai Romani 7,2, en Id., Ora comincio a essere discepolo, p. 36.

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