viernes, 29 de mayo de 2015

DE LOS GRADOS DE HUMILDAD Y SOBERBIA

De San Bernardo de Claraval

 COMIENZO DE LOS CAPÍTULOS
LOS DOCE GRADOS DE HUMILDAD

XII. Mostrar siempre humildad en el corazón y en el cuerpo, con los ojos clavados en tierra.
XI. Expresarse con parquedad y juiciosamente sin levantar la voz.
X. No ser de risa fácil.
IX. Esperar a ser preguntado para hablar.
VII. No salirse de la norma común del monasterio.
VII. Reconocerse como el más despreciable de todos.
VI. Juzgarse indigno e inútil para todo.
V. Confesar sus pecados.
IV. Abrazar por obediencia y pacientemente las cosas ásperas y duras.
III. Someterse a los superiores con toda obediencia.
II. No amar la propia voluntad.
I. Abstenerse por temor de Dios en todo momento de cualquier pecado.
LOS GRADOS DE SOBERBIA EN ORDEN DESCENDENTE
I. La curiosidad, que lanza los ojos y demás sentidos a cosas que no le interesan.
II. La ligereza de espíritu, que se manifiesta en la indiscreción de las palabras, ahora tristes, ahora alegres.
III. La alegría tonta, que estalla en risa ligera.
IV. La jactancia que se hace patente en el mucho hablar.
V. La singularidad, que en todo lo suyo busca su propia gloria.
VI. La arrogancia, por la que uno se cree más santo que los demás.
VII. La presunción que se entremete en todo.
VIII. La excusa de los pecados.
IX. La confesión fingida, que se descubre cuando a uno le mandan cosas ásperas y duras.
X. La rebelión contra el maestro y los hermanos.
XI. La libertad de pecar.
XII. La costumbre de pecar.
PRÓLOGO
Me pediste, hermano Godofredo, que te pusiese por escrito y con relativa extensión lo que prediqué a los hermanos sobre los grados de humildad. He intentado satisfacer tu ruego como se merece, aunque con temor de no poder realizarlo. Te confieso que nunca se apartó de mi mente el consejo del Evangelio. No me atrevía a comenzar sin detenerme a pensar si contaba con medios para llevarlo a cabo.
Y cuando la caridad ya había arrojado lejos este temor de no poder rematar la obra, me invadió otro signo contrario. En caso de terminar, me acecharía el peligro de la vanagloria, peligro mucho más grave que el mismo desprecio de no acabarlo. Por eso, entre el temor y la caridad, como perplejo ante dos caminos, estuve dudando largo tiempo sobre cuál de ellos debía tomar. Me temía que, si hablaba útilmente de la humildad, podría dar la sensación de no ser humilde;  que si callaba por humildad, podría ser tachado de inútil.
  No me fiaba de ninguno de estos dos caminos, pero me veía obligado a tomar uno. Me pareció mejor compartir contigo el fruto de mis palabras que permanecer seguro, yo solo, en el puerto de mi silencio. Confío que, si por casualidad digo algo que te agrade, tu oración conseguirá que no me envanezca de ello. Y si por el contrario -lo que me parece más normal-, no llego a redactar algo digno de tu talento, entonces ya no tendré motivo alguno para ensoberbecerme.


 SOBERBIA Y HUMILDAD        Parte 2

TRATADO SOBRE LOS GRADOS DE HUMILDAD Y SOBERBIA
San Bernardo de Claraval
PARTE II
2. La humildad podría definirse así: es una virtud que incita al hombre a menospreciarse ante la clara luz de su propio conocimiento. Esta definición es adecuada para quienes se han decidido a progresar en el fondo del corazón. Avanzan de virtud en virtud, de grado en grado, hasta llegar a la cima de la humildad. Allí, en actitud contemplativa, como en Sión, se embelesan en la verdad; porque se dice que el legislador dará su bendición. El que promulgó la ley, dará también la bendición; el que ha exigido la humildad, llevará a la verdad.
                 ¿Quién es este legislador? Es el Señor amable y recto que ha promulgado su ley para los que pierden el camino. Se descaminan todos lo que abandonan la verdad. Y ¿van a quedar desamparados por un Señor tan amable? No. Precisamente es a estos a los que el Señor amable y recto, ofrece como ley el camino de la humildad. De esta forma podrán volver al conocimiento de la verdad. Les brinda la ocasión de reconquistar la salvación, porque es amable. Pero, ¡atención!, sin menoscabar la disciplina de la ley, porque es recto. Es amable, porque no se resigna a que se pierdan; es recto, porque no se le pasa el castigo merecido.
II. 3. Esta ley, que nos orienta hacia la verdad, la promulgó San Benito en doce grados. Y como los diez mandamientos de la ley y de la doble circuncisión, que en total suman doce, se llega a Cristo, subidos estos doce grados se alcanza la verdad.
                El mismo hecho de la aparición del Señor en lo más alto de aquella rampa que, como tipo de la humildad, se le presentó a Jacob, ¿no indica acaso que el conocimiento de la humildad se sitúa en lo alto de la humanidad? El Señor es la verdad, que no puede engañarse ni engañar. Desde lo más alto de la rampa estaba mirando a los hijos de los hombres para ver si había algún sensato que buscase a Dios. Y ¿no te parece a ti que el Señor, conocedor de todos los suyos, desde lo alto está clamoreando a los que le buscan: Venid a mí todos los que me deseáis y saciaos de mis frutos; y también: Venid a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro?
                 Venid, dice. ¿A donde? A mí, la verdad. ¿Por donde? Por la humildad. ¿Provecho? Yo os daré respiro. ¿Qué respiro promete la verdad al que sube, y lo otorga al que llega? ¿La caridad, quizá? Sí, pues según San Benito, una vez subidos todos los grados de la humildad, se llega en seguida a la caridad. La caridad es un alimento dulce y agradable que reanima a los cansados, robustece a los débiles, alegra a los tristes y hace soportable el yugo y ligera la carga de la verdad.
               4. La caridad es un manjar excelente. Es el plato principal en la mesa del rey Salomón. Exhala el aroma de las distintas virtudes, semejante a la fragancia de las especias más sorprendentes. Sacia a los hambrientos, alegra a los comensales. Con ella se sirven también la paz, la paciencia, la bondad, la entereza de ánimo, el gozo en el Espíritu Santo y todos los demás frutos y virtudes que tienen por raíz la verdad o la sabiduría.
                La humildad tiene también sus complementos en esta misma mesa. El pan del dolor y el vino de la compunción es lo primero que la verdad ofrece a los incipientes, y les dice: Los que coméis el pan del dolor, levantaos después de haberos sentado.
                 Tampoco a la contemplación le falta el sólido alimento de la sabiduría, amasado con flor de harina, y el vino que alimenta el corazón del hombre; con él, la verdad obsequia a los perfectos, y les dice: Comed, amigos míos, bebed y embriagaos, carísimos. La caridad, nos dice, es el plato principal de las hijas de Jerusalén; Las almas imperfectas, por ser todavía incapaces de digerir aquel sólido manjar, tienen que alimentarse de leche en vez de pan, y de aceite en lugar de vino. Y con toda razón se sirve hacia la mitad del banquete, pues su suavidad no aprovecha a los incipientes, que viven en el temor; ni es suficiente a los perfectos, que gustan la intensa dulzura de la contemplación.
Los incipientes, mientras no se curen de las malas pasiones de los deleites carnales con la purga amarga del temor, no pueden experimentar la dulzura de la leche. Los perfectos ya han sido destetados; ahora, eufóricos se alegran de comer ese otro manjar, anticipo de la gloria. Solo aprovecha a los que están en el centro, a los proficientes, quienes ya han experimentado su agradable paladar en algunos sorbos. Y se quedan contentos sin más, por causa de su tierna edad.
                      
EN QUÉ ORDEN SE LOGRA EL FIN PROPUESTO
              Como el conocimiento de la verdad tiene  a su vez grados, voy a tratar de explicarlos brevemente. Así se verá con mayor claridad a qué grado de verdad corresponde el decimosegundo grado de humildad. Buscamos la verdad en nosotros, en el prójimo y en sí misma. En nosotros, por la autocrítica; en el prójimo, por la compasión en sus desgracias; y en sí misma, por la contemplación de un corazón puro.
               Te he indicado el número de los grados; ahora observa su orden. En primer lugar quisiera que la misma verdad te enseñara por qué debe buscarse antes en los prójimos que en sí misma. Después entenderás por qué debes buscarla en ti antes que en el prójimo. Al predicar las bienaventuranzas, el Señor antepuso los misericordiosos a los limpios de corazón. Y es que los misericordiosos descubren en seguida la verdad en sus prójimos. Proyectan hacia ellos sus afectos, y se adaptan de tal manera, que sienten como propios los bienes y los males de los demás. Con los enfermos, enferman; se abrazan con los que sufren escándalos; se alegran con los que están alegres, y lloran con los que lloran. Purificados ya en lo íntimo de sus corazones con esta misma caridad fraterna, se deleitan en contemplar la verdad en sí misma, por cuyo amor sufren las desgracias de los demás
                 En cambio, los que no sintonizan así con sus hermanos, sino que ofenden a los que lloran, menosprecian a los que se alegran, o no sienten en sí mismos lo que hay en los demás, por no sintonizar con sus sentimientos, jamás podrán descubrir en sus prójimos la verdad.
                 A todos estos, les viene bien aquel dicho tan conocido: “Ni el sano siente lo que siente el enfermo, ni el harto lo que siente el hambriento”. El enfermo y el hambriento son los que mejor se compadecen de los enfermos y los hambrientos, porque lo viven, la verdad pura, únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente tan al vivo la miseria del hermano como el corazón que asume su propia miseria. Para que sientas tu propio corazón de miseria en la miseria de tu hermano, necesitas conocer primero tu propia miseria. Así podrás vivir en ti sus problemas, y se te despertarán iniciativas de ayuda fraterna. Este fue el programa de acción de nuestro Salvador; quiso sufrir para saber compadecerse; se hizo miserable para aprender a tener misericordia. Y así como se ha escrito de él: Aprendió por sus padecimientos la obediencia, también supo lo que era la misericordia. No quiere decir que Aquel cuya misericordia es eterna ignorara la práctica de la misericordia, sino que aprendió en el tiempo por la experiencia lo que sabía desde la eternidad por su naturaleza.
              7. Quizá te parezca exagerado lo que acabo de afirmar; que Cristo, Sabiduría de Dios, haya tenido que aprender a ser misericordioso, como si Aquel por quien fueron hechas todas las cosas hubiese ignorado algún tiempo algo de lo que fue hecho; sobre todo teniendo en cuenta que esas citas de la carta a los Hebreos pueden entenderse en otro sentido. No es absurdo que el término aprendió no haga referencia a la Cabeza, la persona de Cristo, sino a su cuerpo, la Iglesia. En tal caso, el sentido completo de de la frase aprendió por sus padecimientos la obediencia, sería este: Aprendió en su cuerpo la obediencia por lo que padeció en la cabeza.
               Aquella muerte, aquella cruz, aquellos oprobios, salivazos y azotes que soportó nuestra cabeza, Cristo, ¿qué otra cosa fueron para su cuerpo, para nosotros, sino preclaros ejemplos de obediencia? Cristo, dice San Pablo, se hizo obediente al Padre hasta la muerte, y muerte de Cruz. ¿Por qué? Nos lo dice el apóstol Pedro: Cristo padeció por nosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis sus pasos; esto es, para que imitéis su obediencia.
                 De todo lo que él padeció por nosotros, puros hombres, aprendemos cuánto nos conviene padecer por la obediencia; ya que él siendo Dios, no dudó en morir. “Según esta interpretación”, dices tú, “ya no hay inconveniente alguno en decir que Cristo aprendió en su cuerpo la obediencia, la misericordia o cualquier otra cosa; con tal que no se crea que el Señor en su persona pudiese aprender en el transcurso de su vida temporal algo que antes ignorase. Y así, él mismo aprende  enseña a la vez la misericordia y la obediencia; porque la cabeza y el cuerpo son un mismo Cristo”.
               8. No niego que esta interpretación pueda ser aceptable. Sin embargo, existe otro pasaje de la misma carta que parece apoyar la anterior. No es a los ángeles a quienes tiende la mano, sino a los hijos de Abrahán. Por eso tiene que parecerse tanto a sus hermanos para ser misericordioso. Creo que este párrafo debe referirse exclusivamente a la cabeza, no al cuerpo. Se dice de la Palabra de Dios que no tiende la mano a los ángeles, es decir, que no se unió personalmente a ellos, sino a la descendencia de Abrahán. Tampoco hemos leído: La Palabra se hizo ángel; sino la palabra se hizo carne, y carne de Abrahán, según la promesa que se le hizo. De aquí, es decir, por hacerse hijo de Abrahán, tuvo que parecerse en todo a sus hermanos. Esto es, convino y fue necesario que, débil como nosotros, pasara por todas nuestras miserias, excluido el pecado.
                 Preguntas: “¿Por qué fue necesario?” Ahí mismo tienes la respuesta: Para ser misericordioso. Y si insistes: “¿Por qué esto no puede referirse al cuerpo?” Escucha lo que sigue: En cuanto que pasó la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora la están pasando. No veo interpretación mejor de estas palabras que la referencia a una voluntad de sufrir, de ser probado y de pasar por todas las miserias humanas, excluido el pecado. Es la única forma de parecerse en todo a sus hermanos. Así aprendió por su propia experiencia a tener misericordia y compadecerse de los que sufren y de los que son probados.
 SOBERBIA Y HUMILDAD        Parte 3

TRATADO SOBRE LOS GRADOS DE HUMILDAD Y SOBERBIA
San Bernardo de Claraval
DEL III AL VI
Ventajas que reportan los grados ascendentes
I. 1. Antes de empezar a hablar de los grados de humildad que propone San Benito, no para enumerarlos, sino para subirlos, quiero mostrarte, si puedo, a donde nos llevan. Así, conocido de antemano el fruto que nos espera a la llegada, no nos abrumará el trabajo de la subida.
Cuando el Señor dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida, nos declara el esfuerzo del camino y el premio al esfuerzo. A la humildad se le llama camino que lleva a la verdad. La humildad es el esfuerzo; la verdad, el premio al esfuerzo. “¿Por qué sabes”, dirás tú, “que este pasaje se refiere a la humildad, siendo así que dijo de un modo indefinido: Yo soy el camino?” Escúchalo más concretamente: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón.
Se propone como ejemplo de humildad y como modelo de mansedumbre. Si lo imitas, no andas en tinieblas, sino que tendrás la luz de la vida. Y ¿Qué es la luz de la vida sino la verdad? La verdad ilumina a todo hombre que viene a este mundo; indica donde está la vida verdadera. Por eso, al decir: Yo soy el camino y la verdad, añadió: y la vida. Como si dijera: Yo soy el camino, que llevo a la verdad; yo soy la verdad; que prometo la vida; yo soy la vida, y la doy; pues dice él mismo: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo.
Mas si tú dices: “Veo perfectamente el camino, la humildad; deseo el fruto, la verdad; mas, ¿qué haré si el esfuerzo del camino es tan pesado que no puedo llegar al premio deseado?” Él te responde: Yo soy la vida, el viático de donde sacarás energía para el camino.
El Señor grita a los extraviados  a quienes ignoran el camino: Yo soy el camino; a los que dudan y a quienes no creen: Yo soy la verdad; y a los que ya suben arrastrando su cansancio: Yo soy la vida. Me parece que en el pasaje propuesto queda suficientemente claro que el conocimiento de la verdad es el fruto de la humildad.
Fíjate además en estos textos: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas, sin duda haciendo referencia a los secretos de la verdad, a los sabios y prudentes, esto es, a los soberbios, y se las has revelado a los pequeños, es decir, a los humildes. También aquí se inculca que la verdad se esconde a los soberbios y se revela a los humildes.
 2. La humildad podría definirse así: es una virtud que incita al hombre a menospreciarse ante la clara luz de su propio conocimiento. Esta definición es adecuada para quienes se han decidido a progresar en el fondo del corazón. Avanzan de virtud en virtud, de grado en grado, hasta llegar a la cima de la humildad. Allí, en actitud contemplativa, como en Sión, se embelesan en la verdad; porque se dice que el legislador dará su bendición. El que promulgó la ley, dará también la bendición; el que ha exigido la humildad, llevará a la verdad.
¿Quién es este legislador? Es el Señor amable y recto que ha promulgado su ley para los que pierden el camino. Se descaminan todos lo que abandonan la verdad. Y ¿van a quedar desamparados por un Señor tan amable? No. Precisamente es a estos a los que el Señor amable y recto, ofrece como ley el camino de la humildad. De esta forma podrán volver al conocimiento de la verdad. Les brinda la ocasión de reconquistar la salvación, porque es amable. Pero, ¡atención!, sin menoscabar la disciplina de la ley, porque es recto. Es amable, porque no se resigna a que se pierdan; es recto, porque no se le pasa el castigo merecido.
II. 3. Esta ley, que nos orienta hacia la verdad, la promulgó San Benito en doce grados. Y como los diez mandamientos de la ley y de la doble circuncisión, que en total suman doce, se llega a Cristo, subidos estos doce grados se alcanza la verdad.
El mismo hecho de la aparición del Señor en lo más alto de aquella rampa que, como tipo de la humildad, se le presentó a Jacob, ¿no indica acaso que el conocimiento de la humildad se sitúa en lo alto de la humanidad? El Señor es la verdad, que no puede engañarse ni engañar. Desde lo más alto de la rampa estaba mirando a los hijos de los hombres para ver si había algún sensato que buscase a Dios. Y ¿no te parece a ti que el Señor, conocedor de todos los suYOs, desde lo alto está clamoreando a los que le buscan: Venid a mí todos los que me deseais y saciaos de mis frutos; y también: Venid a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro?
Venid, dice. ¿A donde? A mí, la verdad. ¿Por donde? Por la humildad. ¿Provecho? Yo os daré respiro. ¿Qué respiro promete la verdad al que sube, y lo otorga al que llega? ¿La caridad, quizá? Sí, pues según San Benito, una vez subidos todos los grados de la humildad, se llega en seguida a la caridad. La caridad es un alimento dulce y agradable que reanima a los cansados, robustece a los débiles, alegra a los tristes y hace soportable el yugo y ligera la carga de la verdad.
 4. La caridad es un manjar excelente. Es el plato principal en la mesa del rey Salomón. Exhala el aroma de las distintas virtudes, semejante a la fragancia de las especias más sorprendentes. Sacia a los hambrientos, alegra a los comensales. Con ella se sirven también la paz, la paciencia, la bondad, la entereza de ánimo, el gozo en el Espíritu Santo y todos los demás frutos y virtudes que tienen por raíz la verdad o la sabiduría.
   La humildad tiene también sus complementos en esta misma mesa. El pan del dolor y el vino de la compunción es lo primero que la verdad ofrece a los incipientes, y les dice: Los que coméis el pan del dolor, levantaos después de haberos sentado.
Tampoco a la contemplación le falta el sólido alimento de la sabiduría, amasado con flor de harina, y el vino que alimenta el corazón del hombre; con él, la verdad obsequia a los perfectos, y les dice: Comed, amigos míos, bebed y embriagaos, carísimos. La caridad, nos dice, es el plato principal de las hijas de Jerusalén; Las almas imperfectas, por ser todavía incapaces de digerir aquel sólido manjar, tienen que alimentarse de leche en vez de pan, y de aceite en lugar de vino. Y con toda razón se sirve hacia la mitad del banquete, pues su suavidad no aprovecha a los incipientes, que viven en el temor; ni es suficiente a los perfectos, que gustan la intensa dulzura de la contemplación.
Los incipientes, mientras no se curen de las malas pasiones de los deleites carnales con la purga amarga del temor, no pueden experimentar la dulzura de la leche. Los perfectos ya han sido destetados; ahora, eufóricos se alegran de comer ese otro manjar, anticipo de la gloria. Solo aprovecha a los que están en el centro, a los proficientes, quienes ya han experimentado su agradable paladar en algunos sorbos. Y se quedan contentos sin más, por causa de su tierna edad.

 SOBERBIA Y HUMILDAD        Parte 4

TRATADO SOBRE LOS GRADOS DE HUMILDAD Y SOBERBIA
San Bernardo de Claraval
DEL VI AL VIII
               2. La humildad podría definirse así: es una virtud que incita al hombre a menospreciarse ante la clara luz de su propio conocimiento. Esta definición es adecuada para quienes se han decidido a progresar en el fondo del corazón. Avanzan de virtud en virtud, de grado en grado, hasta llegar a la cima de la humildad. Allí, en actitud contemplativa, como en Sión, se embelesan en la verdad; porque se dice que el legislador dará su bendición. El que promulgó la ley, dará también la bendición; el que ha exigido la humildad, llevará a la verdad.
                 ¿Quién es este legislador? Es el Señor amable y recto que ha promulgado su ley para los que pierden el camino. Se descaminan todos lo que abandonan la verdad. Y ¿van a quedar desamparados por un Señor tan amable? No. Precisamente es a estos a los que el Señor amable y recto, ofrece como ley el camino de la humildad. De esta forma podrán volver al conocimiento de la verdad. Les brinda la ocasión de reconquistar la salvación, porque es amable. Pero, ¡atención!, sin menoscabar la disciplina de la ley, porque es recto. Es amable, porque no se resigna a que se pierdan; es recto, porque no se le pasa el castigo merecido.
  II. 3. Esta ley, que nos orienta hacia la verdad, la promulgó San Benito en doce grados. Y como los diez mandamientos de la ley y de la doble circuncisión, que en total suman doce, se llega a Cristo, subidos estos doce grados se alcanza la verdad.
                El mismo hecho de la aparición del Señor en lo más alto de aquella rampa que, como tipo de la humildad, se le presentó a Jacob, ¿no indica acaso que el conocimiento de la humildad se sitúa en lo alto de la humanidad? El Señor es la verdad, que no puede engañarse ni engañar. Desde lo más alto de la rampa estaba mirando a los hijos de los hombres para ver si había algún sensato que buscase a Dios. Y ¿no te parece a ti que el Señor, conocedor de todos los suyos, desde lo alto está clamoreando a los que le buscan: Venid a mí todos los que me deseáis y saciaos de mis frutos; y también: Venid a mí todos los que estáis rendidos y abrumados, que yo os daré respiro?
                 Venid, dice. ¿A donde? A mí, la verdad. ¿Por donde? Por la humildad. ¿Provecho? Yo os daré respiro. ¿Qué respiro promete la verdad al que sube, y lo otorga al que llega? ¿La caridad, quizá? Sí, pues según San Benito, una vez subidos todos los grados de la humildad, se llega en seguida a la caridad. La caridad es un alimento dulce y agradable que reanima a los cansados, robustece a los débiles, alegra a los tristes y hace soportable el yugo y ligera la carga de la verdad.
4. La caridad es un manjar excelente. Es el plato principal en la mesa del rey Salomón. Exhala el aroma de las distintas virtudes, semejante a la fragancia de las especias más sorprendentes. Sacia a los hambrientos, alegra a los comensales. Con ella se sirven también la paz, la paciencia, la bondad, la entereza de ánimo, el gozo en el Espíritu Santo y todos los demás frutos y virtudes que tienen por raíz la verdad o la sabiduría.
                La humildad tiene también sus complementos en esta misma mesa. El pan del dolor y el vino de la compunción es lo primero que la verdad ofrece a los incipientes, y les dice: Los que coméis el pan del dolor, levantaos después de haberos sentado.
                 Tampoco a la contemplación le falta el sólido alimento de la sabiduría, amasado con flor de harina, y el vino que alimenta el corazón del hombre; con él, la verdad obsequia a los perfectos, y les dice: Comed, amigos míos, bebed y embriagaos, canísimos. La caridad, nos dice, es el plato principal de las hijas de Jerusalén; Las almas imperfectas, por ser todavía incapaces de digerir aquel sólido manjar, tienen que alimentarse de leche en vez de pan, y de aceite en lugar de vino. Y con toda razón se sirve hacia la mitad del banquete, pues su suavidad no aprovecha a los incipientes, que viven en el temor; ni es suficiente a los perfectos, que gustan la intensa dulzura de la contemplación.
                   Los incipientes, mientras no se curen de las malas pasiones de los deleites carnales con la purga amarga del temor, no pueden experimentar la dulzura de la leche. Los perfectos ya han sido destetados; ahora, eufóricos se alegran de comer ese otro manjar, anticipo de la gloria. Solo aprovecha a los que están en el centro, a los proficientes, quienes ya han experimentado su agradable paladar en algunos sorbos. Y se quedan contentos sin más, por causa de su tierna edad. 
  5. El primer plato es, pues, la humildad, una purga amarga. Luego el plato de la caridad, todo un consuelo apetitoso. Sigue el de la contemplación, el plato fuerte. ¡Pobre de mí! ¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar siempre enojado contra tu siervo que te suplica? ¿Hasta cuándo me vas a estar alimentando con el pan del llanto y ofreciéndome como bebida las lágrimas a tragos? ¡Quién me invitará a comer de aquel último plato, o al menos del sabroso manjar de la caridad, que se sirve a mitad del banquete! Los justos los comen en presencia de Dios rebosando de alegría. Entonces ya no pediría a Dios con la amargura del alma: ¡No me condenes! Todo lo contrario, al celebrar el convite con los asimos de la pureza y de la verdad, cantaría alegre en los caminos del Señor, porque la gloria del Señor es grande.
               Bueno es, por tanto, el camino de la humildad; en él se busca la verdad, se encuentra la caridad y se comparten los frutos de la sabiduría. El fin de la ley es Cristo; y la perfección de la humildad, el conocimiento de la verdad. Cristo, cuando vino al mundo, trajo la gracia. La verdad, cuando se revela, ofrece la caridad. Pero siempre se manifiesta a los humildes. Por ello, la gracia se da a los humildes.
                III. 6. En cuanto me ha sido posible, acabo de exponer el fruto que nos aguarda al final de la subida a través de de todos los grados de humildad. Ahora, si me es posible, voy a referirme al orden con que estos grados nos orientan hacia el premio tan apetecible de la verdad.       
EN QUÉ ORDEN SE LOGRA EL FIN PROPUESTO
              Como el conocimiento de la verdad tiene  a su vez grados, voy a tratar de explicarlos brevemente. Así se verá con mayor claridad a qué grado de verdad corresponde el decimosegundo grado de humildad. Buscamos la verdad en nosotros, en el prójimo y en sí misma. En nosotros, por la autocrítica; en el prójimo, por la compasión en sus desgracias; y en sí misma, por la contemplación de un corazón puro.
            Te he indicadlo el número de los grados; ahora observa su orden. En primer lugar quisiera que la misma verdad te enseñara por qué debe buscarse antes en los prójimos que en sí misma. Después entenderás por qué debes buscarla en ti antes que en el prójimo. Al predicar las bienaventuranzas, el Señor antepuso los misericordiosos a los limpios de corazón. Y es que los misericordiosos descubren en seguida la verdad en sus prójimos. Proyectan hacia ellos sus afectos, y se adaptan de tal manera, que sienten como propios los bienes y los males de los demás. Con los enfermos, enferman; se abrazan con los que sufren escándalos; se alegran con los que están alegres, y lloran con los que lloran. Purificados ya en lo íntimo de sus corazones con esta misma caridad fraterna, se deleitan en contemplar la verdad en sí misma, por cuyo amor sufren las desgracias de los demás.
                 En cambio, los que no sintonizan así con sus hermanos, sino que ofenden a los que lloran, menosprecian a los que se alegran, o no sienten en sí mismos lo que hay en los demás, por no sintonizar con sus sentimientos, jamás podrán descubrir en sus prójimos la verdad.
                 A todos estos, les viene bien aquel dicho tan conocido: “Ni el sano siente lo que siente el enfermo, ni el harto lo que siente el hambriento”. El enfermo y el hambriento son los que mejor se compadecen de los enfermos y los hambrientos, porque lo viven, la verdad pura, únicamente la comprende el corazón puro; y nadie siente tan al vivo la miseria del hermano como el corazón que asume su propia miseria. Para que sientas tu propio corazón de miseria en la miseria de tu hermano, necesitas conocer primero tu propia miseria. Así podrás vivir en ti sus problemas, y se te despertarán iniciativas de ayuda fraterna. Este fue el programa de acción de nuestro Salvador; quiso sufrir para saber compadecerse; se hizo miserable para aprender a tener misericordia. Y así como se ha escrito de él: Aprendió por sus padecimientos la obediencia, también supo lo que era la misericordia. No quiere decir que Aquel cuya misericordia es eterna ignorara la práctica de la misericordia, sino que aprendió en el tiempo por la experiencia lo que sabía desde la eternidad por su naturaleza.

DOCTRINA DE SAN BERNARDO. CAPÍTULO XV

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (parte 15 – Final)

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (parte 15 – Final)
  Sea ya éste el final del libro, más no el de la búsqueda
 Comenzábamos esta síntesis de la doctrina espiritual de san Bernardo aludiendo a los tres últimos sermones de su comentario al Cantar de los cantares, que están dedicados a la búsqueda del Verbo por parte del alma. Después de la experiencia de unión, parecería que ya no habría más que hacer, pero no es así. Tras la experiencia continúa la búsqueda, porque ésta nunca termina. Se busca a Dios en el ímpetu del deseo, en una ascensión interminable: “El amor es causa de la búsqueda, y la búsqueda es fruto del amor” (Scant 84,I, 5).  Bernardo asume, pues, la doctrina de la epéktasis, de la perpetua superación, tal como la expuso san Gregorio de Nisa, que dice:
Encontrar a Dios es buscarlo sin cesar. En efecto, en esta vida no es una cosa buscar y otra encontrar. El premio de la búsqueda es seguir buscando. El deseo del alma queda colmado sencillamente por quedar insaciado, ya que ver a Dios no es otra cosa, propiamente, que no estar nunca saciado de desearlo.
 Cuando el alma, en tanto que le es posible, ha entrado a participar de los bienes de la Palabra, ésta le atrae nuevamente a la participación de su Belleza trascendental a través de la renuncia, como si todavía no tuviera parte alguna en esos bienes. Así, a causa de la trascendencia de los bienes que sigue descubriendo a medida que progresa, le parece siempre estar sólo al comienzo de la subida. Por eso la Palabra dice: “¡levántate!”, a la que ya está levantada; y: “¡ven!”, a la que ya ha venido. El que realmente se levanta, tendrá que estar siempre levantándose; al que corre hacia el Señor, no le faltará jamás un vasto campo. Así sube el que nunca se detiene, yendo siempre de comienzo en comienzo, a través de unos comienzos que nunca tienen fin.
             Por su parte, escribe Bernardo:
 Yo creo que ni aun cuando lo encontremos dejaremos de buscarlo. No se busca a Dios moviéndonos, sino deseándolo. Y el feliz encuentro no extingue los santos deseos, sino que los prolonga. ¿Acaso la plenitud del gozo adormece la añoranza? Es poner más aceite en la llama. Así es. Desbordará de alegría, pero no se agota el deseo ni la búsqueda. Imagina, si puedes, esta diligente búsqueda sin indigencia, ese deseo sin ansiedad (Scant 84, I,1).
             Esta doctrina toma como base las palabras de san Pablo a los Filipenses: olvidando lo que queda atrás, me lanzo a lo que está por delante((Fil 3,13). En este estar siempre lanzado hacia lo que está por delante consiste la epéktasis:
 Caminemos, caminemos mientras tenemos luz, antes que nos sorprendan las tinieblas. Caminar es progresar. Caminaba el apóstol cuando decía: yo no creo haber llegado. Y añade: sólo una cosa me interesa: olvidando lo que queda atrás, me lanzo a lo que está por delante (SCant 49,7).
             De aquí procede el dicho: “no avanzar es retroceder”, tan clásico en la espiritualidad cristiana y que san Bernardo repite en más de una ocasión:
 Si se encuentra alguno remiso en avanzar de virtud en virtud, sepa ese tal… que permanece estacionado e incluso que retrocede. Porque en el camino de la vida, no avanzar es retroceder, ya quenada de cuanto existe permanece inmóvil. Nuestro progreso consiste… en no imaginarnos nunca que hemos logrado la meta. Nos lanzamos a lo que está delante, tratando de superarnos sin cesar, y exponemos de continuo nuestra imperfección a la mirada de la misericordia divina (Pur 3,3; Carta 91).
             En una carta a un monje que se había pasado a un monasterio más austero, le escribe:
 Veo realizadas en ti, hermano, aquellas palabras: cuando el hombre termina, está empezando (Ecclo 18,6, seg. ant. ver.)… Porque nadie es perfecto si no desea una perfección mayor, y el que tiende a una perfección mayor, más perfecto se muestra (Carta 34,1).
            Y al abad Guarino, del monasterio de los Alpes, le escribe en el mismo sentido:
No querer avanzar equivale a retroceder… Monje, ¿no quieres progresar? No. ¿Quieres entonces retroceder? Tampoco. ¿En qué quedamos? Quiero vivir tal como soy, dices, y permanecer en lo adquirido. No soporto ser peor, ni deseo ser mejor. Pues pretendes lo imposible… Si progresar significa correr, en cuanto dejas de avanzar has dejado de correr. Y si dejas de correr, comienzas a retroceder (Carta 254,5).
            Dada la distancia infinita entre la criatura y el Creador, ninguna experiencia de él lo agota. La posesión del bien infinito no lleva a la saciedad y al hastío, como ocurre con los bienes materiales, que nos hastiamos cuando nos llenamos de ellos, porque ofrecen una plenitud estática que no da más de sí una vez lograda. Dios es al mismo tiempo plenitud y continua novedad para alma, cuyo deseo siempre está colmado, mas nunca hartado. La Sabiduría ofrece un banquete que llena sin hastiar y sacia el deseo sin apagarlo, porque Dios nunca se queda chico ni insuficiente para él, sino que lo aviva más cuanto más le sacia. En esta vida el deseo indica carencia, inquietud que busca su descanso. En la otra, el deseo expresa un descanso activo, una plenitud que no se harta del bien amado. Así es el cuarto grado del amor, en su plenitud escatológica, desde la perspectiva de la epéktasis:
Comed, amigos míos y bebed; embriagaos, carísimos (Cant 5,1)… Con razón llama carísimos a los ebrios de caridad, y ebrios a los que merecen ser introducidos en las bodas del Cordero, para que coman y beban en la mesa de su Reino… Es saciedad sin hastío, curiosidad insaciable sin inquietud, deseo eterno que nunca se calma ni conoce limitación, sobria embriaguez que no se anega en vino ni destila alcohol, sino que arde en Dios. Ahora es cuando posee para siempre el cuarto grado del amor, en el que se ama solamente a Dios de modo sumo. Ya no nos amamos a nosotros mismos, sino por él, y él será el premio de los que le aman, el premio eterno de los que le aman eternamente (AmD XI, 33).
            Buscar a verdaderamente a Dios, dice san Benito, es el principio y el fin de la vida monástica. También de la vida cristiana sin más. Y en esta búsqueda se enmarca, como hemos visto, la doctrina espiritual de san Bernardo. En este sentido hay que entender también el hecho de que el sermón 86, el último de su comentario al Cantar de los Cantares, aparezca bruscamente inacabado. Esto se ha interpretado tradicionalmente como si la muerte hubiera sorprendido al autor en plena redacción y no le hubiera dejado concluirlo. Hoy se piensa más bien que se trata de un artificio literario: Bernardo ha querido dejar el final abierto, para significar que la búsqueda de la esposa no concluye en esta vida, como pudiera dar a entender un comentario concluido y cerrado.
            Después de hablar del matrimonio espiritual, que genera hijos para la fe, este sermón va dirigido a esos hijos, a los jóvenes que están comenzando su búsqueda del Verbo mediante la oración, que es el tema de que trata. Su oración será escuchada, les dice, el Verbo vendrá a ellos y pasarán de la noche a la luz. La verdadera búsqueda del Verbo se vive a través de una oración humilde y honesta. Y así les deja, con estas palabras de la Escritura: caminad como hijos de la luz. Con esta exhortación termina, no sólo el sermón, sino todo el comentario, que así queda, con un final abierto a una búsqueda sin fin, a una epéktasis, a una perpetua superación.
            Algo así querría también expresar la conclusión de su tratado Sobre la consideración, cuando dice al papa Eugenio: “Sea ya éste el final del libro, mas no el de la búsqueda” (Cons V, XIV, 32). 

ESPIRITUALIDAD CISTERCIENSE. CAPÍTULO XIV

Síntesis de la doctrina espiritual de San Bernardo de Claraval (Parte 14)

Fecundidad de la esposa: la acción contemplativa

Después de hablar de la imagen de Dios en el hombre y del retorno del alma a su condición e identidad original en la unidad de espíritu con Dios -SCant 80-83-, ocurre que el alma divinizada se vuelve fecunda en hijos, lo mismo a nivel de Iglesia que a nivel personal: la Esposa se transforma en Madre que engendra hijos para la fe mediante las obras de apostolado, la caridad fraterna o la maternidad-paternidad espiritual. Sólo desde la experiencia el apostolado es fecundo y la acción produce fruto espiritual.
 Al preguntarse en el sermón 85 sobre el Cantar de los Cantares por las razones que tiene el alma para buscar al Verbo, Bernardo enumera siete etapashasta el matrimonio espiritual, que a semejanza del matrimonio interhumano, tiene dos dimensiones que son como un doble parto:
En el matrimonio espiritual se dan dos formas de parto, y por eso hay diversos linajes, aunque no contrarios. Porque las madres santas dan a luz almas por medio de la predicación e inteligencias espirituales por medio de la meditación. En este segundo caso a veces el alma es elevada (exceditur) y alejada de los sentidos corporales, de modo que no percibe nada de sí misma la que siente al Verbo. Esto sucede cuando la mente se sumerge en la dulzura inefable del Verbo y en cierto modo sale de sí misma o se siente arrebatada y liberada de sí para gozar del Verbo. De muy distinta manera es afectada el alma cuando fructifica para el Verbo. En el primer caso, urge la necesidad del prójimo; en el segundo invita la dulzura del Verbo (SCant 85,13).
            Comparando la alegría de la madre con la de la esposa -siendo ambas la misma- dice que es mayor esta última, aunque dura poco y se experimenta rara vez. Pues no sólo el alma busca al Verbo, sino que el Verbo mismo es el que busca al alma para transformarla en sí y gozarse en ella. La mente unida al Verbo genera en la Iglesia el verdadero trabajo apostólico, en las comunidades el servicio fraterno, y en las almas la alegría interior. Todo nace de la misma fuente.
En el fondo, lo que se da, o se debiera dar, es una alternancia equilibrada entre vida interior y acción, interioridad y servicio fraterno. La primera sin la segunda cae en el intimismo; la segunda sin la primera en el activismo neurótico, y ambas quedan estériles, porque el alma no es ni esposa ni madre. Marta y María has de estar bien equilibradas tanto en la iglesia, como en el alma y en la comunidad:
 El alma habituada a la quietud sólo se consuela con las buenas obras arraigadas en una fe no fingida… Siempre que cae de la contemplación se refugia en la acción, pero vuelve de nuevo confiadamente a ella porque ambas son compañeras y habitan juntas; al fin y al cabo Marta es hermana de María. Aunque cae desde la luz… se mantiene a la luz de las buenas obras. No olvides que las obras son también luz, según aquel texto que dice: alumbre vuestra luz a los hombres (Scant 51,I).
 El secreto de la vida benedictina es la perfecta conformidad entre el ora y ellabora, y los cistercienses percibieron esto muy bien cuando introdujeron el trabajo manual en su reforma, que el monacato de entonces había abandonado. La vida benedictina es a un tiempo contemplativa y activa, ora et laboraconjuntamente, oración al ritmo mismo de la acción, acción fecundada por la oración y la experiencia del Verbo, de la Palabra escuchada, leída, meditada y contemplada. Un difícil equilibrio, que sólo se alcanza cuando ambas dimensiones broten de la misma fuente, que es la unión con el Verbo. ¿No es esto que dice Bernardo nuestra experiencia cotidiana?
 Dichosa la casa y bendita la comunidad en la que Marta se queja de María. Y al contrario, sería una cosa muy rastrera y completamente injusta que María tuviera celos de Marta. Jamás leerás que María se queja de que Marta la deje sola en la contemplación” (Asunc 3,2).
 Por un lado, la alternancia entre las ocupaciones materiales y espirituales tiene una función psicológica, ya que el hombre es cambiante y no puede estar mucho tiempo dedicado a una misma cosa. Enseguida se cansa y le viene la desgana y el hastío. Pero también viene dada por la necesidad del servicio fraterno:
 Reconozco que no me entristezco por haber interrumpido mi entrega a la grata contemplación, al verme rodeado de las flores y los frutos de la compasión… Soporto con paciencia que me arranquen de los brazos de la infecunda Raquel cuando me desbordan los frutos de vuestro aprovechamiento… El amor, que no busca lo suyo, me  ha hecho ver con claridad que no debo anteponer a vuestro bien ninguna afición personal. Orar, leer, escribir, meditar y cualquier otra riqueza del esfuerzo espiritual, la considero como pérdida por vosotros (SCant 51, II,3).
 Para poder dar a otros, hay que recibir de Dios lo que de parte de Dios uno va a dar a los demás, pues nadie da lo que no tiene. Y esto sabemos que con frecuencia no se produce. La contemplación es necesaria para la acción, como lo expresa Bernardo en el sermón 18 de su comentario al Cantar:
 Pero hay que guardarse mucho de dar lo que hemos recibido para nosotros, o de reservarnos lo que se nos ha dado para distribuirlo. Te guardarías para ti lo que es del prójimo si, lleno de virtudes y dones de sabiduría y de palabra, por timidez quizá o desidia, o por una humildad sin discernimiento, con un silencio estéril y censurable, encadenases la palabra de edificación; serías maldito por acaparar el pan del pueblo. Y a la inversa: desperdigarías y echarías a perder lo tuyo, si antes de colmarte tú plenamente, lleno a medias, te apresuras a derramarte… Porque te privas de la vida y salvación que das a otro, si vacío de buena intención, te hinchas con el soplo de la vanagloria o te envenenas con la ponzoña del egoísmo terreno, para destrozarte en el tumor letal.
 Si eres sensato, preferirás ser concha y no canal; éste, según recibe el agua la deja correr. La concha no: espera a llenarse y, sin menoscabo propio, rebosa lo que le sobra, consciente de que caerá la maldición sobre el que malgaste lo que le ha correspondido… Hoy nos sobran canales en la Iglesia y tenemos poquísimas conchas. Parece ser tan grande la caridad de quienes vierten sobre nosotros las aguas del cielo, que prefieren derramarlas sin embeberse de ellas, dispuestos más a hablar que a escuchar, y a enseñar lo que no aprendieron. Se desviven por regir a los demás y no saben regirse a sí mismos (SCant 18, I, 2-3).
 Al hablar del orden de la caridad, en el sermón 50 de su comentario al cantar, Bernardo distingue una caridad activa y otra contemplativa. La primera está orientada a las buenas obras y al servicio al prójimo, guiada por la razón y los mandamientos de la ley de Dios. Está hecha para merecer. La segunda es el premio de la primera. Esta es superior, pero sólo verá realizada en la otra vida, dado que en ésta urge por todas partes la necesidad:
 Sin duda, una conciencia que ama rectamente antepone el amor de Dios al amor del hombre… Sin embargo, en una acción bien ordenada, encontramos el orden inverso. Porque nos urge más y nos absorbe casi siempre nuestra asistencia al prójimo; cuidamos mayor diligencia a los hermanos menos dotados; trabajamos más por la paz de la tierra que por la gloria del cielo… Y los afanes de los asuntos temporales apenas nos permiten entregarnos a los eternos. Casi continuamente atendemos más a las miserias de nuestro cuerpo, posponiendo la preocupación por nuestra alma…
¿Quién duda que el hombre habla con Dios en la oración? Pero ¡Cuántas veces, por exigencia de la caridad, nos arrancan y nos separan de él los que necesitan nuestra presencia y nuestra palabra! ¡Cuántas veces la paz santa tiene que ceder por piedad al tumulto de las preocupaciones! ¡Cuántas veces se dejan tranquilamente los libros para sudar en el trabajo manual! ¡Cuántas veces interrumpimos justísimamente la misma celebración solemne de la misa, para atender a los asuntos terrenos! Se invierte el orden, pero la necesidad no sabe de leyes (Scant 52, II,5).
 Este texto muestra veladamente que no siempre distinguimos bien entre la caridad activa, orientada a la verdadera necesidad, para la cual no hay ley, y el activismo y la preocupación neurótica por uno mismo.
 Sólo la caridad hace auténtica nuestra actividad y nuestra oración. Si ella, ninguna de las dos es real y son ilusorias, pura fachada. La caridad, como hemos visto, es de origen eterno porque es ley divina que se participa enaffecus del alma bien ordenada, por el amor racional primero y el amor espiritual después. La caridad es, pues, la eternidad que se introduce en el tiempo para santificarlo y elevarlo a Dios. La acción es propia de este tiempo, y por tanto ha de estar fecundada por esa caridad eterna, esa misericordia y esa compasión que en Cristo ha venido a nosotros y se encarnado en nuestra historia. Si nuestras obras se unen a la gracia de la caridad eterna, serán resplandor de la eternidad en el tiempo y tendrán un papel en la reforma de nuestra vida personal y comunitaria. Por eso, el ora et labora benedictino serían los que ordenarían realmente en nosotros la caridad, nos irían simplificando y centrando en lo único necesario. Esta contemplación dará a la acción su unidad y simplicidad, a semejanza del Dios Uno y Simple:
 Marta, andas inquieta y nerviosa en muchas cosas. Sí, te afanas en mil quehaceres: los de tu propia continencia –en el sentido de dominio propio- y las necesidades ajenas. Para proteger la continencia practicas las vigilias, ayunas y castigas tu cuerpo (cf 1Cor 9,27). Y para ayudar a los otros trabajas sin descanso, con el fin de tener algo para el necesitado (cf Ef 4,8). Te afanas en mil cosas, cuando sólo una es necesaria. Si no estás unificada al hacer todo eso, no agradarás a Dios que es Uno (Asunc 5,9).

Y a María le dice:
Dedíquese María a contemplar y ver qué suave es el Señor. Procure sentarse con la conciencia fervorosa y el ánimo tranquilo a los pies de Jesús… Dichosa tú que percibes el murmullo divino en el silencio… Permanece en simplicidad, evitando por un lado el engaño y la falsedad, y por otro la multiplicidad de ocupaciones. Y escucharás las palabras de aquel cuya voz es dulce y cuyo rostro embelesa (Asunc 3,7).
 En la fiesta de la Asunción se leía entonces el evangelio de Marta y María. Ambas mujeres, acción y contemplación, has de darse en la misma alma, del mismo modo que estaban juntas en su casa, para recibir a Jesús. Además de las obras de caridad, Marta representa la vida ascética, cuya función es ordenar la casa de la conciencia, que prepara la contemplación: “A Marta le pertenece tener la casa ordenada. María, en cambio, la llena” (Asunc 2,7). Diríamos que María ha debido pasar antes por Marta, haberla integrado en sí, pues nadie puede ser buen orante si no ha ordenado antes en sí la caridad. Para hospedar al Señor, has que tener la casa bien ordenada y amueblada, el corazón limpio y puro.
 Y finalmente, María, la hermana de Marta, es un símbolo de María, Madre de Cristo, que acoge en su seno y da a luz la Palabra. La Virgen María es la síntesis de las dos hermanas, la verdadera hospedera del Señor en una casa al mismo tiempo bien ordenada y llena, a diferencia de las vírgenes necias, a las que se les terminó el aceite: En esta única y excelsa María encontramos la actividad de Marta y el ocio nada ocioso de María (Asunc 2,9).
 Es evidente que hoy día vivimos en una cultura de la acción, y no precisamente ordenada a la interioridad y la contemplación. Hemos caído de la imagen divina a la deformidad, de la contemplación, no ya a la acción, sino al activismo neurótico, al intelectualismo y a los mis escapes de una conciencia enajenada que no quiere ni a tiros volver a entrar en sí misma, a escuchar la voz de la conciencia, a conocernos a nosotros mismos, y a ser Martas diligentes que hoy ordenan la casa de la conciencia para mañana ser Marías que contemplan la Verdad en sí misma en el éxtasis de la conciencia y la unidad de espíritu con él.

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