Fe en el Amor Misericordioso
Nosotros hemos creído en el amor que Dios nos tiene (1 Jn. 4, 16). Estas
palabras que leemos en la primera Epístola de San Juan son el eco de sus más
íntimos sentimientos; brotan del corazón del discípulo amado como un canto
triunfal. Con términos parecidos e igual estremecimiento de alma, la
Carmelita de Lisieux expresa su fe en el Amor Infinito de Dios. Su santidad,
su doctrina, su vida toda, son la manifestación de esa fe. La fe en el Amor,
fe firme, sencilla, ingenua, es la esencia del espíritu de Teresa, su más
íntimo secreto.
Se habla mucho, y no sin fundamento, del amor de Teresa a Dios Nuestro
Señor. El amor es el móvil de sus actos, el término de su perfección; es su
sello característico. Teresa es el amor filial viviente, el Evangelio vivido.
«No he dado a Dios más que amor».
«Ya lo he dicho; lo único que vale es el amor». Pero se olvida cuál fue
la raíz, el verdadero secreto de ese amor a Dios. Su fe en el Amor de Dios
hacia ella. La razón de este olvido es que Teresa vive esta fe con tal
sencillez, con tan encantadora naturalidad y profundidad, que sentimos su
influencia sin que se nos ocurra analizarla o formularla en un principio
vital.
Sin embargo, nos será provechoso este principio estudiando el corazón de
Teresa a lo largo de estas páginas. Sólo así la conoceremos íntimamente.
1º Fe de Teresa en el Amor.
2º El Amor, objeto de esa fe.
1
La oración, en frase de Santa Teresa de Ávila, es: «Tratar de amistad con
quien sabemos nos ama.» En la mente de la gran contemplativa, la condición
primera e indispensable para que reine esa amistad entre Dios y el alma es,
por parte de ésta, una fe firme, inquebrantable, en el amor de Dios hacia
ella. Fe divina que le infunde la seguridad, la certidumbre de ser amada por
el Todopoderoso.
Teresa del Niño Jesús vivió en grado eminente esta verdad. No concebía
ella a Dios sino a la luz de la profunda expresión de San Juan: Dios es
caridad (1 Jn. 4, 16). No sin designio especial de Dios, Teresa, huérfana
de madre desde su primera infancia, se volcó en la persona de su padre, y
adquirió la experiencia, digámoslo así, del amor paterno más tierno y
solícito. Nada tiene, pues, de extraño que apenas oyó hablar de Dios, de un
Dios Bueno, de un Dios que es «Nuestro Padre», su alma de niña se sintiese
naturalmente inclinada a representárselo a imagen de su padre de la tierra. Y
procediendo sin saberlo por el método que los teólogos llaman «via
excellentiae», aplicó a Dios, superado hasta el extremo, hasta lo infinito,
el amor de su padre, su ternura, su solicitud.
Dios se presenta al espíritu y, sobre todo, al corazón de Teresa (no
olvidemos su psicología, más afectiva que intelectual) como un verdadero
Padre; el Padre más amante, el más tierno, el que sintetiza en Si mismo la
verdadera y auténtica Paternidad en su más alto grado. Nadie tan Padre
(Tertuliano). El Padre de quien deriva toda paternidad en el cielo y en la
tierra (Ef. 3, 1415). Dios es nuestro Padre. Esta es la primera enseñanza
del Evangelio. Y la vida de Teresa (tendremos ocasión de repetirlo más de una
vez) es el comentario más sencillo y más hermoso del Evangelio.
La atmósfera en que vivió y se expansionó el alma de Teresa fue, desde el
principio, la fe en el amor paternal de Dios hacia ella, en el amor de Dios
su Padre, ante quien se ve niña pobrecita. Y esta fe es la raíz de donde
brota toda su vida espiritual con sus virtudes características: amor,
humildad, confianza, abandono, alegría. Estas virtudes, tan sencillas y
evangélicas, son como el fruto espontáneo de la fe en el Amor de un Dios
Bueno; El mismo la depositó en el alma de Teresa, como grano de mostaza
destinado a convertirse en árbol frondoso. ¡Alma privilegiada!, dirá alguno.
Ciertamente; pero su privilegio consistió no tanto en haber recibido ese don
cuanto en comprender que lo había recibido. Por eso se le confió la misión de
enseñarnos que tenemos el mismo privilegio que ella: el de ser objeto del
amor paternal de nuestro Padre Dios.
Su vida es sencillamente vida de fe; fe esencialmente evangélica; fe en
el amor de Dios al hombre. Su alma tiene la persuasión de que es
infinitamente amada. Y para corresponder a este llamamiento del amor sólo
tiene un deseo, un ideal: amar. La fe pura es el faro que la ilumina y a su
luz camina sin inquietud, sin vacilación. Cuando las tinieblas invaden su
espíritu (estado de alma muy frecuente en la Santa) será también su fe, fe
cierta en el Amor de su Padre, quien la guíe y sostenga. Nos lo descubre ella
misma: « ¡ Es tan dulce servir a Dios en la noche de la tribulación! » « ¡ No
tenemos más que esta vida para vivir de fe! ». La prueba suprema de Teresa
fue el eclipse de su fe durante año y medio: ¿el porqué de este eclipse?
Quiso, sin duda, Dios nuestro Señor purificar la fe de Teresa, perfeccionar
su alma, despojándola de todo lo sensible e intelectual. Así llegó a la
consumación de la santidad.
Algunos meses antes había escrito: «¡Sé que por encima de esas negras
nubes brilla el Sol de mi existencia! ». ¿A qué sol se refiere? Nos lo ha
dicho ella misma en la línea precedente: «el astro del Amor». ¿Cómo lo sabe?
Por la fe. La fe en el Amor es la clave de su santidad; la fe en el Amor fue
el principio, la raíz, el fundamento de su santidad.
Enseñanza sumamente aleccionadora. La fe evangélica es una mirada al
Amor. De ella brota la inteligencia de las cosas divinas. «Creo para
entender.»
2
Añadamos una palabra, demos un paso más para comprender en su misma
esencia la fe de Teresa del Niño Jesús en el Amor de Dios. El Amor, objeto de
la fe de Teresa, tiene un carácter particular, carácter profundamente
evangélico. Es el Amor Misericordioso.
En el estado actual, Dios nos ama no sólo gratuitamente, sin mérito
alguno por nuestra parte, sino que nos ama a nosotros, miserables, a pesar de
nuestra miseria o, más exactamente, a causa de nuestra extrema y excesiva
miseria.
Dios nuestro Señor, en sus inescrutables designios, habiendo previsto el
pecado y su triste secuela de miserias y dolores, escogió, decretó y creó el
mundo en que vivimos para manifestar su gloria. Cuanto más creamos en el Amor
Misericordioso, más glorificaremos a Dios. Pero nuestro orgullo rehúsa creer
en esta característica del amor Divino, porque le repugna el reconocimiento
de la miseria humana. El soberbio no quiere ser objeto de la pura
misericordia de Dios. No comprende el Amor Misericordioso. No se trata
precisamente de comprender este amor; se trata de creer en él, sencilla y
firmemente, como Teresa de Lisieux. La comprensión será el fruto de esta fe;
lo entenderemos todo a la luz divina.
¿Comprendemos acaso internamente, íntimamente, la Redención, la
Encarnación, la Eucaristía? ¿Bastará la razón, bastará la metafísica para
entender esos misterios? No por cierto; sólo el humilde de corazón acepta o
reconoce la absoluta miseria humana y cree en ese incomprensible misterio sin
pretender desentrañarlo; cree y se sumerge en él sencillamente, como Teresa.
Si la fe en el Amor Misericordioso es condición necesaria para la
inteligencia de estos misterios, ¡cuánto más lo será para una participación
efectiva en los mismos! ¡Esta virtud teologal nos capacita en orden a la
recepción de los frutos que producen tales misterios. « Lo que agrada a Dios
es el amor que siento a mi pequeñez y mi pobreza; es la esperanza ciega que
tengo en su Misericordia! ». ¡Cuán profunda e instructiva es esta palabra!
Los teólogos tenemos una gran tendencia a razonarlo todo. Pero para
conocer a Dios es preciso adquirir la humildad de espíritu y creer en El con
una fe pura, tal como nos la propone el Evangelio: fe en el Amor puramente
Misericordioso de Dios al hombre.
De manera intuitiva, con esa mirada que San Pablo llama «illuminatos
oculos cordis», comprendió Teresa esta verdad. Es decir, no tanto por el
entendimiento cuanto por el amor; más afectiva que intelectualmente. Teresa
se acercó a Dios y fue iluminada. Amó a Dios con corazón de niña, y a pesar
de su debilidad y miseria, tuvo la santa audacia de tratar con El con la
máxima sencillez y familiaridad. ¿Por qué? Porque con una fe que no admite
vacilación se creyó amada; infinitamente amada, misericordiosamente amada por
el Dios que es Padre de las Misericordias.
La vida de nuestra alma consiste en la entrega total que de sí misma hace
al Amor de Dios, que se le muestra infinitamente Misericordioso. Pero, evidentemente,
para entregarse en esta forma, la condición sine qua non es creer firmemente
en el Amor Misericordioso. ¿Lo entendemos bien? La fe es ciertamente una
virtud que radica en el entendimiento, pero abre el camino a la voluntad. El
amor, la caridad, aumenta la luz de la inteligencia, y agudiza su mirada
iluminada por la fe. Esa fe fue la mirada de Teresa, la mirada de su fe.
«Illuminatos oculos cordis»; intuición del espíritu bajo la influencia del
amor. En una palabra: sólo el amor puede descubrir al Dios que la fe nos
revela. Lo dice expresamente San Juan: El que no ama no conoce a Dios
(1 Jn. 4, 8).
El Amor Misericordioso de Dios atrae, invita, apremia a nuestro pobre
corazón. Y si éste corresponde, la fe entra más plenamente en posesión de su
objetivo divino. Nuestro corazón necesita del bien que Dios en Si mismo nos
ofrece. Con esta certidumbre, la fe descansa plenamente en su propio objeto,
el Dios amante y Misericordioso, a quien vislumbra en cierto modo.
San Juan y San Pablo nos presentan como objeto de nuestra fe a Dios Amor,
Amor Infinito, Amor Misericordioso. Dios, que es rico en misericordia, por
el inmenso amor con que nos ha amado, cuando estábamos muertos por nuestros
pecados, nos vivificó en Jesucristo (Ef. 2, 45). Y esta caridad
consiste no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos amó el
primero, y envió a su Hilo como víctima de propiciación por nuestros pecados
(1 Jn. 4, 10). Y nosotros hemos conocido y hemos creído en la caridad de
Dios hacia nosotros: Dios es caridad (1 Jn. 4, 6).
Esta es la fe que nos predica el Evangelio. Teresa la comprendió.
Pidámosle nos alcance la gracia de comprenderla como ella. Creamos
sencillamente, humildemente, en el amor Misericordioso de nuestro Dios.
¡Humíllese nuestra ciencia orgullosa; reconozcamos nuestra ignorancia y
miseria! Y pidamos la gracia de las gracias: la de vivir esta fe con todas
sus consecuencias. ¡Ahí está la santidad!
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El deseo de amar
Amemos, pues, a Dios, puesto que. Dios nos amó el primero (1 Jn. 4, 19).
¿Qué efecto producirá en un alma sincera la fe en el Amor Misericordioso
de Dios? Respondo: «el deseo de amar». Hablemos, pues, de este deseo. En el
alma de Teresa del Niño Jesús, en su doctrina, es elemento tan esencial como
su fe en el Amor. Cuando un alma se persuade de que Dios nuestro Señor, en su
Amor Misericordioso, la ama infinitamente, a pesar, a causa de su miseria;
cuando lo cree con una fe interna, inquebrantable, brota en ella un deseo:
amarle, entregarse sin reserva a la acción Misericordiosa del Amor. No puede
ser de otro modo; en el alma humana, hecha para amar, e impotente para
hacerlo cual quisiera, el deseo precede y despierta el amor. ¿No es éste
precisamente el mensaje evangélico a las almas degeneradas por el pecado? Si
conocieras el don de Dios, serías tú quien pidieras (Jn. 4, 10) Señor,
dame de ese agua.
Todo el Evangelio está contenido en esas palabras. Y es maravilloso ver
de qué manera tan sencilla y eficaz ha conseguido el Señor inspirar al alma
pecadora el deseo, la confianza de alcanzar el amor. Es el Evangelio vivo; la
realización de aquella palabra de San Agustín: Dios desea estar
sediento...
Así lo entendió Teresa al leer en San Juan el pasaje de Jesús y la
Samaritana. Dios nuestro Señor, que no necesita a nadie, no teme hacerse
mendigo del amor de su criatura. Y dice la Santa, abriendo de par en par su
alma: «La palabra de Jesús moribundo, '¡Tengo sed!~, resonaba constantemente
en mi corazón y lo encendía en un amor desconocido. Anhelaba calmar la sed de
mi Amado».
En dos sencillos puntos podemos exponer la importancia que tuvo en la
vida espiritual de Santa Teresa de Lisieux el deseo de amar: 1.0 Este deseo
es el principio de su vida espiritual, es decir, de su tendencia hacia la
perfección. 2.0 Es el término de su santidad.
1
En los tratados de espiritualidad se observan dos tendencias o escuelas.
La una considera el amor como término de la perfección; la otra, como
principio o punto de partida. Teresa pertenece, sin género de duda, a esta
segunda escuela. Tan clara es en ella esta tendencia, que al principio no
pocos partidarios de la tendencia opuesta se escandalizaron. El amor es en
ella el motor que impulsa al alma y la fortalece en la vida del
renunciamiento. En este sentido puede decirse que fue antes mística que asceta.
Su ascética está enteramente orientada hacia la mística. En realidad, todas
las escuelas, todos los autores espirituales coinciden en considerar el
«deseo de la perfección» como propio de principiantes; pero pocos son los que
dan a ese deseo su verdadero nombre: ¡amor! Más bien dan a entender que el
amor es el término; lo presentan como una recompensa a los esfuerzos del
alma. Eso equivale a conducirla por caminos rudos y trabajosos; la ascensión
es lenta, a veces triste, con frecuencia estéril y deprimente. Teresa, por el
contrario, sintió que la confianza dilataba su alma, y llena de santa audacia
quiso amar desde el principio. De ahí su alegría, su valor y fortaleza en
medio de su miseria. Su pensamiento se traduce en una carta a su prima María
Guérin: «Me pides un remedio para llegar a la perfección; no conozco más que
uno: el Amor». No pudo expresar su idea con mayor claridad. El Amor es el
único medio. En su tendencia hacia la santidad -nos dice en su Historia de
un Alma- sólo conoce un camino: «Lo único que deseo es agradar a Jesús.»
Es decir, amarle. Es el secreto de Teresa; deseo humilde y confiado de amar a
Dios. Humilde, porque reconoce la propia nada. Confiado, porque todo lo
espera de Dios, que es Amor Misericordioso.
Aquí se ve con la mayor evidencia la necesidad de la fe en el Amor
Misericordioso. Se palpa al mismo tiempo su eficacia omnipotente que
convierte en motivo de confianza la consideración de la propia miseria, causa
no pocas veces de depresión o desaliento. Este no tiene lugar en el alma que
cree en la incomparable bondad de Dios. Creer en su Amor y esperarlo todo de
El es tributarle la gloria que espera de nosotros. Repitámoslo: esto es puro
Evangelio.
El Amor atrae hacia Sí a los que están lejos de El: el hijo pródigo, la
mujer adúltera, la Samaritana, María Magdalena. Las páginas de ese libro
divino no son otra cosa que un llamamiento del Amor que invita al amor a los
miserables, a los pobres, a los impotentes y débiles, es decir, a los hombres
todos. Invitación que implica una gracia particularísima; despierta en el
alma el deseo de entregarse sin reserva al Amor Misericordioso, y la
confianza gozosa de vivir en El y para El. Este es el sentido de las palabras
de Cristo: Venid a mi todos los que estáis abrumados, que yo os aliviaré
(Mt. 11, 28). Demos gracias a Dios por haber canonizado a Teresa, que sólo es
santa por haber abierto y entregado su alma al Evangelio.
2
Decíamos que el deseo del amor no es sólo el principio de la vida
espiritual, sino también el término de la perfección. Fácil nos será probarlo
a la luz de las enseñanzas de Teresa, que abundan en los últimos años de su
corta vida. ¿Cuál era en este tiempo la característica de su santidad? Un
deseo inmenso de amar. En cierta ocasión, la Carmelita de Lisieux dijo ingenuamente
a un Director de Ejercicios: «Padre, quiero amar al Señor tanto o más que
Santa Teresa.» La respuesta del Confesor fue un duro reproche: « ¡Qué
orgullo! ¡Qué presunción! Esos son deseos temerarios.» «Padre mío, no puedo
creer que sean temerarios mis deseos, puesto que nuestro Señor ha dicho: Sed
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt. 5, 48).
¡Admirable respuesta! Teresa creía sencillamente en el Evangelio, en las
palabras del Señor. No hemos de poner límites a nuestros deseos. Así se explica
la famosa página de la Historia de un alma, en que la Santa, no pudiendo ya
contenerse, se expresa en términos humanamente insensatos, desmesurados,
quiméricos. Teresa sueña y desea cosas contradictorias e imposibles: quiere
ser sacerdote, apóstol, misionera, mártir. ¡Locura!, según la prudencia
humana; sabiduría verdadera a la luz de la fe.
¿Quién es Aquel que atrae a la joven religiosa? Es el Amor Infinito,
infinitamente amable, que tiene sed del amor de su criatura, pobre e
impotente. Ante ese Amor infinito, ¿cómo poner límites al amor humano? «Oh
Amado mío; perdonadme si desvarío al manifestaros mis deseos, que rayan en lo
infinito». Notemos de paso que en la misma proporción en que crecen sus
deseos, crece también el sentimiento de su miseria, de su impotencia, de su
debilidad, de su pequeñez. Teresa es el modelo del alma que, sincera y
sencillamente, se entrega al deseo de amar, deseo que llega a ser ilimitado.
Esto se explica fácilmente. Dios nuestro Señor, sediento del amor de su
criatura, enciende en el alma que se le entrega un fuego divino que la
consume, acrecentando en ella hasta lo infinito esos santos deseos. Lo que
nos enseña la Teología de nuestra participación en la naturaleza divina,
divinización del alma humana por la gracia, y su transformación en Dios, no
son sino fórmulas que expresan la acción del Dios Amor en orden a la
transformación del alma.
Por una prudencia mal entendida, restringimos excesivamente nuestros
deseos de amar. Si admitimos como verdad de fe que el alma regenerada es
pertenencia de Dios y que Dios es Amor, ¿cuál es el efecto de esta
inhabitación divina? No es otro sino la acción de Dios, que es Caridad, en
orden a la transformación del alma humana en Caridad. El que se adhiere al
Señor forma un mismo espíritu con El (1 Cor. 4, 17). Somos
transformados en su misma imagen, conforme al Espíritu del Señor (2 Cor.
3, 18). La vida de Teresa del Niño Jesús es la enseñanza viva de esta
profunda teología, enseñanza que está al alcance de todos. Su vida es una
prueba palpable de que las almas pequeñas pueden alcanzar el amor en una vida
ordinaria sin éxtasis ni revelaciones. No por los actos heroicos, sino por su
fe en el Amor Misericordioso.
Creamos en la palabra de Teresa: «No he dado a Dios más que amor». Y
recojamos celosamente la respuesta ya citada a una de sus hermanas que, la
víspera de su muerte, le pedía una palabra de despedida: «Lo único que vale
es el Amor». He aquí una síntesis del Evangelio.
Dios, que es Amor, tiene un deseo inmenso de comunicarse. «El bien es difusivo
de sí mismo», dicen los teólogos. Siendo Amor, no puede menos de despertar
amor. Tiene sed de ser amado, y es El quien excita en el alma la sed de amar.
Si ella corresponde, Dios se precipita y llena su vacío. Ensancha tu boca
y yo la llenaré (Ps. 80, 11). Y como el Bien que se le entrega es
infinitamente amable, brotan en el alma nuevos y más intensos deseos de amar,
deseos siempre saciados y nunca satisfechos. Este flujo y reflujo de ansias e
insatisfacciones es, en resumen, la Historia de un Alma. Es también la
síntesis de la Teología ascética y mística; la verdadera espiritualidad, la
única que conduce las almas a Dios, último fin y esencia de la vida
sobrenatural. La doctrina ascética que con mayor suavidad y eficacia ayuda al
alma para la consecución de su fin es, a mi parecer, el deseo de amar,
doctrina la más perfecta, porque es la más evangélica.
En definitiva, todo se reduce a una doble sed: sed de Dios, sed de la
criatura. En Dios, sed de ser amado; en la criatura, sed de amar. Por una parte,
el Amor infinito, que tiene sed de darse; por otra parte, la nada miserable,
que quiere ser colmada, poseída y transformada por el Amor. Esta doble sed
resume las relaciones entre Dios y el alma humana, desde el despertar de la
gracia en ella, hasta la cima de la santidad, hasta la fusión beatífica en la
vida eterna. Todo se reduce a un sincero deseo de amar. ¡Bendita Santa Teresa
del Niño Jesús, que nos ha enseñado esta verdad!
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Humildad
Jesús, llamando a Sí a un niño, dijo: «El que se hiciere pequeño como
este niño es el mayor en el reino de los cielos» (Mt. 18, 21). Estas
palabras, en boca del Salvador, parecen una revelación de la santidad de
Teresa.
La humildad -nos atrevemos a decir- es el secreto de la Santa. Pero esta
palabra, «el secreto de Teresa», la hemos pronunciado ya a propósito de otras
virtudes, y sin duda la repetiremos más de una vez. ¡Cosa extraña! Cada una
de las virtudes de que nos da ejemplo la santa niña nos hace el efecto de ser
su secreto. Este fenómeno se explica fácilmente teniendo en cuenta que, dada
su admirable sencillez, sus virtudes no son sino aspectos diversos de una
sola virtud. En efecto, la caridad no sólo es la reina y la cima de todas
ellas, sino la raíz, el móvil poderoso que las pone en juego.
Se cuenta que un día una religiosa de la Visitación dijo a San Francisco
de Sales: «Yo quisiera llegar al amor por la humildad.» «Y yo -respondió el
Santo- deseo llegar a la humildad por el amor.» Palabra profunda que muestra
la afinidad de alma existente entre el santo obispo y la Carmelita de
Lisieux. Ella nos hará comprender: 1º Cómo el amor engendra la humildad. 2º
Cómo el amor perfecciona la humildad.
1
Representémonos a esta alma profundamente impresionada, casi sobrecogida,
al considerarse objeto del Amor Misericordioso de Dios. ¿Qué efecto producirá
en ella la vista de su pequeñez, de su miseria, de su nada? No podrá menos de
comprender que si Dios se inclina hacia la criatura para manifestar en ella
su Amor Misericordioso es precisamente a causa de su miseria. Lejos, pues, de
desanimarse, se alegrará de reconocerse ante el Señor tal cual es. Ese
conocimiento será el medio, la condición necesaria para recibir las
comunicaciones del Amor Misericordioso. Olvidar, ignorar la propia pequeñez,
equivaldría a hacerse indigna del Amor Misericordioso de Dios. Viéndose, por
el contrario, envuelta en la Infinita Misericordia, descansará humildemente
en el conocimiento de su miseria, que considera a la luz de la fe. Tal
consideración le produce una alegría inefable. Este es el espíritu de Teresa.
La luz de la verdad divina inunda su alma. La vista de su miseria no es sino
un medio para comprender mejor la Bondad del Amor Misericordioso. Para ella,
descansar en su pequeñez es descansar en Dios.
No podemos menos de recordar las palabras de San Agustín: «Señor, nos has
hecho para ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti».
¿Quién sentirá esta inquietud, sino el corazón soberbio que no quiere aceptar
ni confesar su miseria? Sólo el corazón humilde encontrará el reposo:
«Requiscet in spe in Deo».
La humildad, en frase de la gran Santa Teresa de Ávila, es andar en
verdad. Palabra exacta. Pero Teresa del Niño Jesús ha sabido proyectar una
nueva luz sobre esa frase de su Madre. El alma de Teresa es el mejor tratado
de la humildad.
Paréceme que los tratados sobre esta virtud, en especial los que
pretenden explicarla con cierta profundidad, fácilmente ocasionan equívocos
en materia de humildad. De tal manera complican la teoría, que inevitablemente
dificultan la práctica. Y nada más sencillo que la humildad; complicarla es
deformarla. Señalar procedimientos, proporcionar fórmulas, escalonaría por
grados, equivale a fomentar la ocupación propia, siendo así que la humildad
consiste precisamente en el olvido de sí mismo: «Aparta los ojos de ti.»
¿Cómo conseguirlo? Cada vez que comprobemos nuestra imperfección y pobreza,
volver la mirada a Dios dulcemente.
La confianza plena en su Amor Misericordioso es el mejor homenaje al
Padre de las Misericordias, homenaje que le es infinitamente agradable. Fe en
su Amor y confianza en su Misericordia son, en realidad, el único medio
verdadero de unirnos a Dios en la verdad.
El deseo de amar, si es sincero, ha de ser humilde, pues lo que pretende
es no encontrar al Amor por sus propios esfuerzos, sino atraerlo hacia sí por
la exposición de sus necesidades: Señor, el que amas está enfermo (Jn.
11, 3). ¡Qué luminosa es la palabra de San Francisco de Sales!: «Yo quiero
alcanzar la humildad por el amor.» El deseo de amar al Amor Misericordioso
implica el reconocimiento de la propia nada y supone una actitud humilde que
glorifica a Dios y despierta el amor. Así y sólo así se puede amar la propia
abyección. Se comprende, pues, que los Santos, y muy particularmente nuestra
Santa, se hayan gozado en la contemplación de su pobreza y pequeñez. «Oh,
Jesús, qué feliz es tu pajarito, siendo pequeño y débil... ».
Podría alguien preguntarse si no se confunden el amor a Dios y el amor a
la propia nada. Esto sólo se concibe a la luz del amor divino que inspira al
alma el deseo de entregarse sin reserva a su misericordiosa acción.
2
Veamos cómo el amor que engendró la humildad en el alma de Teresa
conservó y perfeccionó esa virtud. Las ascensiones del amor van siempre acompañadas
de progresos en la humildad. Asimismo, todo aumento de humildad produce un
acrecentamiento de amor. En la medida del amor crece la luz con que se ven
claramente los defectos, imperfecciones, apegos; en una palabra, cualquier
forma de egoísmo, y con el mayor conocimiento propio, el alma más fácilmente
se olvida de si. «Quien conoce su miseria no se mira a sí mismo, sino al
Amado». Este es el verdadero desprecio de sí, el auténtico olvido propio.
Teresa lo experimentó y siente una necesidad creciente de sumergirse en él.
No se hace ilusiones; con toda sinceridad confesará en los últimos días
de su vida: «Qué feliz me siento de yerme tan imperfecta, tan necesitada de
la Misericordia divina en la hora de mi muerte». Y añade: «Tengo muchas
flaquezas, pero no me sorprendo... Es tan dulce sentirse débil y pequeña».
¡Cuánto sabor encierra esa palabra: «es tan dulce»! Es la satisfacción de
quien vive la verdad, de quien se reconoce ante Dios tal cual es. Teresa sabe
que para acercarse a Dios, para pensar como Dios, para unirse a Dios, ha de
permanecer tranquila y gozosa en el desprecio y olvido de si. ¿Qué hacer en
las caídas que se repiten con frecuencia? «Una mirada a Jesús -¡siempre esa
mirada de confianza y de amor!- reconociendo la propia miseria es la mejor
reparación.» Que borra las faltas y las convierte en motivos de amor. Teresa
es un alma de luz; ama sinceramente su pequeñez y debilidad, porque, lejos de
ser obstáculo al amor de Dios, le ayudan a olvidarse de sí, condición
necesaria para amar a Dios sólo.
Y no sólo reconoce gozosamente su miseria ante el Señor, sino también
ante los hombres. Durante su enfermedad mostró un día cierta impaciencia ante
una Hermana que, falta de discreción, le pidió un favor. «¡Cuánto me alegro
de que hayan visto mi imperfección! -confesaba después-. Me he gozado al
pensar que mi Hermana se ha dado cuenta de mi poca virtud.» No turbarse ni
preocuparse en semejantes casos supone un gran amor a la verdad.
Lejos de buscarse a sí misma, de querer ser tenida en algo, Teresa sentía
verdadera repugnancia por todo lo que pudiera engrandecería. Ni deseaba luces
extraordinarias, ni buscaba grandes mortificaciones, ni actos heroicos.
¿Queremos decir con esto que desconocía las gracias que había recibido de
Dios, o ignoraba la acción divina en su alma? No, por cierto; con la misma
claridad veía, por una parte, los admirables efectos de la Misericordia de
Dios en ella, y por otra, su pobreza y miseria personal, su pequeñez, su
nada. Precisamente en esto se descubre la profundidad de su humildad, la
transparencia de su mirada, que le permite verse como un pequeño átomo
perdido en la inmensidad de la Bondad Divina. Cuanto más percibe las
prodigalidades del Amor Misericordioso para con ella, más y más se sumerge y
se pierde en la persuasión de una absoluta indigencia, indignidad y pobreza.
En la medida en que crece su amor se arraiga su humildad. La audacia, iba a
decir la temeridad de sus deseos, son otra prueba de su maravillosa
humildad... Como es el Amor infinito el que atrae su amor, como es él solo el
que quiere realizar en ella el amor, como únicamente resultará de esto su
gloria (ella lo sabe), por muy débil, pequeña y miserable que se sienta, no
piensa en absoluto que sea temerario aspirar al mayor amor, en cierta manera
al infinito. Por el contrario, Teresa juzga que su misma pequeñez, su pobreza
e impotencia son un motivo incluso para creerse apta para glorificar a Dios
por el amor.
No hay que confundir la humildad con la pusilanimidad; después de haberse
entregado en una especie de sublime locura a los deseos más irrealizables:
ser a la vez sacerdote, doctor, mártir, misionero hasta el fin del mundo...,
reconoce que nada de eso es para ella. Declara al mismo tiempo que no son
esos deseos los que la hacen grata a Dios, ni son ellos la prueba del
verdadero amor. ¿Qué hará entonces? ¿Moderará sus ansias de amar? ¿Limitará
su amor porque es débil y pequeña? Oigámosla a ella misma: «Mi vocación es el
amor.» Teresa será amor.
Y comprendiendo que a los ojos de Dios «lo único que vale es el amor»,
fomenta en su alma los deseos de acrecentarlo más y más en el ejercicio de
las pequeñas virtudes, los pequeños sacrificios, las mil naderías de la vida
ordinaria. «Las obras extraordinarias -dice- no están a mi alcance. ¿Cómo
demostraré a Dios mi amor si éste se prueba en las obras? Por mis pequeñas
acciones y sacrificios. ¡ Como niña, sembraré de flores su camino! -y añade-,
y Jesús las mirará complacido».
Humildad y Amor. La extrema pequeñez de la persona y de las obras; la
grandeza sin límites de los deseos y del amor. En nuestra Santa, estos dos
extremos se tocan. ¡Qué enseñanza para nosotros! ¿Cuál de estas dos virtudes
nació primero? Tratándose de Teresa, podemos decir que, evidentemente, el
amor engendró y perfeccionó la humildad. El amor de Dios entra libremente en
el corazón que a El se entrega, y devora, consume, arroja fuera todo resabio
de estima y de amor propio. La luz expulsa las tinieblas. Teresa sabe lo que
dice cuando trata de convencer a las almas deseosas de amar, de que sólo
aceptando su pequeñez y pobreza podrán hacerlo cual quisieran. Para
pertenecer a Jesús hay que ser pequeña. He ahí la perfección. Esto no deja de
ser un privilegio; pero ¡cuánta humildad se necesita para aceptarlo! ¡Y qué
pocas almas aspiran a ser desconocidas!
Acabamos de oír la palabra decisiva; meditémosla. Casi inconscientemente,
en nuestros deseos de perfección, alimentamos la secreta pretensión de ser
algo; tal pretensión es un obstáculo para el Amor. No puede el Señor realizar
en el alma su obra sin abolir la preocupación propia que se opone al
desarrollo y a la consumación de la humildad. El amor sólo se alcanza en la
humildad o por la humildad.
Poco antes de morir, Teresa, consumada en el amor divino y abismada en
las tinieblas de una noche oscura, decía: «Lo único que veo es mi propia
nada». No tenemos, pues, dificultad en corroborar el juicio que de sí misma
se había formado nuestra Santa. «La obra más grande que el Todopoderoso ha
realizado en mí es el haberme mostrado mi pequeñez y mi impotencia».
El Amor Omnipotente hizo el vacío en aquella alma, que le estaba
enteramente entregada; ésta fue su obra, su verdadera obra maestra.
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Confianza
Cuando flaqueo, entonces soy fuerte (II Cor. 12, 10). «Humildad que produce
desaliento es falsa humildad», decía el Cura de Ars. Pero ¿cómo es posible no
desalentarse a la vista de la propia debilidad e impotencia? Nuestra
meditación sobre la humildad pide otra consideración sobre la confianza.
Quizá no se habla bastante de esta virtud. «La santidad consiste en una
disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en manos de Dios,
conscientes de nuestra debilidad y con una confianza casi audaz en la Bondad
de nuestro Padre». Esto es puro Evangelio. La confianza equilibra el alma.
¿Habrá que llamarla correctivo de. la humildad? No; la humildad no necesita
corrección; digamos más bien «contrapeso».
Humildad y confianza; a estas dos palabras se puede reducir toda la
espiritualidad de Santa Teresa del Niño Jesús. De hecho esas virtudes son el desarrollo
normal de su alma; de toda alma que tiene fe en el Amor infinito de Dios
hacia la criatura. Desde este punto de vista, humildad y confianza se
compenetran, casi se confunden; en efecto, el alma no podría alegrarse en la
consideración de su debilidad y miseria si no tuviera la seguridad de ser
objeto del Amor Misericordioso. Pero la certeza de ese Amor le mueve a
gozarse tanto más cuanto mejor conoce su pequeñez y su nada; no puede menos
de alegrarse sabiendo que el Amor Infinito de quien lo espera todo es el
Omnipotente. Si «la humildad que descorazona es falsa humildad», no es una
virtud. No lo es, porque no tiene el contrapeso de la confianza en el Amor;
no lo es, porque no se ha enraizado en la fe, en el Amor Misericordioso, base
y fundamento de la confianza. ¡Humildad y confianza! Dos virtudes
inseparables en la perfección cristiana; inseparables, porque son
complementarias. La humildad sin confianza lleva a la pusilanimidad, al
desaliento. La confianza sin humildad conduce a la presunción y a la
temeridad.
La vida de Teresa está como impregnada de confianza, ¡confianza de niña!
Esto explica el matiz verdaderamente infantil de su humildad, su predilección
por todas aquellas expresiones, imágenes y comparaciones que conducen al alma
a la infancia espiritual. Toda ella está penetrada de confianza filial.
Estudiemos la confianza de la Santa: 1º En su vida personal. 2º En sus
obras.
1
En la vida espiritual de Santa Teresa de Lisieux, el punto de partida, lo
hemos dicho, son los deseos; deseos inmensos, ilimitados. ¿Cómo explicar
tales deseos en esta niña tan consciente de su pequeñez? Evidentemente, por
la confianza; confianza filial en la bondad de Dios, su Padre. Sabe que el
amor de Dios a la criatura es enteramente gratuito; sabe y cree con fe firmísima
que ese Dios, que es Amor, desea comunicársele. Según eso, limitar sus deseos
de amar sería indicio de desconfianza; desconfianza no de sí misma, sino de
Dios. No limitará, pues, sus deseos, porque tampoco tiene límites su
confianza en el amor de Dios hacia ella. Reconociéndose como un átomo
insignificante, pero con capacidad para amar, se deja atraer y se sumerge en
la hoguera del Amor Infinito, que quiere llenarla de El, sumergiría en El y
transformarla como El en amor...
La confianza que se fundamenta en esta fe, en esta seguridad, no puede
tener límites; de ella brotan los deseos, también ilimitados, de perfección,
de santidad, de amor.
Cuando considero el espíritu de nuestra Santa, me viene a la memoria una
profunda reflexión del P. Faber: «La virtud menos cultivada en la vida
espiritual es la esperanza.» La vida de Teresa es, como por contraste, una
confirmación clara y decisiva de esa frase. La esperanza, es decir, la
confianza, dilata su alma y la lleva a la cima de la santidad. Esta virtud desempeña
un papel de primer orden en la santidad de la Santa Carmelita.
Ante este género de santidad tan sencillo y atrayente, no pocas almas se
detienen dando oídos a esta reflexión desalentadora: «Teresa fue favorecida
por gracias verdaderamente extraordinarias.» ¿De dónde viene esa idea? Supone
un desconocimiento de lo que significa en la vida y en la doctrina de Teresa
la virtud de la confianza. Puesta esta virtud como base esencial e
insustituible de la santidad, deja de ser inverosímil que un alma, por
pequeña y pobre que sea, quiera elevarse a la vida de intimidad con Dios. Es
evidente, por el contrario, que sin la confianza basada en el Amor
Omnipotente de Dios fallará por su misma base todo esfuerzo, todo deseo. La
confianza es, pues, la llave del «Caminito» de Teresa del Niño Jesús.
Sólo la confianza podrá conciliar la incompatibilidad existente entre dos
extremos; la debilidad de las almas y la fortaleza que les es necesaria; esta
virtud es el puente imprescindible entre la humildad y la magnanimidad.
El alma confiada sentirá que en la medida de su debilidad aumenta su
fortaleza: «Cum infirmor tunc potens sum.» Sólo la confianza explica esta
paradoja. La confianza es la fortaleza de Dios, la Omnipotencia de Dios al
servicio del alma; el alma verdaderamente confiada obliga a Dios, en virtud
de la gratitud de su amor, a realizar en ella su obra santificadora. Teresa
tiene la convicción profunda de que Dios es el autor de la santidad. Viéndose
débil e impotente, hace suya la Omnipotencia divina mediante la confianza en
el amor infinito y gratuito de Dios. Y con él se siente fuerte; de ahí sus
deseos, sus resoluciones, sus obras, que alcanzan límites extremos. Al llegar
aquí nos invade la impresión de que hemos penetrado en el centro de la
sustancia misma del alma de Teresa; alma tan sencilla como sublime; tanto más
sublime cuanto más sencilla. Este género de sublimidad nos lo enseña el
Evangelio; por lo tanto, ha de estar a nuestro alcance.
¿Tendremos que citar los textos en que la Santa nos descubre su confianza?
Son numerosos, pues tanto sus palabras como sus escritos abundan en esos
sentimientos. «Jesús todo lo puede; la confianza hace milagros.» Oigamos su
llamamiento, sin atribuir estas palabras a los excepcionales dones de Teresa:
« ¡ Oh si las almas débiles e imperfectas como la mía sintiesen lo que yo
siento, ninguna desconfiaría de llegar a la cima de la montaña del amor!».
¿Qué es, pues, lo que siente? Que la confianza hace posible lo imposible. «La
confianza hace milagros.» «El recuerdo de mis faltas me humilla..., pero me
habla más aún de misericordia, de amor. Cuando llena de confianza filial
arrojo esas faltas en la ardiente hoguera del amor, no pueden menos de ser
consumidas para siempre».
La vista de sus defectos, de sus debilidades, es para ella motivo de
confianza. «No siempre soy fiel, pero jamás me desanimo; me abandono en los
brazos de Jesús y en El encuentro con creces lo que había perdido.» «Confío
en Jesús y le cuento mis infidelidades.» Piensa ingenuamente «adquirir por
ese medio mayor influencia sobre su Corazón y atraerse su Amor.» «He
encontrado el medio de ser feliz y de sacar partido de mis miserias.»
«Nuestro Señor mismo me conduce por ese camino».
Y cuando lleguen en las pruebas más desconcertantes sequedades,
oscuridades y hasta tentaciones..., «nada podrá espantarme, ni el viento, ni
la lluvia, ni los negros nubarrones que pudieran ocultar el astro del Amor;
antes bien, entonces extremaré mi confianza, sabiendo que por encima de esas
oscuras nubes sigue brillando el sol». Fe en el amor, a ultranza. ¿Quién
me separará de la caridad de Cristo? Nada me podrá separar de la caridad de
Dios que está en Cristo Jesús (Rom. 8, 3539). Su hermana la Madre Inés se
afligía viéndola sufrir. « ¡Oh, no se aflija! Si me ahogo, El me dará fuerza.
¡ Le amo! El nunca me abandonará».
2
La confianza, que es su punto de apoyo en su ascensión hacia la santidad,
le da firmeza en las obras. Veámosla en los tres deberes que la Providencia
le impone: 1º Dirección de las Novicias. 2º Redacción de su vida. 3º
Colaboración a las misiones y a los misioneros.
1º. No tiene mas que veintidós años cuando la nombran ayudante de la
Madre María de Gonzaga, Maestra de Novicias, para supliría en la delicada
misión de la dirección de las almas. Escuchemos a Teresa. En pocas líneas,
que son toda una teoría sobre la dirección, nos dice qué idea tiene de ese
ministerio y los medios con que cuenta para desempeñarlo. «Desde el primer
momento comprendí que la tarea era superior a mis fuerzas. Entonces,
arrojándome en brazos de Dios, le dije: «Señor, ya lo veis, soy demasiado
pequeña para alimentar a vuestras hijas; si queréis darles por mi medio el
manjar que necesitan, llenad mi mano, y sin desviar de Vos mis ojos,
distribuiré vuestros tesoros entre las almas que vengan a pedirme su
alimento».
Verdadero método de dirección. Manténgase el Director unido a Dios,
entréguese a su acción divina por la confianza en El, a base de humildad y de
desconfianza propia; el Espíritu Santo le iluminará y le guiará con sus dones
de Entendimiento y de Consejo. Este fue el método de Teresa, y reconoce que
le dio magníficos resultados: «El llenaba mi mano siempre que era necesario».
Confianza llena de sencillez, que suple con ventaja los cálculos, la
agitación, la sabiduría humana de ciertos directores.
2º Con esa misma disposición de confianza sencilla y serena, la Carmelita
de Lisieux empezó a escribir el relato lleno de luz que se ha llamado La
Historia de un alma. Cuando la Madre Inés, entonces Priora, ordenó a Teresa
que escribiera los recuerdos de su infancia, sintió grandísima repugnancia.
Pensaba, no sin fundamento, que este trabajo «disiparía su corazón». La Madre
Inés mantuvo la orden, y Teresa, sin preocuparse del plan que había de seguir
en la composición, puso su confianza en Dios; arrodillándose ante una imagen
de la Virgen, oró. «Antes de coger la pluma, me arrodillé ante la imagen de
María; le supliqué guiase mi mano a fin de no escribir una sola línea que no
le fuera agradable. En seguida, abriendo el Santo Evangelio, leí estas palabras:
Jesús, habiendo subido al monte, llamó a Sí los que El quiso». Ese fue
el espíritu, ésa fue la disposición del alma con que se entregó a la
redacción de ese libro, que, por su sencillez, ha encantado a millones de
almas. Humildad, sencillez, confianza en Dios, es el secreto de su
composición. Ese libro termina con una explosión de confianza, después de
haber recordado en términos ardientes la Pasión y la Cruz, la Eucaristía y la
Comunión: « ¡Oh Jesús! ¡Déjame decirte que tu amor llega hasta la locura! Al
considerar tus excesos, ¿cómo no enamorarme de Ti?, ¿cómo podrá tener límites
mi confianza?».
3º Teresa se sintió atraída hacia el apostolado misional, ayudando a
algunos misioneros. Joven e inexperta, ¿quién la sostiene en esta
colaboración al apostolado activo? ¡La confianza! Confianza en el valor de
los pequeños sacrificios ofrecidos por Amor. Escribe al Padre Roulland: «Me
siento verdaderamente dichosa de colaborar con usted en la salvación de las
almas. Con este fin me hice Carmelita. ¡No pudiendo ser misionera de
vanguardia, quise serlo por el amor y la penitencial ». ¡Por el amor y la
penitencial Teresa sabe que Dios acepta sus sacrificios y los aplica a las
almas y a los misioneros que trabajan en su evangelización. Esta confianza,
nos lo dice ella misma, es la que la condujo al Carmelo. La confianza en el
valor apostólico del amor y del sacrificio por amor es la gran fuerza de la
Santa. ¿Quién podrá sospechar la influencia de esta acción oculta, tanto más
eficaz cuanto más escondida? Dice San Juan de la Cruz que un solo acto de
amor puro es más provechoso a las almas y a la Iglesia que todas las obras
exteriores.
Así se comprende la famosa página de La Historia de un alma, en que
Teresa explica cómo comprendió su vocación. Página en que, a primera vista,
quizá no veremos sino los desvaríos de una imaginación exaltada.
Leyendo el capítulo 12 de la Epístola primera a los Corintios, Teresa no
reconoce su vocación en ninguno de los miembros descritos por San Pablo, pero
sueña con encontrarse en todos. La Iglesia tiene un corazón que vitaliza
todas las vocaciones. Y en. un transporte de alegría exclama: «Mi vocación es
el amor. En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor. Así lo seré
todo.» Y explica este concepto como pudiera hacerlo un teólogo: «He
comprendido que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es
todo, que se extiende a todos los lugares, a todos los tiempos». Excelente
tema de meditación para los que trabajan en la Iglesia. «¡Lo único que vale
es el amor!». La fe y la confianza en la inmensa eficacia del Amor hicieron a
Teresa misionera.
La vida de Teresa es una confirmación de que la debilidad es nuestra
fuerza. Pero insistimos en la idea, no bastante conocida, de que sólo la
confianza pudo realizar tal milagro: confianza invencible, obstinada,
heroica.
La fe en el amor y, como consecuencia, la confianza, dilataba su alma y
la impulsaba a entregarse al Todopoderoso; de este modo los obstáculos,
incluso su debilidad, se convertían en medios. Lo que para muchas almas es motivo
de desaliento y dificultad en sus relaciones con Dios, era para Teresa el
medio de elevarse sobre sí misma hasta el Corazón de Dios. Precisamente
porque se veía débil se fiaba del Amor. Recordemos la frase de San Pablo: El
que espera no será confundido. Es la explicación del: cuando flaqueo,
entonces soy fuerte (2 Cor. 12, 10).
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Santa Teresa y el Espíritu Santo
Los que son movidos por el Espíritu Santo, éstos son hijos de Dios (Rom. 8, 14). La
característica de Teresa es la infancia espiritual; su «caminito» es el
camino de la infancia, y en concreto es el camino de los hijos de Dios según
el Evangelio. San Pablo dice de manera explícita: Los hijos de Dios son
los que se dejan conducir por el Espíritu Santo. Esta es la explicación
lógica de la vida y de la espiritualidad de Santa Teresa del Niño Jesús.
Todo el mundo está de acuerdo en que la finalidad de la ascética es
someter a las almas a la acción interior del Espíritu Santo. Sólo bajo su
influjo puede desarrollarse en el alma la vida sobrenatural, la vida divina,
la santidad. Existen métodos que no tienen en cuenta este principio; no
parece sino que pretenden convencer al alma de que todo depende de su
trabajo, de sus esfuerzos personales, de sus múltiples y complicadas
resoluciones.
En lugar de dilatar el alma ayudándola a olvidarse de sí y encaminarse a
Dios por la fe en el Amor, la humildad y la confianza, dichos métodos la
repliegan sobre sí misma. Trabajo laborioso y estéril el de esos mil exámenes
que la consumen y no sirven sino para hacerla concebir un verdadero hastío de
la vida espiritual. Reconocen, ciertamente, el valor y la necesidad de la
oración, pero en la práctica, en lugar de ayudar a las almas a someterse a la
acción de Dios, único Autor de la Santidad, la acostumbran a fiarse de sus
propios esfuerzos en el trabajo de la perfección. No otra cosa se consigue
con estos métodos complicados que presentan las virtudes con divisiones y
subdivisiones sin fin.
A estos métodos se refería sin duda Teresa cuando decía: «A veces, cuando
leo ciertos tratados en que la perfección aparece erizada de obstáculos, mi
pobre espíritu se cansa; cierro entonces el libro que me rompe la cabeza y me
seca el corazón y abro la Escritura Sagrada; entonces todo me parece
luminoso, la perfección me resulta fácil; basta reconocer la propia nada y
abandonarse con la sencillez de un niño en los brazos de Dios.» Los que
son movidos por el Espíritu Santo, éstos son hijos de Dios. «¡No puedo
comprender ni menos poner en práctica ciertos libros! Serán buenos para almas
más grandes que la mía; yo me regocijo de ser pequeña, porque Sólo los
niños y los que se les asemejan entrarán en el cielo» (Mat. 19, 14).
Hemos de confesar, efectivamente, que esos métodos distan mucho de la
sencillez evangélica. La sencillez es la característica de la ascética de
Teresa. Enseña a las almas a buscar a Dios para que El las libre de sus
miserias; deben dejarse atraer por Dios, entregarse a El, contar siempre con
El. Esto equivale a decir que Teresa procura vivir bajo la influencia y la
acción del Espíritu Santo. Su vida no es sino la práctica, sugestiva en
extremo, de este principio esencial de la teología ascética y mística. Los
que son movidos por el Espíritu Santo... Hablo de principio teológico,
pues bajo este aspecto quiero presentar a Teresa en estas páginas. No me
canso de admirar la solidez, la profundidad de su teología; sin saberlo ella
misma, sin sospecharlo siquiera, habló como verdadero teólogo de la más
profunda teología: la vida de Dios en nosotros.
1
Me he fijado en dos páginas de su vida. En ellas está compendiada toda la
doctrina ascética de Teresa. La primera me parece expresar con estilo
sencillo e ingenuo en extremo la significación del Espíritu Santo...
«Siempre he sentido el deseo -escribe Teresa- de llegar a ser santa. Pero,
¡ay!, cuando me comparo con los santos, veo que entre ellos y yo existe la
misma diferencia que hay entre las altas montañas cuya cima está más allá de
las nubes y el grano de arena pisoteado por los transeúntes. En lugar de
desalentarme pienso: Dios nuestro Señor no inspira deseos irrealizables».
Detengámonos un instante; con qué precisión razona la Santa. Dios -el
Espíritu Santo- no despierta jamás en el alma deseos irrealizables; cuando
inspira deseos tiene intención de satisfacerlos, de colmarlos con creces.
Los deseos son en el alma como el fruto de la acción del Espíritu Santo.
La palabra «deseo» se encuentra constantemente en los escritos de Teresa;
indicio verdaderamente significativo. Son clásicos los deseos personales de
Teresa, que no tienen límite ni medida; son inmensos, infinitos. «Entonces
pensé: Dios nuestro Señor no inspira deseos irrealizables; puedo, por lo
tanto, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad. ¿Qué hacer? Crecer me
es imposible; debo resignarme a ser tal cual soy, con mis innumerables
imperfecciones, pero quiero encontrar el medio de ir al cielo, por un camino
muy recto, muy corto, un camino enteramente nuevo. Estamos en el siglo de los
inventos; ya no hay que tomarse el trabajo de subir los peldaños de una
escalera: un ascensor los reemplaza con ventaja. ¡Yo quisiera encontrar un
ascensor para elevarme hasta Jesús!, pues soy demasiado pequeña para subir la
empinada cuesta de la perfección.» ¡Cuántas almas piensan esto mismo, pero se
quedan desalentadas al pie de la escalera! «Entonces abrí la Escritura
Sagrada, esperando encontrar en ella la solución que necesitaba; y leí estas
palabras de la Sabiduría: Si alguno es muy pequeño, que venga a Mí (Prov.
9, 4 y 16). Me acerqué, pues, a El, presintiendo que había descubierto lo que
buscaba. Deseando saber qué hará el Señor con el alma pequeña que a El se
acerque, me encontré con estas consoladoras palabras: Como una madre
acaricia a su hijo, así yo os consolaré, os llevaré en mi regazo y os meceré
sobre mis rodillas (Is. 66, 13). ¡Ah, jamás he escuchado palabras tan
tiernas y conmovedoras! ¡Vuestros brazos, oh Jesús, son el ascensor que debe
llevarme al Cielo! Para esto no tengo necesidad de crecer; al contrario, he
de procurar ser más pequeña cada día! ».
Los brazos de Jesús, en lenguaje no metafórico, sino teológico,
significan el Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo. Sus dones son a manera de
brazos que nos elevan. «Ascensor». Esta palabra expresa con precisión
admirable la obra del Espíritu Divino. Es la palabra de San Pablo: Los que
son movidos por el Espíritu Santo, escrita en lenguaje moderno. En
verdad, la obra de la santidad no se lleva a cabo sino bajo la influencia del
Espíritu Santo, que es quien mueve al alma, quien la lleva, quien la levanta
hasta la perfección de la caridad, hasta la santidad. ¿Cómo corresponder a
esta obra? ¡ Humildad y confianza! Si alguno es pequeño, que venga a Mí.
Teresa, iluminada por el Espíritu Santo, comprendió perfectamente esa palabra
de la Sabiduría «Ser pequeño», es decir, conocer y amar la propia impotencia
y «buscarle a El», al Amor infinito; ése es el ascensor divino. Y entonces no
somos nosotros quienes subimos: es El quien nos eleva, y al alma sólo le toca
dejarle hacer, seguir su movimiento ascendente. El nos elevará por encima de
nosotros mismos, de nuestros defectos, y poco a poco nos librará de nuestro
«yo» egoísta. ¡Esta es su obra esencial, obra divina, para cuya realización
sólo pide al alma un gran deseo acompañado de una confianza total en sí misma
y de una confianza sin límites en El, en su amor gratuito y omnipotente!
¡Humildad, confianza!
Este es el meollo de la santidad, de la espiritualidad de Teresa; como
punto de partida, el deseo de amar a Dios sin medida; humildad, si alguno
es muy pequeño, y confianza, que venga a Mí. Entonces el alma se
entrega y sube al ascensor divino: Movidos por el Espíritu Santo.
Repitámoslo: en esta página está contenida toda la doctrina de Teresa,
reducida a sus elementos teológicos. Pero ¿y la corrección de los defectos?,
¿y la adquisición de las virtudes?, ¿y la cooperación humana en el trabajo de
la perfección? En la mente de Teresa todo está compendiado en esta sencilla
fórmula: entregarse a Dios con humildad y confianza. La sinceridad debe
caracterizar al alma que se entrega enteramente al Amor Misericordioso, sin
tener en cuenta sus defectos y miserias.
Creer en el Amor; recalquemos una vez más la extraordinaria importancia
de la fe en el Amor Misericordioso. Evidentemente, el alma ha de cooperar con
su trabajo, con sus propios esfuerzos..., pero en esta labor no tanto se mira
a sí misma cuanto a Dios; no tanto trabaja cuanto se entrega a la acción de
Dios, en quien deposita toda su confianza. «Spiritu Dei aguntur»... No se ha
de olvidar que Dios es el primer agente de la santidad. El alma que se siente
amada de Dios conoce experimentalmente esta verdad palpando la acción divina
en su propio trabajo. De ahí su confianza y su fortaleza, que la mueve a
obrar con humildad, con suavidad, con paz; sin agitación, sin impaciencia,
sin inquietud, sin apresuramiento y, por encima de todo, sin desaliento.
2
Leamos ahora la segunda página de nuestra teóloga, llamémosla así; esta
página, que trata del trabajo del alma, esclarece y completa maravillosamente
la teología del «ascensor». Esta página no la tomamos de la Historia de un
alma, sino del Proceso Apostólico.
Teresa era entonces Maestra de Novicias. Una novicia se desalentaba
porque el éxito no correspondía a sus esfuerzos por corregir sus defectos.
«Es usted como un niño pequeño que empieza a tenerse en pie y aún no sabe
andar. Quiere llegar a lo alto de una escalera para encontrarse con su madre,
y levanta su piececito intentando subir el primer peldaño. En vano; cae y
recae sin poder adelantar. Pues bien, sea usted como ese niño. En la práctica
de las virtudes levante su pie para subir la escalera de la santidad, pero no
se crea capaz de llegar ni al primer peldaño. Dios nuestro Señor no
pide más que su buena voluntad. Desde lo alto de esa escala, El la mira
con amor; vencido por la inutilidad de sus esfuerzos, no tardará El en bajar
y tomándole en sus brazos la llevará para siempre a su reino».
Aquí vemos descrita la cooperación del alma en el trabajo de la
perfección. Dios nuestro Señor no pide más que nuestra buena voluntad,
nuestro deseo de complacerle, y nuestros pequeños y estériles esfuerzos. ¡Es
lo único que está a nuestro alcance! El lo sabe, y si perseveramos con
humildad y confianza a pesar de nuestros repetidos fracasos en el deseo de
complacerle, nos tomará en sus brazos y nos llevará... Otra vez el símil del
ascensor, pero aquí se describe el trabajo del alma en cooperación al de
Dios.
¡Qué paz, qué sosiego experimenta el alma que con esas disposiciones se
esfuerza y trabaja en la adquisición de las virtudes! Orientada hacia Dios,
descansa en El en medio de su actividad, y de El se fía plenamente, aun en
sus fracasos e imperfecciones. La gran ocupación y preocupación del alma no
es ya el progreso en la virtud, sino el deseo de agradar a Dios, único norte
de su vida.
¡Entrega! ¡Dejarse hacer! ¡Renuncia! Ahí está la santidad. Porque «la
santidad no consiste en tal o cual práctica; consiste en una disposición del
corazón que nos mantiene humildes y pequeños en los brazos de Dios,
conscientes de nuestra debilidad, y plenamente confiados en su bondad de
Padre». ¡Pero qué pocas almas viven en esta disposición! ... «Hemos de
resignamos a permanecer siempre pobres y débiles, y esto es lo difícil;
amemos nuestra pequeñez, nuestra impotencia; entonces seremos pobres de
espíritu, y Jesús bajará hasta nosotros y nos transformará en incendio de
amor». Todo ayuda, pues, al alma a unirse con Dios, que es el Único
necesario.
A este estado invita Teresa a las almas pequeñas; al estado de los hijos
de Dios, que se dejan atraer, que se dejan llevar por el espíritu de Jesús,
es decir, por el Espíritu de Amor.
Esto es puro Evangelio. ¡Hagámonos niños!
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La renuncia en la doctrina de
Santa Teresa del Niño
Jesús
El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo (Mt. 16, 24). ¿Qué lugar ocupa, en la espiritualidad de Teresa de Lisieux, este precepto fundamental del Divino Maestro? ¿Cómo concibe la Santa la renuncia propia? En un número de La Vida Espiritual, que publicaba un esbozo del retrato de San Francisco de Asís, leí estas palabras: «Renuncia y sacrificio por amor.» La austeridad de Francisco tenía un matiz de suavidad infinita; era la suya una ascética amorosa iluminada por los resplandores de la caridad, y nadie ha demostrado como él que el amor todo lo suaviza, todo lo facilita. De ahí que su espiritualidad tenga un aspecto tan amable, tan alegre, tan optimista; es enteramente afectiva.
Esas palabras que retratan a San Francisco de Asís pueden aplicarse exactamente a Santa Teresa del Niño Jesús. La renuncia en la vida cristiana presenta dos aspectos, tiene una doble misión: 1ª, preparar el camino al amor; 2ª, servir de expresión al amor.
Teresa, como Francisco, parece no conocer más que este segundo aspecto, esta segunda misión de la renuncia. Su ascética es una ascética amorosa, predominantemente afectiva. La renuncia en la mente de Teresa es una consecuencia del amor; del amor en su punto de partida, del amor en su marcha progresiva hacia la perfección. Renunciarse es, pues, amar; no a sí mismo, sino a Dios, que atrae al alma con fuerza irresistible. De ahí ese matiz atractivo y gozoso que presenta en Teresa la ley de la renuncia; es una faceta de la ley de la caridad. Esta es precisamente la doctrina evangélica. A la palabra austera de Nuestro Señor, niéguese a sí mismo, precedió otra infinitamente dulce y atrayente: el que quiera venir en pos de Mí.
El amor, el deseo de amar a Jesús es el motor de la voluntad y la muerte del amor propio. En definitiva, el Evangelio es la esencia del amor; exige la renuncia al amor egoísta para que entre en nuestro corazón el amor de Dios, único que puede satisfacerle. La renuncia al yo se efectúa en virtud del Amor, por el Amor y para el Amor. Esta es la significación de la palabra del Maestro: Mi yugo es suave y mi carga ligera (Mt 11, 30), porque es el Amor quien impone esa carga y el Amor quien la lleva.
Hemos aplicado a Teresa la sentencia atribuida a San Francisco de Asís: «Nadie ha demostrado como él que el amor todo lo suaviza, todo lo facilita.» Y hemos considerado el aspecto evangélico de la renuncia: Carga ligera, yugo suave. Este rasgo del alma de Teresa es profundamente evangélico.
Estudiemos la idea de la Santa sobre la renuncia y veremos que echa por tierra todos los prejuicios que existen contra ella. Claramente expresa esa idea en su teoría de los pequeños sacrificios. «No quiero -escribía- desperdiciar ni el más pequeño sacrificio». ¿Cuál era el móvil de ese propósito? El deseo de complacer siempre y en todo a su Padre del Cielo. Su punto de partida, ya lo hemos dicho, es el deseo y la necesidad de manifestar a Dios su amor. Punto de partida y al mismo tiempo punto de apoyo, palanca poderosa que eleva al alma por encima de si misma y la libera de toda mira egoísta. Habiéndose posesionado de su corazón el deseo de amar a Dios, siente la necesidad de salir de sí misma, de renunciarse, de sacrificarse. Al principio esta renuncia le costaba. Lo confiesa diciendo: «La expresión de mi rostro denotaba el combate interno.» Pero fiel a las mociones del Amor, pronto sintió la dulzura y la suavidad del sacrificio y llegó a resultarle fácil. «Poco a poco me acostumbré a la renuncia. La fidelidad a una gracia atraería sobre mi alma otras muchas». Entonces brotó en su alma el deseo de no desperdiciar ninguna ocasión de sacrificarse. Y estas ocasiones se le presentaban a cada paso, en cada instante, en cada detalle de la vida cotidiana. Esto es lo ordinario en la vida de todas las almas... Pero dejamos escapar las ocasiones, con frecuencia pasan desapercibidas. ¿Por qué? Porque la mirada del amor no es bastante luminosa; porque el deseo de agradar a nuestro Padre no está bastante despierto. Cierto; los sacrificios que constantemente ofrecía Teresa eran pequeños, insignificantes si se quiere. Pero ¿acaso se nos exigen grandes renuncias en el Evangelio? El niéguese a sí mismo de nuestro Señor pide el sacrificio de cada instante, ya que las grandes ocasiones raras veces se presentan.
La «Imitación» traduce muy bien el pensamiento del Maestro: «Señor, ¿cuántas veces y en qué cosas renunciaré a mí mismo?» Y el Maestro responde: «Siempre y a todas horas, en lo pequeño y en lo grande, sin exceptuar nada; en todas las cosas te quiero desprendido de todo».
Siempre, a todas horas, en todas las cosas. Evidentemente, así debe de ser. Ni por una hora ni por un momento, en ninguna circunstancia hemos de obrar por nuestro propio gusto. La renuncia es, pues, absolutamente necesaria siempre. Por lo tanto ha de ejercitarse principalmente en las cosas pequeñas y en las pequeñas ocasiones. Nuestras vidas -en su mayor parte- se componen de cosas pequeñísimas. En ellas, pues, ha de realizar toda alma cristiana el niéguese a sí mismo.
En este punto, Teresa es un verdadero maestro. Pequeños sacrificios, si, pero continuos, ininterrumpidos; ahí radica el heroísmo de Teresa, su santidad. Prácticamente, en toda vida humana, la única y verdadera grandeza a los ojos de Dios consiste en hacer las cosas pequeñas con mucho amor, en renunciar por Dios a esa serie de insignificancias de que está tejida nuestra vida.
Precisemos un poco más para tener una idea exacta de lo que Santa Teresa del Niño Jesús entiende por «renuncia». En general, tenemos una idea demasiado material, demasiado externa de la renuncia. Nos la representamos en su aspecto negativo de privación de algo material o de mortificación corporal, y consecuentes con esta idea trabajamos por encontrar ocasiones de sacrificar algo, de privarnos de algo, siendo así que la renuncia ha de ser continua.
La renuncia es ante todo y sobre todo y casi exclusivamente algo interior, espiritual; de ningún modo es sinónimo de mortificación o de privación. Debemos renunciarnos siempre, aunque actualmente no tengamos ocasión de mortificarnos en nada. Porque la renuncia es una disposición del alma, que la mueve a olvidarse de sí; disposición sincera, continua, determinación de no contemporizar con las tendencias naturales, de olvidarse de sí, de prescindir del «yo». Es el «deja de mirarte a ti mismo» de San Agustín. Tal era la renuncia de Teresa, disposición interna, represión de las actividades y del apresuramiento naturales, control de los deseos y de los sentimientos, de los recuerdos y de la imaginación. Una verdadera mina de pequeños sacrificios, que en su mayoría pasaban desapercibidos. Aun cuando esta actitud del alma se reflejase al exterior por una renuncia externa y material, su fuerza estaba en la postura interna de olvido propio y de orientación hacia Dios. Eso es el alma de la renuncia.
Si esa actitud es sincera, en las ocasiones se traslucirá al exterior; pero, ya lo hemos dicho, la esencia de la renuncia no consiste en el acto externo, sino en la polarización de la vida hacia Dios. Así se comprende perfectamente que el empeño de. Teresa, en su afán de no desperdiciar ninguna ocasión de sacrificarse, no le causara la menor inquietud, ni degenerase en meticulosidades o estrechez de espíritu. Nacía de su deseo de agradar siempre y en todo a Dios, su Padre. En aras de ese deseo, el alma dilatada de Teresa corre, vuela por el camino de la renuncia. La rectitud y la sinceridad de su proceder le garantizan una luz especial para conocer las sutilezas del amor propio, y una firme voluntad de sacrificarlo en aras del amor divino. Teresa no vacila; sacrifica sus gustos personales y sigue adelante. Y así una y otra vez y siempre, con sencillez y libertad de espíritu. Es verdaderamente sincera en su deseo de dar gusto al Señor.
Estos pequeños sacrificios, celosamente aprovechados, no son sino el fruto espontáneo de su amor siempre despierto. Y su afán de aprovechar las más pequeñas ocasiones; lejos de producir en ella preocupación, inquietud o estrechez de espíritu, dilata su alma y la llena de alegría: alegría en el don, que se confunde con el gozo en el amor.
¡Qué idea tenemos tan equivocada de la renuncia! La consideramos como un ejercicio triste, casi despreciable; como una práctica penosa, fatigosa. Es que no vemos más que su aspecto negativo, y con ese matiz no puede menos de resultar fastidiosa. Es la muerte del «yo», y la muerte, por sí misma, repele y horroriza. Pero Teresa ve en la renuncia algo más; renunciarse ¡es amor, es vida! Hay un segundo prejuicio contra la renuncia. Imaginamos que exige una represión continua, un esfuerzo violento, ininterrumpido; un control implacable de todos los movimientos del alma y del cuerpo; una inversión absurda del modo normal de vivir; en una palabra, un ejercicio antinatural y penosísimo. Teresa con su concepción de la renuncia ha echado por tierra ese prejuicio casi universal y repelente.
La Santa sabe ofrecer sus pequeños sacrificios con la sonrisa en los labios y con el corazón dilatado por la confianza y el amor. La explicación de este fenómeno es siempre la misma; la renuncia y el sacrificio no representan para ella un trabajo rudo y complicado, fatigoso y triste. Muy al contrario: ve en ella la práctica del olvido propio; el movimiento del alma que se lanza hacia Dios en un impulso de amor, descargándose, en su carrera hacia El, de todo aquello que pueda retardar o detener su marcha. Todo ello con la mayor naturalidad y sencillez, como si se tratase de una necesidad más que de una renuncia.
Para terminar, recordemos un rasgo poco conocido de la vida de Teresa; rasgo de poco relieve quizá, pero muy significativo. Era en los últimos días de su vida. La Madre Inés de Jesús le preguntó: «¿Para llegar a vencerse tan perfectamente habrá tenido que luchar mucho?» Y Teresa, con una expresión profunda en la mirada, respondió: « ¡Oh!, no es eso... ».
«¿No es eso?» ¿Quiso, pues, decir que no luchó? De ningún modo, sino que esa lucha no tenía un matiz violento, penoso y triste, como parecía deducirse de la pregunta de su hermana; lo que Teresa quería decir era esto: «No; no he luchado mucho, sino que he amado mucho.» Cuando se ama, la lucha deja de serlo y se convierte en una necesidad; la necesidad de agradar al Amor.
En suma, Teresa enunciaba a su modo, en cuatro sílabas, el principio de psicología ascética, formulado por San Agustín: «Donde hay amor no hay trabajo... »
Terminamos formulando el juicio
emitido al comenzar el capítulo: «Nadie ha demostrado como Teresa que el amor
todo lo suaviza, todo lo facilita.»
Los dones del Espíritu Santo en Santa Teresa del Niño Jesús
Si vivimos del Espíritu, obremos por el Espíritu (Gal. 5, 25). Consideraremos, en este apartado, la influencia de los dones del Espíritu Santo en Santa Teresa del Niño Jesús.
En páginas anteriores insinué de paso que la renuncia perfecta no se opera sino mediante la acción del Espíritu Santo. Ahora quisiera precisar cómo lleva a cabo esa obra, y sobre todo, qué espera y qué exige del alma para realizarla. Se trata de la influencia efectiva de los dones del Espíritu Santo en el alma cristiana, tema sumamente importante, puesto que de su solución depende la santidad.
Santa Teresa dijo en cierta ocasión: «Quiero que Jesús se apodere de mis facultades de tal manera que mis acciones humanas y personales se transformen y divinicen, bajo la inspiración y dirección del Espíritu de Amor.» Esto debe desear toda alma que tiende sinceramente a la perfección, a la santidad. Esto es lo que condujo a Teresa a la santidad.
Y puesto que su deseo, como dice expresamente, es que las almas pequeñas nada tengan que envidiarle, veamos cómo toda alma de buena voluntad puede llegar a realizar este ideal de vida divina.
Recordemos algunos puntos de doctrina fundamentales.
1º Los dones del Espíritu Santo y las virtudes sobrenaturales se le confieren al alma en el Bautismo, juntamente con la gracia santificante. 2º Estos dones se confieren a las almas cristianas no para permanecer inactivas y estériles, como sucede con frecuencia, sino para producir en ellas el pleno desarrollo de la vida de la gracia. 3º Los dones difieren de las virtudes en que disponen al cristiano no a poner en juego sus propias fuerzas, sino a recibir directamente de Dios, del Espíritu Santo, el impulso que le mueva a obrar. Los dones suponen las virtudes sobrenaturales y las perfeccionan. Gracias a ellos, el cristiano llega a serlo plenamente; es decir, obra y vive bajo la influencia de la acción divina. 4º Síguese de ahí que los dones del Espíritu Santo y, por consiguiente, las gracias actuales especiales que los ponen en juego no son favores excepcionales o cosas extraordinarias que se conceden a algunas almas privilegiadas como la de Teresa del Niño Jesús, sino gracias ofrecidas y concedidas a toda alma cristiana de buena voluntad.
El Padre Petitot escribe: «Es evidente que Santa Teresa del Niño Jesús vivió la vida mística bajo la influencia del Espíritu Santo.» Y tiene razón. Añade el
mismo autor: «Tenemos necesidad de recurrir con más frecuencia a los dones del Espíritu Santo.» También en esto tiene razón. Pero no nos dice cómo se arregló Teresa para dejarse gobernar por esos dones; ni qué hemos de hacer nosotros para vivir bajo la influencia de la acción del Espíritu Santo.
Los autores espirituales en general no precisan bastante este punto. Están de acuerdo en que hay que dejarse gobernar por los dones, pero ¿qué debe hacer el alma para conseguirlo? La respuesta, de ordinario, es vaga, imprecisa, demasiado especulativa, demasiado envuelta en fórmulas teológicas o en términos místicos. Interroguemos a nuestra Santa, aprendamos de ella cómo se deja influenciar por los dones del Espíritu Santo. Añadiremos a sus enseñanzas algunos puntos que nos expliquen su verdadero sentido y su alcance en el terreno práctico.
1
Es éste uno de los aspectos en que Teresa prestó mayor servicio a la espiritualidad y a las almas de buena voluntad que desean vivir plenamente la vida espiritual. Teresa desconoce las fórmulas, las palabras rebuscadas. Todo en ella es sencillo, tanto que fácilmente llegamos a creer que su «caminito» es el camino sencillo de las virtudes y un método de pura ascética. ¿Qué ha de hacer, pues, el alma para entrar en esa región más elevada, en que, según expresión de Teresa, los actos humanos y personales se transforman y divinizan? Evidentemente, el alma no debe poner en juego su propia actividad, no debe agitarse ni obrar por sí misma; su actitud debe ser más bien pasiva, para dar lugar a la acción del Espíritu Santo. Esta postura es elemental; para dejarse conducir por otro es menester una actitud pasiva.
Nuestra tendencia natural, iba a decir nuestra manía, es querer obrar por nosotros mismos; imaginamos que sin esta actividad no hacemos nada en materia de perfección y de santidad; que el negocio de nuestra santificación depende ante todo y sobre todo de nuestra actividad personal. Y nuestro espíritu se detiene con fruición en ideas de propio engrandecimiento. Eso explica nuestra inquietud, nuestra agitación, nuestra actividad natural. Tan es así, que cuando se trata de invertir el orden de nuestras actividades y se nos exhorta a la sumisión, a la docilidad, al movimiento e influjo del Espíritu Santo, instintivamente tratamos de buscar nuevas actitudes para conseguirlo. Es evidente que vamos por camino errado.
Para dejar al Espíritu Santo la vía libre -pues de esto se trata- hemos de procurar permanecer internamente apaciguados, en una actitud de serenidad, de reposo y de paz. Entonces, y sólo entonces, podrá El realizar su obra.
Para nuestra Santa la solución está en dos palabras muy sencillas (a ellas se reduce su vida y su camino); dos palabras que ya conocemos, pero que a la luz del tema que nos ocupa adquieren nuevo significado, nuevo relieve e importancia. ¡Humildad y confianza! Ahí está todo. No busquemos otra explicación, ni la recarguemos con consideraciones superfluas; pero tratemos de profundizar con toda sencillez el nuevo sentido de esas dos palabras: ¡humildad y confianza!
¡Dos disposiciones pasivas!
Reconocimiento sereno, plenamente aceptado, de nuestra impotencia, de nuestra debilidad nativa, de nuestra incapacidad, de nuestra nulidad; aceptación sincera, libremente confesada en la presencia del Señor; primera disposición pasiva, y para decirlo en dos palabras, humildad sincera.
Entonces la mirada confiada del alma se vuelve hacia el Amor infinitamente Misericordioso de Dios, esperando que su acción Todopoderosa realizará en la nada de la criatura que a El se entrega su obra de santificación; confianza sin vacilación, segunda disposición pasiva.
Teresa supone, evidentemente, que las almas de buena voluntad, es decir, las que tienen un deseo sincero de amar a Dios y de agradarle en todo, tienen también esas dos disposiciones, humildad y confianza. Entonces el Espíritu Santo actuará en ellas, las guiará, las iluminará, las fortalecerá y las conducirá rápidamente con suavidad y firmeza al grado de santidad a que Dios las destina. Así dispuesta el alma, atenta al interior, hará sencillamente en cada momento lo que crea ser voluntad de Dios, olvidándose de si, dejando a un lado sus propios gustos y deseos. El Espíritu Santo obrará libremente en ella, y sus Dones actuarán cada vez con más perfección.
En este alma se hará realidad el deseo de Teresa: Jesús se apoderará de sus facultades de modo que sus actos humanos y personales se divinicen y transformen bajo la inspiración y dirección del Espíritu de Amor. ¡Dichosas las almas pequeñas que se dejan conducir por este Divino Espíritu! ¿Pequeñas?, notémoslo bien, porque para llegar a eso es preciso no querer indagar ni comprender el fin que se propone el Espíritu Santo, ni el camino por donde nos conduce, ni el resultado de su moción; en una palabra, se ha de entregar a ciegas. El negocio de la santificación ya no es cosa nuestra, sino de nuestro Divino conductor. ¿Por qué, pues, inquietarnos? ¡Fiémonos, confiemos en este Director Divino que todo lo sabe, que todo lo puede y que nos ama!
¡Humildad y confianza! Nada más sencillo y nada más sublime; la verdadera renuncia consiste en esto. Teresa lo ha comprendido y nos lo ha enseñado.
2
Para completar este capítulo daremos algunas explicaciones aclaratorias sobre este nuevo aspecto de la humildad y la confianza. Estas explicaciones son del Padre Libermann. Cuando preparaba yo la redacción de este capítulo vinieron a mis manos tres cartas de este gran Director Espiritual de almas; dos de ellas dirigidas a dos seminaristas; la tercera, a un Director de Seminario. En ellas me pareció ver un comentario directo del «Caminito» de Santa Teresa del Niño Jesús.
Se trata de dos seminaristas desalentados a la vista de sus faltas y miserias, y de un Director propenso a la inquietud y al temor. Humildad, confianza, abandono a la acción de Dios: este es el camino por donde el santo varón los conduce hacia el amor perfecto, hacia la santidad.
Escuchémosle: «Entregaos -dice a un seminarista- a una santa y amorosa confianza». Y a otro: «Procure usted, humilde y sencillamente, caminar por la vía de la confianza y de la amorosa entrega». Y al Director de Seminario: «Es preciso que en su oración acuda a Dios con gran confianza.» «Esta confianza humilde es importantísima».
El Venerable Padre habla con toda claridad del inmenso progreso que realiza un alma cuando, dejando a un lado el camino trabajoso de las virtudes en que el esfuerzo y labor personal ocupan el primer lugar, entra de lleno en el camino «fácil» y «rápido» de la humildad, la confianza y el abandono. «Hasta ahora -dice-, acostumbrado a trabajar por su cuenta, ha tenido en algo ese trabajo, y de ahí que al ver su debilidad se apoderase de usted el desaliento. Pero una vez entregado en las manos de Dios, se acostumbrará a ver esa su gran inutilidad e incapacidad, reconocerá que sólo Dios puede hacer en usted cosas grandes, y se arrojará a ciegas en sus brazos de Padre, teniendo, sin embargo, en cuenta su bajeza y su nada, cuya vista le llenará de gozo. Y es entonces cuando comenzará a hacer algún progreso».
¡Y es entonces cuando comenzará a hacer algún progreso! ¡Qué palabra tan sugestiva! Es el paso del camino en que el alma se arrastra con su propio esfuerzo a una vía en que vuela a impulsos de la acción del Espíritu Santo. «Dios hace en ella cosas grandes.» Bajo la influencia de los dones, la vida humana se diviniza. No quiere esto decir que desaparezcan las penas y las dificultades, pero en esta nueva fase el alma adelanta mucho con poco trabajo, mientras que en la anterior se cansaba mucho, y el resultado casi era nulo.
El Venerable Padre llama «almas imperfectas» a las que están aún en la primera etapa: «Su vida -dice-es una vida de penas y trabajos, sin que por eso lleguen a la verdadera abnegación de sí mismas y al verdadero conocimiento y amor de Dios». ¡Qué enseñanza tan luminosa! Sólo cuando nos dejamos llevar y conducir por el Espíritu Santo alcanzamos la verdadera renuncia, el verdadero conocimiento y amor de Dios. Para ello, ¡confianza y abandono! «Si el Señor le introduce en el camino fácil del abandono, si se entrega plenamente a El por la confianza y el amor, todas las penas, todas las dificultades le serán mil veces más llevaderas».
Así pues, las almas «perfectas» no son aquellas que están exentas de defectos, debilidades y miserias, sino las que se sirven de todo para entregarse con humildad y confianza a la acción y dirección del Espíritu Santo.
Entonces queda el camino expedito; el Espíritu Santo, con un toque delicado, pone en juego los sentidos sobrenaturales que El mismo ha impreso en el alma, y que llamamos los Dones. El la mueve; es El, en definitiva, quien la libera efectiva y eficazmente de su egoísmo, de su amor propio, de todos los defectos inherentes a nuestra vida humana y natural. Entonces, y sólo entonces, las virtudes fe, esperanza, caridad... dan pleno rendimiento. El alma vive lo divino; la vida de la gracia tiene su pleno desarrollo.
Paréceme que estas dos disposiciones: «humildad y confianza» señalan la línea divisoria entre la vida espiritual puramente ascética y el comienzo de la vida mística en que la acción divina tiene gran preponderancia sobre el acto humano. Humildad y confianza, pero en tal grado de profundidad que reduzcan el alma a un estado de anonadamiento delante de Dios. Si el alma resueltamente se olvida de sí y se entrega al Espíritu de Amor, entra en la vida divina, en el camino de la santidad. ¿En qué momento de la vida espiritual se verifica este cambio decisivo? No sería equivocado el pensar que muy pronto; quizás al comienzo de lo que se ha dado en llamar la vía iluminativa. El Venerable Padre Libermann, sin emplear un lenguaje técnico, me parece que es de esta opinión. Toda su dirección, desde el principio, está claramente orientada hacia la vida mística. Y en verdad ésta es la auténtica dirección; la única que responde a la realidad contenida en el tratado de la gracia.
Aprendamos del santo director el provecho que podemos sacar de nuestras faltas y caídas; veamos cómo todo eso puede servir para aumentar nuestra humildad y confianza. Quien lea la siguiente página no podrá menos de preguntarse si está escrita por él o por la Carmelita de Lisieux; tal es la identidad de su doctrina.
Se trata de un seminarista desalentado a la vista de sus faltas: «No se desaliente jamás a la vista de sus flaquezas. Cuando cometa una falta, entre suavemente dentro de sí, póngase en la presencia del Señor humillándose profundamente, pero sin forzar la imaginación. Abra de par en par su corazón para que El pueda ver las heridas de su alma, y manténgase ante El en esa postura de humildad profunda y reverente».
Esta es la humildad de Teresa, la verdadera, la que nos enseña el Evangelio.
Seguiremos citando al Venerable Padre Libermann. No parece sino que es Teresa quien nos habla y nos hace la descripción de su «caminito». «Pero es preciso que ese sentimiento de su bajeza vaya unido a un sentimiento de amor filial, a un gran deseo de agradar al Señor, y a una confianza plena en El, en Jesús..., que se compadecerá de su debilidad, de su miseria y de su pobreza. Hecho esto, permanezca en paz, pues su alma pertenece a Dios, y fomente más y más el deseo de agradarle.
«Una mirada a Jesús con el reconocimiento de nuestra miseria es la mejor reparación.» La página que acabamos de leer parece el comentario literal de esta frase tan sencilla y tan aleccionadora. Pero hay más: veamos un párrafo del santo varón que repite casi literalmente, amplificándola un poco, la expresión de Teresa del Niño Jesús. Un seminarista nuevo en el camino de la verdadera humildad y confianza se ve combatido de pensamientos de temor y desconfianza, que amenazan detenerle en la vida espiritual. «No razone usted contra esos pensamientos de desconfianza. No se trata de razonar, sino de entregarse. Con esos razonamientos no conseguirá nada. Cuando le asalten esas ideas, acuda prontamente al Señor y entréguese a El con humildad, confianza y amor, para que El le gobierne a su gusto». Confianza, humildad y amor para entregarse a la acción del Espíritu Santo. ¡Esto basta! El pondrá en movimiento los dones.
Escuchemos hasta el fin al Venerable Padre; su lenguaje es cada vez más celestial: «Haga todo esto con suavidad y paz, como en una mirada de amor.» Teresa nos dirá: «Te aseguro que Dios es mucho mejor de lo que tú crees. Se contenta con una mirada, con un suspiro de amor... En cuanto a mí, hallo la perfección muy fácil de practicar, porque he comprendido que no hay que hacer más que ganar a Jesús por el corazón». El pensamiento es idéntico, con una precisión implícitamente contenida en la palabra de Teresa: «Como en una mirada de amor.»
¡Humildad, confianza, amor! ¡ Qué ligadas están entre sí estas virtudes! En realidad, la confianza supone el amor. La humildad y la confianza son el camino para el amor: nos lo enseña el Evangelio. ¿Quién nos conducirá al Amor, quién despertará en nosotros el amor? No serán nuestros esfuerzos, ciertamente, sino el Amor, es decir, el Espíritu que es Amor.
Cuando decimos que el Amor ha de hacer su obra en nosotros no pretendemos designar, con esa palabra «amor», un concepto abstracto, ni una tendencia moral de nuestra voluntad. El Amor es un ser concreto, personal, real; es Dios. Es caridad, o, lo que es lo mismo, el Espíritu de Amor. Este amor omnipotente, presente en nosotros, quiere transformar y divinizar nuestra alma: El es (valga la palabra del Venerable Padre Libermann) el «alma de nuestra alma». ¿Qué pide de nosotros? ¡Humildad y confianza!, condición indispensable para vivir de amor. Digamos una última palabra muy alentadora del Venerable Padre Libermann: «La grandeza verdadera está en la vida de amor». «Bien sé que no se llega de un salto; se necesita tiempo y, sobre todo, fidelidad. Pero nada tema, amigo mío. Nuestro Señor le ha abierto la puerta; le ha hecho entrar en ese camino y le conducirá hasta el fin». Es El quien nos conduce, es decir, su Espíritu que mora en nosotros: los Dones del Espíritu Santo no tienen otra finalidad que hacernos sensibles, manejables y flexibles a la acción del Espíritu de amor. Y ¿dónde nos conducirá? Al Amor perfecto, hasta el punto de que -son palabras del siervo de Dios-: «No seamos nosotros quienes vivamos, sino el Señor quien viva y obre en nuestra alma con su dulzura, su paz, su fortaleza y su amor».
¡Humildad y confianza! ¡ Cuánto importa inculcar estas dos virtudes en la dirección de las almas! El privilegio de Teresa del Niño Jesús consistió en haber caminado por esa vía desde el principio. Pero su «caminito» está abierto a todas las almas que, como ella, desean amar a Dios. Toda alma ha recibido igual que ella los dones del Espíritu Santo y goza de su inhabitación divina; teniendo por guía a ese Espíritu de Amor, llegará como Teresa a la cima del Amor.
La puerta de este «caminito»
abierta a toda alma de buena voluntad es la confianza humilde, la humildad
confiada.
Oración de Santa Teresa del Niño Jesús
Yo te glorifico, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeñuelos (Lc. 10, 21).
Hablemos ahora de la oración de Santa Teresa del Niño Jesús. Confieso que me ha costado decidirme a abordar este tema, aunque me atraía extraordinariamente. Pero me parecía un sueño imposible de realizar. Se suele decir, no sin fundamento, que Teresa no tuvo nunca un método de oración. Pero es ésta una aserción negativa, puramente eliminativa, y de ningún modo puede servir de tema a una reflexión de orden práctico.
Era preciso buscar el lado positivo, y el deseo de dar con él me hacía suavemente atrayente el estudio y la exposición de esta materia. Se necesitaban pruebas positivas, pero ahí estaba precisamente la dificultad. ¿Dónde encontrar esas pruebas positivas sobre la oración de Teresa, si nunca nos ha hablado de su oración? Es éste un rasgo característico en ella, que la diferencia de sus Hermanas en santidad y en mística: Santa Teresa de Ávila, su Santa Madre; Santa Catalina de Sena, Santa Margarita María, Santa María Magdalena de Pazis y nuestra contemporánea Sor Isabel de la Trinidad.
¡Cosa extraña! En la Historia de un alma, de un alma contemplativa y mística como lo fue la de Teresa, nada deja entrever lo más profundo de su vida, su oración.
Y naturalmente se me ocurre pensar: si Teresa no nos ha dicho una palabra de su oración, ¿no será temerario, quimérico quizá, tratar de este tema? ¿No nos expondremos a aventurar unas hipótesis, basadas solamente en la fantasía? Pero apenas formulada esta objeción, afloraba la respuesta, no menos espontánea y apremiante: ¿será posible que nos veamos obligados a no decir nada, a no saber nada de la oración de nuestra Santa?
Hagamos un esfuerzo -Dios nos invita a ello- para conocer a esta alma privilegiada. No es posible conocer a un alma profunda como la de Teresa sin saber algo de sus relaciones íntimas con Dios, de su trato con El en la oración. Entonces, ¿es admisible que su método de oración, elemento esencial en la vida espiritual, nos sea totalmente desconocido? ¿Y que, por lo tanto, no haya posibilidad de proponérselo a las almas pequeñas? ¿Será este punto una verdadera incógnita? Si es así, tratándose de un punto capital como es el de la oración, habríamos de deducir que su alma, su vida, su camino, nos son desconocidos e inaccesibles, y esto sí que es una hipótesis inaceptable, que rotundamente nos negamos a admitir.
Tratemos, pues, con la ayuda de la Santa, que nada desea tanto como instruirnos en esta materia, tratemos, digo, de adivinar el secreto de la oración de Santa Teresa de Lisieux. Pongámonos confiadamente bajo su dirección. Pero notemos, ante todo, que no hemos de esperar de ella un método. Esto sería remar contra corriente. A este propósito nos parece necesaria una observación preliminar. Teresa conduce a las almas desde el punto en que los métodos de oración no les son necesarios, y más bien serían una rémora para ellas. De ahí se deduce otra observación práctica: Teresa nos enseña con evidencia que, en un momento dado, hay que liberar a las almas de los métodos, y creemos, contrariamente a la opinión común, que este momento no tarda en llegar cuando se trata de un alma que se entrega con generosidad a la vida espiritual.
1
A los principios, la mayoría de las almas necesitan de un método. Digo la mayoría, pues algunas, más intuitivas -como la de Teresa-, nunca tuvieron necesidad de él. Otras, en mayor número, sí que lo necesitan, pero es evidente que sólo es un medio provisional. Las almas no llegan a la verdadera oración sino en la medida en que se liberan de ese andamiaje artificial. A la prudencia del Director toca discernir la oportunidad del momento en que será necesaria esa emancipación; más tarde o más temprano, según la necesidad de cada alma. Pero las almas pequeñas, rectas y sinceras, no tardarán, a juicio de Teresa, en sentir esa necesidad.
En general, nos apegamos fácilmente a nuestros medios humanos, a nuestros métodos, ya en la dirección de las almas, ya en nuestra propia vida de oración. Confundimos el medio con el fin, de tal modo que, en la práctica, no pocas almas confunden la oración con el método, y el abandonarlo les parece una infidelidad, aunque, por otra parte, les resulta penoso sujetarse a él.
Para hacer oración es preciso liberarse de todo lo que sea ficticio, y ponerse en la realidad. Nada menos sujeto a un método que la oración. Orar es someterse sinceramente a la acción de Dios, es decir, al Amor infinito; es entregarse a El, humilde y confiadamente. Y lo que falta a muchas almas es precisamente la confianza en Dios; inconscientemente se fían de sí mismas, de su propio trabajo y esfuerzo, de sus industrias y métodos; con ellos cuentan y, consecuentemente, les conceden excesiva importancia.
¡Es lamentable! Es olvidar que Dios, y sólo Dios, es el autor de la santidad, y que el trabajo del alma consiste en someterse sencillamente a la acción de Dios. Este punto es elemental, y, en teoría, todo el mundo lo sabe. ¡Pero cuán lejos estamos de vivirlo en la práctica!
La mejor manera de comenzar la oración es hacer un acto de fe, firme y ferviente, en el amor de Dios a la criatura miserable, y pedirle nos enseñe a corresponder a ese Amor. Esta es, dice el Cardenal Mercier, la única manera eficaz de ponerse en la presencia de Dios: Dios es Caridad.
Podemos, pues, afirmar que Teresa del Niño Jesús, que nunca usó de método en la oración, nos ha prestado un gran servicio, pues por el hecho mismo nos recuerda qué es la oración: intercambio de amor entre Dios, que es el Amor esencial, y el hombre, criado para amar, y que sólo de Dios puede recibir el amor que necesita; intercambio de amor entre la miseria de la criatura humana y la misericordia amorosa del Creador. Esa es la esencia de la oración; todo lo demás no son más que medios.
Un «medio» es, por consiguiente, lo que llamamos «Meditación»; es decir, el ejercicio del espíritu, de la inteligencia, de la razón... Este ejercicio que para muchos es lo esencial, el meollo de la oración, no es sino la antesala, el camino para entrar en ella. Y este medio necesario al principio, paso a paso ha de ir cediendo el terreno, y no ha de usarse sino en la medida necesaria para mover el corazón y despertar el amor.
¡Es increíble hasta qué punto complicamos el trabajo de la inteligencia en nuestra oración! Razonamientos, sutilezas, divisiones y subdivisiones sin fin del tema hasta agotar su contenido racional, sin más provecho que un agotamiento cerebral. Sacamos, eso sí, una conclusión lógica, muy lógica, que bautizamos con el nombre de propósito; resolución magníficamente racional, pero que en la práctica resultará perfectamente estéril y no tardaremos en olvidarla. La hemos hecho al margen de la realidad, de la verdad; es fruto de un trabajo humano.
Permítaseme hacer una indicación sobre los libros de meditación. Estamos como inundados por este género de literatura, que se va multiplicando; hay un verdadero pugilato de consideraciones largas y complicadas. Y, a mi parecer, los libros de meditación son, bajo cierto punto, un obstáculo a la oración. Es muy de temer que esos temas interminables torturen la mayoría de las inteligencias, llenando el alma de pensamientos y de ideas, que por no ser propias, nada tienen de común con ellas, con su estado actual, con sus atractivos, con sus necesidades; y pueden ser un tropiezo a la acción de la gracia, al trabajo del Espíritu Santo. Y ¿qué sucede?; que la meditación, a la que impropiamente llamamos oración, se convierte en algo ficticio, impersonal, falto de profundidad y de naturalidad. De ahí que se convierte en un trabajo fastidioso, y que las almas, lejos de sentir hambre y sed de este ejercicio, se hastían de él y lo abandonan, o al menos lo hacen como forzadas y por cumplimiento. Y hecho así, rutinariamente, no da ningún resultado práctico. ¡ Qué bien dijo Santa Teresa!: « La oración no consiste en pensar mucho, sino en amar mucho.» Su hija, Santa Teresa del Niño Jesús, nos dice eso mismo a su modo, no con palabras expresas, sino con su ejemplo, haciendo su oración con el corazón, es decir, amando.
Notemos, pues, que la primera enseñanza de Teresa es ésta: la oración es una cosa sumamente sencilla. ¡Qué lección tan provechosa! Agradezcámosle que nos la haya dado con su silencio, y procuremos simplificar la nuestra, en lugar de complicarla. Una palabra de Teresa servirá para esclarecer más este punto: «No encuentro en los libros nada que me satisfaga». «El Evangelio me basta.» Esta sencilla palabra es luminosísima; iba a decir divina.
Jesucristo se hizo hombre y vino al mundo para enseñarnos todo lo necesario en orden a la perfección, a la santidad. Y esta su enseñanza no fue razonada ni filosófica, sino sencilla, expuesta con palabras y lecciones llenas de luz y de vida, corroboradas por sus acciones, sus ejemplos, su vida toda. Esto es lo que encontramos en el Evangelio, el libro de Meditación por excelencia. Cuatro volúmenes escritos por Dios mismo, que nos muestran cuál es la perfección, practicada por un Dios, por nuestro Dios hecho hombre.
¿No sería razonable que todos los cristianos, especialmente las almas cristianas ávidas de perfección, dijesen, como Teresa del Niño Jesús: « El Evangelio me basta»? Tanto más cuanto que muchos podrían decir como ella: «No encuentro en los libros nada que me satisfaga.» Lástima que con tanta frecuencia nos apartemos de la verdad, siempre luminosa y sencilla, para entrar en un camino falso, artificial, complicado y fastidioso!
2
Hemos llegado al nudo de la cuestión. Nos va a ser relativamente fácil imaginar cuál fue la oración de nuestra Santa Carmelita. Abría el Evangelio; leía algunos versículos, no muchos; el Evangelio no es un libro que se pueda asimilar a grandes dosis. Entonces, despertando su fe ingenua y sencilla en el amor de Dios, adoraba humildemente a este Amor infinito; pedía la gracia de comprenderle mejor a través de Jesucristo y se ofrecía a El para que realizase en ella su obra y le enseñase a corresponder a sus designios.
En esa actitud de fe, de humildad, de adoración y de deseo miraba a Jesucristo y le escuchaba. En esa sencilla mirada su alma se empapaba en la contemplación de Jesucristo, de sus obras, de sus palabras. No buscaba más que el amor, y lo percibía profundizando la letra Evangélica hasta dar con el espíritu que la vivifica. Suavemente, sin prisa, sin agitación, su alma recibía nuevas luces; Dios se manifestaba más y más a ella, como un Padre infinitamente amante. Crecía en su corazón el deseo de amarle, y aprendía de Jesús, su modelo divino, la ciencia maravillosa de la caridad.
Así, sin cálculo, sin artificio, con la mayor naturalidad, formaba sus resoluciones si Dios se las sugería. Pero no se empeñaba en terminar su oración con lo que los libros denominan el propósito del día. Se renovaba y se reafirmaba, eso sí, en la firme resolución de hacerlo todo para agradar a Dios.
Salía de la oración no con la cabeza cansada, sino con el corazón dilatado; no con muchas hermosas ideas, sino más deseosa de no desperdiciar ninguna ocasión de sacrificarse para demostrar con estas naderías, como ella decía, la sinceridad de su amor. Las ideas, por muy hermosas que fuesen, pronto las hubiese olvidado. Pero el deseo de amar se posesionaba cada vez más de su corazón, y se hacía efectivo a lo largo de las acciones del día. Esa era la oración de Teresa. Bien podía decir que le bastaba el Evangelio. ¡ Qué triste sería que a nosotros no nos bastase este libro divino!
Aquí ocurre preguntar: ¿por qué muchas almas no encuentran en el Evangelio el alimento que necesitan? ¿Por qué no les basta la lectura de este libro? Quizá porque acuden a él con cierta curiosidad intelectual, deseando nutrir su espíritu de ideas y pensamientos nuevos; buscan en el Evangelio lo accidental, y dejan a un lado lo sustancial.
El Evangelio es el libro del Amor. No se ha de buscar en El más que amor. Quien se acerque al Evangelio con ese espíritu quedará iluminado.
No creo que Teresa haya leído muchos comentarios del Evangelio. Sucede con estos comentarios lo que con los libros de meditación; es preciso desembarazarse de las dificultades y puntos oscuros que en ellos se encuentran, para dar con la savia vivificadora. Y de hecho no son los comentaristas quienes nos ayudan a esclarecer el sentido del libro sagrado. El único verdadero comentarista del Evangelio es el Espíritu Santo, que ilumina a cada alma. Nos dijo nuestro Señor: Cuando venga el Espíritu Consolador... os recordará todo lo que Yo os he dicho (Jn. 16, 13; 14, 26). Se pueden entender también en este sentido estas palabras de la «Imitación»: «La Sagrada Escritura debe ser leída con el mismo espíritu con que fue escrita». El Espíritu Santo es el autor del Evangelio; luego sólo El puede ayudarnos a comprenderlo.
¿Era contemplativa la oración de Teresa? Sí, ciertamente. Contemplación tan sencilla que está a nuestro alcance, y que todos debemos desear, puesto que, como Teresa, hemos recibido los dones del Espíritu Santo que son la fuente de la contemplación. Don de Entendimiento, Don de Sabiduría y, sobre todo, Don de Piedad.
Es de lamentar, dicho sea de paso, que los autores espirituales, al hablar de la contemplación, apenas mencionan el Don de Piedad. En él y por él reciben las almas la gracia propiamente mística, que es ante todo un toque de amor recibido en la voluntad, si bien es, al mismo tiempo, una gracia de luz, la cual reside en la inteligencia. La oración, la contemplación de Teresa, fue ante todo y sobre todo una oración de amor.
Lo dicho bastará para que comprendamos y gustemos lo que Teresa pensaba de las distracciones y sequedades en la oración. De la suya apenas nos revela otra cosa que esas distracciones y somnolencias. Es frecuente creer que las distracciones son la ruina de la oración, y nos lamentamos de ellas porque hacemos de la oración un ejercicio principalmente intelectual. No opinaba así Teresa del Niño Jesús, como tampoco su madre, Teresa de Jesús.
Escuchemos sus confidencias, ingenuas, sí, pero llenas de sabiduría. «Debería atribuir mi sequedad a mi falta de fervor y de fidelidad. Debería entristecerme al ver que con frecuencia me duermo durante mi oración y acción de gracias. Pues bien, no me desconsuelo. Pienso que los niños agradan a sus padres tanto si están dormidos como despiertos; pienso que el Señor ve nuestra fragilidad y tiene en cuenta que no somos más que polvo» (Ps. 102, 14). «En mis relaciones con Jesús, nada; ¡sequedad, sueño! Puesto que mi Amado parece dormir, no se lo impediré. Me siento demasiado dichosa de ver que no me trata como a una extraña; que no se molesta por mí. Pues ciertamente no es El quien sostiene la conversación».
Estas palabras no tendrían sentido si la oración fuese solamente un ejercicio de la mente. Es, ante todo, un ejercicio de la voluntad, del corazón; consiste en la unión afectiva con Dios por amor. Y así, las distracciones y demás miserias naturales se convierten en nuevo motivo de humildad, de confianza y de amor filial.
Para terminar, quiero citar unas palabras del Padre Petitot sobre la oración de Santa Teresa del Niño Jesús: «Quien no ora (virtualmente) todo el día nunca tendrá oración.» Estas palabras podrán parecer paradójicas y exageradas, pero son profundamente exactas. El alma que durante el día no conserva el recogimiento podrá quizá en un momento dado hacer lo que se llama «meditación», es decir, un ejercicio de la mente durante el cual podrá ordenar unas cuantas ideas y reflexiones de orden sobrenatural, pero no es una oración propiamente dicha. Sirva esta indicación para animarnos a entrar en el camino de la oración recorrido por nuestra Santa.
Sin un recogimiento habitual, ni se comprende ni es accesible esta oración sencilla que se alimenta del Evangelio.
Pero conviene precisar un poco en qué consistió el recogimiento habitual de Teresa. Se dice ordinariamente que el recogimiento es una preparación, una condición para la oración. Ahora bien, ¿qué entienden muchas almas por recogimiento? ¿Un esfuerzo del espíritu? ¿Una renovación más o menos frecuente de la presencia de Dios? Podrá ser meritorio este trabajo del espíritu, esta tensión del pensamiento. Pero tal esfuerzo, del que fácilmente se cansan las almas, será poco provechoso. No era de este género el recogimiento de Teresa, como no lo es el auténtico recogimiento, que radica no en el espíritu, sino en el corazón; no en el pensamiento, sino en el amor. Así entendido, el recogimiento habitual y la oración no son dos cosas distintas, la primera de las cuales sea condición para la segunda; sino que son una sola y misma cosa, ininterrumpida, continua, pues las dos constituyen la vida misma de nuestra alma que se alimenta de amor.
Esto explica la sencillez y
naturalidad con que Teresa del Niño Jesús hacía su oración. El trato con Dios
era su vida; su oración y su deseo de dar gusto al Señor eran frutos de una
misma raíz: el Amor. Por eso no necesitaba método: «Ama y haz lo que quieras.»
Santa Teresa del Niño Jesús y la paciencia
La paciencia perfecciona las obras (St. 1, 4).
¡Qué bien se cumple en Santa Teresa del Niño Jesús esta palabra de Santiago! La paciencia fue un factor importantísimo en su perfección. Su humildad, su confianza y su amor se perfeccionaron en la paciencia.
En este punto, Teresa se amoldó perfectamente al plan de Dios. Es evidente que en el mundo actual, degenerado por el pecado, los castigos que son secuela del mismo tienen la misión no sólo de regenerar y salvar al hombre, sino de contribuir a su máximo perfeccionamiento.
Esto es indudable. Dios ha escogido este mundo, en el orden providencial actual, para que el hombre se santifique a pesar de su miseria, y para ello la paciencia es un medio esencial.
Siendo el sufrimiento consecuencia del pecado (inevitable, por lo tanto, en la vida humana), la clave, el secreto de la perfección consistirá en convertir el tal sufrimiento en medio de unión con Dios; es decir, en motivación de amor. Esta es la misión de la paciencia en el trabajo de la perfección y de la santidad.
Teresa del Niño Jesús lo comprendió y lo vivió maravillosamente. La paciencia es, a sus ojos, el mejor acto de amor; el amor en su forma más frecuente y más auténtica.
Veamos qué piensa Teresa de esta virtud. Fácil nos será después comprender las características de su paciencia.
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Ante todo -y esto es esencial para comprender la paciencia de Teresa-, veamos cómo en cada sufrimiento se acrecienta su fe en el Amor Paternal de Dios. Su fe en ese Amor es tan firme y tan sencilla que aun las pruebas más duras y penosas a la naturaleza las considera como una forma, como una expresión del Amor. Todo sufrimiento es, según la concepción que de él tiene Teresa, un mensajero del Amor de Dios, porque es manifestación de la voluntad divina, es decir, del Amor. Consecuente con esta idea, Teresa descubre, bajo la áspera corteza de la cruz, la realidad divina del Amor, y a El dirige su primera mirada, penetrante, profunda y clarividente.
Teóloga por intuición, la Santa no razona; cree. Su mirada es la fe, iluminada por la caridad. Iluminando los ojos de vuestro corazón (Ef. 1, 18). ¡Y qué certera es esa mirada! Escuchémosla: «¿Cómo es posible que Dios, amándonos infinitamente, se goce en hacernos sufrir?» Y añade sin vacilar: «No; Dios no puede gozarse en nuestro dolor, pero éste nos es necesario. Lo permite, pues, como a pesar suyo.» En esta frase sencilla y sublime nos da a entender con precisión el sentido providencial del sufrimiento en la mente divina.
Teresa ha comprendido, como San Juan, que Dios es Amor, sólo Amor. Dios es caridad (1 Jn. 4, 8, 16). No quiere Dios el sufrimiento por sí mismo. De hecho lo permite, muy a pesar suyo. Los teólogos, con una frialdad que contrasta con el lenguaje intuitivo de Teresa, decimos que lo quiere con voluntad consecuente e hipotética. El pecado ha creado la necesidad del dolor. Dios lo quiere, pues, pero sólo por amor, como medio necesario para que el hombre recupere la caridad y, con ella, la felicidad perdida. ¡ Qué bien lo ha comprendido nuestra Santa! El sufrimiento es un remedio, amargo, sí, pero insustituible, dado el egoísmo humano, para recuperar la salud y la felicidad del alma.
Sigamos escuchando a nuestra pequeña teóloga: «A El le cuesta abrevamos de tristezas, pero sabe que es el único medio de prepararnos a 'conocerle' como El se conoce, a convertirnos en dioses nosotras mismas». Explicación perfecta del porqué del mundo actual, solución del problema del mal; Dios ha previsto el pecado; lo ha permitido para que más claramente se manifieste su amor. El dolor, consecuencia del pecado, se abatió primero sobre el Hijo de Dios; después, sobre nosotros, y de esta forma El nos demostró su misericordioso amor, y el hombre le glorifica más perfectamente. El sufrimiento, pues, está como impregnado, sumergido en el Amor.
Una palabra más de Teresa que resume las precedentes: «La vida, el tiempo, no es más que un sueño. Dios nos ve ya en la eternidad. ¡Cuánto bien me hace esta idea! A su luz comprendo el porqué del dolor». Teresa piensa como Dios, piensa a lo divino. Y ¿acaso se nos ha dado la fe para otra cosa? Pensando a lo divino, Teresa acepta el sufrimiento a lo divino, como verdadera hija de Dios. Su delicadeza lilial, que tan bien comprende el corazón de Dios, le sugiere fórmulas exquisitas. Vaya una como muestra: «A Dios, que tanto nos ama, le cuesta mucho dejarnos en la tierra durante este tiempo de prueba; lejos, pues, de nosotras el repetirle constantemente que no estamos a gusto; aparentemos no darnos cuenta de ello».
Estas perspectivas que la luz de la fe proyecta sobre el dolor conducen suave y eficazmente a la paciencia, tal como la entendía y practicaba nuestra Santa. La paciencia por amor es el ejercicio del amor filial.
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En efecto, su deseo de agradar en todo a Dios, y su resolución de no desperdiciar la más pequeña ocasión de sacrificarse, provocaban en esta alma recta una reacción sencilla y sobrenatural al encuentro de la cruz. La respuesta de su alma no podía ser otra que la aceptación espontánea, sumisa y amorosamente alegre.
¡Sumisión! ¡Alegría! Dos aspectos de la paciencia de la Santa que piden algún comentario. Fijémonos ante todo en una comparación de nuestra Carmelita:
a) Durante su última enfermedad habían dejado a su alcance un vaso que contenía un medicamento de color rojo, transparente y agradable a la vista: «¿Ven este vaso? -dijo-; cualquiera diría que contiene un licor delicioso. En realidad, nada más amargo. Es la imagen de mi vida. A los ojos de los demás ha revestido siempre los más rientes colores; les ha parecido que yo bebía un licor exquisito, mas era amargura».
¿Cómo explicar este enigma? Trataremos de hacerlo; nada más interesante.
En realidad, la paciencia de Teresa se ejercitó de ordinario en mil pequeñeces, semejantes a las que cada día encontramos en nuestro camino. Sufrimientos pequeños, ocultos, penosos, para su naturaleza sensible, dificultades de esas que también a nosotros nos hieren y molestan, pero que por falta de fe, de esa fe despierta y amorosa, nos abaten, nos llenan de melancolía, y quizás, a pesar nuestro, nos hacen sombríos, mustios, fastidiosos a nosotros mismos y a los demás.
Constantemente se nos ofrecen, como a Teresa, ocasiones de ejercitar la paciencia, pero las dejamos escapar. ¿Por qué? Por falta de fe en el Amor, y por falta de vigilancia sobre nuestra conducta. En los momentos de dolor, en lugar de levantar los ojos y el corazón a Dios, que lo permite en su amorosa Providencia, en lugar de unirnos a El por el sacrificio inmediato y espontáneo de nuestra voluntad en aras de la voluntad divina, nos replegamos egoístamente sobre nosotros mismos. ¡Qué pérdida tan incalculable!
En frase de San Gregorio, la paciencia es «raíz y custodia de todas las virtudes». La vida de Teresa, su santidad, sus virtudes, son la confirmación de esta máxima.
Digamos, para terminar, unas palabras sobre los sufrimientos que fueron materia de la paciencia de nuestra Santa. Las inclemencias del tiempo. El frío. «Lo he sufrido hasta morir», dirá al final de su vida. Nadie lo hubiera sospechado, pues lo disimuló también hasta el fin.
En el trato con su Priora, con sus Hermanas, hubo de sufrir no pocos roces e incomprensiones. Su caridad, siempre amable, se perfeccionó por la paciencia: «Raíz y custodia.»
Nuestras imperfecciones, faltas y defectos, esas mil cosas que no pocas veces nos abaten y aun nos irritan, son fuente perenne de pequeños sufrimientos. ¿Remedio? Ante todo y sobre todo, paciencia. « ¡Qué feliz soy -decía Teresa- de yerme imperfecta y tan necesitada de la misericordia de Dios! ». La paciencia es también en esta ocasión raíz y custodia de la humildad.
La Santa Carmelita conoció asimismo las dificultades y penas interiores, sequedades, oscuridades, tentaciones. La aridez fue desde el Noviciado hasta sus últimos días la atmósfera habitual de su alma. Su fe en el Amor la ayudó a sufrirlo y aceptarlo todo. Igualmente, Teresa acogió siempre con sumisión y aun con la sonrisa en los labios todas las pruebas grandes y pequeñas de su vida; penas de familia, enfermedad de su padre, su propia enfermedad.
b) Aceptación gozosa del sufrimiento. La alegría en el dolor fue el sello distintivo de la paciencia de Teresa.
Confieso que aun en este aspecto (gozo en el sufrimiento) Santa Teresa de Lisieux me ha descubierto algo nuevo. Ella misma ha querido disipar los equívocos que pudieron impedir la perfecta comprensión de ese matiz. Al principio me desconcertaron unas palabras suyas: «Suframos, si es preciso, sin valor. Jesús sufrió con tristeza. ¿Acaso es posible sufrir cuando desaparece la tristeza? Quisiéramos sufrir generosamente, valientemente. ¡Qué ilusión!». En general, cuando se nos habla de paciencia, se nos exhorta a sufrir con ánimo generoso. «¡Qué ilusión!», exclama la Santa; sepamos sufrir sin ánimo, débilmente, con tristeza.
Aquí está el equívoco que nos impide la perfecta comprensión del gozo en el dolor. No comprendemos de qué alegría se trata; imaginamos una alegría sentida, sabrosa, que, evidentemente, es incompatible con la tristeza. Por instinto soñamos con un modo de sufrir que nos halague, ensalzándonos a nuestros propios ojos. Queremos sufrir con gran fortaleza, ánimo y generosidad. Esa es la idea que nos hacemos de la alegría en el sufrimiento. Nada más equivocado. Para sufrir es preciso sentir la tristeza y la amargura, el desaliento y la propia impotencia. En la aceptación de todos esos sentimientos se ejercita la virtud de la paciencia.
Lo que importa es superar la amargura y todas las consecuencias naturales del sufrimiento, y una vez conseguida esta superación, buscar el descanso y la alegría. ¿En qué? En el deseo de agradar a Dios solo, sin mezcla de contento humano y personal. Tal fue la alegría de Teresa. Escuchemos una vez más sus palabras luminosas: «Si deseáis sentir el atractivo del sufrimiento, la alegría en el dolor, no busquéis sino vuestro propio consuelo, pues cuando se ama una cosa la pena desaparece». Y en otra parte: «Sólo una cosa me alegra: sufrir por Jesús, y esta alegría no sentida supera todo gozo». «Alegría no sentida». No se trata, pues, de sentir la alegría en si misma considerada, sino de apoyarnos firmemente en la convicción de que, aceptando el sufrimiento, agradamos a Dios nuestro Padre; ése ha de ser nuestro descanso y nuestro gozo. ¡Gozo no sentido, gozo espiritual, divino!
No creo equivocarme al pensar que la Santa ha querido animar a las almas pequeñas, hablándoles de esta alegría accesible a todas. ¿Cómo alcanzarla? Viendo, al igual que ella, en el dolor, una expresión del Amor de Dios. Haciendo de la paciencia un ejercicio de amor filial. Entonces, el Espíritu Santo que mora en nuestra alma hará en ella su obra, como la hizo en el alma de Teresa, y junto a la tristeza, compañera inseparable del dolor, florecerá el gozo, ese gozo de que nos habla San Pablo y que es, como la caridad, fruto del Espíritu Santo: «Los frutos del espíritu son caridad, gozo... » (Gal. 5, 22). Entonces la sonrisa aflorará fácilmente a nuestros labios, reflejando la alegría de nuestra alma.
«Me esforzaba -dice Teresa- en
sonreír ante el sufrimiento, para que el Señor, al ver la expresión de mi
rostro, no sospechara mi sufrimiento». Expresión llena de ingenuidad, si se
quiere, pero reveladora de una altísima sabiduría. ¡Es un alma que ha sabido
comprender a Dios! Ahí está todo.
Santa Teresa del Niño Jesús y su caridad con el prójimo
Si me amáis, guardaréis mis mandamientos (Jn. 14, 95). Esto os mando: que os améis unos a otros (Ib. 15, 17). Mis mandamientos se reducen a uno: amaos los unos a los otros. Estos dos amores, amor de Dios y amor del prójimo, son inseparables.
Así lo comprendió Teresa. Oigamos sus confidencias:
Procuraba ante todo amar a Dios, y amándole a El comprendí el deber de la caridad en toda su extensión». «Cuando más unida estoy a Jesús, más amo a todas mis Hermanas». Había comprendido a su Maestro. Jesús ama a Dios su Padre, y en virtud de ese amor ama también a los hombres, porque el Padre los ama, y se entrega por ellos. Quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso (1 Jn. 4, 20). La razón es muy sencilla: ¿Pues quien no ama al prójimo a quien ve, cómo amará a Dios, a quien no ve?
Amar a Dios, que nos ama; amar a los hombres porque Dios los ama; es la esencia del Evangelio. Teresa lo comprendió y lo vivió.
Aquí palpamos la identidad de la ley de la renuncia y de la ley del amor en el espíritu del Evangelio y en el alma de Teresa. Observar la ley de la caridad es renunciarse a sí mismo, a fin de vivir para los demás.
La Sabiduría evangélica, que tan bien entendió Teresa, se reduce a una palabra: ¡Amor! Amor a Dios y, en El, a todos los hombres. La caridad es la plenitud de la ley (Rom. 13, 10). Pero, notémoslo, la práctica de esta Sabiduría es humilde y modesta. Condición esencial para que nuestra caridad sea real y no imaginaria, para que exista no en fórmulas y palabras, sino de hecho y en verdad. No amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad (1 Jn. 3, 18).
En nuestra vida real, nuestras relaciones con el prójimo, con nuestros hermanos, se reducen a una serie de circunstancias vulgares, insignificantes, de pequeños detalles; en ellos hemos de practicar la caridad, el olvido propio. Desperdiciar esas ocasiones es exponerse a vivir de ilusión, reduciendo nuestra caridad al terreno de la teoría. Al contrario, la verdadera práctica de la caridad consiste en estar alerta para descubrir y aprovechar esas pequeñeces. Así lo hizo Teresa, entregándose a sí misma y sobrellevando a los demás.
Veamos su caridad bajo este doble aspecto: entrega de si; paciencia con el prójimo.
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Don de sí.
Con verdadero gusto os presento este botón de muestra: «Una palabra, una sonrisa amable, basta muchas veces para que un alma triste se desahogue». Nada más a nuestro alcance que esta forma de vivir el don total.
Otro detalle: «Mis mortificaciones consistían en romper mi voluntad, siempre dispuesta a imponerse; en no replicar; en hacer pequeños servicios sin darlo importancia». O bien: «Si me cogen una cosa de mi uso, no debo dar a entender que lo siento, sino, al contrario, mostrarme feliz de que me hayan desembarazado de ella». Estos rasgos tan insignificantes nos revelan la delicadeza de su caridad. Y nos enseñan que esta virtud implica el olvido propio. Y eso es lo que de ordinario nos falta. Aun en el deseo de practicar la caridad nos mueve a veces el secreto afán de parecer caritativos.
Nada de eso se advierte en nuestra Santa: «No debo ser complaciente para parecerlo o para ser correspondida». Y recuerda las palabras de nuestro Señor: Y si hacéis bien a los que bien os hacen, ¿ qué mérito es el vuestro? Puesto que aun los pecadores hacen lo mismo (Lc. 6, 33). Qué sugerente es su interpretación de estas otras palabras del Maestro: Al que te pida, dale..., y al que quisiera quitarte la túnica, alárgale también la capa (Mt. 5, 40). ¿Qué entendemos por «alargar la capa»? Dice Teresa: «Renunciar a los más elementales derechos; considerarse esclavo de los demás». Esto es puro Evangelio. Y, notémoslo, Teresa se da cuenta de que, «lejos de agradecer sus servicios, abusarán quizá de su amabilidad. Fácilmente cargarán de trabajo a las que siempre están dispuestas a ayudar».
¿Cuál será su conclusión práctica? Merece la pena subrayarlo: «No debo alejarme de las Hermanas que fácilmente me piden favores». Conoce los subterfugios del egoísmo y recuerda las palabras del Maestro: No tuerzas tu rostro al que pretende de ti algún préstamo (Mt. 5, 42). Nada tiene, pues, de extraño que se imponga como regla de conducta: «No basta dar al que me pida; es menester adelantarme y mostrarme muy honrada de que me pidan un favor».
Citemos un rasgo de cómo vivió nuestra Santa este principio. Había en el Carmelo una Hermana anciana y enferma que apenas podía andar. Era difícil contentaría; había que sostenerla por detrás, por delante; andar ni demasiado de prisa ni demasiado despacio; en llegando al refectorio había que instalarla de cierta manera, recogerle las mangas a su modo, disponer los cubiertos, cortar el pan también a su modo. La pobre enferma se quejaba constantemente. Teresa se ofreció a ayudarla y se hizo su esclavita. Y con paciencia llegó a hacer sonreír a la pobre Hermana. Qué ejemplo tan sugestivo! Para conquistar las almas no bastan los ademanes correctos, pero fríos; es preciso amarlas, es preciso entregarse. En eso consiste la caridad, en el don de sí, en el olvido propio. Es la enseñanza de Jesús en el Evangelio. ¡Y qué bien la comprendió Teresa!
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Soportar a los demás.
El olvido propio, es decir, la caridad, exige con el don total de sí mismo la benevolencia con el prójimo. La práctica de la caridad no será perfecta si no soportamos pacientemente al prójimo. «Pacientemente». No olvidemos que la paciencia es la raíz de toda virtud. San Pablo comienza el elogio de la caridad con estas palabras: La caridad es paciente (1 Cor. 13, 4).
La primera condición necesaria para practicar la caridad es resolverse a ser paciente cueste lo que cueste. Paciencia con todos y en todo; es preciso sufrir las flaquezas del prójimo, carácter, defectos, faltas, imperfecciones. Vemos cómo supo Teresa ejercitar esta virtud. Dejémosle la palabra.
Santa Teresa del Niño Jesús sentía una antipatía natural muy acentuada hacia una Hermana que tenía el don de desagradarle en todo. Para no dejarse llevar de sus sentimientos se valió de un medio ingenioso durante muchos meses, hasta conseguir una victoria completa. «Procuraba -dice la Santa- hacer por esta Hermana lo que haría por la persona más querida. Cada vez que la encontraba pedía a Dios por ella; no contenta con esto, procuraba prestarle cuantos servicios pudiera, y cuando se sentía tentada de contestarle bruscamente, le dirigía su más amable sonrisa. Con frecuencia, al yerme tentada con mayor violencia, para que ella no se apercibiera de mi lucha interna, huía como un soldado desertor». Y confiesa alegremente «que este medio, poco honroso quizá, le dio un gran resultado».
El ejemplo es típico. La Hermana en cuestión tenía el don de desagradar a Teresa «en todo». Este «todo» es categórico. La táctica de la Santa en este caso es aleccionadora: toma la ofensiva. No se contenta con evitar las manifestaciones exteriores de su antipatía natural, es decir, de sus impresiones egoístas. Para vencerse totalmente extrema las demostraciones de simpatía y de afecto. De hecho, esta táctica es la más eficaz y la más fácil; sólo ella proporciona al alma entusiasmo y alegría; la alegría del amor plenamente satisfecho. La victoria fue completa, tanto que su hermana mayor, María, le reprochó que amase a la religiosa en cuestión más que a sus propias hermanas, y aun la misma interesada, que naturalmente le era tan antipática, llegó a creer que era su mejor amiga. ¡Así combaten los santos!
Fácilmente comprenderemos, pues, las siguientes palabras de Teresa: «He comprendido que la verdadera caridad consiste en soportar los defectos del prójimo, en no extrañarse de sus debilidades». Pero Teresa no se contenta con esto. Su mirada, iluminada por el amor, ve en esas flaquezas del prójimo otros tantos instrumentos que Dios le depara para liberarla de si misma, de su amor propio, de su egoísmo. Consecuente con esta idea, pidió y obtuvo que la pusieran en la ropería, bajo la dependencia de una Hermana que, por su carácter difícil, inevitablemente -Teresa lo sabía- había de hacerla sufrir mucho. El resultado fue el mismo: la victoria o, mejor, una serie de victorias.
Conocía el valor de este consejo que daba a las Novicias: «Cuando sintáis una violenta aversión hacia una persona, pedid a Dios la recompense, porque os ocasiona sufrimiento. Este es el mejor medio de recuperar la paz». Si comprendiésemos el poder santificador de la paciencia, reconoceríamos que las personas que nos hacen sufrir tienen derecho a nuestra gratitud.
Es defecto bastante común que cuando vemos una culpa o equivocación en el prójimo nos empeñamos en hacérselo ver. Veamos qué piensa la Carmelita de Lisieux de estas impaciencias disfrazadas: «Querer persuadir a nuestras Hermanas de que son culpables, aun cuando esto sea cierto, no es buena táctica. No hemos de ser jueces de paz, sino ángeles de paz». Esta palabra, «ángel de paz», es muy evangélica, aun cuando no figure en el Evangelio.
La joven Maestra de Novicias sabia, por otra parte, que quienes desempeñan ciertos cargos tienen el deber de reprender, de corregir, de orientar a las almas. Ella lo hacía. Pero ¡con qué delicadeza! A impulsos de su caridad, curaba y fortalecía a las almas enfermizas. «Siento -escribía- que debo compadecerme de las enfermedades espirituales de mis Hermanas, como usted, Madre, se compadece de mi enfermedad física». La Santa estaba por entonces enferma, y los cuidados que le prodigaba su Madre Priora le sugerían esta reflexión.
¡Cuánta psicología sobrenatural y evangélica encierra esta su regla de dirección! « ¡Con cuántas precauciones hay que tratar a las almas que sufren! A veces, inconscientemente, se las hiere por falta de miramientos, por desatenciones o procederes poco delicados, cuando sería necesario prodigarles toda clase de alivios».
¡Qué aroma de Evangelio respiran estas reflexiones! Práctica del Evangelio en el contacto con las mínimas circunstancias de la vida real, de la vida cotidiana; práctica del Evangelio continua, ininterrumpida. Paciencia, comprensión con el prójimo; he ahí la caridad de Cristo.
Un último rasgo, que 'pone de relieve las delicadezas de la Santa, muestra al mismo tiempo cuánto le costaban las victorias de la caridad, lo cual no deja de ser alentador. Se trata de una Hermana que en la oración no cesa de menear el rosario, con el ruidito consiguiente. «Hubiera querido -dice- volver la cabeza (quién no lo hubiera hecho) para mirar a la interesada a fin de que cesara el ruidito. Pero comprendí que era mejor sufrirlo pacientemente para evitar a la Hermana una pena.» Y añade: «Procuraba, pues, quedarme quieta, pero a veces me inundaba el sudor y mi oración era de sufrimiento y de lucha.» Teresa hubiera sucumbido en ella si su caridad no le hubiera sugerido una estratagema eficaz, infantil quizá, pero que puede ser un recurso en casos análogos. «Procuraba aficionarme a ese ruidito desagradable. En lugar de esforzarme en no oírlo cosa imposible-, lo escuchaba atentamente como si se tratara de un maravilloso concierto. Y mi oración, que ciertamente no era de quietud, se reducía a ofrecer ese concierto a Jesús».
¿Ingenuidad? ¿Puerilidad? Quizá;
pero no hemos de olvidar que de los niños es el reino de los cielos.
De creer es que la ofrenda de este
concierto fue grata a Jesús. Nada es pequeño si tiene por móvil la caridad. Esa
es la infancia evangélica. Y Teresa lo ha comprendido.
Sencillez de Santa Teresa del Niño Jesús
«Si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado» (Luc. 11, 34).
Quisiera hablar de la sencillez de Santa Teresa del Niño Jesús. Sencillez de su vida espiritual, de su doctrina espiritual. Quizá hubiera sido mejor empezar por ahí. Tras mi intento de analizar la «santidad» de nuestra Santa, he sentido un escrúpulo. ¿No la habré deformado, pretendiendo darla a conocer? ¿No la habré despojado de lo que constituye su encanto característico, la sencillez?
Es todo tan sencillo en este alma que, so pretexto de estudiarla, correremos el riesgo de complicarla. Plegue al Señor que tal no suceda. En la medida en que haya cometido ese sacrilegio, deseo repararlo en este capítulo.
La sencillez es, sin duda alguna, la nota característica de la santidad de Teresa. Una sencillez tal que resulta casi inexplicable. Hablar de ella es arriesgarse a falsearía. Somos tan complicados que la idea misma de la sencillez se nos escapa cuando queremos definirla. Y llegamos a complicar y oscurecer esta cosa esencialmente simple: la sencillez. Sin embargo, es necesario subrayar este matiz de la figura espiritual de Teresa, precisamente porque la sencillez constituye su nota característica. Sólo así podremos comprenderla y aprovecharnos de sus enseñanzas. Dios Nuestro Señor nos ha concedido una gracia de primer orden, presentando a nuestros ojos, como plasmada en Teresa, esa cualidad moral tan difícil de concebir y de practicar: la sencillez. Teresa del Niño Jesús es en verdad un modelo de sencillez.
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Veamos, ante todo, qué es lo que Teresa excluyó en su vida espiritual. Procediendo por eliminación, comprenderemos mejor ese elemento simplicísimo que llamamos sencillez.
Por un instinto sobrenatural fue eliminando progresivamente de su vida:
a) el artificio;
b) la complicación;
c) la multiplicidad.
a) El artificio. En nuestra Santa, nada de amaneramiento ni de afectación, nada de previsiones calculadas. Recordemos sus palabras: «Los libros no me dicen nada; el Evangelio me basta». Todo lo artificioso le repugna. Otro pasaje que ya conocemos aclara aún más esta idea: «A veces, cuando leo ciertos tratados en los que el camino de la perfección se presenta sembrado de obstáculos, mi espíritu se fatiga pronto; cierro el libro que me rompe la cabeza y me seca el corazón, y abro la Escritura Sagrada. Entonces todo me parece luminoso.., la perfección me resulta fácil».
Teresa ha comprendido cuánto estorba a las almas sencillas todo artificio; métodos rígidos, procedimientos ficticios, exámenes presentados a modo de un problema de matemáticas. Sin pretenderlo y sin sospecharlo siquiera, Teresa busca en las más puras fuentes de la Escritura, del Evangelio, el fundamento de una ascética que tiene su raíz en los orígenes del cristianismo y extiende su poder santificador a lo largo de tantos siglos. Su doctrina parece una invitación, y ésta fue sin duda su misión. Sólo así puede comprenderse su «caminito».
Teresa no rechazó de modo consciente los métodos arriba citados. Pero se sintió suavemente atraída hacia un camino más espacioso, más seguro: el trazado por Cristo en el Evangelio. Retengamos esta idea.
b) Tampoco hubo complicación en el camino de nuestra Santa; segunda nota negativa de su sencillez.
«A las almas sencillas como la mía les estorban las complicaciones».
Nada de rebuscamiento en la práctica de la virtud. Jamás se preocupó de catalogar ni de señalar los diversos estados de oración, como tampoco le pasó por la mente la idea de dividir en múltiples etapas o grados la práctica de la virtud; de la humildad, por ejemplo, o de la caridad. ¿Se entregó a la adquisición sucesivamente metódica de alguna virtud en particular? Creo más bien que las ejercitó todas según lo iban exigiendo las circunstancias de la vida cotidiana. ¿Se ejercitó en el examen particular sobre tal o cual virtud? Nada lo hace suponer. Sus exámenes debían ser sumamente sencillos, pues era enemiga de llevar la cuenta de sus acciones. «Algunos Directores aconsejan que se lleve la cuenta de los actos de virtud para adelantar en la perfección. Pero mi Director, que es Jesús, me enseña a no contar mis actos; quiere que lo haga todo por amor». El Venerable Padre Libermann decía: «El gran medio de hacer bien el examen es mantenerse suavemente en la presencia de Dios; entonces sin pretenderlo se lleva perfectamente el control de todas las acciones». Así lo hizo Teresa.
c) Enemiga del artificio y de la complicación, no lo fue menos de la multiplicidad. Por instinto le repugnaba multiplicar sus prácticas. Discutían un día en su presencia sobre cuáles serian las prácticas que mejor conducen a la perfección. «No -dijo ella-; la santidad no está en tal o cual práctica; consiste más bien en una disposición del corazón que nos hace humildes y manejables en manos de Dios». El mismo criterio tenía respecto a la multiplicidad en la intención. Una Novicia le manifestaba su pena de no saber renovar su intención y enderezar su voluntad con frecuencia. «Eso no es necesario -le dijo la Santa-, cuando el alma está enteramente entregada a Dios.» Fijémonos en esta palabra, «enteramente entregada»; en seguida encontraremos que ella rezuma la sencillez. Y añadió: «Bueno es recoger frecuentemente el pensamiento y dirigir la intención, pero sin apremio de espíritu. El conoce las fórmulas con que quisiéramos expresarle nuestro amor, pero se contenta con nuestro deseo. ¿No es acaso nuestro Padre? ¿No somos sus hijos?».
No le gustaba que sus Hermanas se dejaran llevar de la preocupación por su cargo y sus trabajos. «Leí una vez que los israelitas levantaron los muros de Jerusalén trabajando con una mano y sosteniendo la espada con la otra (Nehemías 4, 12). Esta es la imagen de lo que nosotras debemos hacer: no trabajar más que con una mano... ». «Os entregáis demasiado a esas ocupaciones», decía. Veía en ello una señal de ansiedad en su alma. La que Nuestro Señor censuró a Marta: Te inquietas por muchas cosas (Luc. 10, 41). Tenía la persuasión interna y profunda de que sólo una cosa es necesaria: persuasión profunda, sí, de que la unidad vivifica y fortalece, y que, por lo tanto, es menester recordar, entre la multitud de ocupaciones, que todo se debe reducir a la unidad, porque una sola cosa es necesaria.
Digámoslo una vez más: si Teresa multiplicaba sus pequeños sacrificios atenta a no desperdiciar ninguna ocasión, este cuidado no originaba en ella preocupación, inquietud o dispersión del espíritu; de ahí la paz, la libertad, la alegría y anchura de alma con que hacía sus pequeñas renuncias. Ya hemos visto cómo eliminó Teresa en su vida, y en su camino, todo artificio, complicación o multiplicidad. ¿Habremos de añadir que excluyó también lo extraordinario? Este último elemento no ocupa lugar en su santidad.
Teresa supo entenderse con Dios. Los pocos incidentes, ligeramente extraordinarios, que presenta su vida son de carácter pasajero y accidental, y ésta se mantiene en la región de los detalles ordinarios, comunes a toda vida religiosa. Y si hay algunos hechos que se salen de lo corriente, preciso es no exagerarlos. Yo me inclinaría más bien a quitarles importancia. Me parece la mejor manera de secundar los planes de Dios, que ha querido presentarnos en Teresa un modelo de santidad en su forma más ordinaria, más sencilla.
Teresa, ya lo hemos apuntado, estaba de acuerdo con Dios. Repetidas veces dijo que no quería en su vida nada extraordinario; era consciente de su misión. « Las maceraciones de los Santos -decía- no han sido hechas para mí, ni para las almas pequeñas que han de caminar por la vida ordinaria de la infancia espiritual.
Es preciso que las almas pequeñas no tengan nada que envidiarme». «Yo aprovecho las pequeñas ocasiones de mortificarme», pequeñas mortificaciones, pequeñas ocasiones, pequeñas acciones; ellas forjan la santidad de Teresa.
Supo mantener este sentimiento hasta el fin. Como le manifestasen el deseo de que muriese el día del Carmen después de la comunión, respondió: «Eso es demasiado para mí; las almas pequeñas no podrían imitarme; en mi caminito no hay nada extraordinario».
2
Habiendo excluido y eliminado tantos elementos, podemos ya decir en concreto qué es la sencillez, o cómo la entiende Teresa. ¿Qué veremos en ella? Un alma dominada por un solo deseo: el de agradar en todo a Dios. Alma sinceramente entregada a este ideal y, por consiguiente, actuando siempre a impulsos del mismo. He aquí «el alma entregada» de que nos habla Teresa, que no necesita, por lo tanto, rectificar constantemente su intención. Alma entregada; pero ¿a quién? Al Espíritu Santo; entregada por el deseo de amar al Amor infinito que quiere volcarse en ella. El alma que vive en esta disposición es libre; se siente dilatada, desligada de las dificultades y trabas que ocasionan la afectación, la complicación, la ansiedad, etcétera.
En eso consiste la sencillez; el alma sólo tiene un movimiento, una tendencia, un propósito, una ocupación: amar y agradar a Dios su Padre; deseo tan sincero y profundo como sencillo. Alma que lo haya adquirido, camina por la vía de la perfección y de la santidad. De hecho, los Directores de almas hemos de reconocer que, mientras no se despierte en un alma ese deseo, de poco sirven todos los métodos que se le sugieran. Poco o ningún fruto sacará de su oración, exámenes y lecturas, y aun sus propósitos de practicar la virtud serán poco menos que estériles.
Por el contrario, si un alma se deja invadir por el deseo del amor, si a él se entrega, sus progresos se acentúan, su camino es fácil, respira libremente, marcha a velas desplegadas. El Espíritu Santo le inspira, le conduce, le empuja hacia el amor.
El Venerable Padre Libermann, experto Director de almas, en una preciosa carta en que expone humildemente a un Sacerdote experimentado su estilo de dirección, le dice que, ante todo, procure despertar en las almas que Dios le confía el deseo de vivir para El, de amarle ardientemente. «Me esforzaba -dice- en comunicarles un intenso deseo de amar a Dios.» Estaba persuadido de que sin este deseo no se puede conseguir fruto sólido, profundo ni duradero. Procuraba, pues, llevar a las almas por el camino de la sencillez; descartaba la ansiedad inquieta de los deseos y de los propósitos; excluía todo artificio, afectación o complicación, y situaba al alma en el «unum necessarium». Al principio -continúa el Padre-, ni siquiera les hablaba de oración metódica, sino que les abría de par en par la puerta que da acceso a la vía de la renuncia total. Por este camino -añadía-, las almas llegan pronto a la contemplación.
Hay una gran semejanza (no en cuanto a la forma y el lenguaje, pero si en cuanto al fondo y la sustancia) entre el camino del amor de Santa Teresa del Niño Jesús y la vía de renuncia del Venerable Padre; más que semejanza diríamos identidad. Ambos caminan por la vía de la sencillez. Hagamos una aclaración importante. La sencillez, según la común opinión, es el término de la perfección, es la virtud de los Santos. Es cierto. Pero esta idea puede dar lugar a un equivoco. Considerando que la sencillez es una meta, hay quien conduce a las almas por caminos complicados, dificultados por mil prácticas ficticias, como si quisieran llegar a la sencillez por la complicación.
La originalidad de Teresa consiste en que, apoyada en el Evangelio, considera que la sencillez no es sólo el término de la santidad, sino también su punto de partida. Por eso su camino, el que ella llama «caminito» o vía de Infancia, es accesible a todas las almas sinceras y rectas.
Teresa trata de infundir en las almas la sencillez. Les dirá que todo se reduce a un deseo, uno solo; deseo muy sencillo y libre de rebuscamientos, de amar a Dios sinceramente, lo cual reducido a la práctica consiste en querer siempre lo que a El le agrada. ¿Podremos decir que con eso el alma ha conseguido la sencillez? Evidentemente que no; pero ha adquirido al menos la simplicidad de miras, la rectitud de intención. Ha entrado en el camino de la sencillez por la sencillez. Tiende a la simplicidad del término por la simplicidad de la intención y por la simplicidad del camino. En resumen, el camino que conduce a la santidad es el de un progreso constante, continuo, por la vía de la sencillez. En los comienzos, ésta sólo residirá en la intención y en el deseo de alcanzarla, pero impulsada por ese deseo inicial, el alma se irá liberando progresivamente de toda complicación por la vía de los pequeños sacrificios y de la renuncia total. Así, poco a poco, llegará a la sencillez perfecta, la sencillez de los Santos. En definitiva, todo se reduce al «oculus simplex» del Evangelio; ojos sencillos, mirada del corazón, limpia de intenciones torcidas.
La sencillez exterior en los modales, actitudes, lenguaje, etc., será un reflejo de la sencillez del corazón; sin ella, el exterior no será sino fachada, exenta de sencillez. Adquirida esta virtud, el alma entra en posesión de la verdad y de la sencillez evangélica. Se comprende la palabra de la Santa: «El Evangelio me basta.»
La labor de los Directores se reduce a lo estrictamente necesario para capacitar al alma a fin de que comprenda el Evangelio en toda su sencillez, y en El descubra el Amor.
¡Nada más grande y sublime que un alma así entregada! ¡Qué consolador para los Directores el saber que nuestra misión consiste en encaminar al alma para que se entregue a su Único Director, el Espíritu Santo que mora en ella! Y la mejor manera de que se entregue es crear en ella el deseo sencillo y sincero de contentar a Dios; de no tener otro anhelo ni otra preocupación que agradar a Dios, su Padre.
El alma que lo adquiere ya está entregada al Espíritu de Dios. El hará de ella una verdadera «hija de Dios». El Hijo Único del Padre, prototipo de todos los Santos, no hizo otras cosas: Yo hago siempre lo que a El le agrada (Jn. 8, 29). San Pablo no conoce medio más eficaz de santidad: A fin de que experimentéis lo que es voluntad de Dios, y cuán buena es, cuán agradable y perfecta (Rom. 12, 2).
¡Bendito sea Dios que confió a Teresa la misión de recordarnos que la sencillez es el punto de partida, el camino y el término de la santidad!
La víspera de su muerte pudo decir:
« Lo único que vale es el Amor». Esa es la esencia del Evangelio.
Ofrenda al Amor Misericordioso
«Oh Dios mío, Trinidad Beatísima... Me ofrezco como víctima de holocausto a vuestro Amor Misericordioso».
Nada mejor para terminar estas páginas que comentar la ofrenda de Teresa al Amor Misericordioso.
Este acto me parece admirable; admirable en su sencillez, sinceridad y plenitud. En él está compendiado el camino de Teresa; su deseo de amar, humilde y confiado, sostenido por su fe en el Amor Misericordioso.
Unas palabras aclaratorias. Teresa se ofrece, no a la Majestad Divina, sino al Amor; no como víctima a la Justicia Divina, sino a su Amor Misericordioso.
1
Expliquemos estos dos conceptos: Amor Misericordioso.
En concreto, ¿qué significa este acto? Es sencillamente la expresión más adecuada, la palabra más indicada para manifestar el deseo de amar a Dios y agradarle en todo. Cuando este deseo despierta en un alma y ésta se deja invadir por él, se siente impotente para amar. Y se resuelve a aprovechar todas las ocasiones u oportunidades de sacrificarse para agradar a Dios; toda su vida se orienta en este sentido. Y no pudiendo satisfacer cumplidamente sus inmensos deseos, acaba por ofrecerse. Y ¿a quién se ofrece? ¿A la santidad para reparar? No. ¿A la justicia para satisfacer? Tampoco. Al Amor para que se vuelque en ella.
¡Qué bien comprendió el corazón de Dios! Dios es Amor, dice San Juan. Tiene sed de ser amado y experimenta la necesidad de comunicarse y de ser correspondido. Y la criatura reconociendo su nada, exclama: «¡Oh Amor, haced en milo que os plazca, venid a mí, para que Vos mismo os améis en mí con vuestro Amor infinito!»
Esto es lo que hizo Teresa. Viéndose pobre e impotente para amar, no ofreció a Dios su amor. Le ofreció su indigencia para que sobre ella volcara El su amor. Sabía que el deseo Divino de comunicarse a nosotros es infinitamente mayor que nuestro deseo de recibirle. «El Bien tiende a comunicarse».
Así pues, sencillamente, para demostrar a Dios que le comprende, y para complacerle, le muestra el vacío de su pobre corazón creado, y le abre de par en par las puertas de su alma presentándosela como vaso vacío para que El lo llene; en una palabra, se ofreció al Amor.
Teresa sintió profundamente la palabra de San Pablo: «La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom. 5, 5).
Esta ofrenda es en realidad una petición; la más desinteresada, la más pura, la más sobrenatural que darse puede. Al ofrecerse, Teresa pide a Dios quiera complacerse a Sí mismo, satisfaciendo en ella su sed infinita de ser amado. Este acto de ofrenda parece la realización concreta y viviente de la descripción que hace San Pablo cuando habla de esas oraciones y gemidos inenarrables con que el Espíritu Santo dama en las almas fieles a sus mociones: el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables (Rom. 8, 26). Esos gemidos sin fórmulas, indecibles, no son sino el deseo profundo de amar que sólo puede traducirse en ofrenda al Amor poniéndose a su disposición para que ese Amor Infinito haga en ella cuanto El quiera, en actitud de sumisión perfecta a su divino querer en todo.
Teresa comprendió que ahí está la esencia de la oración que siempre encuentra eco en el Corazón de Dios: Aquel que penetra a fondo los corazones, conoce bien qué es lo que desea el Espíritu; el cual no pide cosa alguna para los santos, que no sea según Dios (Rom. 8, 27). En esta sencilla ofrenda, exenta de fórmulas y de peticiones, se pide más que en cualquiera otra oración concreta; se pide, «al modo divino», porque intercede por los santos según Dios. Y al ofrecerse, Teresa deja a Dios, en cierto modo, el camino expedito, para que su Amor Infinito pueda, en cuanto cabe, satisfacer en ella su ansia incontenible de ser amado.
En verdad que nuestra Santa comprendió a Dios mejor que muchos teólogos que creen conocerle. Le comprendió por intuición, con humildad, sencillez y candor. Y reconoció que aquel su deseo de amar provoca, en cierta manera al Amor Infinito, al mismo Dios para que colme su deseo de ser amado hasta el fin, si es que se puede hablar de límite en este deseo divino. Su acto de ofrenda no tiene otra explicación.
Pero hay más todavía. Una idea que proyecta nueva luz sobre las muchas que ya hemos recibido.
2
¿Qué es lo que se interpone con frecuencia entre las almas y el acto de amor puro? Esta vulgar objeción: «Esto es demasiado hermoso para mí; no he llegado al nivel necesario para vivir de amor, no soy digna». Teresa ha previsto esta dificultad. Siempre deseosa de animar a las almas pequeñas, añade en su ofrenda al Amor una palabra importante y decisiva; la palabra «Misericordioso». Esto es ¡infinitamente alentador y evangélico!
Sin peligro de ilusión, hemos de ver en nuestras miserias e imperfecciones, no una razón en contra, sino un motivo para entregarnos al Amor, puesto que es «Misericordioso». Se comprende que nos juzguemos indignos de ofrecernos como víctimas a la Justicia Divina. Pero aquí se trata de ofrecerse al Amor. Se le ofrece la miseria, que es el objeto propio de la Misericordia, y cuanto más abunda esta miseria, mayor es la aptitud del sujeto para la manifestación de la Misericordia Infinita.
Podemos, pues, ofrecer osadamente nuestras miserias a la Misericordia que necesita de ellas para tener en qué ejercerse, y mejor manifestarse. Una vez más hemos de reconocer que Teresa ha comprendido a Dios. Sus designios al crear el mundo actual (incluido el pecado y sus consecuencias) no han sido otros que manifestar y glorificar su Amor, en cuanto es infinitamente Misericordioso.
Nuestro orgullo se resiste a creerlo prácticamente. Ofrecer a Dios nuestras miserias es glorificarle, es complacerle, es ofrecerle una ocasión de manifestar el atributo de la Misericordia que tanto le glorifica. Ofrecer a Dios las propias miserias es sentirse liberado y curado de ellas, no por nuestro mérito, sino por el Amor de Dios que gusta de manifestarse tal cual es; es decir, Misericordioso.
Al llegar a este punto se nos ofrece una consideración. Este es ordinariamente el único medio de liberarnos de nuestras tenaces y múltiples miserias. Preciso es confesarlo; existen cantidad de imperfecciones obstinadas, sutiles, casi imperceptibles, que a pesar de nuestros esfuerzos, de nuestro trabajo y de nuestros sinceros propósitos no llegaremos a corregir, cuanto menos a extirpar; restos de egoísmo, de amor propio disfrazado, de vanidad, aficioncillas más o menos conscientes. No queda más camino que confiar en la Misericordia de Dios y esperarlo todo de su Amor Infinito y siempre Misericordioso. Es nuestro último recurso que siempre resulta infalible. La ofrenda al Amor Misericordioso es, pues, el remedio supremo de nuestras miserias.
La miseria se fía de la Misericordia. ¿De qué medio se valdrá el Amor Misericordioso para liberarnos de ella? ¿Pruebas? ¿Penas interiores o exteriores? No nos preocupemos; fiémonos del Amor Misericordioso. Si El quiere realizar su obra por medio del sufrimiento, ¡bendito sea! Pero no es a la Justicia, sino a la Misericordia a quien nos ofrecemos. Y posiblemente Dios no espera sino este acto, esta ofrenda para llevar por los caminos del Amor, muy alto y muy lejos, a muchas almas temerosas que se sienten incapaces o indignas de caminar por esa senda, a causa de sus miserias.
Creo que esta palabra, «Misericordioso», debe meditarse despacio pidiendo al Espíritu Santo ilumine nuestra alma. En esa palabra, en efecto, está toda la fuerza y el sentido de esta ofrenda. Así lo entendió Teresa: «Sabed que para ser víctima de Amor, cuanto más débil y miserable es un alma, tanto más apta es
para las operaciones de este amor que consume y transforma. El solo deseo de ser víctima basta, pero el alma ha de consentir en permanecer siempre pobre y débil, y esto es lo difícil». Quien se ofrece con humildad (condición indispensable) al Amor Misericordioso, será elevado por ese Amor Omnipotente, que se deja cautivar por la miseria del alma humilde que en El pone su confianza.
El rasgo genial de Teresa ha sido inspirar a las almas pequeñas la audacia, la osadía, el deseo de amar a pesar de la propia miseria; más aún, sacando de la misma un derecho al Amor Misericordioso. ¿No es ésta la misma entraña del Evangelio? ¿No vino Cristo para que los pequeños, los miserables, los humildes se sintieran invitados al amor?
La mejor manera de responder a esta invitación es que el alma, consciente de su nada, se ofrezca al Amor Misericordioso, con la seguridad de que, por pura Misericordia, volcará en ella las oleadas de su Amor. Este sentimiento fue el que inspiró a Teresa la idea audaz, atrevida, de ofrecerse como víctima al Amor Misericordioso. ¡Comprendió el Evangelio porque creyó!
Volvamos ahora al Carmelo de Lisieux, en la fiesta de la Santísima Trinidad, 9 de junio de 1895. Representémonos a Teresa del Niño Jesús en el momento de realizar su ofrenda como víctima de holocausto al Amor Misericordioso. Nos parece ver su alma inundada de paz. Paz que es fruto de su humildad, de su serena Fe en el Amor Misericordioso, de su confianza inquebrantable, de su inmenso deseo de amar.
Procuremos como ella obtener esta
paz. Creamos en el Amor de Dios. Confianza. Humildad. Deseo de amar. Es el
«Caminito» de nuestra Santa. Y una vez más: es la esencia del Evangelio.
Acto de Ofrenda al Amor Misericordioso
J. M. J. T.
Ofrenda de mí misma,
como víctima de holocausto,
al amor misericordioso
de Dios.
¡Oh, Dios mío, Trinidad Bienaventurada!, deseo amaros y haceros amar,
trabajar por la glorificación de la Santa Iglesia, salvando las almas que están
en la tierra y librar a las que sufren en el purgatorio. Deseo cumplir
perfectamente vuestra voluntad y alcanzar el puesto de gloria que me habéis
preparado en vuestro reino. En una palabra, deseo ser santa, pero comprendo mi
impotencia y os pido, ¡oh, Dios mío!, que seáis vos mismo mi santidad.
Puesto que me habéis amado, hasta darme a vuestro único Hijo como Salvador
y como Esposo, los tesoros infinitos de sus méritos son míos; os los ofrezco
con alegría, suplicándoos que no me miréis sino a través de la Faz de Jesús y
en su Corazón ardiendo de Amor.
Os ofrezco también todos los méritos de los santos (los que están en el
cielo y en la tierra), sus actos de amor y los de los Santos Ángeles; en fin,
os ofrezco, ¡oh Trinidad Bienaventurada!, el amor y los méritos
de la Santísima Virgen, mi Madre querida; en sus manos pongo mi ofrenda,
rogándola que os la presente. Su divino hijo, mi Amado esposo, en los días de
su vida mortal, nos dijo: «Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os será
concedido». Estoy, pues, segura que escucharéis mis deseos; lo sé, ¡oh,
Dios mío!, cuanto más queréis dar, más hacéis desear. Siento en mi
corazón deseos inmensos y os pido con confianza que vengáis a tomar posesión de
mi alma. ¡Ah!, puedo recibir la sagrada comunión con tanta frecuencia como lo
desee; pero, Señor, ¿no sois vos Todopoderoso?... Permaneced en mí, como en el
sagrario, no os apartéis jamás de vuestra pequeña hostia...
Quisiera consolaros de la ingratitud de los malos y os suplico que me
quitéis la libertad de ofenderos; si por debilidad, caigo alguna vez, que
inmediatamente vuestra divina mirada purifique mi alma, consumiendo
todas mis imperfecciones, como el fuego, que transforma todas las cosas en si
mismo...
Os doy gracias, ¡Dios mío!, por todos los favores que me habéis concedido,
en particular por haberme hecho pasar por el crisol del sufrimiento. Os
contemplaré con gozo el último día, cuando llevéis el cetro de la cruz. Y ya
que os habéis dignado hacerme participar de esta preciosa cruz, espero
parecerme a vos en el cielo y ver brillar sobre mi cuerpo glorificado las
sagradas llagas de vuestra Pasión...
Después del exilio de la tierra, espero ir a gozar de vos en la Patria,
pero no quiero amontonar méritos para el cielo, sólo quiero trabajar por
vuestro amor, con el único fin de agradaros, de consolar vuestro Sagrado
Corazón y salvar almas que os amen eternamente.
A la tarde de esta vida, me presentaré delante de vos con las manos vacías,
pues no os pido, Señor, que tengáis en cuenta mis obras. Todas nuestras
justicias tienen manchas ante vuestros ojos. Quiero, por tanto, revestirme de
vuestra propia Justicia, y recibir de vuestro amor la posesión eterna de
vos mismo. No quiero otro trono y otra corona que a Vos, ¡oh Amado
mío!
A vuestros ojos el tiempo no es nada, un solo día es como mil años; vos
podéis, pues, prepararme en un instante, para presentarme ante vos...
Para vivir en un acto de perfecto amor, ME OFREZCO COMO VÍCTIMA DE
HOLOCAUSTO A VUESTRO AMOR MISERICORDIOSO, suplicándoos que me consumáis sin
cesar, dejando desbordar, en mi alma, las olas de ternura infinita que
tenéis encerradas en vos y que, de ese modo, me convierta en mártir de
vuestro amor, ¡oh, Dios mío!
Que este martirio, después de prepararme para presentarme ante vos,
me haga finalmente morir y que mi alma se lance sin tardanza en el abrazo
eterno de vuestro amor misericordioso...
Quiero, ¡oh, Amado mío!, a cada latido de mi corazón, renovar esta ofrenda
un número infinito de veces, hasta que las sombras se hayan desvanecido y pueda
repetiros mi amor en un cara a cara eterno...
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