El desierto se identifica con lo árido. En la experiencia del trato de intimidad con Dios, esa circunstancia espiritual les sirve a los orantes que viven en la soledad y el silencio para no quedarse en la oración afectiva, consoladora, ni en la súplica interesada que se manifiesta en peticiones de auxilio, e introduce en su forma de orar la adoración como amistad en el trato con Dios. Saben que aunque parezca un tiempo perdido, nunca se le ganará al Señor en generosidad.
El enamorado de Dios ha experimentado que su vida no tiene sentido sin Él.
Los que habitan en el desierto y los que siente la llamada a la soledad y al silencio, que han recibido la gracia de escuchar la vocación a ser enteramente suyos ya estar cerca de Él, recuerdan que el discípulo amado no sólo se recostó en el pecho de su Maestro y llegó a conocer los sentimientos más íntimos de su corazón, sino que también estuvo en Getsemaní y al pie de la cruz.
Es muy posible que, en la experiencia de desierto, asalte la pesadumbre por los propios pecados, aunque se quiere ser fiel al Señor. La pobreza y la debilidad se imponen muchas veces en la conciencia. En ese instante, el secreto lo enseñan quienes en esas circunstancias no dudaron en volver su mirada al Señor, dejándose mirar por Él. El apóstol Pedro, que sintió la amargura de sus negaciones, por haberse dejado mirar por Jesucristo, escuchó las preguntas más restauradoras que puede recibir un corazón: "¿Me amas?". "¿Me quieres?".
En el desierto se forjan los testigos del amor de Dios, los que confiesan con sus vidas la absolutidad divina. Participar del espíritu del yermo es gustar el sabor de la pertenencia amorosa a Dios.
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