SERES HUMANOS, BIENES DE DIOS
Cada uno de nosotros somos una pequeña parte de la Historia de la humanidad. Lo que podríamos aplicar a los grandes personajes de este mundo, del pasado y del presente, con la misma importancia que le damos y les dan en los anales de la Historia, así somos para Dios, cada uno de nuestros corazones, de nuestros espíritus, de nuestras realidades personales. Así somos para Dios, que conoce cuántas neuronas nos quedan, cómo fluyen en nuestro sistema vascular los diversos glóbulos, cómo mueren y se regeneran cada una de las células de nuestro ser.
Esa pequeña parte de la Historia es también la Historia de Dios, de sus hijos, como el padre incluye en la suya propia su descendencia, su prole, -continuidad de su propia historia-. Ninguno carecemos de importancia para él.
A los grandes personajes de la Historia los recordamos como genios, como grandes santos, como creadores de arte, como investigadores o descubridores, como poderosos tiranos o guerreros, como grandes demócratas… Dios nos tiene en su mente y en su corazón tal y como somos, vistos por sus ojos, no por los nuestros ni por los de los demás.
Así somos para él en el desierto y en los pueblos y ciudades. Somos para él su creación. Sólo si somos pequeños, comprenderemos nuestra grandeza para él. Despreciarnos a nosotros mismos sería despreciar su amor por nosotros, sería despreciar su creación y los valores que ha puesto en cada una de sus criaturas.
AUSENCIAS Y PRESENCIAS
Podemos confundir la ausencia de todo en el desierto con querer poner la mente en blanco, o liberarnos de lo que en el día a día nos ocupa, como una huida o liberación, como un desentendimiento de nuestras obligaciones y deberes. Habremos hecho un desierto de decorado, a la medida de nuestro ego. No habremos buscado a Dios, sino nuestra paz interior, el estar bien y a gusto con uno mismo. Las claves del desierto no están en las ausencias, sino en las presencias; no en huir de nuestras propias voces o de otras, sino estar disponible para escuchar a Dios.
El desierto es el espacio, situación, momentos o parte de nuestra vida donde Dios nos posee, donde vivimos sólo para él; en cada molécula de oxígeno que respiramos, en el viento o en la quietud. Su presencia no la sentimos a través de los bienes de la naturaleza (sus iconos en los seres vivos, en la biodiversidad o los elementos climatológicos o geológicos) Su presencia está en todo el ser, visto desde él, desde Dios, no desde nosotros. Esto implica ser realistas y no permanecer estancados en una situación onírica, como tantas veces que nos sentimos llamados a buscar la bonanza y la quietud y hemos reducido la experiencia de Dios a un agradable paseo por la naturaleza.
La presencia de Dios, cuando nos toca en nuestro interior, en nuestro corazón, es experiencia de él. En la adoración, en la celebración, junto al enfermo, al débil o el desposeído, no es difícil para el creyente sentir a Dios, como Padre amoroso y lleno de ternura. Lo duro es buscarlo en las ausencias: las ausencias de la amistad, de la alegría, del trabajo bien hecho y exitoso, de la paz social, de la libertad, de la salud… Ahí es donde aprendemos del desierto a tener experiencia de Dios. Lo demás es querer hacer experimentos con Dios, y a Dios nadie lo manipula.
EL RESPETO DEL DESIERTO
El respeto por nosotros mismos es la puerta que nos abre al desierto, a un día de desierto, por ejemplo, como habitualmente hacemos.
Respetar nuestras limitaciones, sean de salud, por la edad, por los miedos, por la inmadurez, es respetar a una obra bien hecha de Dios. Jesús se internó en el desierto con el ayuno de baños de multitudes, de diálogos con los demás, de enseñanzas al pueblo. Jesús ayunó de todo eso para estar disponible sólo para Dios, de una manera temporal, durante el tiempo que Dios quisiera. Su respeto por sí mismo, como Hijo de un Padre que lo envía a un mundo que no es el mundo ideal de concordia, justicia y libertad, que no es el Reino, le ayudará a situarse como ser humano en medio de los humanos, escuchándolos, como escucha la voz del Padre en la soledad del desierto, como aprende política social desde los últimos lugares, codo a codo con un vecindario de Nazaret y en un hogar de padres trabajadores y sencillos. El desierto, puerta de su anuncio y denuncia, será el lugar donde Jesús empieza a responder como hombre: el hombre que padece el hambre y la sed, que constata la ausencia de seguridades, refugios, de posiciones de poder, de títulos.
DIOS NOS RESPETA
Dios nos respeta precisamente porque nos ama, porque no manipula nuestra voluntad y nos ofrece la libertad con la que el propio Jesús permanece en el desierto, tentado, pero no acosado, sin miedo a no saber responder ante el encuentro con el mal. Dios respeta nuestros ritmos, nuestras equivocaciones, nuestros logros. Y espera, espera también como esperamos de él el amor de cada día, el acto contemplativo de su presencia silenciosa en el pan, en la sequedad del desierto, en la alegría compartida del abrazo fraterno y el encuentro amistoso con alguien a quien esperamos y deseamos ver de nuevo.
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