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Pompilio María Pirrotti, Santo |
Sacerdote de la Orden de Clérigos Regulares de las Escuelas Pías
Martirologio
Romano: En Campi Salentina (Apulia), San Pompilio María Pirrotti, sacerdote,
religioso de la Orden de Clérigos Regulares de las Escuelas
Pías, predicador popular (1766).En la
tarde del 15 de julio de 1766, víspera de la
Virgen del Carmen, rendía a Dios su alma de apóstol
el santo escolapio Pompilio María.
Nacido el 39 de septiembre
en 1710, sintió a los dieciséis años el llamamiento a
la vida religiosa, y a raíz de la cuaresma predicada
en su patria, Montecalvo Irpino, por el padre rector de
las Escuelas Pías de la vecina capital de Benevento, localidades
ambas de la Italia meridional, escapó de su casa al
colegio de residencia del fervoroso predicador y le pidió la
sotana calasancia.
Las razones de su buen padre, que siguió
tras él, y era notable abogado, fueron estériles ante la
firme decisión del hijo. Y el noviciado y el neoprofesorio,
con sus estudios, no hicieron sino continuar el tenor de
vida inocente y penitente que ya en casa había llevado.
Allá, en efecto, muchas noches, tras la disciplina y la
oración mental, el sueño se apoderaba de él en el
propio oratorio doméstico y le tendía en el pavimento, con
la cabeza apoyada sobre la tarima del altar, hasta la
mañana siguiente.
Terminada la carrera escolapia, ejerce el apostolado de la
enseñanza durante catorce años, el primero de ellos con primeras
letras en Turi y los trece restantes, con Humanidades y
Retórica, en Francavilla, Brindis, Ortona, Chieti y Lanciano, más la
prefectura de las Escuelas y la presidencia de la Archicofradía
de la Buena Muerte.
De su apostolado entre los alumnos
se recuerdan rasgos de sobrenatural penetración. Uno de ellos es
en Lanciano. Al comenzar su clase le advierten los chicos
la ausencia de Juan Capretti. El padre Pompilio se reconcentra
y a los pocos segundos exclama: "¡Pobre Capretti! No puede
venir porque está moribundo... Pero no será nada. Vayan dos
en seguida a preguntar por él". Y corren dos muchachos
a su Casa con la anhelante pregunta. Sus padres se
extrañan, habiéndole oído levantarse y creyendo que estaba en la
escuela con toda normalidad. Suben temerosos a la habitación y,
efectivamente, lo encuentran en el suelo, de bruces, sin sentido,
próximo a expirar. Sobresaltados le levantan, le acuestan, le llaman
repetidas veces, y al fin el pobre accidentado empieza a
volver en sí, balbuciendo entre sollozos: "¡Padre Pompilio, padre Pompilio!".
No sabía sino que, al levantarse, había sido presa de
dolores y escalofríos que le hacían desfallecer sin dejarle gritar.
Después sólo sabía que le había llamado su maestro y
que ya se sentía vivir. Al volver al colegio los
dos emisarios el padre tomó pie para encarecer la necesidad
de estar a todas horas en gracia del Señor. Ni
hay que añadir el prestigio de que aureolaban al humilde
padre sucesos semejantes.
Pero en aquella misma etapa docente, de 1733
a 1747, a los dos años de ordenado de sacerdote,
el Capítulo provincial de 1736 acuerda facultarle para la predicación
de la divina palabra, sin eximirle, naturalmente, de sus tareas
escolares; y por todos aquellos mencionados colegios de la Pulla
y de los Abruzos, en que enseña a tantos niños
y jóvenes, empieza a enfervorizar desde el púlpito a hombres
y mujeres, destacándose como misionero de fuerza y eficacia sorprendentes.
Pronto merece el dictado de apóstol de los Abruzos, tras
intervenciones maravillosas que impresionan a poblaciones enteras. En el mismo
Lanciano, último de los colegios de esta etapa, cercana ya
la hora de medianoche, Pompilio sale una vez de su
habitación, abre la puerta de la iglesia, sálese a las
calles vecinas y empieza a clamar despertando a los despreocupados
durmientes, para que se levanten todos y acudan al templo,
pues él inmediatamente les va a predicar. Hasta hace lanzar
a vuelo las campanas llamando a sermón.
Ante tamaña novedad
todo Lanciano se alborota y se arremolina en torno al
púlpito del apóstol. Y el santo vidente les anuncia estremecido
que un horrendo terremoto se va a dejar sentir en
toda la comarca, pero que ellos no teman, pues su
celestial Patrona la Virgen del Puente intercede de manera singular
por la afortunada población.
En efecto, aún está hablando cuando
un ronco fragor subterráneo, que avanza desde la lejanía, hace
temblar el suelo y vacilar los edificios, oprimiendo de espanto
y crispando de nerviosismo a la totalidad del auditorio. Afortunadamente,
el seísmo se desvía, y un respiro de alivio sucede
al agobio. La alarma del Santo no ha sido vana.
La explosión de gratitud tras la oleada de terror es
confesión colectiva del fruto de aquellas vigilias, henchidas de proféticas
visiones, en que el santo predicador, cual otro Abraham, participa
en la mediación y el secreto de los castigos y
de las condescendencias divinas.
Segunda etapa en la vida escolapia de
San Pompilio es su estancia en Nápoles por otros doce
años, 1747-1759. Tanto en el colegio de Caravaggio como en
el de la Duquesa, ambos en la capital del reino
napolitano, hallará campo más vasto para su celo. Desde Lanciano
había solicitado del Papa el título de misionero apostólico. Benedicto
XIV no le contestó; pero intensificó las misiones en las
Dos Sicilias, en tanto que los superiores de la Orden
desligaban a Pompilio de la tarea de la enseñanza para
dedicarle plenamente a capellán permanente, predicador cotidiano y a confesor
continuo de chicos y grandes en la iglesia de los
respectivos colegios. Y en tal ambiente, y como director de
la Archicofradía de la Caridad de Dios, se entrega a
una vida apostólica fervorosísima, que Dios sella con incontables y
sorprendentes prodigios. Tal vez hace falta en Nápoles un revulsivo
así, cuando el regalismo de Tanucci, ministro del rey Carlos,
el que luego en España será Carlos III, amenaza a
la Iglesia en el reino no menos que el jansenismo
de los capellorini.
Una madre acude un día a la
iglesia de Caravaggio con el inaplazable problema de que se
le ha caído su hijito a un pozo. Pompilio se
compadece, parte con ella hasta el brocal, hace la señal
de la cruz, y en los procesos consta la maravilla
de que el nivel de las aguas empieza a subir,
como si el pozo las regurgitara, hasta que aflora el
niño, ileso y sonriente, al alcance de la mano de
su madre enloquecida.
Una penitente del taumaturgo sufre los malos
tratos de su marido, hombre vicioso y de áspera condición.
Se encomienda a las oraciones de su confesor y experimentan
las cosas tal cambio que hasta el esposo invita a
un paseo por el campo el próximo domingo a su
antes odiada mujer. Corre ella a contárselo al confesor, pero
éste, sin darle total crédito, la pone en recelo y
la aconseja que le llame, si llega a verse en
peligro. Realízase lo del paseo dominical, mas ya en pleno
campo el pérfido consorte saca un cuchillo y trata de
asesinarla; pero, al invocar ella al padre Pompilio, aparece su
figura demacrada y austera, arrebata el arma al asesino y
le increpa de tal forma que cae de hinojos compungido
y con promesa de confesión. Va, efectivamente, a confesarse a
la mañana siguiente con el propio San Pompilio, y éste
le muestra el consabido cuchillo. Pero lo más notable es
que, a la hora precisa del frustrado atentado, el Santo
estaba en público, en el púlpito de su iglesia, e
interrumpió unos momentos su sermón, como abstraído en otra cosa,
y lo continuó después sin aludir a nada. No tardó
en saberse todo y quedó depuesto en los testimonios procesales.
La bilocación no es fenómeno desconocido en las vidas de
los santos.
Más tierno y humano fue el incidente del
sermón del 17 de noviembre de 1756. Lo interrumpió en
el momento más inspirado de un párrafo vibrante; permaneció mudo
unos minutos, que al expectante público parecieron eternos, y a
continuación explicó: "Suplico un requiem aeternam por el alma bendita
de mi madre, que en este instante acaba de fallecer".
Y así innumerables hechos asombrosos.
Mas la santidad no se
prueba en los prodigios, sino en la tribulación y el
sufrimiento. ¿Fue política externa de regalismo? ¡Fue política interna de
separación de provincias entre la Pulla y la Napolitana? ¿Fueron
—y es lo más probable— maquinaciones de los capellonni jansenistas
que chocaban con las misericordiosas benignidades del confesonario del padre
Pompilio? Lo cierto es que tanto del palacio real como
de la cancillería arzobispal salieron órdenes a principios de 1759
suspendiendo del ministerio y desterrando del reino al taumaturgo de
Nápoles. Los caballos de la calesa que le llevó primero
al colegio de Posilino no quisieron arrancar hasta que el
padre rector dio por obediencia la orden al propio desterrado.
Consumado el primer paso, llegó de Roma el destino a
Luga, en la Emlia, y a Ancona, en las Marcas,
regiones centrales de Italia con colegios que no eran de
la Pulla ni de Nápoles.
De cuatro años fue esta
que podemos llamar tercera etapa de la vida apostólica de
San Pompilio, ni menos fervorosa ni menos fecunda que la
de Nápoles o los Abruzos, y avalada además con la
resignación y humildad con que abrazó toda obediencia. Pero el
Señor dispuso su rehabilitación con la vuelta triunfal a Nápoles,
el rectorado de Manfredonia, el apostolado en su ciudad natal
de Montecalvo y el rectorado con el magisterio de novicios
en Campi Salentino de la Pulla, donde brillaron sus últimos
destellos y dejó con sus huesos la ejemplaridad de su
santísima muerte. Por cierto, aquí revivió la figura del entero
escolapio con sus preocupaciones docentes y hasta haciéndose cargo provisional
de la escuela de los pequeñines.
Pero no hay que
omitir el doble carácter de externa austeridad y de dulzura
interior que tiene las dos caras de la espiritualidad pompiliana.
En pleno siglo XVIII, el de Voltaire y Rousseau, del
enciclopedismo y del regalismo, del iluminismo y racionalismo, pródromos de
la Revolución Francesa, San Pompilio predicó principalmente de los Novísimos
o Postrimerías con los acentos de un San Vicente Ferrer,
y plasmó la devoción a las almas del purgatorio en
prodigios que pueden parecer ridículos al contarlos, pero que dejaron
honda huella de pasmo y terror en los testigos presenciales
al realizarse, como el rezar el rosario alternando con las
calaveras de la cripta o carnerario de la iglesia de
Caravaggio, o saludar y recibir contestación verbal de los esqueletos
del cementerio de Montecalvo, y no en forma privada, sino
ante multitudes. Por otra parte, su devoción a la Virgen
obtuvo coloquios como el del Ave María contestado con un
"Ave, Pompilio" de parte de la Mamma bel-la, como él
llamó siempre a Nuestra Señora, y el bel-lo Amante fue
el Corazón de Jesús, cuya devoción propagó con tantos favores
y prodigios como Santa Margarita María de Alacoque. Fue, pues,
San Pompilio una llamarada de sobrenaturalismo en los momentos mismos
en que empezaba el intento de descristianización de los siglos
XVIII y XIX de la Edad Moderna.
Fue canonizado el 19
de marzo de 1934 por S.S. Pío XI.
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