lunes, 23 de julio de 2012

Juan Casiano, Santo


Sacerdote, 23 de julio
 
Juan Casiano, Santo
Juan Casiano, Santo

Presbítero

Martirologio Romano: En Marsella, ciudad de la Provenza, en la Galia, san Juan Casiano, presbítero, que fundó un monasterio para varones y otro para mujeres, y, como fruto de su larga experiencia en la vida monástica, escribió para los monjes dos obras: Instituciones Cenobíticas y Conferencias de los Padres (c. 435).

Etimológicamente: Juan = Dios es misericordioso, es de origen hebreo.
El patriarca de la vida monástica, a quien se llama simplemente Casiano, nació hacia el año 360, probablemente en Dobruja, ciudad de Rumania. No es imposible que haya luchado contra los godos en la batalla de Andrinópolis. Alrededor del año 380, partió con un amigo suyo llamado Germán, a visitar los Santos Lugares. Ambos se hicieron monjes en Belén. Pero en aquella época, el centro de la vida contemplativa era Egipto. Así pues, los dos amigos se trasladaron allá y visitaron uno a uno en la soledad a los famosos santos varones "que estaban llamados a desempeñar una alta misión en el mundo: no sólo la de orar por él, sino la de edificar e instruir a las generaciones futuras" (Ullathorne). Durante algún tiempo, Casiano y Germán llevaron vida eremítica bajo la dirección de Arquebio. Después, Casiano se trasladó al desierto de Esquela para hablar con los anacoretas que habitaban en cuevas excavadas en la ardiente roca y para vivir en los "cenobios" o monasterios de los monjes. No sabemos por qué razón, Casiano emigró a Constantinopla hacia el año 400. Ahí fue discípulo de San Juan Crisóstomo, quien le confirió el diaconado. Cuando se depuso al gran santo, contra todas las leyes canónicas y contra toda justicia, Casiano fue uno de los legados enviados a Roma para defender la causa del arzobispo ante el Papa San Inocencio I. Tal vez en Roma recibió la ordenación sacerdotal, pero no volvemos a saber nada de él hasta que le encontramos en Marsella, varios años después.

Ahí fundó Casiano dos monasterios: uno para monjes, en el sitio en que había sido sepultado el mártir San Víctor, y otro para religiosas. Casiano y sus monasterios habían de irradiar en el sur de la Galia el espíritu y el ideal ascético de Egipto. Para guía e instrucción de sus discípulos, Casiano compuso sus "Conferencias" o "Colaciones" y las "Reglas de la vida monástica." Ambas obras estaban destinadas a ejercer una influencia inmensamente mayor de lo que su autor pudo sospechar. En efecto, San Benito las recomendó, junto con las "Vitae Patrum" y la Regla de San Basilio, como la mejor lectura que sus monjes podían hacer después de la Biblia. También es sensible la influencia de Casiano en la Regla de San Benito y en su espiritualidad, de suerte que puede decirse que Casiano influenció a la cristiandad entera a través de San Benito. En los cuatro primeros libros de las "Reglas de la vida monástica" describe la forma de vida que deben llevar los monjes; el resto de la obra está consagrado a las virtudes que deben tratar de adquirir y a los pecados mortales en los que más peligro tienen dé caer. Casiano dice en el prefacio de dicha obra: "No voy a describir milagros y prodigios ni a contar anécdotas. Porque, aunque mis mayores me contaron muchas cosas increíbles y aunque me ha sido dado presenciar algunas con mis propios ojos, el repetirlas produce simplemente asombro en el lector, pero no contribuye a instruirle en el camino de la perfección." Tal sobriedad es característica de Casiano.

Es curioso que el Martirologio Romano no mencione a Casiano. Sin duda que Baronio no quiso incluirle en él, porque en su época se le consideraba como el iniciador y el principal exponente de las enseñanzas que ahora se conocen con el nombre de semipelagianismo. Casiano expuso su teoría en su tratado "Acerca de la Reprobación y de la Gracia", en el curso de una controversia acerca de San Agustín; basándose en dicho tratado, se puede tachar a Casiano de "anti-agustinista", pero no de semipelagiano. El santo pasó todo el resto de su vida en Marsella, donde murió hacia el año 433. Los bizantinos celebran su fiesta el 29 de febrero.

Juan Casiano

Juan Casiano
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Juan Casiano (Johannes Cassianus)
Padre de la Iglesia
Nacimiento Entre 360 y 365
Escitia Menor
Fallecimiento ca. 435
Marsella (Francia)
Venerado en Iglesia Católica
Iglesia Ortodoxa
Festividad 23 de julio en diócesis de Marsella y 29 de febrero en la Iglesia griega ortodoxa
Juan Casiano o Cassiano (Entre 360 y 365 - ca. 435). Sacerdote, asceta y Padre de la Iglesia. Nació en la actual Dobruja en Rumanía, en la desembocadura del Danubio, aunque es seguro que se formó en Belén y vivió durante siete años como eremita en el desierto de Egipto. Posteriormente recibió el diaconado en Constantinopla de manos de san Juan Crisóstomo, y fue ordenado sacerdote en Roma por el papa Inocencio I.
Hacia 415 fundó la Abadía de San Víctor de Marsella, formada por dos monasterios, uno masculino y otro femenino, para los que escribió sus escritos más importantes: las Institutiones, en las que expone las obligaciones del monje y examina los vicios contra los que ha de estar prevenido; y sus veinticuatro Collationes o Conferencias, en los que, en forma de diálogos con monjes famosos de la antigüedad —como un complemento a las Institutiones— trata diversos aspectos de la vida monacal, alaba la vida eremítica e indica que la vida ascética es la mejor vía para luchar contra el pecado.
Obsesionado por la sexualidad,[cita requerida] la fornicación (fornicatio) es analizada por Casiano con minuciosidad: en el sexto capítulo de las Instituciones, «Sobre el espíritu de fornicación», y en varias de las Conferencias: en la cuarta, sobre «La concupiscencia de la carne y del espíritu»; en la quinta, sobre «Los ocho vicios principales»; en la duodécima, sobre «La castidad»; y en la vigesimosegunda, sobre «Las ilusiones nocturnas».
En la V Conferencia, divide el pecado de la fornicación en tres tipos: el primero consiste en la «conjunción de los dos sexos» (commixtio sexus utriusque); el segundo se comete «sin contacto con la mujer» (absque femineo tactu), lo que llevó a Onán a la condenación; el tercero es «concebido por el pensamiento y el espíritu». 
Por ser el origen de todos los demás pecados, la pareja que forman la gula y la fornicación debe ser arrancada, como si fuese «un árbol gigante que extiende su sombra a lo lejos». En el sistema filosófico de Casiano aquí radica la importancia ascética del ayuno como medio para vencer la gula y atajar la fornicación. Esa es la base del ejercicio ascético.
La fornicación es entre los ocho pecados fundamentales el único que, por ser a la vez innato, natural y corporal en su origen, hay que destruirlo totalmente, como es necesario hacerlo con los vicios del alma, que son la avaricia y el orgullo. Se impone, pues, la mortificación radical que nos permita vivir en nuestro cuerpo previniéndonos de las inclinaciones de la carne. «Salir de la carne permaneciendo en el cuerpo». La castidad era el centro del sistema de Casiano, que obligaba al monje a una represión constante en un estado de agotadora vigilia permanente en cuanto a las más mínimas inclinaciones que se pudieran producir en su cuerpo y en su alma. Velar día y noche; durante la noche para prevenirse del día y de día pensando en la próxima noche. Decía Casiano: «Así como la pureza y la vigilia durante el día predisponen a permanecer casto durante la noche, del mismo modo la vigilia nocturna fortalece el corazón y lo pertrecha de fuerzas que ayudarán a mantener la castidad durante el día.» Tal estado de vigilia suponía la puesta en práctica del proceso de «discriminación», que ocupaba el centro de la técnica casiana de autocontrol de la castidad en seis etapas sucesivas, que sigue usando la Iglesia. Casiano consideraba que se había llegado al culmen del progreso de la castidad cuando no se producían poluciones nocturnas involuntarias.
Sus escritos teológicos influyeron en las doctrinas semipelagianas.

Posteridad

San Benito de Nursia recomendó a sus monjes la lectura de los escritos de Juan Casiano, y los utilizó como fundamento para su regla, donde en ciertos pasajes se repiten casi palabra por palabra pasajes de Casiano y la misma regla afirma que debe ser prolongada por las Conferencias de los Padres y sus Instituciones de Casiano.
Hasta ahora, los monjes de Occidente le han apreciado como uno de los principales maestros de la vida monástica y consideran que les ha permitido beneficiarse de la rica experiencia de los primeros monjes de Oriente.
Después de su muerte, el segundo Concilio de Orange, en 529, condenó el semipelagianismo y dio una formulación teológica de la gracia tal como preconizaba san Agustín. El concilio se pronunció contra los que, como Juan Casiano de Marsella, Vicente de Lerins y Fausto de Riez, daban un papel más importante al libre albedrío.
Esto probablemente explica porqué Juan Casiano no haya sido un santo de la Iglesia católica romana, aunque sí se le venera localmente. Algunas localidades cerca de Lérins llevan su nombre y se le guarda a veces la memoria de su fiesta el 23 de julio en estas villas o en Marsella. Sus escritos, sin embargo, han sido leídos ampliamente en los monasterios de Occidente.
Por el contrario, sí figura en el calendario de santos de la Iglesia ortodoxa donde es muy estimado por sus escritos y por sus opiniones sobre la gracia, en las que los ortodoxos se reconocen, mejor que en las de san Agustín, en las posiciones tradicionalmente enseñadas por los Padres ortodoxos. Así es como monjes (y obispos) ortodoxos a menudo llevan su nombre. Su fiesta se celebra el 29 de febrero (o 28 de febrero en años no bisiestos).

Bibliografía

  • San Juan Casiano: Instituciones. Traducción española por L. y P. Sansegundo, Ed. Rialp, col. Neblí n. 15, Madrid, 1957.
  • San Juan Casiano: Colaciones. Traducción española por L. y P. Sansegundo, Ed. Rialp, col. Neblí nn. 19 y 20, Madrid, 1958 y 1962.
  • Michel Foucault: La lucha por la castidad. En Ph. Ariés, A. Béjin, M. Foucault y otros : Sexualidades occidentales. Paidós. Buenos Aires. 1987.

Enlaces externos

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 Monje y escritor ascético del sur de la Galia, primero en introducir las reglas del monacato oriental en Occidente; nació, probablemente, en Provenza hacia el 360 y murió alrededor de 435, probablemente cerca de Marsella. Genadio se refiere a él como escita de nacimiento (natione Scytha), pero se considera que es una afirmación errónea basada en el hecho de que Casiano pasó varios años de su vida en el desierto de Escitia (heremus Scitii), en Egipto. Hijo de padres ricos, recibió una buena educación, y cuando aún era joven visitó los santos lugares en Palestina, acompañado por su amigo Germano, algo mayor que él. En Belén Casiano y Germano asumieron las obligaciones de la vida monástica, pero como ocurre con muchos de sus contemporáneos, el deseo de adquirir la ciencia de la santidad directamente de sus más eminentes maestros, pronto los llevó de sus celdas en Belén a los desiertos egipcios. Antes de abandonar su primera casa monástica, ambos amigos prometieron volver lo antes posible, pero esta cláusula la interpretaron muy ampliamente, puesto que no volvieron a ver Belén hasta siete años después. Durante su ausencia visitaron a los solitarios más famosos de Egipto por su santidad y se sintieron tan atraídos por sus grandes virtudes que después de conseguir en Belén una extensión de su permiso de ausencia, volvieron a Egipto donde permanecieron siete años más. Fue durante este período de su vida que Casiano recopiló los materiales para sus dos principales obras, “Institutos “y “Conferencias”. Ambos pasaron de Egipto a Constantinopla donde Casiano se convirtió en el discípulo preferido de San Juan Crisóstomo. El famoso obispo de la capital oriental elevó a Casiano al diaconato y le encomendó los tesoros de su catedral. Después de la segunda expulsión de Crisóstomo, Casiano fue enviado a Roma por el clero de Constantinopla para interesar al Papa San Inocencio I a favor de su obispo. Fue probablemente en Roma donde Casiano fue ordenado sacerdote, pues es cierto que al llegar a la Cuidad Eterna aún era diácono. Desde este momento ya no se vuelve a oír sobre Germano, y de Casiano mismo no se conoce nada por la próxima década.
Hacia el 415 estaba en Marsella donde fundó dos monasterios, uno para hombres, sobre la tumba de San Víctor, un mártir de la última persecución cristiana de Maximiano (286-305), y el otro para mujeres. El resto de sus días los pasó en o cerca de Marsella. Su influencia personal y sus escritos contribuyeron mucho a la difusión del monacato en occidente. Aunque nunca fue formalmente canonizado, San Gregorio I Magno lo consideraba un santo, y se cuenta que el Papa Urbano V (1362-1370), quien había sido abad de San Víctor, hizo que se grabaran las palabras “San Casiano” en el relicario de plata que contenía su cabeza. Su fiesta se celebra en Marsella, con octava, el 23 de julio y su nombre se halla entre los santos del calendario griego.
Las dos principales obras de Casiano tratan de la vida cenobítica y de los pecados principales o mortales. Se titulan: "De institutis coenobiorum et de octo principalium vitiorum remediis libri XII" y "Collationes XXIV". La primera fue escrita entre el 420 y 429. Casiano mismo describe la relación entre las dos obras (Instit., II, 9) de la siguiente manera: “Estos libros [Institutos]… tratan principalmente de lo que pertenece al hombre exterior y de las costumbres de los cenobios (es decir, las institutos de vida monástica en común); las otras [las Collationes" o Conferencias) tratan más de la disciplina del hombre interior y la perfección del corazón". Los primeros cuatro libros de los "Institutos” tratan de las reglas que gobiernan la vida monástica, ilustradas con ejemplos sacados de la observación personal del autor en Egipto y Palestina; los ocho libros restantes están dedicados a los ocho principales obstáculos que encuentran los monjes en el camino hacia la perfección: gula, impureza, avaricia, ira, desaliento, accidia (tedio), vanagloria y orgullo. Las “Conferencias” contienen el relato de las conversaciones de Casiano y Germano con los solitarios egipcios, sobre el tema de la vida interior. Lo compuso en tres partes: el primer fascículo (libros I-X) estaba dedicado al obispo San Leoncio de Fréjus y a un monje (luego obispo]] llamado Heladio; el segundo (libros XI-XVII), a San Honorato de Arles y a San Euquerio de Lyon; el tercero (libros XVIII-XXIV), a los “santos hermanos” Joviniano, Minervo, Leoncio y Teodoro.
Ambas obras, especialmente la segunda, fueron muy estimadas por sus contemporáneos y por varios fundadores de órdenes religiosas posteriores. San Benito de Nursia utilizó a Casiano al escribir su Regla y ordenó que se leyeran diariamente en sus monasterios selecciones de las “Conferencias”, a las que llamó espejo del monacato (speculum monasticum). Casiodoro también recomendaba las “Conferencias” a sus monjes, sin embargo con reservas respecto a las ideas del autor sobre el “libre albedrío””. Por otra parte, el decreto atribuido al Papa Gelasio “De recipiendis et non recipiendis libris" (de principios del siglo VI), censura esta obra como “apócrifa” es decir, que contenía doctrinas erróneas. Euquerio de Lyons hizo un resumen de la obra, que ha llegado a nuestros días (P.L., L, 867 ss.).
Una tercera obra de Casiano, escrita hacia 430-431, a petición del archidiácono romano León, que después fue Papa San León I Magno, era una defensa de la doctrina ortodoxa contra los errores de Nestorio: "De Incarnatione Domini contra Nestorium" (P.L., L, 9-272). Parece que se escribió con alguna precipitación y, consiguientemente, no es del mismo valor que las otras del mismo autor. Una gran parte consiste de pruebas, sacadas de la Escritura, la Divinidad de Nuestro Señor y en apoyo del título de María como “Madre de Dios”; el autor denuncia el pelagianismo como fuente de la nueva herejía, que considera incompatible con la doctrina de la Trinidad.
Sin embargo, el mismo Casiano no escapó de la sospecha de enseñanzas erróneas; de hecho, se le considera originador de lo que, desde la Edad Media, se ha conocido como semipelagianismo. En su tercera y quinta, pero especialmente en la décimo tercera, de sus “Conferencias” se hallan puntos de vista de ese estilo atribuidos a él. Preocupado como estaba por las cuestiones morales, exageró el papel del libre albedrío al reclamar que los pasos iniciales hacia la salvación estaban en poder de cada individuo, sin la ayuda de la gracia. La enseñanza de Casiano sobre este punto fue una reacción contra lo que él veía como una exageración de San Agustín en su tratado "De correptione et gratia" respecto al poder irresistible de la gracia y la predestinación. Casiano vio en la doctrina de San Agustín un elemento de fatalismo y mientras trataba de encontrar una via media entre las opiniones del gran obispo de Hipona y Pelagio, presentó ideas que eran solamente menos erróneas que las del heresiarca mismo.
No negaba la doctrina de la caída: hasta admitía la existencia y necesidad de una gracia interior, que apoya a la voluntad para resistir las tentaciones y lograr la santidad. Pero afirmaba que después de la caída aún quedaba en cada alma “algunas semillas de bondad… implantadas por la bondad del Creador”, la que, sin embargo, debe ser “avivada por la asistencia de Dios”. Sin esta ayuda “no serán capaces de conseguir un aumento de la perfección” (Coll., XIII, 12). Por consiguiente “debemos preocuparnos de no referir todos los méritos de los santos al Señor de tal manera que solo atribuyamos a la naturaleza humana lo que es perverso”. No debemos mantener que “Dios hizo al hombre tal que no puede nunca desear o ser capaz del bien, pues de lo contrario no le ha concedido una voluntad libre, si sólo puede querer o ser capaz de lo que es malo” (ibid.).
Los tres puntos de vista opuestos se han resumido de la siguiente manera: San Agustín veía al hombre en su estado natural como muerto, Pelagio como muy sano y Casiano como enfermo. El error de Casiano fue ver un acto puramente natural, que procede del ejercicio del libre albedrío, como el primer paso para la salvación. Casiano no tomó parte en la controversia sobre sus enseñanzas que surgió poco antes de su muerte. Su primer oponente, Tiro Próspero de Aquitania se refiere a él, sin nombrarlo, como hombre de virtudes más que ordinarias. El semipelagianismo fue por fin condenado por el Concilio de Orange en 529.

Bibliografía: La mejor edición de las obras de Casiano es la de PETSCHENIG (Viena, 1886-1888); GIBSON publicó parte de sus escritos en la serie de los Padres Nicenos y Post-Nicenos (Oxford y New York, 1894), XI. Ver también HOLE e Dicc. de Biog. Crist. I, 414 ss. (Londres, 1877); GODET en Dicc. de Teol. Cat. (París, 1906), II, 1824 ss. BARDENHEWER, Les Pères de l'église (París, 1905), II; GRÜTZMACHER en Realencyklopädie f. prot. Theol. (Leipzig, 1897), III, 746 ss.; POHLE en Kirchenlex., II, 2021 ss.; HOCH, Lehre des Johannes Cassianus von Natur und Gnade, etc. (Freiburg, 1896); CHEVALIER, Rep. bio-bibliogr. (Paris, 1905), 796-97.
Fuente: Hassett, Maurice. "John Cassian." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/03404a.htm>.
 
 

LA ORACION CONTINUA por San Juan Casiano

                                              
                                                                                        
CONFERENCIA X, CAPÍTULO X: Del método de la oración continua.

El símil que has tomado, de la oración continua que admirablemente has comparado con la enseñanza a los niños, está plenamente justificado. Los niños sólo pueden tomar las primeras lecciones del alfabeto y reconocer las formas de las letras, y dibujar sus figuras con una mano firme si la tienen, mediante la copia de formas cuidadosamente impresas en cera, se acostumbran a expresar sus figuras, por la constante mirada e imitación diaria. Análogamente en la ciencia del espíritu, es preciso que tengamos un modelo hacia el cual orientar con insistencia nuestra mirada.
Tenemos que darle la forma de esta contemplación espiritual, en la que siempre se puede fijar la mirada con la máxima firmeza, y aprender a considerarlo beneficioso en la continuidad ininterrumpida, así como lograr por la práctica de la misma y por la meditación subir a una conciencia aún más elevada. Esta fórmula debe entonces ser propuesta tomándola de este sistema de oración, que tú quieres y que todo monje está acostumbrado a considerar en su progreso hacia el continuo recogimiento en Dios, renovándola sin cesar en su corazón, dejando de lado todo tipo de pensamientos, porque no podría sostenerla si no se ha liberado a sí mismo de todos los cuidados y ansiedades.

Y así como esto fue entregado a nosotros por unos pocos de los más antiguos padres que quedaron, es sólo divulgado por nosotros a muy pocos y a aquellos que están realmente interesados.

Y así, para mantener el recogimiento continuo de Dios, esta fórmula piadosa debe estar siempre puesta delante de ti. "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”. Este versículo no ha sido tomado de todas la Escritura para este fin injustificadamente. Porque contiene todos los sentimientos que pueden ser implantados en la naturaleza humana, y puede ser bien adaptada a cualquier condición, y a todos los peligros.

Dado que contiene una invocación a Dios en contra de todos los peligros, una piadosa y humilde confesión, y una vigilancia sobre la ansiedad y el miedo continuo. Contiene la conciencia de la propia debilidad, la confianza en la respuesta, y la certeza de una ayuda presente y siempre disponible. Para quien está constantemente llamando a su protector, es la certeza de que Él está siempre a mano. Contiene el resplandor del amor y la caridad, es como la exclamación del alma a la vista de las acechanzas que la rodean, que tiembla ante los enemigos que la asedian día y noche, y de quienes sabe que no puede librarse sin la ayuda de su defensor.

Este versículo es un muro inexpugnable y protector, una coraza impenetrable y un escudo firmísimo contra todos los embates. Quien vive dominado por la aflicción de espíritu o la tristeza, o abrumado por algún pensamiento, encuentra en estas palabras un remedio saludable. Ya que nos muestra que aquel a quien invocamos es testigo de nuestros combates y no se aleja nunca de los que en Él confían.

Se nos advierte a nosotros cuya herencia es el éxito espiritual y el deleite de corazón, que no debemos estar exaltados o inflamados por nuestra condición de felicidad, esta nos asegura que no puede durar sin Dios como nuestro protector, al tiempo que le implora a El que venga siempre, e incluso pronto a ayudarnos. Este versículo será útil y provechoso a cada uno de nosotros en cualquier condición en que podamos encontrarnos.
Para alguien que siempre y en todos los asuntos quiere ser ayudado, muestra que necesita la ayuda de Dios no sólo en asuntos difíciles o tristes, sino también por igual en los prósperos y felices, para que pueda ser liberado de unos y también para poder continuar en los otros, puesto que de Dios depende tanto el librarnos de la adversidad como el hacernos vivir en la alegría. Ya que la debilidad humana no puede, sin la ayuda de Dios, mantenerse ni frente a los bienes ni frente a los males de la existencia.

Supongamos que estoy afectado por la pasión de la gula. Pido alimentos de los que el desierto no sabe nada, y en lo más profundo del desierto son llevados a mí los olores de los deleites del rey y creo que incluso en contra de mi voluntad me siento atraído mucho por ellos.Debo decir de inmediato: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

Me siento inclinado a anticipar la hora fijada para la cena, o estoy tratando con gran dolor de corazón mantenerme en los límites de mi magra ración de pobre. Tengo que gritar con gemidos: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme.”

La debilidad del estómago me impide querer ayunar más severamente, a causa de los asaltos de la carne, o la sequedad del vientre y el estreñimiento me asustan. A fin de poder cumplir mis deseos, o bien que el fuego de la lujuria carnal pueda ser apagado sin el recurso de un ayuno más estricto, tengo que orar: ""Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

Cuando voy a la cena, a la hora indicada y detesto tomar los alimentos y me veo impedido de comer cualquier cosa para satisfacer las exigencias de la naturaleza: tengo que llorar con un suspiro: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

Cuando quiero en aras de la firmeza de corazón dedicarme a la lectura, un dolor de cabeza interfiere y me detiene, o me vence el sueño a las nueve de la mañana. Si levanto la cabeza y me hago violencia para leer, no tardaré en seguida en caer rendido sobre mi libro sagrado. ¿Qué haré yo en este estado? Clamar a Dios desde el fondo de mi corazón: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

El sueño permanece alejado de mis ojos, y muchas noches me encuentro cansado con falta de sueño e ilusiones causadas por el diablo. Sin poder pegar los ojos, me resulta imposible tomar el descanso reparador que necesito por la noche. Entonces tengo que suspirar y orar: ""Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

Mientras todavía estoy en medio de una lucha con el pecado, de repente una irritación de la carne me afecta y trata con una sensación placentera hacerme consentir, mientras duermo. A fin de que un voraz incendio no queme las flores fragantes de la castidad, tengo que gritar: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

Siento que la tentación a la lujuria se retira, y que el calor de la pasión se ha desvanecido de mis miembros: Con el fin de que este buen estado adquirido, o más bien que esta gracia de Dios pueda quedarse más tiempo o para siempre conmigo, yo sinceramente debo decir: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

Estoy preocupado por los dolores de la ira, la codicia, la oscuridad, que llevaron a perturbar el estado de paz en que yo estaba y que era querido para mí. Para no me deje llevar por la pasión rabiosa en la amargura de la hiel, tengo que gritar con profundos gemidos: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

Me encuentro juzgando, por estar inflamado por la acedía, la vanagloria y el orgullo, y mi mente con pensamientos sutiles se halaga a causa de la frialdad y el descuido de los demás. Con el fin de que esta sugerencia peligrosa del enemigo no pueda obtener el dominio sobre mí, tengo que orar con toda contrición de corazón: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

He ganado la gracia de la humildad y sencillez, y al estar continuamente mortificando mi espíritu, me he librado de la petulancia del orgullo: a fin de que no “venga contra mí el pie del orgullo" y "la mano del pecador no me moleste", y para que no pueda ser más seriamente dañado por la euforia de mi éxito, he de llorar con todas mis fuerzas: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

Estoy sobre ascuas con innumerables y variados vagabundeos de mi alma y astucia de mi corazón, y no puedo recoger mis pensamientos dispersos, ni siquiera puedo decir mis oraciones sin interrupción de imágenes de figuras vanas y el recuerdo de conversaciones y acciones, y me siento atado por la sequedad y la esterilidad, y siento que no puedo dar a luz las ideas espirituales. Para que me sea concedida la liberación de este estado desolador, cuando ni las lágrimas ni los suspiros han sido suficientes, debo ponerme a salvo con esta plegaria: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

Una vez más, siento que por la visita del Espíritu Santo he adquirido propósito del alma, firmeza de pensamiento, agudeza de corazón, junto con un gozo inefable y el transporte de la mente, y en la exuberancia de los sentimientos espirituales he percibido por una súbita iluminación de parte del Señor una abundante revelación de santas ideas que antes estaban escondidas para mí. A fin de que me sea concedido gozar largo tiempo de esta luz, debo decir a menudo y con toda el alma: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

Rodeado por los horrores nocturnos de los demonios estoy agitado, y estoy perturbado por sus apariciones fantasmales. Mi esperanza de vida y salvación es retirada por el horror del miedo. Volando hacia el refugio seguro de este versículo, como en un puerto de salvación, voy a gritar con todas las fuerzas: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

Una vez más, cuando he sido restaurado por el consuelo del Señor, y, animado por su venida, me siento como acompañado por miles y miles de ángeles, de modo que, de repente, me atrevo a buscar el conflicto y provocar una batalla con quienes hace poco tiempo atrás yo temía más que a la muerte, y cuya cercanía o toque sentía con estremecimiento de la mente y el cuerpo. A fin de que el vigor de este coraje pueda, por la gracia de Dios, continuar en mí por más tiempo, tengo que gritar con todas mis fuerzas: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”

Sea, pues, este versículo el alimento constante de nuestra oración. En la adversidad, para vernos libres de ella; en la prosperidad, para mantenernos firmes y precavidos contra la soberbia. Que el pensamiento de este versículo sea repetido sin cesar en tu pecho. Cualquiera que sea el trabajo que estés haciendo, o el oficio de tus manos, o el viaje que estés haciendo, no dejes de entonar esto. Cuando vas a la cama, o a comer, y en las últimas necesidades de la naturaleza, piensa en esto. Este pensamiento en tu corazón vendrá a ser para ti una fórmula de salvación, y no sólo mantenerte sano y salvo de todos los ataques de los demonios, sino también purificarte de todas las faltas y las manchas terrenales, llevándote a la contemplación celestial e invisible, a aquel ardor inefable de oración de los cuales muy pocos tienen experiencia. Que el sueño venga sobre ti mientras pronuncias este versículo, hasta que, a fuerza de repetirlo, adquieras el hábito de decirlo incluso hasta en el sueño.
 Cuando te despiertes que sea lo primero que venga a tu mente, deja que anticipe todos tus pensamientos de vigilia, al levantarte ponte de rodillas y que desde entonces a lo largo de tus acciones no te abandone durante todo el día. Deberías pensar sobre esto, de acuerdo al mandato del Legislador: "en casa y yendo de camino, durmiendo y despiertos”.

Esto deberías escribir en el umbral y la puerta de tu boca, esto deberías colocar en las paredes de tu casa y en el fondo de tu corazón para que cuando caes de rodillas en oración este pueda ser tu canto mientras te pones de rodillas, y cuando te levantes para atender todas las ocupaciones necesarias de la vida, pueda ser tu oración constante. 
 
 APRENDER A MEDITAR SEGUN LA TRADICION CRISTIANA
Para entrar en la misteriosa y santa comunión con la Palabra de Dios en nosotros, es necesario entrar con coraje y decisión en el silencio interior, volvernos más y más silenciosos. En un profundo silencio creador, nuestro reencuentro con Dios trasciende todas nuestras capacidades de razonamiento y de palabra.
El descubrimiento de nuestros propios límites nos lleva a un silencio que exige estar atentos, concentrados y presentes, más allá del pensamiento.
Sobre este silencio, Padre John Main nos dice:
"El misterio de nuestra relación con Dios es tan vasto que es solo desarrollando nuestra capacidad de alcanzar un silencio pleno de respeto y veneración que podremos tomar conciencia de su maravilla,…. Sabemos que Dios está en lo más profundo de nosotros, y que nos trasciende de manera absoluta. Es solo por un silencio profundo y liberador que podemos conciliar los polos de esa misteriosa paradoja. En efecto, la liberación experimentada en la oración silenciosa, nos permite eximirnos de los efectos de distorsión inevitables de toda verbalización, desde el principio de nuestra experiencia de la trascendencia de Dios y de su presencia en lo más profundo de nosotros." (Padre John Main - La palabra dentro del silencio).
La meditación es un estado de completa apertura, un estado de total vigilia y atención a la maravilla de nuestro ser, así como a la de Dios, una toma de conciencia absoluta que nos hace uno con Dios.
Es el objetivo al cual nos exhorta el salmista: "Deténganse, conozcan que yo soy Dios". Para alcanzar ese objetivo, tenemos a nuestra disposición un medio muy simple, aquel que San Benito trajo a la atención de sus monjes hace mas de seis siglos recomendándoles la lectura de las Conferencias de Juan Casiano (Regla de San Benito 42,6,13; 73,14).
Casiano recomendaba a todas las personas deseosas de aprender la oración continua, repetir sin cesar un simple y corto versículo. En su Décima Conferencia, recomienda este método de repetición simple y constante, para apartar de nuestro espíritu toda distracción y todo pensamiento, y llegar así a un estado de reposo en Dios (Juan Casiano - Conferencia 10,10).
Toda la enseñanza de Casiano sobre la oración está basada en el Evangelio: "En vuestras oraciones, no machaquen como los paganos, ellos se imaginan que hablando mucho serán mejor escuchados. No hagan como ellos, ya que vuestro Padre sabe bien lo que les hace falta, antes de que ustedes se lo pidan" (Mateo 6:7-8).
En resumen, no se trata cuando se ora, de hablar a Dios, sino escucharlo o estar con él. Esto es lo que Juan Casiano intenta transmitir cuando aconseja a quien quiera orar, permanecer atento, calmado e inmóvil, recitando continuamente un corto versículo. El método recomendado por Casiano le llegó de una anciana tradición ya bien establecida en su tiempo, una tradición universal e inmutable. Mas de mil años después de Casiano, el autor (desconocido) de la Nube del no saber, recomienda repetir una simple palabra: "Y es por eso que hace falta orar en la altura y en la profundidad, en el largo y ancho de nuestro espíritu, y esto no por vocablos y numerosas palabras, sino con un pequeño vocablo de una breve sílaba".
En la tradición oriental, esa palabra se llama Mantra. Así, en adelante "palabra oración", "palabra sagrada" o mantra, significarán lo mismo.
Sobre esta palabra oración o mantra, John Main explica:
"En ausencia de maestro para guiarlos, sería juicioso elegir una palabra que haya sido consagrada en el curso de los siglos por nuestra tradición cristiana. Desde el principio la Iglesia ha utilizado ciertas palabras como Mantras para la meditación cristiana, y yo recomiendo a la mayoría de los principiantes utilizar una de entre ellas: "Maranatha", palabra aramea que significa: "Ven Señor", "Ven Señor Jesús". Por otra parte, San Pablo termina su epístola a los Corintios con esa palabra, igual que San Juan en su Apocalipsis. Se le encuentra también en algunas de las primeras liturgias cristianas. Más allá de esto, prefiero la forma aramea a cualquier otra ya que ella no posee ninguna connotación verbal o conceptual para la mayoría de nosotros, lo que facilita la meditación. Se podría muy bien optar por el nombre de Jesús o aún mas por la palabra que Jesús utilizaba en su oración:: "Abba", palabra aramea que significa "Padre". Pero, lo que es mas importante referente al Mantra, es que hace falta escoger uno de preferencia con la ayuda de un guía y conservarlo. No lo modifiquen de ninguna manera, vuestra progresión en la meditación se vería retardada" (John Main - La palabra dentro del silencio).
Según Juan Casiano, el objeto de la meditación es restringir el espíritu a la pobreza de un humilde versículo. La meditación nos hará ciertamente ver la pobreza de otra manera. La perseverancia en la repetición del Mantra, llevará a una comprensión más y más profunda, a partir de la experiencia personal, de esta declaración de Jesús: "Bienaventurados los pobres de espíritu" (Mateo 5:3). Aún más, perseverando en la repetición fiel del Mantra, se aprenderá de manera muy concreta el sentido del término fidelidad. Así, en la meditación proclamamos nuestra pobreza personal. Renunciamos a todo pensamiento, palabra o imagen, restringiendo la actividad de nuestro espíritu a la pobreza de un único versículo. El proceso de la meditación es entonces la simplicidad misma.


Las tres clases de vocación según Juan Casiano

«Dijo el santo abad Pafnucio: … Hay tres géneros de llamamiento. Uno, cuando nos llama Dios directamente; otro, cuando nos llama por medio de los hombres, y el tercero, cuando lo hace por medio de la necesidad. Examinemos esto con detención.

Si reconocemos que fuimos llamados directamente por Él a su culto, tendremos que ordenar toda nuestra vida de modo que esté en consonancia con la alteza de esa vocación. Porque de nada servirían los bellos comienzos si el fin no respondiera a los principios.

Supongamos, en cambio, que Dios nos ha segregado del mundo por una vocación de rango más humilde, llamados para los hombres o por la necesidad. En tal caso, cuanto menos gloriosos sean los comienzos con que inauguramos la vida monástica, tanto más deberemos avivar nuestro fervor para consolidarnos en ella y tener un buen fin en nuestra carrera…

Para poner en claro estos tres modos de vocación y sus notas distintivas, repitamos que el primero es de Dios, el segundo se produce por intermediaria humano y el tercero es hijo de la necesidad.

La vocación viene directamente de Dios, siempre que envía a nuestro corazón alguna inspiración. Esta nos sorprende a veces sumidos como en un profundo sueño. Nos sacude, despierta en nosotros el deseo de la vida y de la salvación eternas, y nos empuja, merced a la compunción saludable que origina en el alma, a seguirla, manteniéndonos adheridos a sus preceptos. Así leemos en las Sagradas Escrituras que Abraham fue llamado por la voz divina lejos de su patria natal, de sus deudos y de la casa de su padre: Sal de tu tierra, le dice el Señor, y de tu parentela, y de la casa de tu padre (Gn 12,1).

Sabemos que tal fue la vocación del bienaventurado Antonio. Sólo a Dios era deudor de su conversión. Porque habiendo entrado un día en el templo, oyó estas palabras del Señor en el Evangelio: Aquel que no aborrece a su padre, a su madre, a sus hijos, a su mujer, sus campos y su propia vida, éste tal no puede ser mi discípulo (Lc 14,26). Y: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme (Mt 19,21). Le pareció como si este consejo fuera dirigido personalmente a él. Penetrado de este sentimiento, abrazó el consejo con gran compunción de corazón, e inmediatamente renunció a todo y se fue en pos de Cristo. Como se ve, ningún consejo, ninguna enseñanza humana tuvo el menor influjo en su decisión, sino sólo la palabra divina oída en el Evangelio.

La segunda clase de vocación es aquella en que, según hemos dicho, media la intervención de los hombres. En tal caso nos sentimos movidos por las exhortaciones y ejemplos de los santos, y se enciende en nosotros el deseo de salvación. De esta manera me acuerdo haber sido yo llamado, por gracia del Señor. Movido por los consejos del santo abad Antonio y vivamente impresionado por sus virtudes, me incliné a seguir este estilo de vida consagrándome a la profesión monástica. De este modo, como nos dice la Escritura, libró Dios a los hijos de Israel de la cautividad de Egipto, por ministerio de Moisés (cf. Ex 14).

El tercer género de vocación nace de la necesidad. Sucede cuando, cautivos en las riquezas y en los placeres de este mundo, sobreviene de pronto la tentación y se cierne sobre nosotros. Unas veces será cuando nos amenaza el peligro de muerte, otras cuando la pérdida de los bienes o la proscripción asesta un duro golpe a nuestra existencia, y otras cuando nos atenaza el dolor de ver morir a los que amamos. Entonces la desgracia nos obliga, tal vez a pesar nuestro, a echarnos en los brazos de Aquel a quien no quisimos seguir en la prosperidad.

De esta vocación que motiva la necesidad, encontramos también frecuentes ejemplos en la Escritura. Así, cuando el Señor entregaba en manos de sus enemigos en castigo de sus pecados a los hijos de Israel, bajo la cautividad y cruel tiranía que los oprimía, se volvían clamando hacia Dios. Y el Señor -se nos dice- les suscitó un libertador, llamado Aod, hijo de Guera, hijo de la tribu de Benjamín, el cual era zurdo (Jc 3,15). Y de nuevo -afirma- clamaron al Señor, quien les suscitó un salvador que los libertó; a saber, Otoniel, hijo de Quenaz, el hermano menor de Caleb (Jc 3,9). He aquí las palabras de los salmos que hacen alusión a casos semejantes: Cuando los hería de muerte, le buscaban, se convertían y se volvían a Dios. Y se acordaban que era Dios su amparo, y el Dios altísimo, su Redentor (Sal 77 [78],34-35). Y también: Clamaron al Señor en sus peligros, y los libró de sus angustias (Sal 106 [107],19).

De estas tres vocaciones, las dos primeras parecen fundarse en un principio y origen más noble. No obstante, hemos visto a algunos que, partiendo de ese tercer llamamiento -que es en apariencia de menos estima y propio de los tibios-, se mostraron perfectos y excitaron nuestra admiración por su fervor y gran espíritu. Incluso llegaron a equipararse a aquellos que, habiendo tenido mejores principios en su vocación, perseveraron en este fervor lo restante de su vida. Muchos, al contrario, después de haber sido favorecidos por más alto llamamiento, se enfriaron poco a poco bajo la desidia y la tibieza y tuvieron un fin desgraciado. Así como a los primeros, convertidos por la necesidad más que por propia iniciativa, no perdieron nada, porque vemos que el Señor, en su bondad, les dio igualmente ocasión de arrepentirse, así también de nada les sirvió a los segundos el haber tenido tan hermosos comienzos, por no haber conformado con ellos el resto de su vida.

Nada faltó al abad Moisés, que vivió en este desierto, en la zona llamada Cálamo, para ser un gran santo. Bien es verdad que por el temor de la pena de muerte, a que había sido condenado por homicidio, se refugió en el monasterio. Pero supo sacar provecho de esta conversión forzosa, convirtiéndola con su entusiasmo en una donación voluntaria, que le llevó a las más altas cumbres de la perfección. ¡Cuántos, al contrario, cuyo nombre no puedo aducir aquí, no han aprovechado en la santidad, a pesar de haber tenido comienzos más honrosos en el servicio de Dios! Una vida anquilosada en la tibieza fue suplantando las buenas disposiciones, y les vimos caer en una indiferencia fatal hasta precipitarse en el abismo de la muerte.

Cosa pareja vemos que aconteció en la vocación de los apóstoles. ¿De qué le sirvió a Judas el haber abrazado voluntariamente aquella sublime dignidad, al igual que Pedro y los demás discípulos? Porque, dando a tan esclarecidos principios un fin abominable, se entregó a la pasión de la avaricia y llegó hasta la traición de su Maestro, perpetrando el más cruel de los parricidios (cf. Mt 26,14-16).

Y he aquí a san Pablo. Cegado súbitamente por el Señor, es como arrastrado a su pesar al camino de salvación (cf. Hch 9,3 ss.). ¿Dónde está aquí la desventaja? Sigue desde luego al Señor con un amor y una fe insobornables. Y trocando la coacción primera por un sacrificio libre y espontáneo de sí mismo, corona con un fin incomparable una vida gloriosa, cuajada de ejemplos de virtud.

Todo estriba, por tanto, en el fin. Es posible que después de haber uno comenzado su conversión de la manera más laudable, descienda por su negligencia al más bajo nivel de vida. Y no es menos posible que, arrastrado a la vida monástica acuciado por la necesidad, vaya elevándose, merced al temor de Dios y a un celo santo, hasta la perfección»

(Juan Casiano, Conferencias, III,3-5).

 

 

Juan Casiano y los cuatro pasos para una oración perfecta

Vida

Monje y escritor ascético del sur de la Galia, fue el primero en introducir las reglas del monacato oriental en Occidente. Nació, probablemente, en Provenza hacia el 360 y murió alrededor de 435, probablemente cerca de Marsella (Francia). Hijo de padres ricos, recibió una buena educación, y cuando aún era joven visitó Tierra Santa. En Belén Casiano asumió junto con un amigo las obligaciones de la vida monástica, pero como ocurre con muchos de sus contemporáneos, el deseo de adquirir la ciencia de la santidad directamente de sus más eminentes maestros, pronto los llevó de sus celdas en Belén a los desiertos egipcios. Antes de abandonar su primera casa monástica, ambos amigos prometieron volver lo antes posible, pero esta cláusula la interpretaron muy ampliamente, puesto que no volvieron a ver Belén hasta siete años.
Durante su ausencia, visitaron a los solitarios más famosos de Egipto por su santidad y se sintieron tan atraídos por sus grandes virtudes que después de conseguir en Belén una extensión de su permiso de ausencia, volvieron a Egipto donde permanecieron siete años más. Fue durante este período de su vida que Casiano recopiló los materiales para sus dos principales obras, “Institutos “y “Conferencias”. Ambos pasaron de Egipto a Constantinopla, donde Casiano se convirtió en el discípulo preferido de San Juan Crisóstomo. El famoso obispo de la capital oriental elevó a Casiano al diaconato y le encomendó los tesoros de su catedral. Después de la segunda expulsión de Crisóstomo de su sede constantinopolitana, Casiano fue enviado a Roma por el clero de dicha ciudad para interesar al Papa San Inocencio I a favor de su obispo. Fue probablemente en Roma donde Casiano fue ordenado sacerdote. Desde este momento de Casiano mismo no se conoce nada de su vida hasta la próxima década.
Hacia el 415 estaba en Marsella, Francia, donde fundó dos monasterios, uno para hombres, sobre la tumba de San Víctor (un mártir de la última persecución cristiana de la época), y el otro para mujeres. El resto de sus días los pasó en o cerca de Marsella.
Su influencia personal y sus escritos contribuyeron mucho a la difusión del monacato en occidente. Aunque nunca fue formalmente canonizado, San Gregorio I Magno lo consideraba un santo, y se cuenta que el Papa Urbano V (1362-1370), quien había sido abad de San Víctor, hizo que se grabaran las palabras “San Casiano” en el relicario de plata que contenía su cabeza. Su fiesta se celebra en Marsella el 23 de julio y su nombre se halla entre los santos del calendario griego.

Aportación para la oración

Es el gran compilador de todas las enseñanzas de los monjes del desierto en Oriente. De sus años en contacto con la sabiduría de esos hombres sacó diversas enseñanzas sobre la oración.
Antigua cartuja Scala Dei (Priorat, Tarragona - España- )
Para Casiano, en la oración es en donde mejor se manifiesta la acción de Dios sobre el hombre, junto con el esfuerzo del hombre por encontrar a Dios. Los dones que Dios da complementan y perfeccionan la obra esbozada por el esfuerzo del hombre ayudado por la gracia de cada día. La oración es tan importante, que ninguna virtud puede alcanzar si no es con la perfección de la oración.
Ahora bien, esta perfección en la oración requiere un camino que todo cristiano debe seguir. Un camino que Casiano nos presenta en cuatro peldaños de una escalera, que, a su vez, son cuatro formas de oración:

a. La petición de perdón por los pecados cometidos: ésta conviene a los que están iniciando un camino de oración, pues aún se siente a flor de piel el remordimiento por las propias faltas.

b. La ofrenda de buenas resoluciones a Dioses cuando ya se ha avanzado en el camino espiritual y se le ofrece a Dios propósitos diarios de enriquecimiento interior, sobre todo buscando imitarlo a Él.

c. La oración de petición, fruto del celo por la salvación de las almas: cuando uno cumple las promesas que arriba ha propuesto a Dios, el alma se siente atraída, por su propia caridad, a pedir por los demás, de manera que puedan acercarse a Dios. 

d. La acción de gracias por los beneficios presentes, pasados y futuros: una vez que uno ha arrancado de su corazón todo lo que pueda alejarle de los dictámenes de su conciencia, se quedan contemplando todas las gracias que Dios le ha dado y se abandonan a los impulsos que esta contemplación les lanza, dirigiéndolos a Dios.
Es a través de estos cuatro pasos -de estos cuatro modos de oración- que el alma alcanza esa perfección: una perfección que no es sino unirse con Dios y vivir con amor lo que Él nos va pidiendo cada día.
 
 
 

Juan Casiano (hacia 360-435) fundador del monasterio de Marseille

“Hay que orar sin desanimarse.” (cf Col 1,9) -       El fin del monje y la perfección del corazón consiste en una perseverancia ininterrumpida en la oración. En la medida que es posible a la fragilidad humana, la oración incesante es un esfuerzo que conduce a la tranquilidad del alma y hacia una perfecta pureza de corazón. Esta es la razón por la que nos dedicamos al trabajo manual y a la búsqueda del auténtico arrepentimiento del corazón con una constancia incansable.
       Para que la oración sea todo lo ferviente y pura que conviene, es necesario ser fiel a los puntos siguientes. Ante todo, una liberación total de las inquietudes que vienen de la carne. Luego, ningún asunto, ningún interés o preocupación debe inquietar en la oración. Antes que nada, hace falta suprimir a fondo los desórdenes causados por la cólera y la tristeza. Luego hacer morir en el interior todo deseo carnal y el apego al dinero. Después de esta purificación que conduce a la pureza y la simplicidad, hay que asentar los fundamentos de la humildad profunda, capaz de sostener la torre espiritual que tiene que llegar hasta el cielo. Por fin, para que sobre este fundamento repose todo el edificio espiritual de las virtudes, conviene apartar del alma toda dispersión y divagación en pensamientos fútiles. Entonces es cuando se va elevando, poco a poco, un corazón purificado y libre, hasta la contemplación de Dios y la intuición de las realidades espirituales.


De Juan Casiano


Fresco de Juan Casiano
XXIII.
La petición que sigue después, “Y no nos dejes caer en tentación”, plantea un difícil problema. Si rogamos a Dios que no permita seamos tentados, ¿Qué prueba daremos de nuestra constancia?
Porque está escrito: “Todo hombre que no ha sido tentado, no ha sido por lo mismo probado”. Y también: “Feliz el hombre que sufre la tentación”.
Sin embargo, y a decir verdad, la frase en cuestión no significa “No permitas que seamos tentados jamás”, sino mas bien “no permitas que al ser tentados seamos vencidos”.
Job fue tentado, pero no fue inducido a la tentación. De hecho, no acusó a la Sabiduría divina, ni dirigió sus pasos por la senda de la impiedad y de la blasfemia, hacia la cual quería empujarle el tentador.
Abraham fue tentado; lo fue asimismo José. Ni uno ni otro fue inducido a tentación, porque ninguno de los dos dio su asentimiento al tentador.
Finalmente, la última petición, “mas líbranos del mal”, equivale a decir: “No permitas que seamos tentados por encima de lo que podemos resistir, sino que con la tentación danos también favor para que podamos sufrirla y vencerla”.

 Juan Casiano (+ hacia 434/35)
Juan Casiano
Fresco contemporáneo
Monastère Saint-Antoine-le-Grand
Font-de-Laval
Saint-Laurent-en-Royans, Francia

Casiano fue uno de los escritores sobresalientes del siglo V en la Galia. Habría nacido entre 360 y 368 en la provincia romana de Scythia minor, actual Rumania, región de conjunción de las culturas griega y latina(1). Algunos estudiosos modernos, por el contrario, sitúan el lugar de su nacimiento en la Provenza. Según parece sus padres eran cristianos y, sin duda, recibió una buena formación humanística, como él mismo lo atestigua:

«Sobre las miserias que son patrimonio común de las almas y que no dudo combaten desde fuera a los espíritus débiles, hay en mí una en particular que se opone al desarrollo de mi vida espiritual. Es el mediocre conocimiento que me parece tener de la literatura. Ya sea por el interés que se tomó en mí el pedagogo, ya sea por mi afición de discípulo a la lectura, me impregné de ella hasta el fondo. En mi espíritu se fijaron tan al vivo las obras de los poetas, las fábulas frívolas, las historias bélicas de que fui imbuido en mi infancia y mis primeros ensayos en los estudios, que su memoria me ocupa inclusive a la hora de la oración»(2).

Su conocimiento del griego era bastante bueno y durante su estadía en Oriente llegó a perfeccionarlo. Entre los clásicos, Virgilio lo entusiasmó de modo especial.

Joven todavía, hacia 378 o 380, Casiano abandonó su patria y junto con su amigo Germán se dirigió a Palestina, «viaje que habíamos emprendido para formarnos en la milicia espiritual, como así también en los santos ejercicios del monasterio» (Conl. XVI,1).

Cuando llegó a Jerusalén, se detuvo poco tiempo en la ciudad, y con Germán se dirigió a un monasterio de Belén «situado no lejos de la cueva donde nuestro Señor Jesucristo se dignó nacer de la Virgen» (Instituciones [= Inst.] IV,31); allí se hicieron monjes y recibieron los rudimentos de la vida cenobítica.

En Belén pasó dos años. Por estas fechas, el abad Pinufio, habiendo dejado Egipto, se dirigió a Palestina con el deseo de «permanecer oculto si se trasladaba a aquellos países donde la fama de su nombre no había llegado todavía» (Inst. IV,31), y habitó en el monasterio betlemita, por poco tiempo, con los hermanos. Probablemente influido por esta visita, Casiano solicitó permiso para emprender un viaje por los desiertos egipcios.

En Egipto recorrió primero el desierto de Panéphysis (ver Conl. XI,2), trasladándose después a Diolcos, «junto a una de las siete bocas del delta del Nilo» (Conl. XVIII,1). Casiano expresaba así el objetivo de su recorrido:

«Nos dirigimos allá no tanto impulsados por la necesidad del camino cuanto movidos por el deseo de contemplar de cerca a los santos varones que moraban en estos parajes. Sabíamos por referencias que había allí muchos monasterios establecidos por los más antiguos Padres. Al modo de codiciosos mercaderes ebrios de riquezas, y con la esperanza de una ganancia pingüe, nos decidimos a embarcar como quien se lanza en pos de una fortuna incierta» (Conl. XVIII,1; trad. cit., pp. 213-214).

Después de visitar Diolcos, Casiano y Germán regresaron a Panéphysis, pero finalmente optaron por dirigirse al desierto de Escete donde se instalaron por largo tiempo junto a algunos ancianos célebres:

«Nuestro propósito era penetrar hasta las más profundas soledades de la Tebaida y visitar allí a muchos de aquellos santos varones, cuya fama se había divulgado en todas direcciones. A ello nos movía, si no el afán de imitarles, al menos el de conocerles. Terminada nuestra travesía, arribamos a una villa de Egipto por nombre Ténnesis (Thenneseus)» [Conl. XI,1; trad. cit., pp. 17-18].

Sin embargo, esto no les impidió visitar los desiertos de Nitria y Las Celdas.

Después de siete años de permanencia en Escete, Casiano volvió a Palestina por un breve lapso para visitar a sus antiguos hermanos del monasterio de Belén, y retornó a Egipto en 386 ó 387.

En el año 399, se produjeron las controversias origenistas, una verdadera polémica entre Teófilo, arzobispo de Alejandría, y los monjes, suscitada por una carta de aquél contra los antropomorfitas:

«Según costumbre, llegaron de Alejandría las cartas oficiales del obispo Teófilo. Pero, no satisfecho éste con anunciar la Pascua, compuso también un tratado dogmático contra la absurda herejía de los antropomorfitas, refutándola con abundancia de argumentos. Esto provocó un general descontento entre los monjes, cuya simplicidad les había inducido con la mayor buena fe a aquel error. Muy pronto, un gran número de ancianos recibieron estas letras de tan mal talante, que opusieron resistencia al obispo, declarando que era reo de grave herejía. Decidieron que toda la comunidad de los monjes debía considerarle como a excomulgado, puesto que contradecía abiertamente a la Sagrada Escritura, negando que el Dios todopoderoso tenía figura humana, cuando el Génesis dice formalmente que Adán fue creado a su imagen. En una palabra: los monjes que moraban en el desierto de Escete, y eran considerados tanto en ciencia como en santidad superiores a los de los monasterios egipcios, rechazaron de común acuerdo la carta episcopal. Entre los sacerdotes hubo una sola excepción: nuestro presbítero, el abad Pafnucio. De los demás que presidían las otras tres iglesias del yermo, ninguno en absoluto permitió leerla o recitarla en las asambleas» (Conl. X,2)[3].

Dicha controversia, que agitó sobremanera los ambientes monásticos, terminó con la expulsión de los origenistas (partidarios y seguidores de las doctrinas de Orígenes de Alejandría). Casiano entonces abandonó Escete junto a varios de los discípulos de Evagrio Póntico, de quien mucho había aprendido y que, a pesar de que nunca lo menciona en sus obras, sin duda ejerció en él una influencia considerable.

Atraído por la fama de Juan Crisóstomo, Casiano se instaló en Constantinopla, donde aquel había recibido a los «origenistas» que habían tenido que abandonar Escete.

En 404, fue ordenado diácono por el Crisóstomo: «fui admitido al sagrado ministerio por el Obispo Juan, de feliz memoria, y consagrado a Dios...»(4).

Dos pasajes de las Instituciones dejan entender que Casiano aceptó la ordenación con muy poco entusiasmo de su parte:

«Por todo lo dicho se comprenderá el valor de una máxima de los antiguos Padres, que ha conservado hasta nosotros toda su vigencia: “El monje debe huir a ultranza de las mujeres y de los obispos”. No puedo mentar estas palabras sin gran confusión mía, pues no he sabido evitar el trato de mi hermana ni escapar de las manos del obispo. Cuando el monje ha trabado relación o familiaridad con unas o con otros, deja de gozar de su libertad. Ya no le es posible consagrarse al silencio de su celda ni entregarse con ojos puros a la contemplación de las cosas santas» (Inst. XI,18);

Tal vez por eso recuerda su ordenación sacerdotal con cierto aire de pesar:

«Conozco un hermano (se refiere a él mismo) -y plugiera al cielo que no lo hubiera conocido, pues luego de lo que voy a contar consintió en ser investido del sacerdocio, esta carga con la que yo he sido honrado-...» (Inst. XII,20)[5].

Las noticias que poseemos sobre Casiano hasta 415 son escasas. En Constantinopla se dedicó al servicio de la Iglesia de la ciudad (Sobre la Encarnación del Señor VII,31, 4-5), y es posible que en 404 haya partido hacia Roma, llevando una carta del clero de Constantinopla dirigida al Papa Inocencio I, alertándolo sobre las intrigas que se tejían contra Crisóstomo. Durante este período recibió la ordenación sacerdotal y se relacionó íntimamente con el futuro papa León Magno, quien era a la sazón archidiácono de la Iglesia de Roma(6). Todo esto nos indica que Casiano pasó entre diez y quince años inmerso en las cuestiones eclesiales de su tiempo. Con toda probabilidad en este mismo año (404) su amigo Germán, quien lo había acompañado desde que comenzó su peregrinar monástico, moría en Roma.

La última etapa de la vida de Casiano se desarrolla en la Galia. En 415 o 416, llegó a la Provenza, y lo encontramos en Marsella donde se establece y funda dos monasterios: uno masculino y otro femenino. Se los suele identificar como los de San Víctor y San Salvador, respectivamente.

En esa región ya existían otras fundaciones, como es el caso del monasterio de Menerbes, fundado por el obispo Cástor, de la diócesis de Apt, a quien Casiano dedicó las Instituciones.

La preocupación de Casiano en estos tiempos consistía en la organización del monacato occidental que ya el gran cenobio de Lerins había implantado. Haciendo uso de su amplia experiencia monástica adquirida en el Oriente, intentó integrar los elementos esenciales del anacoretismo en el estilo de vida cenobítico de Occidente.

Toda su producción literaria es obra de madurez. Animado por el obispo Cástor compuso entre los años 418-420 las Instituciones Cenobíticas; entre 420 y 430 las Conferencias Espirituales (o Colaciones). Estas son sus obras más importantes. En el 430, a pedido de su amigo León, futuro obispo de Roma (León el Grande), redactó su tratado De la Encarnación del Señor contra Nestorio.

Juan Casiano falleció en Marsella hacia 434 o 435.

 

San Juan Casiano (Confesor)

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San Juan  Casiano el Romano nació alrededor del 360. Sus padres, piadosos cristianos le dieron una excelente educación clásica. Lo introdujeron e instruyeron  en las Sagradas Escrituras y en la vida espiritual.
San Juan entró en un monasterio en la diócesis de Tomis, donde su amigo y pariente  san Germán, trabajó como un asceta. Después de cinco años, en el 380, Juan viajó para  venerar  los Santos Lugares de Jerusalén con su hermana y su amigo san Germán. Los dos monjes se quedaron  en un monasterio de Belén, no lejos de donde nació el Salvador. La experiencia fue tan enriquecedora que siguió viajando durante siete años más basándose en la experiencia espiritual de los ascetas incontables. Los monjes egipcios le enseñaron muchas cosas útiles sobre las luchas espirituales, la oración y la humildad.
Las notas que San Juan fue escribiendo, formaron la base de su libro llamado conferencias con los padres en veinticuatro capítulos.
Tiempo después de escribir su libro, volvió a  Belén por un breve tiempo, y posteriormente se fue a Egipto y vivió allí hasta el 399. Debido a los disturbios causados por el arzobispo Teófilo de Alejandría dentro de los monasterios a lo largo del Nilo, decidió ir a Constantinopla. Allí conoció a San Juan Crisóstomo y se quedó con él por cinco años, aprendiendo muchas cosas provechosas.
Cuando Crisóstomo fue exiliado de Constantinopla en 404, el  santo Juan Casiano se fue a Roma para defender su caso ante Inocencio I. Casiano fue ordenado al sacerdocio santo en Roma. Después de la muerte de Crisóstomo en 407, San Juan Casiano se fue a Marsella en la Galia (actual Francia) y fundó dos monasterios. Uno para hombres y otro para mujeres.
A  petición del obispo Castor de Aptia Julia (en el sur de la Galia), Casiano escribió los institutos de vida cenobítica en doce libros, que describen la vida de los monjes de Palestina y Egipto, el volumen incluye cuatro  libros que describen la vestimenta de los monjes de Palestina y Egipto, sus horarios de oración y de servicios. Los siete libros tienen como tema base los pecados capitales y cómo superarlos.
San Juan Casiano escribió también 24 libros en forma de conversaciones con los padres acerca de la perfección del amor, de la pureza, de la ayuda de Dios; sobre la importancia de la  comprensión de las Escrituras. Acerca de los dones de Dios, sobre la amistad, sobre el uso del lenguaje, sobre los cuatro niveles de la vida monástica, sobre la vida solitaria y la vida cenobítica, sobre el arrepentimiento, sobre el ayuno, meditaciones sobre todas las noches, y sobre la mortificación espiritual. Esta última tiene el título  “Yo hago lo que no quiero hacer”.
En 431 San Juan Casiano escribió su trabajo final sobre la encarnación del Señor, escrita en siete libros que se oponen a la herejía, citando a muchos maestros de Oriente y del Occidente para apoyar sus argumentos.
Sus intercesiones sean por nosotros. Amén.

 
CASIANO JUAN-año 360 435ca.Marsella-Francia
Dilexit Ecclesiam-amó a la Iglesia Católica




La repetición de jaculatorias, oraciones cortas, para alabar al Señor, obtener ayuda o para implorar perdón, se descubre en la temprana tradición cristiana. Ya en tiempos de Casiano (c.360-435) se va enlazando esta práctica con el propósito de alcanzar la oración continua. Otro testigo, de los numerosos que se pueden aducir, es San Juan Crisóstomo(c.344- 407), quien recomienda la repetición frecuente y sucesiva de unas mismas breves palabras. Sin embargo, la explícita invocación al Señor Jesús, como en la ´oración´, no está necesariamente ligada a esta difundida práctica. Existe una gran libertad en la elección de la sentencia que se repite buscando la comunión con Dios. Así, por ejemplo, el mismo Casiano recomendaba en sus Colaciones: «Si queréis que el pensamiento de Dios more sin cesar en vosotros, debéis proponer continuamente a vuestra mirada interior esta fórmula de devoción: Ven, oh Dios, en mi auxilio, apresúrate, Señor, a socorrerme. No sin razón ha sido preferido este versículo entre todos los de la Escritura. Contiene en cifra todos los sentimientos que puede tener la naturaleza humana. Se adapta felizmente a todos los estados, y ayuda a mantenerse firme ante las tentaciones que nos solicitan». Arsenio (m.449), monje del desierto, cuyos dichos son repetidos reverentemente por los monjes, por ejemplo, oraba diciendo: «Señor, dirígeme por el camino de la salvación». Sería fácil seguir citando oraciones breves de diversos padres en las que no se menciona explícitamente´ Jesús´ ni ´Señor Jesús´ o ´Jesucristo´ También es posible encontrar referencias a la invocación del nombre del Reconciliador, pero sin el recurso a la fórmula en la que cristalizó la llamada ´oración a Jesús´ ni al marco metódico psico-físico que la acompaña. Como un ejemplo se puede citar una oración de Isaac de Siria, Obispo de Nínive (s. VII): «Oh nombre de Jesús, llave de todos los dones, abre para mí la gran puerta de tu casa del tesoro para que pueda entrar y alabarte, con la alabanza que nace del corazón, como respuesta a tus misericordias que vengo experimentando de un tiempo acá; pues tú has venido y me has renovado con la conciencia del Nuevo Mundo». Otro ejemplo, entre los muchos citables, es el del abba Sisoes, quien en una ocasión confiesa que durante treinta años había rezado así: «Señor Jesús, protégeme de mi lengua».

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Juan Casiano (hacia 360-435) fundador del monasterio de Marseille

“Hay que orar sin desanimarse.” (cf Col 1,9) -  El fin del monje y la perfección del corazón consiste en una perseverancia ininterrumpida en la oración. En la medida que es posible a la fragilidad humana, la oración incesante es un esfuerzo que conduce a la tranquilidad del alma y hacia una perfecta pureza de corazón. Esta es la razón por la que nos dedicamos al trabajo manual y a la búsqueda del auténtico arrepentimiento del corazón con una constancia incansable.
       Para que la oración sea todo lo ferviente y pura que conviene, es necesario ser fiel a los puntos siguientes. Ante todo, una liberación total de las inquietudes que vienen de la carne. Luego, ningún asunto, ningún interés o preocupación debe inquietar en la oración. Antes que nada, hace falta suprimir a fondo los desórdenes causados por la cólera y la tristeza. Luego hacer morir en el interior todo deseo carnal y el apego al dinero. Después de esta purificación que conduce a la pureza y la simplicidad, hay que asentar los fundamentos de la humildad profunda, capaz de sostener la torre espiritual que tiene que llegar hasta el cielo. Por fin, para que sobre este fundamento repose todo el edificio espiritual de las virtudes, conviene apartar del alma toda dispersión y divagación en pensamientos fútiles. Entonces es cuando se va elevando, poco a poco, un corazón purificado y libre, hasta la contemplación de Dios y la intuición de las realidades espirituales.

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Autor: Juan Casiano
Segunda Conferencia del Abad Queremón de la castidad
El Abad Queremón habla de la castidad

I.                   Terminada la refección, que fue para nosotros más una penitencia que un placer —ávidos como estábamos del manjar espiritual—, el anciano se dio cuenta de que esperábamos el cumplimiento de su promesa. «Me ha sido sumamente grato —dijo— comprobar vuestra atención y vuestro afán de aprender; como también la lógica con que habéis expuesto la cuestión que nos ocupa. Porque el orden que observáis en vuestra pregunta es el de la razón. Efectivamente, es necesario que a la plenitud de una caridad tan sublime esté vinculado el premio infinito de una perfecta e indefectible castidad. Hay aquí dos palmas en extremo semejantes, dos alegrías gemelas. Y tan estrecha es la alianza que las une, que es imposible poseer la una sin la otra.

La cuestión que proponéis se resume en este punto que puede formularse así: «¿es posible extinguir totalmente el fuego de la concupiscencia, cuyos ardores innatos llevamos en nuestra carne? Esto es lo que en la presente conferencia vamos a dilucidar.

Ante todo, veamos qué opina sobre el particular el Apóstol: «Mortificad —dice— vuestros miembros, que están sobre la tierra». Mas, antes de bucear irás hondo, debernos indagar de qué miembros se trata. Su designio no es, por supuesto, persuadirnos sobre la necesidad de una mutilación de las manos, de los pies o de cualesquiera otro miembro de nuestro cuerpo. Lo que se propone es demostrar que el celo de la perfecta santidad debe destruir cuanto antes el cuerpo del pecado, que consta, naturalmente, de miembros diversos. «Para que destruyamos —dice en otro lugar— el cuerpo de pecado». De él pide con gemidos verse libre algún día, cuando afirma: «Infeliz de mí. ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?»

II.                 Así, pues, este cuerpo del pecado está formado de miembros múltiples que son viciosos. Todo el mal que se comete en acciones, palabras o pensamientos le pertenece. A estos miembros se les denomina terrenos, y no sin razón. Porque quien usa de ellos no podrá, sin mentir, proclamar: «Nuestra vida —conversatio— está en los cielos».

San Pablo enumera los miembros de este cuerpo en el pasaje siguiente: «Mortificad vuestros miembros que están sobre la tierra, la fornicación la inmundicia, la libídine, la concupiscencia y la avaricia, que es idolatría».

En primer lugar figura la fornicación, que se consuma con el comercio carnal de ambos sexos. Al segundo miembro le llamó inmundicia, que tiene lugar sin concurso o contacto físico de cómplice, ya en vela, ya durmiendo. Obedece a cierta incuria de la mente, al no ponerse en guardia contra las ocasiones que le han precedido. Esto se anatematiza y se prohíbe en la ley.

En ella no sólo se pone en entredicho el comer la carne de los sacrificios a quienes son inmundos, sino que se les aleja de las tiendas de los hijos de Israel para que no manchen con su contacto las cosas santas: «Quien comiere algo de las carnes del sacrificio saludable que es del Señor, perecerá ante el Señor, por ser inmundo»; y: «Lo que tocare el inmundo, inmundo será». Y en el Deuteronomio: «Si hubiere entre vosotros un hombre que se ha mancillado durante el sueño nocturno, saldrá fuera del campamento y no volverá hasta que se haya lavado con agua por la tarde, y entonces, tras el acaso del sol, volverá al campamento».

En tercer lugar puso el Apóstol la libídine. Esta, incubándose en el interior del alma, puede cometerse hasta sin pasión ni acción corporal. Es sabido que la palabra «libídine» viene de «libet», o sea «lo que agrada a cada cual».

Discurre después San Pablo en orden descendente hasta los pecados de menor gravedad, y habla del cuarto miembro, o sea del mal deseo. En rigor, puede aplicarse no sólo a la pasión de la deshonestidad, que mentó más arriba, sino en general a toda la gama de malos apetitos, de que es responsable una mala voluntad. Hablando de ello el Señor en el Evangelio, dice: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón». Porque es cosa de mucho mayor mérito contener el deseo de una mente lúbrica y resbaladiza, cuando se le ofrece a la vista la ocasión mala. Eso es indicio manifiesto de que para la perfección de la pureza no basta la continencia corporal de la castidad, si no va asociada a la entereza del alma.

En último lugar propuso como miembro de aquel cuerpo de pecado la avaricia. San Pablo, al citarla, quiere darnos a entender sin duda que debemos rechazar todo deseo de bienes ajenos, e inclusive despreciar con un corazón magnánimo los propios. Es justamente lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles que hacía la muchedumbre de los fieles: «Los que habían creído tenían un corazón y un alma sola, y ninguno tenía como propia cosa alguna, antes todo lo poseían en común. Cuantos eran dueños de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido, y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y a cada uno se le repartía según su necesidad». Y para que no se crea que esta perfección es patrimonio de unos pocos o de una selección, atestigua que la concupiscencia es una idolatría. Nada más justo. Porque quien no socorre al menesteroso en sus necesidades y pospone a los preceptos de Cristo su dinero, que conserva con la tenacidad propia del infiel, ciertamente cae en el crimen de la idolatría, por cuanto prefiere a la caridad divina el amor de una cosa creada.

Deber de mortificar la fornicación y la impureza

III.              Si vemos que muchos renunciaron por Cristo a su fortuna, de suerte que no sólo abandonaran la posesión de sus riquezas, sino que extirparon aún el deseo de su corazón, es creíble que también nosotros podremos extinguir el fuego de la fornicación. San Pablo no hubiera asociada la posible con lo imposible. Si ordena mortificar uno y otro vicio, es que sabía que ambas cosas eran factibles. De tal manera abriga la confianza de que podremos lanzar de nuestros miembros la fornicación y la impureza, que, a su juicio no es suficiente mortificar esas tendencias. Ni siquiera debemos nombrarlas: «La fornicación, la inmundicia y la avaricia ni se nombre entre nosotros, como tampoco la torpeza, grosería o truhanerías, que desdicen de vuestra profesión». Todas estas cosas son igualmente funestas y nos excluyen del reino de los cielos, como lo enseña aún al decir: «Pues habéis de saber que ningún fornicario, o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios». Y también: «No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni las rapaces poseerán el reino de Dios». Por tanto, no cabe duda que podemos extirpar de nuestros miembros la mancha de la fornicación y la impureza. Porque no se expresa San Pablo de otro modo al hablar de la avaricia, la necedad las bufonadas, la embriaguez y el latrocinio, vicios todos fáciles de eliminar.

IV.               Ahora bien, para alcanzar la pureza de la castidad no basta la diligencia humana. Hemos de estar plenamente convencidos de que la más rígida abstinencia, quiere decir el hambre y la sed, las vigilias, el trabajo asiduo y la aplicación incesante a la lectura espiritual, jamás podrán merecernos por sí solas la pureza constante de la castidad.


En el ejercicio de estas prácticas y trabajos es precisa aprender par experiencia que una tal integridad constituye un don gratuito de la gracia. El fruto de nuestra perseverancia en estos ejercicios es el de obtener, mortificando nuestro cuerpo, la misericordia del Señor; merecer que Él nos libre, por un beneficio de su mano, de las asaltos de la carne y de la tiranía omnipotente de los vicios; no el de llegar por su medio a la inviolable castidad que deseamos.

No obstante, que cada cual se anime a conquistarla con el mismo deseo, el mismo ardor que el avaro apetece sus riquezas, el ambicioso sus honores, el lascivo sus deleites. Y así sucederá que en su afán de perpetua integridad menospreciará la comida, aun la deseable; la bebida, aun la necesaria. Rechazará el mismo sueño que debe a la naturaleza, o, por lo menos, no lo tomará sino con recelo y desconfianza, pues se trata de un émulo o enemigo capital de la pureza, de un adversario acérrimo de la castidad.

Si puede gozarse por la mañana de haber mantenido a raya sus tendencias, que entienda que no debe este beneficio a su celo ni a su vigilancia, sino a la asistencia de Dios. Y esta integridad durará el tiempo que disponga la divina misericordia concederle.

Quien ha llegada a consolidarse en esta fe se guardará de todo sentimiento de orgullo, no confiando en sus propias fuerzas. No se dejará seducir, después de una larga inmunidad, por una seguridad agradable y muelle, pues sabe que la humillación no se hará esperar si Dios retira por un momento su protección.

En consecuencia: es preciso aplicarse sin cesar a la plegaria con un corazón humilde y contrito, a fin de que el socorro divino nos asista en toda circunstancia.

Utilidad de los asaltos que se originan contra
 nosotros de los incentivos de la carne

V.                 Deseáis una prueba manifiesta de la necesidad de esta continua vigilancia, que os haga ver al mismo tiempo cómo los combates de la carne, por contrarios y perniciosos que nos parezcan, concurren a nuestro bien. Considerad, por ejemplo, a los eunucos, a quienes un defecto de la naturaleza les exime en parte de tentaciones. Lo que les torna ante toda indolentes y tibios en la consecución o práctica de la virtud es que se creen sin peligro de ver su castidad desflorada. A nadie se le ocurra pensar que digo esto por creer que ninguno de ellos es solícito del perfecto renunciamiento. Pretendo solamente afirmar que si hay quienes se apresuran con una voluntad de acero a alcanzar la palma de la perfección, deben triunfar en cierto modo de su naturaleza. Porque cuando la pasión ardiente ha inflamado un alma, la impulsa a soportar el hambre, la sed, las vigilias, la desnudez y todas las fatigas corporales, no sólo con paciencia, sino de grado: «El hombre en el dolor trabaja para sí y labora contra su perdición». Y también: «Al que está hambriento, hasta las cosas amargas le parecen dulces».

Por lo demás, que radie se forje la ilusión de que podrá reprimir o anular el deseo de las cosas presentes, si en lugar de sus efectos malvados, que desea desarraigar, no introduce los buenos. La fuerza vital del alma y la vivacidad del entendimiento no les permiten quedarse vacíos de todo sentimiento de deseo a de temor, de alegría a de tristeza. Pero pueden usar bien de esas pasiones y orientarlas al bien. Par tanto, si queremos arrojar de nuestro corazón los deseas carnales, sustituyámoslos por los espirituales. Así el alma tendrá en lo sucesivo dónde fijarse y rechazará las seducciones que le proporcionan las alegrías terrenas y las felicidades que pasan.

Cuando los ejercicios cotidianos le hayan conducido a este estado, comprenderá por experiencia el sentida que entraña este versículo que todos ciertamente cantamos, siguiendo el ritmo acompasado de la salmodia, pero que sólo un pequeño número de experimentados penetra en toda su significación: «Constantemente tenía al Señor delante de mis ojos: porque sé que le tengo de continuo a mi diestra para defenderme». Sí, sólo tendrá la inteligencia viva y honda de estas palabras quien, después de haber arribada a esta pureza de alma y cuerpo de que hablamos, comprenda que es el Señor quien le mantiene en ella a cada instante, para que no vuelva a caer de estas alturas a su miseria, protegiendo constantemente su diestra, es decir, sus acciones santas.

Porque el Señor no está a la izquierda de los santos —supuesto que el santo no tiene nada de siniestro—, sino a su derecha. Los pecadores y los impíos no le ven. No tienen esa diestra en donde asiste el Señor, ni pueden decir con el profeta: «Mis ojos están siempre fijos en el Señor, porque Él es quien saca mis pies de la red». Tales palabras sólo son verdaderas en boca de aquel que considera todas las cosas de este mundo como perniciosas o superfluas, y como inferiores al menos a la virtud consumada. Este tal sabe polarizar toda su atención, todo su empeño y su afán hacia la castidad y pureza de corazón. El espíritu se va limando, por decirlo así, con el roce continuo de estos ejercicios; se va pulimentando en razón directa de su progreso, hasta llegar por fin a la perfecta pureza de alma y cuerpo, física y moral, o sea la santidad.

La paciencia extingue el fuego de la impureza

VI.               A medida que avanza el alma en la dulzura de la paciencia, tanto más medra en la pureza del cuerpo. Y es más firme en la posesión de la castidad cuando con más tesón ha rechazado la pasión de la ira. Porque es imposible evitar las rebeliones de la carne, a menos de sofocar previamente los arrebatos del corazón.

Una de las bienaventuranzas pronunciadas con elogio por boca de nuestro Salvador nos pone de relieve esta verdad: «Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra». No tenemos otro medio de poseer esta tierra nuestra, es decir, de sojuzgar a nuestro imperio la tierra rebelde de nuestro cuerpo, que fundar ante todo nuestra alma en la dulzura de la paciencia. En los combates que la pasión suscita en nuestra carne, el triunfo sólo se obtiene blandiendo las armas de la mansedumbre: «Porque los mansos poseerán la tierra y la habitarán por los siglos de los siglos». A seguida nos enseña el salmista el modo como hemos de conquistar esta tierra: «Espera al Señor, y guarda sus caminos, y te ensalzará para que puedas recibir la tierra en herencia».

He aquí, pues, una verdad incontrastable: nadie llega a la firme posesión de esta tierra, sino aquellos que guardan las vías duras y los preceptos del Señor por la dulzura inalterable de la paciencia. Su mano les librará del cieno de las pasiones carnales y les elevará hacia las cumbres. «Los mansos poseerán la tierra», y no sólo la poseerán, sino que «se deleitarán en una gran paz» —delectabuntur in multitudine pacis—. Aquel en cuya carne se insubordina aún la concupiscencia no gozará de esta paz de una manera estable. Los demonios no cesarán de asestarle los más duros golpes, y, herido de los dardos encendidos de la lujuria, perderá la posesión de su tierra, hasta el día en que el Señor ahuyente las guerras, rompa el arco, destruya las armas y queme los escudos. Este fuego es el que el Señor vino a traer sobre la tierra. Los arcos y las armas que empuñará son aquellos de que se sirven las potencias del mal para taladrar su corazón, en una guerra incesante de día y de noche, con los venablos de las pasiones.

Pero cuando el Señor, imponiendo silencio a las batallas, le habrá librada de todos los incentivos de la carne, llegará a un maravilloso estado de pureza. La confusión y horror que se apoderaba de sí mismo, es decir, de su carne, al sufrir sus embates y ser hostilizada por ella, desaparecerán como por ensalmo. Y empezará a deleitarse y tener en ella sus delicias como en una purísima mansión. No llegarán a su casa los malvados, ni tendrá parte el azote en su morada. Por la virtud de la paciencia se cumplirá el oráculo profético: el mérito de su mansedumbre le habrá granjeado la tierra en herencia, y aún más, se deleitará en ella con mucha paz. No cabe una paz pletórica donde flota la inquietud del combate. Porque notad que no se ha dicho: gastarán las delicias de la paz, sino de una paz desbordante y llena: in multitudine pacis. Lo cual muestra con claridad que el remedio más eficaz para las dolencias del corazón humano es la paciencia, según aquello de Salomón: «El hombre pacífico es médico de su corazón». Porque no sólo elimina la cólera, la acidia, la tristeza, la pereza, la vanagloria y la soberbia, sino que arranca de raíz la voluptuosidad y aun todos los vicios. Una vez más dice Salomón: «La longanimidad da a los reyes la prosperidad». Quien es dulce y tranquilo siempre, ni se inflama con la turbación de la ira, ni se consume con el enojo y la tristeza, ni divaga en los devaneos de la vanagloria, ni se altivece con la soberbia. «Una paz suma —dice el salmista— reina en el corazón de los que aman al Señor, y no hace mella en ellos el escándalo». En verdad el sabio tiene razón al decir: «Es mejor un hombre paciente que sabe imponer la brida a su ira indómita, que el fuerte que es capaz de expugnar ciudades enteras».

Mas antes que podamos consolidarnos en esta paz sólida y durable debernos hacer frente a repetidos asaltos. A menudo tendremos que decir con lágrimas y gemidos aquellos versículos del salmo: «He venido a ser un miserable; encorvado en extremo, anduve todo el día ensombrecido, pues mis lomos están llenos de fuego y no existe parte sana en mi carne ante tu faz airada. No hay paz en mí, entumecidas están mis huesos, me siento aplastado ante mi suma miseria».

Estos gemidos sólo serán fundados y tendrán toda su profunda verdad cuando, después de haber permanecido puros largo tiempo, creyendo haber escapado para siempre de la sordidez de la carne, sintamos de nuevo su aguijón, se insurreccione otra vez contra nosotros —a causa del engreimiento de nuestro corazón— o, víctimas de una ilusión nocturna, se manche nuestro cuerpo con la impureza de antaño.
Porque cuando se ha gozado largo tiempo de la pureza del cuerpo y del alma, nos jactamos de ello por una consecuencia, pensando que en lo sucesivo no sufriremos ya más esas heridas, y en el fondo de nosotros mismos nos gloriamos en una cierta medida, diciendo: «Dije en la ventura: no experimentaré mudanza jamás» —Dixi in abundantia mea, non movebor in aeternum—. Mas (…) para nuestro bien. La pureza aquella que ofrecía tantas garantías de solidez y constancia, empieza por turbarse. Y entonces, en medio de nuestra prosperidad espiritual, nos sentimos tambalear.

Recurramos en este trance al autor de nuestra integridad. Reconozcamos y confesemos nuestra debilidad: «Por tu voluntad —no por la mía— me aseguraste honor y poderío. Apenas escondiste tu rostro, me sentí conturbado». Y también aquello de Job: «Si me lavare con agua de nieve y mis manos resplandecieren de pura inmaculadas, con todo, no me faltarán manchas y aun mis ropajes abominarán de mí». No obstante, aquel que se mancilla por su culpa no puede hablar de esta suerte al Creador.

Hasta que el alma no haya llegado al estado de perfecta pureza tendrá que discurrir par esas alternativas anejas a su formación, que la harán experimentado. Hasta que, en fin, la gracia de Dios colme sus deseos, fijándola en ella para siempre. Entonces podrá decir con toda verdad: «Confiadamente esperé en el Señor, y se inclinó y escuchó mi oración. Y me sacó de una hoya de ruina y de fango cenagoso, y afirmó mis pies sobre piedra e hizo seguros mis pasos».


Los faltos de expiencia no pueden hablar de la
naturaleza de la castidad ni de sus efectos

VII.            Mas aceptar estas cosas, someterlas a examen minucioso y decidir con certeza si son posibles o no, nadie puede hacerlo si no ha llegada a distinguir los límites que confinan las obras de la carne con las del espíritu.

Una larga experiencia y la pureza de corazón, conjugada con la luz que irradia la palabra divina, le conducirá a ello. Por eso dice el Apóstol: «La palabra de Dios es viva, eficaz y tajante, más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y la medula y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón».

De esta suerte, situada, por decirlo así, en su común frontera, distinguirá con toda equidad, como lo haría un espectador o un juez imparcial, lo que debe atribuirse como necesaria e inevitable a la flaqueza humana, y lo que arranca de los hábitos viciosos o de los descuidos de la mocedad. No se dejará llamar a engaño sobre su naturaleza, no menos que sobre sus efectos, por las falsas opiniones de las gentes, ni dará su aquiescencia a los prejuicios del vulgo inexperto. Tendrá por infalible piedra de toque su propia experiencia. Con una visión certera de las cosas, sabrá justipreciar las exigencias de la pureza, sin caer en el error de aquellos que inculpan a la naturaleza de la que en realidad no es más que producto de su negligencia, y hacen responsable a su carne, a mejor, al Creador, de su propia incontinencia. De estos tales se ha dicho con propiedad «La ignorancia del hombre tergiversa sus caminos; en su corazón atribuye a Dios la culpa de sus delitos».

Finalmente, si alguien no comparte mi opinión en lo que acabo de exponer, le ruego que no proceda precipitadamente, discutiendo conmigo y partiendo de una opinión preconcebida. Que consienta antes en someterse a las exigencias de la disciplina eremítica. Y cuando haya observado esta vida algunos meses con la moderación que nos legaron los Padres, podrá comprobar por sí mismo, con conocimiento de causa, la verdad de mis palabras.

Porque es vano empeño discutir sobre el fin de un arte o de una ciencia, si no empezamos por entrar de llena y con lealtad en los caminos que pueden, descubrirnos su secreto. Por ejemplo, afirmo que es posible extraer del trigo una especie de miel a un aceite muy dulce, análoga a la semilla de los rábanos o del lino. Alguien, en su ignorancia, no tiene la menor idea de ello. Y dice sin más: «lo que afirmáis va contra la naturaleza misma de las cosas; eso es a todas luces un dislate». Y agrega que soy un mentiroso y me deja en ridículo. Alego testigos sin número que afirman haberla visto con sus propios ojos. Incluso lo han gustado. Más: han elaborado ellos mismos tales productos. Ni corto ni perezoso describo toda la serie de manipulaciones que transforman la sustancia del trigo en la grasa del aceite o en la cualidad dulce de la miel. Todo inútil. A pesar de mis explicaciones persiste en su necia terquedad y se obstina en negar a pie juntillas que de este grano pueda salir cosa dulce ni grasa. ¿No será mejor censurar su tozudez, que pugna contra toda razón, que defender a ultranza la verdad de mis afirmaciones, refrendadas con tantos testigos fidedignos, con demostraciones palmarias, y lo que es más, apoyadas en la experiencia cotidiana?

Sólo podrá dar la culpa a la naturaleza por las necesidades inherentes a ella quien haya llegado por una aplicación continua a un tal estado de pureza, que no sienta ya su alma seducida por los encantos y atractivos del vicio, y sólo tenga que lamentar las manchas inconscientes y raras que ocurren entre sueños.

Este tal observa idéntica línea de conducta durante el día y durante la noche, en el lecho que en la plegaria, a solas que en compañía de los hombres. Su actitud es tal en el secreto que no se ruboriza, caso de ser visto por otro. La mirada insoslayable de Dios nada puede sorprender en él que desee tener oculto a la vista de los demás. Y cuando la luz suavísima de la castidad empieza a llenarle de goces sin fin, puede decir con el profeta: «En mis delicias la noche se convertirá en luz, porque no son, Dios mío, oscuras para ti las tinieblas: la noche y la oscuridad san para ti como luz indeficiente».

Finalmente, porque esto sobrepuja las fuerzas de la naturaleza humana, añade el mismo profeta: Tu possedisti renes meos —«Tú dominaste mis bajas tendencias»—. Como si dijera: no he merecido yo esta pureza mía por mi industria y virtud, sino porque mortificaste el ardor del deleite que se hallaba ínsito en mi carne.

Si es posible guardar la castidad durante el sueño

VIII.          Germán. En parte no hemos dejado de experimentar que es posible, con la gracia de Dios, guardar el cuerpo perfectamente puro durante el día. Es innegable que el rigor de una vida austera y la resistencia que la razón opone al vicio pueden sofocar toda rebelión de la carne. ¿Pero será ella posible también durante el sueño?

Creemos que no cabe tal inmunidad física. Y aunque no podemos decir esto sin cierto rubor natural, no obstante, en nuestro afán de hallar remedio a semejante mal, con tu venia hablamos de ello.

IX.               Queremón. Parece que no habéis comprendido aún perfectamente la verdadera esencia de la castidad. En vuestro sentir, sólo pueden alcanzarla quienes durante la vigilia la procuran con austeridad de vida, mientras que en el sueño los resortes del alma se distienden, y se hace imposible salvar su integridad. Y no hay tal. La castidad no se sostiene, como creéis, por la práctica de una vida austera. Subsiste por el amor que inspira y las delicias que el hombre saborea en su pureza misma. En tanto que se permanece atraído por la voluptuosidad, no se es casto, sino continente solamente.

Veis, pues, que el sueño no puede mancillar a aquellos a quienes la gracia divina ha depositado en su interior el amor a la castidad, aun cuando suspendan entonces la austeridad de vida. Es un hecho probado que ésta nos traiciona, incluso durante el día. Un vicio que a duras penas podemos contener, nos concederá de buen grado alguna tregua, nunca la seguridad ni el reposo perfectos. Si, por el contrario, le superamos gracias a una virtud que se insinúa hasta las profundidades de nuestro ser, se mantiene en adelante tranquilo, sin dar la menor sospecha de rebelión, dejándonos gozar de una paz firme y constante.

No lo olvidemos: mientras experimentemos las rebeliones de la carne, es señal de que no hemos llegado a las cimas de la castidad, sino que vivimos aún bajo el dominio débil de la continencia, fatigados por continuos combates, cuyo sesgo es necesariamente dudoso.


Que existen una gran diferencia entre la continencia y la castidad

X.                 Así, la castidad perfecta se distingue de los comienzos laboriosos de la continencia por la tranquilidad inalterable que la caracteriza. Es indicio de que es ya consumada, si guarda sin sombra el brillo de su pureza inviolable no sólo combatiendo contra los movimientos de la carne, sino aborreciéndolos cordialmente. Y esto no puede ser otra casa que la santidad.

Tal sucede cuando la carne cesa de luchar contra el espíritu, por consentir en sus deseos y comulgar en su virtud. Los lazos de una paz firmísima les unen al uno con la otra, y se ve realizar en ellos la palabra del salmista a propósito de los hermanos que moran en mutua convivencia.

Poseen la felicidad prometida por el Señor, cuando dice: «Si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os la otorgará mi Padre que está en las cielos».

Aquel, pues, que haya dejado ya el grado figurado por el místico Jacob, que significa «suplantador», se elevará —libre de las luchas de la continencia, gracias a la destrucción total de los vicios—, al título glorioso de Israel, que significa «el que ve a Dios». Su corazón no se desviará ya más de su dirección fija hacia lo alta.

David ha distinguida netamente, bajo la inspiración del Espíritu Santo, estas dos etapas: «Dios es conocido en Judea» Natus in Iudaea Deus—, es decir, en el alma que debe aún confesar sus pecados. Porque Judea significa «confesión». Mas en Israel, o sea para aquel que ve a Dios, o, según interpretan otros, para el hombre recto delante de la majestad divina, Dios no es sólo conocido, sino «grande es su nombre» —magnun est nomen eius.

En seguida nos llama hacia alturas todavía más sublimes. Quiere mostrarnos el lugar mismo donde Dios tiene sus delicias: «Y su mansión —dice— está donde impera la paz». Esto es, no tanto en medio de los combates y de la lucha contra los vicios, cuanto en la paz de la castidad y la perpetua tranquilidad del corazón.

Si alguno mereciere, por la extinción de sus pasiones, alcanzar esta morada de paz, siguiendo esa trayectoria ascendente, llegará a ser una Sión espiritual, que significa «atalaya de Dios», con lo que será él también la morada de Dios. Porque el Señor no se halla en medio del fragor de las batallas de la continencia, sino en el lugar de observación, en la atalaya de las virtudes. Aquí es donde no sólo amortigua y anula la potencia de los arcos, sino que destruye el ímpetu de esas armas arrojadizas, que partían en otro tiempo contra nosotros: eran las saetas inflamadas de la voluptuosidad.

Repito: la morada del Señor no está en los combates de la continencia, sino en la paz de la castidad. Su alcázar está situado en la atalaya de las virtudes, en la contemplación. Por donde no sin motivos se prefieren las puertas de Sión a todas las tiendas de Jacob: «Ama el Señor las puertas de Sión por encima de las tiendas todas de Jacob».
 
Maravillas que dio obra en sus santos

XI.               Grandes son y maravillosas —aunque desconocidas por los hombres que no tienen experiencia— las larguezas que Dios, en su liberalidad inefable, concede a sus fieles, incluso mientras permanecen en este vaso de corrupción.

El profeta las recorre con la mirada cristalina que le brinda la pureza de su alma casta. Y tanto en nombre propio como en el de aquellos que llegan a este estado inefable de paz y castidad, exclama: «Admirables son tus obras, Señor, y mi alma las conoce sobremanera». Nada nuevo ni grande hubiera expresado el profeta, ni hubiera afirmado que sólo su alma las conoce, si hubieran dictada sus palabras otros sentimientos, o se hiciera alusión en ellas a las obras de Dios. Porque no hay nadie que eche de ver —aun cuando no sea más que por la grandeza de sus criaturas— lo maravillaras que son las obras de Dios. Mas los dones que el Señor dispensa a diario a sus santos y las gracias que les comunica con singular munificencia, sólo las conoce el alma misma que los goza. Ella es, en el secreto de su conciencia, testigo única de los beneficios de Dios. Descendiendo del fervor de aquel estado a las cosas materiales y terrenas, no sabe traducir en palabras lo que abra Dios en ella. Ni siquiera la inteligencia o la reflexión son capaces de concebirlo.

Quién no se maravilla de las obras de Dios, cuando ve mortificada en sí mismo el apetito insaciable de los manjares, la búsqueda dispendiosa y nociva de los placeres del paladar, de suerte que apenas toma a intervalos y como a su pesar una exigua y mísera comida? ¿Quién no queda sobrecogido de asombro ante las obras de Dios, al comprobar que el fuego de la voluptuosidad —que consideraba antes como inherente a su naturaleza y por lo mismo impasible de extinguir— se ha enfriado hasta el punto de que no siente en su carne el menor movimiento de concupiscencia? ¿Cómo no admirar con estupor el poder de Dios, al ver cómo los hombres crueles y feroces que se irritaban hasta el paroxismo ante la sumisión y cortesía de quienes le servían han venido a ser ahora la misma dulzura, de moda que, lejos de turbarse ante la afrenta, su magnanimidad les lleva hasta gozarse de ella? ¿Quién, pues, no se admirará de las obras de Dios y no exclamará desde el fondo de su corazón «conocí que es grande y poderoso el Señor?» Es que se ve uno a sí mismo convertido en otro; de la codicia a la liberalidad, de la prodigalidad a la abstinencia, de la soberbia a la humildad, trocando las delicadezas y exquisiteces en un exterior desaliñado e hirsuta, abrazando voluntariamente la pobreza y privación de las cosas presentes, y cifrando en ellas su alegría.

Estas son, en verdad, las obras maravillosas de Dios que el profeta contempla estupefacto en su alma y en las de aquellos que guardan con él semejanza, y le sumen en una contemplación de maravilla. Estos son los prodigios que Dios ha obrado sobre la tierra y cuya vista ha hecho exclamar al mismo profeta, llamando a todos los pueblos a admirarlos: «Venid —dice— y ved las obras de Dios, las maravillas que obró sobre la tierra, alejando las guerras hasta sus confines, rompiendo las arcas, quebrantando las armas, quemando las adargas y rodelas». Porque, ¿qué mayor prodigio que ver en un momento a publicanos ambiciosos convertirse en apóstoles, a feroces perseguidores trocarse en paladines del Evangelio y propagar al precio de su sangre la fe que antes combatían? Estas son las obras de Dios que el Hijo atestigua haber cumplido cada día en unión con su Padre: «Mi Padre obra hasta ahora, y Yo también». Estas son las obras de Dios que David canta en espirito: «Bendita sea el Señor, Dios de Israel, porque sólo Él hace rasas maravillosas». De ellas habla también el profeta Amós, cuando dice: «El que hace todas las cosas es quien las muda; convierte en día la sombra de la noche». «Esta mudanza se debe a la diestra del Excelso». A propósito de esta obra de salvación el profeta dirige al Señor aquella plegaria: «¡Confirma, oh Dios, lo que has obrado en nosotros!»

Paso en silencio esos secretas designios de Dios que a cada instante experimentan las almas de les santos en su interior, esa celeste infusión de alegría espiritual que levanta el espíritu abatido y le colma de goces inefables, esos transportes encendidos, esas consolaciones embriagadoras que la lengua no puede expresar, ni el oído escuchar, y que a menudo nos despiertan de una tibieza inerte y estúpida, como de un profundo sueño, para elevarnos a la oración más ferviente y encumbrada. Esta es la alegría de que habla San Pablo; «Ni ojo vio, ni oída oyó, ni el corazón humano pudo columbrar». Pero habla de aquel que, entorpecida por los vicios terrenos y permaneciendo hombre carnal, vive abocado a las pasiones humanas, incapaz de captar estas divinas larguezas.

Finalmente, el mismo Apóstol, hablando de si mismo y de almas gemelas a la suya que viven como ajenas al mundo, dice también: «Pero a nosotros nos lo ha revelado el Señor, por medio de su Espíritu».

VIII. En éstos cuanta más pura y aquilatada es su virtud más sublime es su contemplación. Y conciben tal admiración en el fondo de su ser, que no hallan palabras para expresarla. Así como quien no ha saboreado esta alegría no puede intuirla, así quien ha hecho experiencia de ella no puede menos de publicarla.

Ocurre la que con un hombre que no ha gustado nunca nada dulce. Se le quiere dar a entender con palabras la dulzura de la miel, por ejemplo. Mas los vocablos que perciben sus oídos no le dan la idea cabal de suavidad que nunca saboreó su paladar. Y, por otra parte, las palabras le faltarán a quien pretenda explicarle la dulzura que el placer del gusto le ha revelado. Fascinado por un atractivo que sólo él conoce, se verá obligado en última instancia a admirar en silencio para sus adentros el sabor exquisito que ha experimentado.

Cosa pareja acontece a aquel que ha merecido llegar a la altura de la virtud de que hablamos. Evoca en su espíritu y recorre las grandes cosas que Dios ha hecho en los suyos por una gracia particular. Y en el transporte donde le instala la contemplación de tantas maravillas, se enciende y exclama de lo más hondo de su corazón: «Maravillosas son tus obras, Señor, y mi alma las conoce sobremanera».

Sí, aquí está el gran milagro de Dios: que un hombre de carne y viviendo en ella haya sido capaz de neutralizar todo afecto carnal. Que en media de tan diversas situaciones y tantos asaltas del enemigo mantenga su alma en una posición siempre igual, y perdure incontrastable en medio del torbellino incesante de los acontecimientos humanos.

Un anciano fundado en esta virtud vivía junto a Alejandría, perdido entre la masa heterogénea de los infieles. Estos le cubrían de insultos y le hacían a porfía las más graves injurias. Un día que le decían entre mofas: «Pero ¿qué milagros ha hecho ese Cristo que adoras?», respondió: «El de que estas injurias y afrentas y aun otras mayores que podríais hacerme no me conmuevan ni me ofendan».
 
Cómo y cuánto tiempo se puede alcanzar la castidad

XIV. Germán. Esa castidad es más celestial y angélica que humana. Por eso nos asombra y nos confunde, y sentimos casi más temor y desaliento que entusiasmo en adquirirla. Por eso te rogamos nos enseñes de un modo más concreto qué observancias nos podrán conducir a ella y en cuánto tiempo nos será dado alcanzarla. Ello nos hará cobrar confianza, al ver que no es empresa imposible, y el hecho de contar con un lapso de tiempo precisa nos animará a obtenerla. Estamos persuadidos de que esto es inaccesible a nuestra carne frágil, a menos que sepamos el método y el camino por donde se puede con seguridad llegar a ella.

XV. Queremón. Sería temerario querer fijar un lapso de tiempo bien definido para adquirir la castidad perfecta. La diversidad que apreciamos en las disposiciones y recursos de las almas lo hace imposible. Tal precisión sería difícil incluso para las artes materiales y las ciencias humanas, en que la aplicación y el talento juegan un papel decisivo, haciende que el éxito sea más lento o más rápido.

Pero en lo que puedo pronunciarme con seguridad es en la observancia que hay que adoptar y en la fijación de tiempo necesario para reconocer al menos la posibilidad de su adquisición.

Quienquiera que evite toda conversación inútil, mortifique todo sentimiento de cólera, toda solicitud y todo cuidado terreno, se contente con dos panes para su refección cotidiana, se prive de beber agua hasta la saciedad, limite su sueño a tres horas o, siguiendo otra regla en boga, a cuatro, y, por otra parte, esté convencido de que no alcanzará esta virtud por los méritos de su trabajo y abstinencia, sino por la misericordia de Dios —porque sin esta convicción serían vanas los esfuerzos del hombre—, este tal no tendrá necesidad de más de seis meses para conocen que no le es imposible adquirirla a la perfección.

Es señal clara de que se está muy cerca de la pureza no esperarla de sus propios esfuerzos. Cuando el monje ha comprendido bien toda la fuerza de aquel versículo: «Si el Señor no levanta la casa, en vano trabajan los que la edifican», no hace de su pureza un mérito orgulloso, porque ve claramente que lo debe a la misericordia de Dios y no a su propia diligencia. Ni se indigna contra los otros con un rigor implacable, porque sabe que la virtud del hombre no es nada, si no la secunda la virtud divina.
  
XVI. Así, pues, constituye de suya una victoria singular para quien combate con todas sus energías contra el espíritu de fornicación no buscar ni fundar el remedio en el mérito de sus esfuerzos.

Persuasión fácil y, al parecer, al alcance de todos. Sin embargo, se me antoja tan difícil en los que empiezan como la misma castidad perfecta. Apenas han vislumbrado en sí mismos los primeros atractivos de la pureza, se desliza sutilmente una cierta vanidad en el secreto de su conciencia y se complacen en su presunta virtud pensando que la deben a su diligencia.

Por tal razón es preciso que Dios retire por un tiempo su ayuda y sufran la tiranía de los vicios que la virtud había reprimido. Hasta que la experiencia les enseñe que no hubieran podido obtener el bien de la pureza par su industria y trabajo personal.

Mas para terminar nuestra ya extensa conferencia sobre el fin de la perfecta castidad, concluyamos brevemente sintetizando en una frase todos las pensamientos que hemos ido desarrollando a lo largo de ella. La perfección de la castidad consiste en que el monje no se manche a sabiendas con el placer malvado durante el día, y que durante la noche no se vea en su sueño turbado con ilusiones importunas.

He hablado de la castidad según mis alcances. Por lo menos puedo decir que no son éstos conceptos vanos. Los ha dictado la experiencia.

Aunque sospecho que los relajados y negligentes juzgarán estas cosas imposibles, tengo para mí que las almas ávidas de perfección y verdaderamente espirituales se reconocerán en mis palabras y darán su sufragio en mi favor. Porque hay tanta diferencia de un hombre a otro como la que existe entre las intenciones a donde converge el deseo de su corazón. Se separan unas de otras como el cielo del infierno, Cristo de Belial, según esta frase de nuestro Señor y Salvador: «Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor». Y aún: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón».

Aquí terminó la conferencia del abad Queremón sobre la castidad perfecta. Tal fue la conclusión que puso a su admirable doctrina al disertar sobre la más sublime pureza. Viéndonos él sobrecogidos de admiración y como atónitos, como había ya transcurrido gran parte de la noche, nos aconsejó no defraudáramos a la naturaleza el sueño debido, so pena de que el cansancio físico hiciera languidecer al alma, aminorando su ardor y santo entusiasmo.
  
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Cassiano
Juan Casiano nació hacia el 360, pero no sabemos con certeza dónde.
Según Gennadio, autor del siglo V que escribió un De viris illustribus, en el que incluye también a Casiano (cap. 61), éste habría nacido en el Scizia menor, dónde se encuentra. actualmente Rumania. En cambio según algunos estudiosos, Casiano provenía de la región dónde también transcurrió la última etapa de la vida, es decir en Gallia meridional cerca de Marsella (Provenza). En todo caso Casiano nació de una familia de alto rango y recibió una educación clásica, que le ayudó a cultivar su habilidad literaria.
Conocía bien el latín como el griego.
Hacia el 378-80, todavía muchacho, entró en un monasterio de Belén  unto con un amigo Germán. Como hemos visto, los Lugares Sagrados, en aquella época, eran muy populares entre los occidentales. Estamos solamente a pocos años antes de la peregrinación de Egeria (384) y del establecimiento de Jerónimo en Belén (386). Pero ya antes de las llegadas a Egeria y luego de Jerónimo, en el 382, Casiano hizo un viaje a Egipto junto con su compañero Germán, para conocer los grandes centros del monacato. Visitaron Tebaide en el Sur, es decir el ambiente de los monasterios pacomianos, y luego se establecieron más al Norte en Sceti, es decir en el desierto dominado por el influjo de San Antonio y muchos otros grandes monjes, los nombres de los que han sido transmitidos sobre todo en la Historia Lausiaca de Paladio y en los Apotegmas, es decir, los Dichos de los Padres del desierto.
Después de largos años, solamente en el 399, obligados por los hechos de la controversia origenista, Casiano y Germán dejaron Egipto y se trasladaron a Constantinopla. El famoso patriarca Juan Crisóstomo consagró a diácono a Casiano, que más bien era reacio de tomar sobre sí los cargos eclesiásticos.
En el 404, después de la caída de Juan Crisóstomo, los dos amigos se trasladaron a Roma para llevar una carta del ex-patriarca al Papa Inocencio.
Casiano transcurrió en Roma bastantes años, estrechó amistad con el futuro Papa León Magno y fue ordenado sacerdote. En aquel período murió el amigo inseparable Germán.
Hacia el 415 Casiano se trasladó a Marsella, dónde transcurrió los últimos 18 ó 20 años de su vida. Fundó dos monasterios, uno masculino de San Víctor y uno femenino de San Salvador. Se responsabilizó del cuidado de organizar el monacato occidental, ya establecido en Lérins, sobre la isla cerca de Marsella alrededor del 400 (ved. infra, párrafo 8). Con su larga y rica experiencia en el desierto de Egipto, Casiano es un principal colaborador de transferir el ideal monástico egipcio al mundo occidental.
Durante el período a Marsiglio Casiano escribió sus obras, que son tres (al menos las que nosotros tenemos). Entre el 420-424 escribió las Institutiones (Instituciones cenobíticas) por solicitud del obispo Castore de Apt. Esta obra consiste en una primera parte con las leyes, diremos “reglas”, y una segunda parte que trata sobre los ocho vicios capitales, según el fuerte influjo de Evagrio Póntico (ca. 345-399), que ha recopilado en síntesis toda la tradición monástica egipcia hacia finales del siglo IV.
Luego, en los años 426-429 Casiano escribió la obra maestra, las Colationes (Conferencias). Es un trabajo muy amplio que consiste en 24  “entrevistas” hechas con los Ancianos famosos del desierto de Egipto.
Casiano, escribiendo de la memoria después de más que 25 años, ha hecho más bien largos monólogos en forma literaria, puestos en las bocas de estos Ancianos, para transmitir los fundamentos de sus enseñanzas espirituales.
Las Colationes no sólo son una fuente de primera importancia para nuestro conocimiento del primer monacato egipcio, sino también han quedado una  clásica” durante toda la historia del monacato occidental. Revelan una gran sensibilidad psicológica y una atmósfera muy parecida a aquella que emerge de las obras de Evagrio.
Alrededor del 430 Casiano escribió una tercera obra, para nosotros no menos importante, que es necesario mencionar por motivos de plenitud.
Desatada la controversia cristológica contra Nestorio, que tendia a romper en Cristo la naturaleza divina de aquella humana, Casiano defendió la fundamental unidad en el Verbo encarnado en una obra contra Nestorio: De incarnatione Domini contra Nestorium.
Casiano murió en el 432 según algunos estudiosos, o hacia el 435 según otros.

Contemplación, el camino místico olvidado por los cristianos (y II)

¿Nos puede decir algo más acerca de las prácticas tradicionales cristianas?
Hay ciertas estructuras básicas en la mística que son iguales en todas las religiones. O bien se recomienda la concentración de la consciencia mediante una imagen, un sonido, una palabra, la respiración, la luz, o sea, mediante un contenido como foco donde se concentre la consciencia, o bien la mantienen libre de cualquier contenido o estructura, ya sea ésta de índole material, psíquica o intelectual.
Hablaré primeramente de la concentración de la consciencia.
Los monjes, desde siempre, han conocido la interiorización con ayuda de la respiración. Recomiendo a este respecto la lectura del libro La Filocalia que describe la vida oracional de los monjes de la Iglesia Oriental.
Aparte de esto, siempre se ha considerado importantísimo sentarse durante largos períodos en quietud. Esto podrá hacerse en un banco de una iglesia, en casa en una silla, en un banquillo, o sobre los talones. El citado libro de la Filocalia también describe este ejercicio.
Luego tenemos el ejercicio con una palabra. Casiano, que nos cuenta la vida y oraciones de los eremitas y cenobitas del desierto, describe este ejercicio ampliamente y recomienda la frase: "Oh Dios, ven en mi ayuda, Señor, date prisa en socorrerme" (1). A este respecto recomiendo la lectura de sus "Colationes X".
La "oración continua" que nos recomienda Jesús (Lc 18,1) únicamente puede tener lugar en el nivel contemplativo cuando, después de haber practicado durante un período largo, "está rezando en la persona", habiéndose formado un hábito en el alma que una y otra vez vuelve a conducir a la experiencia de la oración. La "buena opinión" que muchos cristianos practican, no es suficiente para ello.
El autor de "La Nube del No Saber", en los capítulos 7,36,37 y 39, da instrucciones para el uso de la palabra en la contemplación.
Cuando se haya progresado hasta cierto punto en la oración, ya no se observa la respiración, sino el sonido. Habrá que "cantar" interiormente, por así decir, la vocal, conduciendo ésta la respiración. La meta consiste en hacerse uno con la palabra, mejor dicho, con el proceso de "cantarla" o pronunciarla interiormente. Hay que volverse el sonido mismo, entonces se va sosegando el fuero interno. La consciencia queda concentrada en la palabra o en la vocal, con lo cual se consigue el desprendimiento de todo lo demás.
La contemplación cristiana siempre va acompañada de entrega y amor (caridad). Nuevamente remito aquí al libro de la Nube del no-saber, cuyo autor recomienda cargar la palabra con entrega, amor y confianza. Esto, únicamente en apariencia contradice la indicación de no quedarse apegados a los sentimientos. Tanto el amor, como la entrega y el anhelo son emociones básicas de nuestra alma perfectamente aptas para acompañar la palabra. Nos orientan y sirven para el recogimiento. Alguien que tiene sed, no tendrá que pensar en agua, pues está completamente impregnado de las ganas de beber agua. Lo mismo ocurre con el amor. Quien ama de veras, quien tiene nostalgia y quien se entrega, no está distraído...
Pero no hay que sorprenderse ante la falta de tales sentimientos. El camino lleva por largos trechos de sequedad, por el desierto y la noche, como nos lo dicen los místicos. Y justamente entonces es fundamental seguir con la oración, aunque la sequedad frustrante nos invada. La sequedad se encuentra en el nivel personal de la afectividad. Es nuestro yo que se frustra, y a ese yo habrá que abandonarle de todas formas. La sequedad para la mística es, por lo tanto, un instrumento y una ayuda de Dios en el proceso del desprendimiento.
Referente al ejercicio del vaciamiento de la consciencia, el autor de "la Nube del no-saber" habla de la percepción del propio ser. En el transcurso del ejercicio, se llegar a percibir un fondo donde harán su apariencia pensamientos, sentimientos e intenciones. Los pensamientos y los sentimientos se originan allí, pero no son el fondo más profundo. El citado autor denomina este fondo el Ser. Sus instrucciones a este respecto me parecen ser las más importantes de su libro. El mirar al Señor es un ejercicio que se practica en muchos caminos místicos, aún y cuando se le dan diferentes nombres. La meta siempre consiste en el vaciamiento de la consciencia, pero no por el vacío en sí, sino porque tan sólo en el vacío podrá manifestarse genuinamente la plenitud de Dios, pues el ojo tendrá que ser incoloro para poder mirar el color auténtico. Uno se desprende de pensamientos, sentimientos e impulsos de la voluntad; El ser humano se parece a un espejo que refleja todo sin identificarse con nada.
En este estado aún quedan dos: un yo que experimenta y aquello que es experimentado. Seguir adelante a partir de aquí resulta realmente muy difícil. La meta consiste en abandonar el yo para experimentar exclusivamente el Ser de Dios. Y esto no se consigue mediante un acto de voluntad. No queda otra cosa que seguir fielmente con el ejercicio. Las instrucciones siguen siendo las mismas que antes: ¡Mantente en el ejercicio! ¡Húndete en él! Entonces podrás recibir el don de la experiencia. Una auténtica experiencia mística es algo que nos ocurre, nunca la podremos producir.

¿Nos podría decir algo acerca del camino de la contemplación de los Padres del Desierto?
El Padre Juan Casiano resume el sendero de la oración contemplativa con las palabras "pureza de corazón". Corazón, para él, es la capacidad básica del conocimiento, mejor dicho, de la experiencia. Es esa chispa del alma con la que no solamente experimentamos nuestra auténtica vida divina, sino que es esa vida divina misma. La experiencia no se alcanza con el discurrir o por medio de palabras que se queden en la memoria. (Véase a este respecto el prólogo de sus Colationes).
El camino a la experiencia llega a través del saber del camino, a través de la "praktik‚" Esta se divide en tres apartados:

- El trabajo en el hombre interior (lucha contra el pecado)

- El servicio en pro de los hermanos

- El volverse igual a Cristo

La primera meta que se deber alcanzar es la pureza del corazón. La contemplación es la meta verdadera y última de toda vida monástica. Pero siempre ser un don y nunca depende de la voluntad. Por ello, la meta más cercana a la que se aspira, es la pureza del corazón (puritas cordis). (Colationes I,4 y I,7).
El proceso de liberación, que más tarde llamaría san Juan de la Cruz la purificación activa y pasiva, es un proceso psicoespiritual que, en primer lugar tiene que ver con el trabajo de las perturbaciones psíquicas, como por ejemplo, los traumas infantiles, los esquemas inculcados en la educación y los trastornos diversos en el inconsciente personal. Además, purificación también significa liberación de todo dominio de los impulsos.
De entre los Padres del Desierto destaca sobre todo el monje Evagrio Póntico, quién ha influido grandemente en la mística cristiana. Referente a la oración, nos habla en especial de dos grandes Padres del Desierto, ambos de nombre Macario. Recomienda "darse totalmente a la oración sin tener en cuenta ni las preocupaciones ni los pensamientos que surjan en el transcurso. Lo único que consiguen en ti es molestarte e intranquilizarte para finalmente tambalear tu orientación tan decidida".
La importancia de Evagrio Póntico estriba en su claridad. La contemplación es atención pura. La persona auténticamente contemplativa ve el lugar de Dios. Asimismo, Evagrio Póntico aconseja quedarse durante períodos largos, sin interrupciones, en el ejercicio de la oración. Dice: "Cuando estés en oración, no te preocupes de las necesidades de tu cuerpo, porque si lo haces, podrías dañar ese don inigualable que se te da en la oración debido a una picadura de una pulga, de un piojo o de un mosquito".
El centro de la contemplación siempre lo constituye la ausencia de imágenes e ideas, y Evagrio Póntico dice al respecto: "Cuando ores no te imagines a la divinidad bajo una misma imagen. Mantén tu mente libre de cualesquiera formas y acércate al Ser inmaterial sin ninguna materia, pues únicamente así lo conocerás".
El camino del ejercicio consiste en la transformación y maduración hacia alcanzar un estado mental completamente receptivo. Para los monjes, Jesús es el orante místico perfecto. Su oración en el monte y en la soledad era la "apateia", el mirar a Dios. Según Casiano, los monjes deberían mantenerse en la oración de la misma manera que lo hiciera Jesús cuando se encontraba en el estado de la experiencia profunda de lo que él llamó "Padre" al estar orando en el monte. Y Casiano critica a los mojes que no saben orar sin representarse algún tipo de imagen.

¿Porqué y cómo se produjo el declive de la mística?.
Hasta hace unos 200 años, la contemplación solía formar parte de la pedagogía de oración. Quisiera citar aquí a Thomas Keating, abad cisterciense de los EE.UU., que en un resumen de la historia de la contemplación, cita los diversos motivos que han influido en el hecho de que esto ya no sea así:
  • La desgraciada tendencia a rebajar los "ejercicios espirituales" (Ignacio de Loyola) a un método de meditación discursiva.
  • El enfrentamiento de la Iglesia establecida con el Quietismo y su radical condena de esta corriente. La pedagogía del Quietismo consiste en un dejar hacer pasivo y en abandonarse a la guía de la gracia. Esto, en la Institución generó un miedo latente ante toda mística, haciendo que cayera en descrédito.
  • El Jansenismo y sus influencias. El Jansenismo se acerca mucho al Determinismo: el ser humano está predestinado y poco puede hacer para cambiar esta condición. Dios escoge a la persona y le concede la gracia de actuar bien, obrando así su redención.
  • La sobrevaloración de las visiones y revelaciones privadas y la consecuente desvalorización de la liturgia.
  • El confundir la auténtica naturaleza de la contemplación con fenómenos como la levitación, el hablar en lenguas, los estigmas y las visiones.
  • El confundir la mística con la beatería.
  • La desfiguración de la imagen de los místicos y la equiparación de la mística con un ascetismo divorciado de la realidad.
  • El incremento del legalismo de la Iglesia Romana.
Aparte de esto, dice Keating, la erradicación de la contemplación fue definitiva cuando se llegó a afirmar que era una temeridad aspirar a la oración contemplativa.
Alentados por los caminos esotéricos de Oriente, muchos cristianos de nuestros días vuelven a acordarse de su propia tradición. Pero su interés no estriba en disertaciones teoréticas sobre místicos, sino en los caminos a la experiencia que éstos nos legaron.
 
 

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