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Juan Casiano, Santo |
Presbítero
Martirologio Romano: En Marsella, ciudad de la Provenza, en la
Galia, san Juan Casiano, presbítero, que fundó un monasterio para
varones y otro para mujeres, y, como fruto de su
larga experiencia en la vida monástica, escribió para los monjes
dos obras: Instituciones Cenobíticas y Conferencias de los Padres (c.
435).
Etimológicamente: Juan = Dios es misericordioso, es de origen hebreo.El patriarca de la vida monástica,
a quien se llama simplemente Casiano, nació hacia el año
360, probablemente en Dobruja, ciudad de Rumania. No es imposible
que haya luchado contra los godos en la batalla de
Andrinópolis. Alrededor del año 380, partió con un amigo suyo
llamado Germán, a visitar los Santos Lugares. Ambos se hicieron
monjes en Belén. Pero en aquella época, el centro de
la vida contemplativa era Egipto. Así pues, los dos amigos
se trasladaron allá y visitaron uno a uno en la
soledad a los famosos santos varones "que estaban llamados a
desempeñar una alta misión en el mundo: no sólo la
de orar por él, sino la de edificar e instruir
a las generaciones futuras" (Ullathorne). Durante algún tiempo, Casiano y
Germán llevaron vida eremítica bajo la dirección de Arquebio. Después,
Casiano se trasladó al desierto de Esquela para hablar con
los anacoretas que habitaban en cuevas excavadas en la ardiente
roca y para vivir en los "cenobios" o monasterios de
los monjes. No sabemos por qué razón, Casiano emigró a
Constantinopla hacia el año 400. Ahí fue discípulo de San
Juan Crisóstomo, quien le confirió el diaconado. Cuando se depuso
al gran santo, contra todas las leyes canónicas y contra
toda justicia, Casiano fue uno de los legados enviados a
Roma para defender la causa del arzobispo ante el Papa
San Inocencio I. Tal vez en Roma recibió la ordenación
sacerdotal, pero no volvemos a saber nada de él hasta
que le encontramos en Marsella, varios años después.
Ahí fundó Casiano dos monasterios: uno para monjes, en el
sitio en que había sido sepultado el mártir San Víctor,
y otro para religiosas. Casiano y sus monasterios habían de
irradiar en el sur de la Galia el espíritu y
el ideal ascético de Egipto. Para guía e instrucción de
sus discípulos, Casiano compuso sus "Conferencias" o "Colaciones" y las
"Reglas de la vida monástica." Ambas obras estaban destinadas a
ejercer una influencia inmensamente mayor de lo que su autor
pudo sospechar. En efecto, San Benito las recomendó, junto con
las "Vitae Patrum" y la Regla de San Basilio, como
la mejor lectura que sus monjes podían hacer después de
la Biblia. También es sensible la influencia de Casiano en
la Regla de San Benito y en su espiritualidad, de
suerte que puede decirse que Casiano influenció a la cristiandad
entera a través de San Benito. En los cuatro primeros
libros de las "Reglas de la vida monástica" describe la
forma de vida que deben llevar los monjes; el resto
de la obra está consagrado a las virtudes que deben
tratar de adquirir y a los pecados mortales en los
que más peligro tienen dé caer. Casiano dice en el
prefacio de dicha obra: "No voy a describir milagros y
prodigios ni a contar anécdotas. Porque, aunque mis mayores me
contaron muchas cosas increíbles y aunque me ha sido dado
presenciar algunas con mis propios ojos, el repetirlas produce simplemente
asombro en el lector, pero no contribuye a instruirle en
el camino de la perfección." Tal sobriedad es característica de
Casiano.
Es curioso que el Martirologio Romano no
mencione a Casiano. Sin duda que Baronio no quiso incluirle
en él, porque en su época se le consideraba como
el iniciador y el principal exponente de las enseñanzas que
ahora se conocen con el nombre de semipelagianismo. Casiano expuso
su teoría en su tratado "Acerca de la Reprobación y
de la Gracia", en el curso de una controversia acerca
de San Agustín; basándose en dicho tratado, se puede tachar
a Casiano de "anti-agustinista", pero no de semipelagiano. El santo
pasó todo el resto de su vida en Marsella, donde
murió hacia el año 433. Los bizantinos celebran su fiesta
el 29 de febrero.
Juan Casiano
Juan Casiano o Cassiano (Entre 360 y 365 - ca. 435). Sacerdote, asceta y Padre de la Iglesia. Nació en la actual Dobruja en Rumanía, en la desembocadura del Danubio, aunque es seguro que se formó en Belén y vivió durante siete años como eremita en el desierto de Egipto. Posteriormente recibió el diaconado en Constantinopla de manos de san Juan Crisóstomo, y fue ordenado sacerdote en Roma por el papa Inocencio I.
Hacia 415 fundó la Abadía de San Víctor de Marsella, formada por dos monasterios, uno masculino y otro femenino, para los que escribió sus escritos más importantes: las Institutiones, en las que expone las obligaciones del monje y examina los vicios contra los que ha de estar prevenido; y sus veinticuatro Collationes o Conferencias, en los que, en forma de diálogos con monjes famosos de la antigüedad —como un complemento a las Institutiones—
trata diversos aspectos de la vida monacal, alaba la vida eremítica e
indica que la vida ascética es la mejor vía para luchar contra el
pecado.
Obsesionado por la sexualidad, [cita requerida] la fornicación (fornicatio)
es analizada por Casiano con minuciosidad: en el sexto capítulo de las
Instituciones, «Sobre el espíritu de fornicación», y en varias de las
Conferencias: en la cuarta, sobre «La concupiscencia de la carne y del
espíritu»; en la quinta, sobre «Los ocho vicios principales»; en la
duodécima, sobre «La castidad»; y en la vigesimosegunda, sobre «Las
ilusiones nocturnas».
En la V Conferencia, divide el pecado de la fornicación en tres tipos: el primero consiste en la «conjunción de los dos sexos» (commixtio sexus utriusque); el segundo se comete «sin contacto con la mujer» (absque femineo tactu), lo que llevó a Onán a la condenación; el tercero es «concebido por el pensamiento y el espíritu».
Por ser el origen de todos los demás pecados, la pareja que forman la
gula y la fornicación debe ser arrancada, como si fuese «un árbol
gigante que extiende su sombra a lo lejos». En el sistema filosófico de
Casiano aquí radica la importancia ascética del ayuno como medio para
vencer la gula y atajar la fornicación. Esa es la base del ejercicio ascético.
La fornicación es entre los ocho pecados fundamentales el único que,
por ser a la vez innato, natural y corporal en su origen, hay que
destruirlo totalmente, como es necesario hacerlo con los vicios del
alma, que son la avaricia y el orgullo. Se impone, pues, la
mortificación radical que nos permita vivir en nuestro cuerpo
previniéndonos de las inclinaciones de la carne. «Salir de la carne
permaneciendo en el cuerpo». La castidad era el centro del
sistema de Casiano, que obligaba al monje a una represión constante en
un estado de agotadora vigilia permanente en cuanto a las más mínimas
inclinaciones que se pudieran producir en su cuerpo y en su alma. Velar
día y noche; durante la noche para prevenirse del día y de día pensando
en la próxima noche. Decía Casiano: «Así como la pureza y la vigilia
durante el día predisponen a permanecer casto durante la noche, del
mismo modo la vigilia nocturna fortalece el corazón y lo pertrecha de
fuerzas que ayudarán a mantener la castidad durante el día.» Tal estado
de vigilia suponía la puesta en práctica del proceso de
«discriminación», que ocupaba el centro de la técnica casiana de
autocontrol de la castidad en seis etapas sucesivas, que sigue usando la
Iglesia. Casiano consideraba que se había llegado al culmen del
progreso de la castidad cuando no se producían poluciones nocturnas
involuntarias.
Sus escritos teológicos influyeron en las doctrinas semipelagianas.
Posteridad
San Benito de Nursia recomendó a sus monjes la lectura de los escritos de Juan Casiano, y los utilizó como fundamento para su regla, donde en ciertos pasajes se repiten casi palabra por palabra pasajes de Casiano y la misma regla afirma que debe ser prolongada por las Conferencias de los Padres y sus Instituciones de Casiano.
Hasta ahora, los monjes de Occidente le han apreciado como uno de los
principales maestros de la vida monástica y consideran que les ha
permitido beneficiarse de la rica experiencia de los primeros monjes de
Oriente.
Después de su muerte, el segundo Concilio de Orange, en 529, condenó el semipelagianismo y dio una formulación teológica de la gracia tal como preconizaba san Agustín. El concilio se pronunció contra los que, como Juan Casiano de Marsella, Vicente de Lerins y Fausto de Riez, daban un papel más importante al libre albedrío.
Esto probablemente explica porqué Juan Casiano no haya sido un santo de la Iglesia católica romana, aunque sí se le venera localmente. Algunas localidades cerca de Lérins llevan su nombre y se le guarda a veces la memoria de su fiesta el 23 de julio en estas villas o en Marsella. Sus escritos, sin embargo, han sido leídos ampliamente en los monasterios de Occidente.
Por el contrario, sí figura en el calendario de santos de la Iglesia ortodoxa donde es muy estimado por sus escritos y por sus opiniones sobre la gracia,
en las que los ortodoxos se reconocen, mejor que en las de san Agustín,
en las posiciones tradicionalmente enseñadas por los Padres ortodoxos.
Así es como monjes (y obispos) ortodoxos a menudo llevan su nombre. Su
fiesta se celebra el 29 de febrero (o 28 de febrero en años no bisiestos).
Bibliografía
- San Juan Casiano: Instituciones. Traducción española por L. y P. Sansegundo, Ed. Rialp, col. Neblí n. 15, Madrid, 1957.
- San Juan Casiano: Colaciones. Traducción española por L. y P. Sansegundo, Ed. Rialp, col. Neblí nn. 19 y 20, Madrid, 1958 y 1962.
- Michel Foucault: La lucha por la castidad. En Ph. Ariés, A. Béjin, M. Foucault y otros : Sexualidades occidentales. Paidós. Buenos Aires. 1987.
Enlaces externos
Wikimedia Commons alberga contenido multimedia sobre Juan Casiano.
Monje y escritor ascético del sur de la Galia, primero en introducir las reglas del monacato oriental en Occidente; nació, probablemente, en Provenza hacia el 360 y murió alrededor de 435, probablemente cerca de Marsella. Genadio se refiere a él como escita de nacimiento (natione Scytha), pero se considera que es una afirmación errónea basada en el hecho de que Casiano pasó varios años de su vida en el desierto de Escitia (heremus Scitii), en Egipto. Hijo de padres ricos, recibió una buena educación, y cuando aún era joven visitó los santos lugares en Palestina, acompañado por su amigo Germano, algo mayor que él. En Belén Casiano y Germano asumieron las obligaciones de la vida monástica, pero como ocurre con muchos de sus contemporáneos, el deseo de adquirir la ciencia de la santidad
directamente de sus más eminentes maestros, pronto los llevó de sus
celdas en Belén a los desiertos egipcios. Antes de abandonar su primera
casa monástica, ambos amigos prometieron volver lo antes posible, pero
esta cláusula la interpretaron muy ampliamente, puesto que no volvieron a
ver Belén hasta siete años después.
Durante su ausencia visitaron a los solitarios más famosos de
Egipto por su santidad y se sintieron tan atraídos por sus grandes virtudes
que después de conseguir en Belén una extensión de su permiso de
ausencia, volvieron a Egipto donde permanecieron siete años más. Fue
durante este período de su vida que Casiano recopiló los materiales para
sus dos principales obras, “Institutos “y “Conferencias”. Ambos
pasaron de Egipto a Constantinopla donde Casiano se convirtió en el discípulo preferido de San Juan Crisóstomo. El famoso obispo de la capital oriental elevó a Casiano al diaconato y le encomendó los tesoros de su catedral. Después de la segunda expulsión de Crisóstomo, Casiano fue enviado a Roma por el clero de Constantinopla para interesar al Papa San Inocencio I a favor de su obispo. Fue probablemente en Roma donde Casiano fue ordenado sacerdote,
pues es cierto que al llegar a la Cuidad Eterna aún era diácono. Desde
este momento ya no se vuelve a oír sobre Germano, y de Casiano mismo no
se conoce nada por la próxima década.
Hacia el 415 estaba en Marsella donde fundó dos monasterios, uno para hombres, sobre la tumba de San Víctor, un mártir de la última persecución cristiana de Maximiano (286-305), y el otro para mujeres.
El resto de sus días los pasó en o cerca de Marsella. Su influencia
personal y sus escritos contribuyeron mucho a la difusión del monacato en occidente. Aunque nunca fue formalmente canonizado, San Gregorio I Magno lo consideraba un santo, y se cuenta que el Papa Urbano V (1362-1370), quien había sido abad de San Víctor, hizo que se grabaran las palabras “San Casiano” en el relicario de plata que contenía su cabeza. Su fiesta se celebra en Marsella, con octava, el 23 de julio y su nombre se halla entre los santos del calendario griego.
Las dos principales obras de Casiano tratan de la vida cenobítica y de los pecados
principales o mortales. Se titulan: "De institutis coenobiorum et de
octo principalium vitiorum remediis libri XII" y "Collationes XXIV". La
primera fue escrita entre el 420 y 429. Casiano mismo describe la
relación entre las dos obras (Instit., II, 9) de la siguiente manera:
“Estos libros [Institutos]… tratan principalmente de lo que pertenece al
hombre exterior y de las costumbres
de los cenobios (es decir, las institutos de vida monástica en común);
las otras [las Collationes" o Conferencias) tratan más de la disciplina
del hombre interior y la perfección
del corazón". Los primeros cuatro libros de los "Institutos” tratan
de las reglas que gobiernan la vida monástica, ilustradas con ejemplos
sacados de la observación personal del autor en Egipto y Palestina; los
ocho libros restantes están dedicados a los ocho principales obstáculos
que encuentran los monjes en el camino hacia la perfección: gula, impureza, avaricia, ira, desaliento, accidia (tedio), vanagloria y orgullo.
Las “Conferencias” contienen el relato de las conversaciones de Casiano
y Germano con los solitarios egipcios, sobre el tema de la vida
interior. Lo compuso en tres partes: el primer fascículo (libros I-X)
estaba dedicado al obispo San Leoncio de Fréjus y a un monje (luego obispo]] llamado Heladio; el segundo (libros XI-XVII), a San Honorato de Arles y a San Euquerio de Lyon; el tercero (libros XVIII-XXIV), a los “santos hermanos” Joviniano, Minervo, Leoncio y Teodoro.
Ambas obras, especialmente la segunda, fueron muy estimadas por
sus contemporáneos y por varios fundadores de órdenes religiosas
posteriores. San Benito de Nursia utilizó a Casiano al escribir su Regla
y ordenó que se leyeran diariamente en sus monasterios selecciones de
las “Conferencias”, a las que llamó espejo del monacato (speculum
monasticum). Casiodoro también recomendaba las “Conferencias” a sus monjes, sin embargo con reservas respecto a las ideas del autor sobre el “ libre albedrío””. Por otra parte, el decreto atribuido al Papa Gelasio “De recipiendis et non recipiendis libris" (de principios del siglo VI), censura esta obra como “ apócrifa”
es decir, que contenía doctrinas erróneas. Euquerio de Lyons hizo un
resumen de la obra, que ha llegado a nuestros días (P.L., L, 867 ss.).
Una tercera obra de Casiano, escrita hacia 430-431, a petición del archidiácono romano León, que después fue Papa San León I Magno, era una defensa de la doctrina ortodoxa contra los errores de Nestorio:
"De Incarnatione Domini contra Nestorium" (P.L., L, 9-272). Parece que
se escribió con alguna precipitación y, consiguientemente, no es del
mismo valor que las otras del mismo autor. Una gran parte consiste de pruebas, sacadas de la Escritura, la Divinidad de Nuestro Señor y en apoyo del título de María como “Madre de Dios”; el autor denuncia el pelagianismo como fuente de la nueva herejía, que considera incompatible con la doctrina de la Trinidad.
Sin embargo, el mismo Casiano no escapó de la sospecha de
enseñanzas erróneas; de hecho, se le considera originador de lo que,
desde la Edad Media, se ha conocido como semipelagianismo.
En su tercera y quinta, pero especialmente en la décimo tercera, de
sus “Conferencias” se hallan puntos de vista de ese estilo atribuidos a
él. Preocupado como estaba por las cuestiones morales, exageró el papel
del libre albedrío al reclamar que los pasos iniciales hacia la salvación estaban en poder de cada individuo, sin la ayuda de la gracia. La enseñanza de Casiano sobre este punto fue una reacción contra lo que él veía como una exageración de San Agustín en su tratado "De correptione et gratia" respecto al poder irresistible de la gracia y la predestinación. Casiano vio en la doctrina de San Agustín un elemento de fatalismo
y mientras trataba de encontrar una via media entre las opiniones del
gran obispo de Hipona y Pelagio, presentó ideas que eran solamente menos
erróneas que las del heresiarca mismo.
No negaba la doctrina de la caída: hasta admitía la existencia y necesidad de una gracia interior, que apoya a la voluntad para resistir las tentaciones y lograr la santidad. Pero afirmaba que después de la caída aún quedaba en cada alma
“algunas semillas de bondad… implantadas por la bondad del Creador”, la
que, sin embargo, debe ser “avivada por la asistencia de Dios”. Sin
esta ayuda “no serán capaces de conseguir un aumento de la perfección”
(Coll., XIII, 12). Por consiguiente “debemos preocuparnos de no referir
todos los méritos de los santos al Señor de tal manera que solo atribuyamos a la naturaleza humana lo que es perverso”. No debemos mantener que “ Dios
hizo al hombre tal que no puede nunca desear o ser capaz del bien, pues
de lo contrario no le ha concedido una voluntad libre, si sólo puede
querer o ser capaz de lo que es malo” (ibid.).
Los tres puntos de vista opuestos se han resumido de la siguiente
manera: San Agustín veía al hombre en su estado natural como muerto,
Pelagio como muy sano y Casiano como enfermo. El error de Casiano fue
ver un acto puramente natural, que procede del ejercicio del libre
albedrío, como el primer paso para la salvación. Casiano no tomó parte
en la controversia sobre sus enseñanzas que surgió poco antes de su
muerte. Su primer oponente, Tiro Próspero de Aquitania se refiere a él, sin nombrarlo, como hombre de virtudes más que ordinarias. El semipelagianismo fue por fin condenado por el Concilio de Orange en 529.
Bibliografía: La mejor edición de las obras de Casiano es la de
PETSCHENIG (Viena, 1886-1888); GIBSON publicó parte de sus escritos en
la serie de los Padres Nicenos y Post-Nicenos (Oxford y New York, 1894),
XI. Ver también HOLE e Dicc. de Biog. Crist. I, 414 ss. (Londres,
1877); GODET en Dicc. de Teol. Cat. (París, 1906), II, 1824 ss.
BARDENHEWER, Les Pères de l'église (París, 1905), II; GRÜTZMACHER en
Realencyklopädie f. prot. Theol. (Leipzig, 1897), III, 746 ss.; POHLE en
Kirchenlex., II, 2021 ss.; HOCH, Lehre des Johannes Cassianus von Natur
und Gnade, etc. (Freiburg, 1896); CHEVALIER, Rep. bio-bibliogr. (Paris,
1905), 796-97.
Fuente: Hassett, Maurice. "John Cassian." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908. < http://www.newadvent.org/cathen/03404a.htm>.
LA ORACION CONTINUA por San Juan Casiano
CONFERENCIA X, CAPÍTULO X: Del método de la oración continua.
El símil que has tomado, de la oración continua que admirablemente has
comparado con la enseñanza a los niños, está plenamente justificado. Los
niños sólo pueden tomar las primeras lecciones del alfabeto y
reconocer las formas de las letras, y dibujar sus figuras con una mano
firme si la tienen, mediante la copia de formas cuidadosamente impresas
en cera, se acostumbran a expresar sus figuras, por la constante mirada e
imitación diaria. Análogamente en la ciencia del espíritu, es preciso
que tengamos un modelo hacia el cual orientar con insistencia nuestra
mirada.
Tenemos que darle la forma de esta contemplación espiritual, en la que
siempre se puede fijar la mirada con la máxima firmeza, y aprender a
considerarlo beneficioso en la continuidad ininterrumpida, así como
lograr por la práctica de la misma y por la meditación subir a una
conciencia aún más elevada.
Esta fórmula debe entonces ser propuesta tomándola de este sistema de
oración, que tú quieres y que todo monje está acostumbrado a considerar
en su progreso hacia el continuo recogimiento en Dios, renovándola sin
cesar en su corazón, dejando de lado todo tipo de pensamientos, porque
no podría sostenerla si no se ha liberado a sí mismo de todos los
cuidados y ansiedades.
Y así como esto fue entregado a nosotros por unos pocos de los más
antiguos padres que quedaron, es sólo divulgado por nosotros a muy
pocos y a aquellos que están realmente interesados.
Y así, para mantener el recogimiento continuo de Dios, esta fórmula
piadosa debe estar siempre puesta delante de ti. "Oh Dios, ven pronto en
mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”. Este versículo no ha
sido tomado de todas la Escritura para este fin injustificadamente.
Porque contiene todos los sentimientos que pueden ser implantados en la
naturaleza humana, y puede ser bien adaptada a cualquier condición, y a
todos los peligros.
Dado que contiene una invocación a Dios en contra de todos los peligros,
una piadosa y humilde confesión, y una vigilancia sobre la ansiedad y
el miedo continuo. Contiene la conciencia de la propia debilidad, la
confianza en la respuesta, y la certeza de una ayuda presente y
siempre disponible.
Para quien está constantemente llamando a su protector, es la certeza de
que Él está siempre a mano.
Contiene el resplandor del amor y la caridad, es como la exclamación
del alma a la vista de las acechanzas que la rodean, que tiembla ante
los enemigos que la asedian día y noche, y de quienes sabe que no puede
librarse sin la ayuda de su defensor.
Este versículo es un muro inexpugnable y protector, una coraza
impenetrable y un escudo firmísimo contra todos los embates.
Quien vive dominado por la aflicción de espíritu o la tristeza, o
abrumado por algún pensamiento, encuentra en estas palabras un remedio
saludable. Ya que nos muestra que aquel a quien invocamos es testigo de
nuestros combates y no se aleja nunca de los que en Él confían.
Se nos advierte a nosotros cuya herencia es el éxito espiritual y el
deleite de corazón, que no debemos estar exaltados o inflamados por
nuestra condición de felicidad, esta nos asegura que no puede durar sin
Dios como nuestro protector, al tiempo que le implora a El que venga
siempre, e incluso pronto a ayudarnos.
Este versículo será útil y provechoso a cada uno de nosotros en
cualquier condición en que podamos encontrarnos.
Para alguien que siempre y en todos los asuntos quiere ser ayudado,
muestra que necesita la ayuda de Dios no sólo en asuntos difíciles o
tristes, sino también por igual en los prósperos y felices, para que
pueda ser liberado de unos y también para poder continuar en los otros,
puesto que de Dios depende tanto el librarnos de la adversidad como el
hacernos vivir en la alegría. Ya que la debilidad humana no puede, sin
la ayuda de Dios, mantenerse ni frente a los bienes ni frente a los
males de la existencia.
Supongamos que estoy afectado por la pasión de la gula.
Pido alimentos de los que el desierto no sabe nada, y en lo más
profundo del desierto son llevados a mí los olores de los deleites del
rey y creo que incluso en contra de mi voluntad me siento atraído mucho
por ellos.Debo decir de inmediato: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh
Señor, date prisa en socorrerme”
Me siento inclinado a anticipar la hora fijada para la cena, o estoy
tratando con gran dolor de corazón mantenerme en los límites de mi magra
ración de pobre. Tengo que gritar con gemidos: "Oh Dios, ven pronto en
mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme.”
La debilidad del estómago me impide querer ayunar más severamente, a
causa de los asaltos de la carne, o la sequedad del vientre y el
estreñimiento me asustan.
A fin de poder cumplir mis deseos, o bien que el fuego de la lujuria
carnal pueda ser apagado sin el recurso de un ayuno más estricto, tengo
que orar: ""Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en
socorrerme”
Cuando voy a la cena, a la hora indicada y detesto tomar los alimentos y
me veo impedido de comer cualquier cosa para satisfacer las exigencias
de la naturaleza: tengo que llorar con un suspiro: "Oh Dios, ven pronto
en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”
Cuando quiero en aras de la firmeza de corazón dedicarme a la lectura,
un dolor de cabeza interfiere y me detiene, o me vence el sueño a las
nueve de la mañana. Si levanto la cabeza y me hago violencia para leer,
no tardaré en seguida en caer rendido sobre mi libro sagrado. ¿Qué haré
yo en este estado? Clamar a Dios desde el fondo de mi corazón: "Oh
Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”
El sueño permanece alejado de mis ojos, y muchas noches me encuentro
cansado con falta de sueño e ilusiones causadas por el diablo. Sin poder
pegar los ojos, me resulta imposible tomar el descanso reparador que
necesito por la noche. Entonces tengo que suspirar y orar: ""Oh Dios,
ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”
Mientras todavía estoy en medio de una lucha con el pecado, de repente
una irritación de la carne me afecta y trata con una sensación
placentera hacerme consentir, mientras duermo. A fin de que un voraz
incendio no queme las flores fragantes de la castidad, tengo que
gritar: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en
socorrerme”
Siento que la tentación a la lujuria se retira, y que el calor de la
pasión se ha desvanecido de mis miembros: Con el fin de que este buen
estado adquirido, o más bien que esta gracia de Dios pueda quedarse más
tiempo o para siempre conmigo, yo sinceramente debo decir: "Oh Dios, ven
pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”
Estoy preocupado por los dolores de la ira, la codicia, la oscuridad,
que llevaron a perturbar el estado de paz en que yo estaba y que era
querido para mí. Para no me deje llevar por la pasión rabiosa en la
amargura de la hiel, tengo que gritar con profundos gemidos: "Oh Dios,
ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”
Me encuentro juzgando, por estar inflamado por la acedía, la vanagloria y
el orgullo, y mi mente con pensamientos sutiles se halaga a causa de la
frialdad y el descuido de los demás. Con el fin de que esta sugerencia
peligrosa del enemigo no pueda obtener el dominio sobre mí, tengo que
orar con toda contrición de corazón: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda:
Oh Señor, date prisa en socorrerme”
He ganado la gracia de la humildad y sencillez, y al estar continuamente
mortificando mi espíritu, me he librado de la petulancia del orgullo: a
fin de que no “venga contra mí el pie del orgullo" y "la mano del
pecador no me moleste", y para que no pueda ser más seriamente dañado
por la euforia de mi éxito, he de llorar con todas mis fuerzas: "Oh
Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”
Estoy sobre ascuas con innumerables y variados vagabundeos de mi alma y
astucia de mi corazón, y no puedo recoger mis pensamientos dispersos,
ni siquiera puedo decir mis oraciones sin interrupción de imágenes de
figuras vanas y el recuerdo de conversaciones y acciones, y me siento
atado por la sequedad y la esterilidad, y siento que no puedo dar a luz
las ideas espirituales. Para que me sea concedida la liberación de este
estado desolador, cuando ni las lágrimas ni los suspiros han sido
suficientes, debo ponerme a salvo con esta plegaria: "Oh Dios, ven
pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”
Una vez más, siento que por la visita del Espíritu Santo he adquirido
propósito del alma, firmeza de pensamiento, agudeza de corazón, junto
con un gozo inefable y el transporte de la mente, y en la exuberancia de
los sentimientos espirituales he percibido por una súbita iluminación
de parte del Señor una abundante revelación de santas ideas que antes
estaban escondidas para mí. A fin de que me sea concedido gozar largo
tiempo de esta luz, debo decir a menudo y con toda el alma: "Oh Dios,
ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date prisa en socorrerme”
Rodeado por los horrores nocturnos de los demonios estoy agitado, y
estoy perturbado por sus apariciones fantasmales. Mi esperanza de vida y
salvación es retirada por el horror del miedo. Volando hacia el
refugio seguro de este versículo, como en un puerto de salvación, voy a
gritar con todas las fuerzas: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh
Señor, date prisa en socorrerme”
Una vez más, cuando he sido restaurado por el consuelo del Señor, y,
animado por su venida, me siento como acompañado por miles y miles de
ángeles, de modo que, de repente, me atrevo a buscar el conflicto y
provocar una batalla con quienes hace poco tiempo atrás yo temía más que
a la muerte, y cuya cercanía o toque sentía con estremecimiento de la
mente y el cuerpo. A fin de que el vigor de este coraje pueda, por la
gracia de Dios, continuar en mí por más tiempo, tengo que gritar con
todas mis fuerzas: "Oh Dios, ven pronto en mi ayuda: Oh Señor, date
prisa en socorrerme”
Sea, pues, este versículo el alimento constante de nuestra oración. En
la adversidad, para vernos libres de ella; en la prosperidad, para
mantenernos firmes y precavidos contra la soberbia.
Que el pensamiento de este versículo sea repetido sin cesar en tu pecho.
Cualquiera que sea el trabajo que estés haciendo, o el oficio de tus
manos, o el viaje que estés haciendo, no dejes de entonar esto. Cuando
vas a la cama, o a comer, y en las últimas necesidades de la naturaleza,
piensa en esto.
Este pensamiento en tu corazón vendrá a ser para ti una fórmula de
salvación, y no sólo mantenerte sano y salvo de todos los ataques de
los demonios, sino también purificarte de todas las faltas y las manchas
terrenales, llevándote a la contemplación celestial e invisible, a
aquel ardor inefable de oración de los cuales muy pocos tienen
experiencia.
Que el sueño venga sobre ti mientras pronuncias este versículo, hasta
que, a fuerza de repetirlo, adquieras el hábito de decirlo incluso hasta
en el sueño.
Cuando te despiertes que sea lo primero que venga a tu mente, deja que
anticipe todos tus pensamientos de vigilia, al levantarte ponte de
rodillas y que desde entonces a lo largo de tus acciones no te abandone
durante todo el día.
Deberías pensar sobre esto, de acuerdo al mandato del Legislador: "en
casa y yendo de camino, durmiendo y despiertos”.
Esto deberías escribir en el umbral y la puerta de tu boca, esto
deberías colocar en las paredes de tu casa y en el fondo de tu corazón
para que cuando caes de rodillas en oración este pueda ser tu canto
mientras te pones de rodillas, y cuando te levantes para atender todas
las ocupaciones necesarias de la vida, pueda ser tu oración
constante.
APRENDER A MEDITAR SEGUN LA TRADICION CRISTIANA
Para
entrar en la misteriosa y santa comunión con la Palabra de Dios
en nosotros, es necesario entrar con coraje y decisión en el silencio
interior, volvernos más y más silenciosos. En un profundo
silencio creador, nuestro reencuentro con Dios trasciende todas nuestras
capacidades de razonamiento y de palabra.
El descubrimiento de nuestros propios límites nos
lleva a un silencio que exige estar atentos, concentrados y presentes,
más allá del pensamiento.
Sobre este silencio, Padre John Main nos dice:
"El misterio de nuestra relación con Dios es
tan vasto que es solo desarrollando nuestra capacidad de alcanzar un silencio
pleno de respeto y veneración que podremos tomar conciencia de
su maravilla,…. Sabemos que Dios está en lo más profundo
de nosotros, y que nos trasciende de manera absoluta. Es solo por un silencio
profundo y liberador que podemos conciliar los polos de esa misteriosa
paradoja. En efecto, la liberación experimentada en la oración
silenciosa, nos permite eximirnos de los efectos de distorsión
inevitables de toda verbalización, desde el principio de nuestra
experiencia de la trascendencia de Dios y de su presencia en lo más
profundo de nosotros." (Padre John Main - La palabra dentro del silencio).
La meditación es un estado de completa apertura,
un estado de total vigilia y atención a la maravilla de nuestro
ser, así como a la de Dios, una toma de conciencia absoluta que
nos hace uno con Dios.
Es el objetivo al cual nos exhorta el salmista: "Deténganse,
conozcan que yo soy Dios". Para alcanzar ese objetivo, tenemos a
nuestra disposición un medio muy simple, aquel que San Benito trajo
a la atención de sus monjes hace mas de seis siglos recomendándoles
la lectura de las Conferencias de Juan Casiano (Regla de San Benito 42,6,13;
73,14).
Casiano recomendaba a todas las personas deseosas de aprender
la oración continua, repetir sin cesar un simple y corto versículo.
En su Décima Conferencia, recomienda este método de repetición
simple y constante, para apartar de nuestro espíritu toda distracción
y todo pensamiento, y llegar así a un estado de reposo en Dios
(Juan Casiano - Conferencia 10,10).
Toda la enseñanza de Casiano sobre la oración
está basada en el Evangelio: "En vuestras oraciones, no machaquen
como los paganos, ellos se imaginan que hablando mucho serán mejor
escuchados. No hagan como ellos, ya que vuestro Padre sabe bien lo que
les hace falta, antes de que ustedes se lo pidan" (Mateo 6:7-8).
En resumen, no se trata cuando se ora, de hablar a Dios,
sino escucharlo o estar con él. Esto es lo que Juan Casiano intenta
transmitir cuando aconseja a quien quiera orar, permanecer atento, calmado
e inmóvil, recitando continuamente un corto versículo. El
método recomendado por Casiano le llegó de una anciana tradición
ya bien establecida en su tiempo, una tradición universal e inmutable.
Mas de mil años después de Casiano, el autor (desconocido)
de la Nube del no saber, recomienda repetir una simple palabra: "Y
es por eso que hace falta orar en la altura y en la profundidad, en el
largo y ancho de nuestro espíritu, y esto no por vocablos y numerosas
palabras, sino con un pequeño vocablo de una breve sílaba".
En la tradición oriental, esa palabra se llama Mantra.
Así, en adelante "palabra oración", "palabra
sagrada" o mantra, significarán lo mismo.
Sobre esta palabra oración o mantra, John Main explica:
"En ausencia de maestro para guiarlos, sería
juicioso elegir una palabra que haya sido consagrada en el curso de los
siglos por nuestra tradición cristiana. Desde el principio la Iglesia
ha utilizado ciertas palabras como Mantras para la meditación cristiana,
y yo recomiendo a la mayoría de los principiantes utilizar una
de entre ellas: "Maranatha", palabra aramea que significa: "Ven
Señor", "Ven Señor Jesús".
Por otra parte, San Pablo termina su epístola a los Corintios con
esa palabra, igual que San Juan en su Apocalipsis. Se le encuentra también
en algunas de las primeras liturgias cristianas. Más allá
de esto, prefiero la forma aramea a cualquier otra ya que ella no posee
ninguna connotación verbal o conceptual para la mayoría
de nosotros, lo que facilita la meditación. Se podría muy
bien optar por el nombre de Jesús o aún mas por la palabra
que Jesús utilizaba en su oración:: "Abba", palabra
aramea que significa "Padre". Pero, lo que es mas importante
referente al Mantra, es que hace falta escoger uno de preferencia con
la ayuda de un guía y conservarlo. No lo modifiquen de ninguna
manera, vuestra progresión en la meditación se vería
retardada" (John Main - La palabra dentro del silencio).
Según Juan Casiano, el objeto de la meditación
es restringir el espíritu a la pobreza de un humilde versículo.
La meditación nos hará ciertamente ver la pobreza de otra
manera. La perseverancia en la repetición del Mantra, llevará
a una comprensión más y más profunda, a partir de
la experiencia personal, de esta declaración de Jesús: "Bienaventurados
los pobres de espíritu" (Mateo 5:3). Aún más,
perseverando en la repetición fiel del Mantra, se aprenderá
de manera muy concreta el sentido del término fidelidad. Así,
en la meditación proclamamos nuestra pobreza personal. Renunciamos
a todo pensamiento, palabra o imagen, restringiendo la actividad de nuestro
espíritu a la pobreza de un único versículo. El proceso
de la meditación es entonces la simplicidad misma.
Las tres clases de vocación según Juan Casiano
«Dijo el santo abad Pafnucio: … Hay tres géneros de
llamamiento. Uno, cuando nos llama Dios directamente; otro, cuando nos
llama por medio de los hombres, y el tercero, cuando lo hace por medio
de la necesidad. Examinemos esto con detención.
Si reconocemos que fuimos llamados directamente por Él a su culto,
tendremos que ordenar toda nuestra vida de modo que esté en consonancia
con la alteza de esa vocación. Porque de nada servirían los bellos
comienzos si el fin no respondiera a los principios.
Supongamos, en cambio, que Dios nos ha segregado del mundo por una
vocación de rango más humilde, llamados para los hombres o por la
necesidad. En tal caso, cuanto menos gloriosos sean los comienzos con
que inauguramos la vida monástica, tanto más deberemos avivar nuestro
fervor para consolidarnos en ella y tener un buen fin en nuestra
carrera…
Para poner en claro estos tres modos de vocación y sus notas
distintivas, repitamos que el primero es de Dios, el segundo se produce
por intermediaria humano y el tercero es hijo de la necesidad.
La vocación viene directamente de Dios, siempre que envía a nuestro
corazón alguna inspiración. Esta nos sorprende a veces sumidos como en
un profundo sueño. Nos sacude, despierta en nosotros el deseo de la vida
y de la salvación eternas, y nos empuja, merced a la compunción
saludable que origina en el alma, a seguirla, manteniéndonos adheridos a
sus preceptos. Así leemos en las Sagradas Escrituras que Abraham fue
llamado por la voz divina lejos de su patria natal, de sus deudos y de
la casa de su padre: Sal de tu tierra, le dice el Señor, y de tu parentela, y de la casa de tu padre (Gn 12,1).
Sabemos que tal fue la vocación del bienaventurado Antonio. Sólo a
Dios era deudor de su conversión. Porque habiendo entrado un día en el
templo, oyó estas palabras del Señor en el Evangelio: Aquel que no
aborrece a su padre, a su madre, a sus hijos, a su mujer, sus campos y
su propia vida, éste tal no puede ser mi discípulo (Lc 14,26). Y: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme (Mt 19,21).
Le pareció como si este consejo fuera dirigido personalmente a él.
Penetrado de este sentimiento, abrazó el consejo con gran compunción de
corazón, e inmediatamente renunció a todo y se fue en pos de Cristo.
Como se ve, ningún consejo, ninguna enseñanza humana tuvo el menor
influjo en su decisión, sino sólo la palabra divina oída en el
Evangelio.
La segunda clase de vocación es aquella en que, según hemos dicho,
media la intervención de los hombres. En tal caso nos sentimos movidos
por las exhortaciones y ejemplos de los santos, y se enciende en
nosotros el deseo de salvación. De esta manera me acuerdo haber sido yo
llamado, por gracia del Señor. Movido por los consejos del santo abad
Antonio y vivamente impresionado por sus virtudes, me incliné a seguir
este estilo de vida consagrándome a la profesión monástica. De este
modo, como nos dice la Escritura, libró Dios a los hijos de Israel de la
cautividad de Egipto, por ministerio de Moisés (cf. Ex 14).
El tercer género de vocación nace de la necesidad. Sucede cuando,
cautivos en las riquezas y en los placeres de este mundo, sobreviene de
pronto la tentación y se cierne sobre nosotros. Unas veces será cuando
nos amenaza el peligro de muerte, otras cuando la pérdida de los bienes o
la proscripción asesta un duro golpe a nuestra existencia, y otras
cuando nos atenaza el dolor de ver morir a los que amamos. Entonces la
desgracia nos obliga, tal vez a pesar nuestro, a echarnos en los brazos
de Aquel a quien no quisimos seguir en la prosperidad.
De esta vocación que motiva la necesidad, encontramos también
frecuentes ejemplos en la Escritura. Así, cuando el Señor entregaba en
manos de sus enemigos en castigo de sus pecados a los hijos de Israel,
bajo la cautividad y cruel tiranía que los oprimía, se volvían clamando
hacia Dios. Y el Señor -se nos dice- les suscitó un libertador, llamado Aod, hijo de Guera, hijo de la tribu de Benjamín, el cual era zurdo (Jc 3,15). Y de nuevo -afirma- clamaron al Señor, quien les suscitó un salvador que los libertó; a saber, Otoniel, hijo de Quenaz, el hermano menor de Caleb (Jc 3,9). He aquí las palabras de los salmos que hacen alusión a casos semejantes: Cuando
los hería de muerte, le buscaban, se convertían y se volvían a Dios. Y
se acordaban que era Dios su amparo, y el Dios altísimo, su Redentor (Sal 77 [78],34-35). Y también: Clamaron al Señor en sus peligros, y los libró de sus angustias (Sal 106 [107],19).
De estas tres vocaciones, las dos primeras parecen fundarse en un
principio y origen más noble. No obstante, hemos visto a algunos que,
partiendo de ese tercer llamamiento -que es en apariencia de menos
estima y propio de los tibios-, se mostraron perfectos y excitaron
nuestra admiración por su fervor y gran espíritu. Incluso llegaron a
equipararse a aquellos que, habiendo tenido mejores principios en su
vocación, perseveraron en este fervor lo restante de su vida. Muchos, al
contrario, después de haber sido favorecidos por más alto llamamiento,
se enfriaron poco a poco bajo la desidia y la tibieza y tuvieron un fin
desgraciado. Así como a los primeros, convertidos por la necesidad más
que por propia iniciativa, no perdieron nada, porque vemos que el Señor,
en su bondad, les dio igualmente ocasión de arrepentirse, así también
de nada les sirvió a los segundos el haber tenido tan hermosos
comienzos, por no haber conformado con ellos el resto de su vida.
Nada faltó al abad Moisés, que vivió en este desierto, en la zona
llamada Cálamo, para ser un gran santo. Bien es verdad que por el temor
de la pena de muerte, a que había sido condenado por homicidio, se
refugió en el monasterio. Pero supo sacar provecho de esta conversión
forzosa, convirtiéndola con su entusiasmo en una donación voluntaria,
que le llevó a las más altas cumbres de la perfección. ¡Cuántos, al
contrario, cuyo nombre no puedo aducir aquí, no han aprovechado en la
santidad, a pesar de haber tenido comienzos más honrosos en el servicio
de Dios! Una vida anquilosada en la tibieza fue suplantando las buenas
disposiciones, y les vimos caer en una indiferencia fatal hasta
precipitarse en el abismo de la muerte.
Cosa pareja vemos que aconteció en la vocación de los apóstoles. ¿De
qué le sirvió a Judas el haber abrazado voluntariamente aquella sublime
dignidad, al igual que Pedro y los demás discípulos? Porque, dando a
tan esclarecidos principios un fin abominable, se entregó a la pasión de
la avaricia y llegó hasta la traición de su Maestro, perpetrando el más
cruel de los parricidios (cf. Mt 26,14-16).
Y he aquí a san Pablo. Cegado súbitamente por el Señor, es como arrastrado a su pesar al camino de salvación (cf. Hch 9,3
ss.). ¿Dónde está aquí la desventaja? Sigue desde luego al Señor con un
amor y una fe insobornables. Y trocando la coacción primera por un
sacrificio libre y espontáneo de sí mismo, corona con un fin
incomparable una vida gloriosa, cuajada de ejemplos de virtud.
Todo estriba, por tanto, en el fin. Es posible que después de haber
uno comenzado su conversión de la manera más laudable, descienda por su
negligencia al más bajo nivel de vida. Y no es menos posible que,
arrastrado a la vida monástica acuciado por la necesidad, vaya
elevándose, merced al temor de Dios y a un celo santo, hasta la
perfección»
(Juan Casiano, Conferencias, III,3-5).
Juan Casiano y los cuatro pasos para una oración perfecta
Vida
Monje y escritor ascético del sur de la Galia, fue el primero en
introducir las reglas del monacato oriental en Occidente. Nació,
probablemente, en Provenza hacia el 360 y murió alrededor de 435,
probablemente cerca de Marsella (Francia). Hijo de padres ricos, recibió
una buena educación, y cuando aún era joven visitó Tierra Santa. En
Belén Casiano asumió junto con un amigo las obligaciones de la vida
monástica, pero como ocurre con muchos de sus contemporáneos, el deseo
de adquirir la ciencia de la santidad directamente de sus más eminentes
maestros, pronto los llevó de sus celdas en Belén a los desiertos
egipcios. Antes de abandonar su primera casa monástica, ambos amigos
prometieron volver lo antes posible, pero esta cláusula la interpretaron
muy ampliamente, puesto que no volvieron a ver Belén hasta siete años.
Durante su ausencia, visitaron a los solitarios más famosos de Egipto
por su santidad y se sintieron tan atraídos por sus grandes virtudes
que después de conseguir en Belén una extensión de su permiso de
ausencia, volvieron a Egipto donde permanecieron siete años más. Fue
durante este período de su vida que Casiano recopiló los materiales para
sus dos principales obras, “ Institutos “y “ Conferencias”.
Ambos pasaron de Egipto a Constantinopla, donde Casiano se convirtió en
el discípulo preferido de San Juan Crisóstomo. El famoso obispo de la
capital oriental elevó a Casiano al diaconato y le encomendó los tesoros
de su catedral. Después de la segunda expulsión de Crisóstomo de su
sede constantinopolitana, Casiano fue enviado a Roma por el clero de
dicha ciudad para interesar al Papa San Inocencio I a favor de su
obispo. Fue probablemente en Roma donde Casiano fue ordenado sacerdote.
Desde este momento de Casiano mismo no se conoce nada de su vida hasta
la próxima década.
Hacia el 415 estaba en Marsella, Francia, donde fundó dos
monasterios, uno para hombres, sobre la tumba de San Víctor (un mártir
de la última persecución cristiana de la época), y el otro para mujeres.
El resto de sus días los pasó en o cerca de Marsella.
Su influencia personal y sus escritos contribuyeron mucho a la
difusión del monacato en occidente. Aunque nunca fue formalmente
canonizado, San Gregorio I Magno lo consideraba un santo, y se cuenta
que el Papa Urbano V (1362-1370), quien había sido abad de San Víctor,
hizo que se grabaran las palabras “San Casiano” en el relicario de plata
que contenía su cabeza. Su fiesta se celebra en Marsella el 23 de julio
y su nombre se halla entre los santos del calendario griego.
Aportación para la oración
Es el gran compilador de todas las enseñanzas de los monjes del
desierto en Oriente. De sus años en contacto con la sabiduría de esos
hombres sacó diversas enseñanzas sobre la oración.
Antigua cartuja Scala Dei (Priorat, Tarragona - España- )
Para Casiano, en la oración es
en donde mejor se manifiesta la acción de Dios sobre el hombre, junto
con el esfuerzo del hombre por encontrar a Dios. Los
dones que Dios da complementan y perfeccionan la obra esbozada por el
esfuerzo del hombre ayudado por la gracia de cada día. La oración es tan
importante, que ninguna virtud puede alcanzar si no es con la
perfección de la oración.
Ahora bien, esta perfección en la oración requiere un camino que todo
cristiano debe seguir. Un camino que Casiano nos presenta en cuatro
peldaños de una escalera, que, a su vez, son cuatro formas de oración:
a. La petición de perdón por los pecados cometidos: ésta
conviene a los que están iniciando un camino de oración, pues aún se
siente a flor de piel el remordimiento por las propias faltas.
b. La ofrenda de buenas resoluciones a Dios: es
cuando ya se ha avanzado en el camino espiritual y se le ofrece a Dios
propósitos diarios de enriquecimiento interior, sobre todo buscando
imitarlo a Él.
c. La oración de petición, fruto del celo por la salvación de las almas: cuando
uno cumple las promesas que arriba ha propuesto a Dios, el alma se
siente atraída, por su propia caridad, a pedir por los demás, de manera
que puedan acercarse a Dios.
d. La acción de gracias por los beneficios presentes, pasados y futuros: una
vez que uno ha arrancado de su corazón todo lo que pueda alejarle de
los dictámenes de su conciencia, se quedan contemplando todas las
gracias que Dios le ha dado y se abandonan a los impulsos que esta
contemplación les lanza, dirigiéndolos a Dios.
Es a través de estos cuatro pasos -de estos cuatro modos de oración-
que el alma alcanza esa perfección: una perfección que no es sino unirse
con Dios y vivir con amor lo que Él nos va pidiendo cada día.
Juan Casiano (hacia 360-435) fundador del monasterio de Marseille
“Hay que orar sin desanimarse.” (cf Col 1,9) - El
fin del monje y la perfección del corazón consiste en una perseverancia
ininterrumpida en la oración. En la medida que es posible a la
fragilidad humana, la oración incesante es un esfuerzo que conduce a la
tranquilidad del alma y hacia una perfecta pureza de corazón. Esta es la
razón por la que nos dedicamos al trabajo manual y a la búsqueda del
auténtico arrepentimiento del corazón con una constancia incansable.
Para que la oración sea todo lo ferviente y pura que conviene, es
necesario ser fiel a los puntos siguientes. Ante todo, una liberación
total de las inquietudes que vienen de la carne. Luego, ningún asunto,
ningún interés o preocupación debe inquietar en la oración. Antes que
nada, hace falta suprimir a fondo los desórdenes causados por la cólera y
la tristeza. Luego hacer morir en el interior todo deseo carnal y el
apego al dinero. Después de esta purificación que conduce a la pureza y
la simplicidad, hay que asentar los fundamentos de la humildad profunda,
capaz de sostener la torre espiritual que tiene que llegar hasta el
cielo. Por fin, para que sobre este fundamento repose todo el edificio
espiritual de las virtudes, conviene apartar del alma toda dispersión y
divagación en pensamientos fútiles. Entonces es cuando se va elevando,
poco a poco, un corazón purificado y libre, hasta la contemplación de
Dios y la intuición de las realidades espirituales.
De Juan Casiano
Fresco de Juan Casiano
XXIII.
La petición que sigue después, “Y no nos dejes caer en
tentación”, plantea un difícil problema. Si rogamos a Dios que no
permita seamos tentados, ¿Qué prueba daremos de nuestra constancia?
Porque está escrito: “Todo hombre que no ha sido tentado, no
ha sido por lo mismo probado”. Y también: “Feliz el hombre que sufre la
tentación”.
Sin embargo, y a decir verdad, la frase en cuestión no
significa “No permitas que seamos tentados jamás”, sino mas bien “no
permitas que al ser tentados seamos vencidos”.
Job fue tentado, pero no fue inducido a la tentación. De
hecho, no acusó a la Sabiduría divina, ni dirigió sus pasos por la senda
de la impiedad y de la blasfemia, hacia la cual quería empujarle el
tentador.
Abraham fue tentado; lo fue asimismo José. Ni uno ni otro fue
inducido a tentación, porque ninguno de los dos dio su asentimiento al
tentador.
Finalmente, la última petición, “mas líbranos del mal”,
equivale a decir: “No permitas que seamos tentados por encima de lo que
podemos resistir, sino que con la tentación danos también favor para que
podamos sufrirla y vencerla”.
Juan Casiano (+ hacia 434/35)
Juan Casiano Fresco contemporáneo Monastère Saint-Antoine-le-Grand Font-de-Laval Saint-Laurent-en-Royans, Francia
Casiano
fue uno de los escritores sobresalientes del siglo V en la Galia.
Habría nacido entre 360 y 368 en la provincia romana de Scythia minor,
actual Rumania, región de conjunción de las culturas griega y
latina(1). Algunos estudiosos modernos, por el contrario, sitúan el
lugar de su nacimiento en la Provenza. Según parece sus padres eran
cristianos y, sin duda, recibió una buena formación humanística, como él
mismo lo atestigua:
«Sobre las
miserias que son patrimonio común de las almas y que no dudo combaten
desde fuera a los espíritus débiles, hay en mí una en particular que se
opone al desarrollo de mi vida espiritual. Es el mediocre conocimiento
que me parece tener de la literatura. Ya sea por el interés que se tomó
en mí el pedagogo, ya sea por mi afición de discípulo a la lectura, me
impregné de ella hasta el fondo. En mi espíritu se fijaron tan al vivo
las obras de los poetas, las fábulas frívolas, las historias bélicas de
que fui imbuido en mi infancia y mis primeros ensayos en los estudios,
que su memoria me ocupa inclusive a la hora de la oración»(2).
Su
conocimiento del griego era bastante bueno y durante su estadía en
Oriente llegó a perfeccionarlo. Entre los clásicos, Virgilio lo
entusiasmó de modo especial. Joven todavía, hacia 378 o 380,
Casiano abandonó su patria y junto con su amigo Germán se dirigió a
Palestina, «viaje que habíamos emprendido para formarnos en la milicia
espiritual, como así también en los santos ejercicios del monasterio»
(Conl. XVI,1). Cuando llegó a Jerusalén, se detuvo poco tiempo en
la ciudad, y con Germán se dirigió a un monasterio de Belén «situado no
lejos de la cueva donde nuestro Señor Jesucristo se dignó nacer de la
Virgen» (Instituciones [= Inst.] IV,31); allí se hicieron monjes y
recibieron los rudimentos de la vida cenobítica. En Belén pasó
dos años. Por estas fechas, el abad Pinufio, habiendo dejado Egipto, se
dirigió a Palestina con el deseo de «permanecer oculto si se trasladaba a
aquellos países donde la fama de su nombre no había llegado todavía»
(Inst. IV,31), y habitó en el monasterio betlemita, por poco tiempo, con
los hermanos. Probablemente influido por esta visita, Casiano solicitó
permiso para emprender un viaje por los desiertos egipcios. En
Egipto recorrió primero el desierto de Panéphysis (ver Conl. XI,2),
trasladándose después a Diolcos, «junto a una de las siete bocas del
delta del Nilo» (Conl. XVIII,1). Casiano expresaba así el objetivo de su
recorrido:
«Nos dirigimos allá
no tanto impulsados por la necesidad del camino cuanto movidos por el
deseo de contemplar de cerca a los santos varones que moraban en estos
parajes. Sabíamos por referencias que había allí muchos monasterios
establecidos por los más antiguos Padres. Al modo de codiciosos
mercaderes ebrios de riquezas, y con la esperanza de una ganancia
pingüe, nos decidimos a embarcar como quien se lanza en pos de una
fortuna incierta» (Conl. XVIII,1; trad. cit., pp. 213-214).
Después
de visitar Diolcos, Casiano y Germán regresaron a Panéphysis, pero
finalmente optaron por dirigirse al desierto de Escete donde se
instalaron por largo tiempo junto a algunos ancianos célebres:
«Nuestro
propósito era penetrar hasta las más profundas soledades de la Tebaida y
visitar allí a muchos de aquellos santos varones, cuya fama se había
divulgado en todas direcciones. A ello nos movía, si no el afán de
imitarles, al menos el de conocerles. Terminada nuestra travesía,
arribamos a una villa de Egipto por nombre Ténnesis (Thenneseus)» [Conl. XI,1; trad. cit., pp. 17-18].
Sin embargo, esto no les impidió visitar los desiertos de Nitria y Las Celdas. Después
de siete años de permanencia en Escete, Casiano volvió a Palestina por
un breve lapso para visitar a sus antiguos hermanos del monasterio de
Belén, y retornó a Egipto en 386 ó 387. En el año 399, se
produjeron las controversias origenistas, una verdadera polémica entre
Teófilo, arzobispo de Alejandría, y los monjes, suscitada por una carta
de aquél contra los antropomorfitas:
«Según
costumbre, llegaron de Alejandría las cartas oficiales del obispo
Teófilo. Pero, no satisfecho éste con anunciar la Pascua, compuso
también un tratado dogmático contra la absurda herejía de los
antropomorfitas, refutándola con abundancia de argumentos. Esto provocó
un general descontento entre los monjes, cuya simplicidad les había
inducido con la mayor buena fe a aquel error. Muy pronto, un gran número
de ancianos recibieron estas letras de tan mal talante, que opusieron
resistencia al obispo, declarando que era reo de grave herejía.
Decidieron que toda la comunidad de los monjes debía considerarle como a
excomulgado, puesto que contradecía abiertamente a la Sagrada
Escritura, negando que el Dios todopoderoso tenía figura humana, cuando
el Génesis dice formalmente que Adán fue creado a su imagen. En una
palabra: los monjes que moraban en el desierto de Escete, y eran
considerados tanto en ciencia como en santidad superiores a los de los
monasterios egipcios, rechazaron de común acuerdo la carta episcopal.
Entre los sacerdotes hubo una sola excepción: nuestro presbítero, el
abad Pafnucio. De los demás que presidían las otras tres iglesias del
yermo, ninguno en absoluto permitió leerla o recitarla en las asambleas»
(Conl. X,2)[3].
Dicha controversia, que agitó sobremanera
los ambientes monásticos, terminó con la expulsión de los origenistas
(partidarios y seguidores de las doctrinas de Orígenes de Alejandría).
Casiano entonces abandonó Escete junto a varios de los discípulos de
Evagrio Póntico, de quien mucho había aprendido y que, a pesar de que
nunca lo menciona en sus obras, sin duda ejerció en él una influencia
considerable. Atraído por la fama de Juan Crisóstomo, Casiano se
instaló en Constantinopla, donde aquel había recibido a los
«origenistas» que habían tenido que abandonar Escete. En 404, fue
ordenado diácono por el Crisóstomo: «fui admitido al sagrado ministerio
por el Obispo Juan, de feliz memoria, y consagrado a Dios...»(4). Dos pasajes de las Instituciones dejan entender que Casiano aceptó la ordenación con muy poco entusiasmo de su parte:
«Por
todo lo dicho se comprenderá el valor de una máxima de los antiguos
Padres, que ha conservado hasta nosotros toda su vigencia: “El monje
debe huir a ultranza de las mujeres y de los obispos”. No puedo mentar
estas palabras sin gran confusión mía, pues no he sabido evitar el trato
de mi hermana ni escapar de las manos del obispo. Cuando el monje ha
trabado relación o familiaridad con unas o con otros, deja de gozar de
su libertad. Ya no le es posible consagrarse al silencio de su celda ni
entregarse con ojos puros a la contemplación de las cosas santas» (Inst.
XI,18);
Tal vez por eso recuerda su ordenación sacerdotal con cierto aire de pesar:
«Conozco
un hermano (se refiere a él mismo) -y plugiera al cielo que no lo
hubiera conocido, pues luego de lo que voy a contar consintió en ser
investido del sacerdocio, esta carga con la que yo he sido honrado-...»
(Inst. XII,20)[5].
Las noticias que poseemos sobre Casiano
hasta 415 son escasas. En Constantinopla se dedicó al servicio de la
Iglesia de la ciudad (Sobre la Encarnación del Señor VII,31, 4-5), y es
posible que en 404 haya partido hacia Roma, llevando una carta del clero
de Constantinopla dirigida al Papa Inocencio I, alertándolo sobre las
intrigas que se tejían contra Crisóstomo. Durante este período recibió
la ordenación sacerdotal y se relacionó íntimamente con el futuro papa
León Magno, quien era a la sazón archidiácono de la Iglesia de Roma(6).
Todo esto nos indica que Casiano pasó entre diez y quince años inmerso
en las cuestiones eclesiales de su tiempo. Con toda probabilidad en este
mismo año (404) su amigo Germán, quien lo había acompañado desde que
comenzó su peregrinar monástico, moría en Roma. La última etapa
de la vida de Casiano se desarrolla en la Galia. En 415 o 416, llegó a
la Provenza, y lo encontramos en Marsella donde se establece y funda dos
monasterios: uno masculino y otro femenino. Se los suele identificar
como los de San Víctor y San Salvador, respectivamente. En esa
región ya existían otras fundaciones, como es el caso del monasterio de
Menerbes, fundado por el obispo Cástor, de la diócesis de Apt, a quien
Casiano dedicó las Instituciones. La
preocupación de Casiano en estos tiempos consistía en la organización
del monacato occidental que ya el gran cenobio de Lerins había
implantado. Haciendo uso de su amplia experiencia monástica adquirida en
el Oriente, intentó integrar los elementos esenciales del anacoretismo
en el estilo de vida cenobítico de Occidente. Toda su producción literaria es obra de madurez. Animado por el obispo Cástor compuso entre los años 418-420 las Instituciones Cenobíticas; entre 420 y 430 las Conferencias Espirituales (o Colaciones).
Estas son sus obras más importantes. En el 430, a pedido de su amigo
León, futuro obispo de Roma (León el Grande), redactó su tratado De la Encarnación del Señor contra Nestorio. Juan Casiano falleció en Marsella hacia 434 o 435.
San Juan Casiano (Confesor)
San Juan
Casiano el Romano nació alrededor del 360. Sus padres, piadosos
cristianos le dieron una excelente educación clásica. Lo introdujeron e
instruyeron en las Sagradas Escrituras y en la vida espiritual.
San Juan entró en un monasterio en la
diócesis de Tomis, donde su amigo y pariente san Germán, trabajó como
un asceta. Después de cinco años, en el 380, Juan viajó para venerar
los Santos Lugares de Jerusalén con su hermana y su amigo san Germán.
Los dos monjes se quedaron en un monasterio de Belén, no lejos de donde
nació el Salvador. La experiencia fue tan enriquecedora que siguió
viajando durante siete años más basándose en la experiencia espiritual
de los ascetas incontables. Los monjes egipcios le enseñaron muchas
cosas útiles sobre las luchas espirituales, la oración y la humildad.
Las notas que San Juan fue escribiendo, formaron la base de su libro llamado conferencias con los padres en veinticuatro capítulos.
Tiempo después de escribir su libro,
volvió a Belén por un breve tiempo, y posteriormente se fue a Egipto y
vivió allí hasta el 399. Debido a los disturbios causados por el
arzobispo Teófilo de Alejandría dentro de los monasterios a lo largo del
Nilo, decidió ir a Constantinopla. Allí conoció a San Juan Crisóstomo y
se quedó con él por cinco años, aprendiendo muchas cosas provechosas.
Cuando Crisóstomo fue exiliado de
Constantinopla en 404, el santo Juan Casiano se fue a Roma para
defender su caso ante Inocencio I. Casiano fue ordenado al sacerdocio
santo en Roma. Después de la muerte de Crisóstomo en 407, San Juan
Casiano se fue a Marsella en la Galia (actual Francia) y fundó dos
monasterios. Uno para hombres y otro para mujeres.
A petición del obispo Castor de Aptia
Julia (en el sur de la Galia), Casiano escribió los institutos de vida
cenobítica en doce libros, que describen la vida de los monjes de
Palestina y Egipto, el volumen incluye cuatro libros que describen la
vestimenta de los monjes de Palestina y Egipto, sus horarios de oración y
de servicios. Los siete libros tienen como tema base los pecados
capitales y cómo superarlos.
San Juan Casiano escribió también 24
libros en forma de conversaciones con los padres acerca de la perfección
del amor, de la pureza, de la ayuda de Dios; sobre la importancia de
la comprensión de las Escrituras. Acerca de los dones de Dios, sobre la
amistad, sobre el uso del lenguaje, sobre los cuatro niveles de la vida
monástica, sobre la vida solitaria y la vida cenobítica, sobre el
arrepentimiento, sobre el ayuno, meditaciones sobre todas las noches, y
sobre la mortificación espiritual. Esta última tiene el título “Yo hago
lo que no quiero hacer”.
En 431 San Juan Casiano escribió su
trabajo final sobre la encarnación del Señor, escrita en siete libros
que se oponen a la herejía, citando a muchos maestros de Oriente y del
Occidente para apoyar sus argumentos.
Sus intercesiones sean por nosotros. Amén.
CASIANO JUAN-año 360 †435ca.Marsella-Francia
Dilexit Ecclesiam-amó a la Iglesia Católica
La
repetición de jaculatorias, oraciones cortas, para alabar al Señor,
obtener ayuda o para implorar perdón, se descubre en la temprana
tradición cristiana. Ya en tiempos de Casiano (c.360-435) se
va enlazando esta práctica con el propósito de alcanzar la oración
continua. Otro testigo, de los numerosos que se pueden aducir, es San
Juan Crisóstomo(c.344- 407), quien recomienda la repetición frecuente y
sucesiva de unas mismas breves palabras. Sin embargo, la explícita
invocación al Señor Jesús, como en la ´oración´, no está necesariamente
ligada a esta difundida práctica. Existe una gran libertad en la
elección de la sentencia que se repite buscando la comunión con Dios.
Así, por ejemplo, el mismo Casiano recomendaba en sus Colaciones: «Si
queréis que el pensamiento de Dios more sin cesar en vosotros, debéis
proponer continuamente a vuestra mirada interior esta fórmula de
devoción: Ven, oh Dios, en mi auxilio, apresúrate, Señor, a socorrerme.
No sin razón ha sido preferido este versículo entre todos los de la Escritura. Contiene
en cifra todos los sentimientos que puede tener la naturaleza humana.
Se adapta felizmente a todos los estados, y ayuda a mantenerse firme
ante las tentaciones que nos solicitan». Arsenio (m.449), monje del
desierto, cuyos dichos son repetidos reverentemente por los monjes, por
ejemplo, oraba diciendo: «Señor, dirígeme por el camino de la
salvación». Sería fácil seguir citando oraciones breves de diversos
padres en las que no se menciona explícitamente´ Jesús´ ni ´Señor Jesús´
o ´Jesucristo´ También es posible encontrar referencias a la invocación
del nombre del Reconciliador, pero sin el recurso a la fórmula en la
que cristalizó la llamada ´oración a Jesús´ ni al marco metódico
psico-físico que la acompaña. Como
un ejemplo se puede citar una oración de Isaac de Siria, Obispo de
Nínive (s. VII): «Oh nombre de Jesús, llave de todos los dones, abre
para mí la gran puerta de tu casa del tesoro para que pueda entrar y
alabarte, con la alabanza que nace del corazón, como respuesta a tus
misericordias que vengo experimentando de un tiempo acá; pues tú has
venido y me has renovado con la conciencia del Nuevo Mundo». Otro
ejemplo, entre los muchos citables, es el del abba Sisoes, quien en una
ocasión confiesa que durante treinta años había rezado así: «Señor
Jesús, protégeme de mi lengua».
+++
Juan Casiano (hacia 360-435) fundador del monasterio de Marseille
“Hay que orar sin desanimarse.” (cf Col 1,9) - El fin del monje y la perfección del corazón consiste en una perseverancia ininterrumpida en la oración. En
la medida que es posible a la fragilidad humana, la oración incesante
es un esfuerzo que conduce a la tranquilidad del alma y hacia una
perfecta pureza de corazón. Esta es la razón por la que nos dedicamos al
trabajo manual y a la búsqueda del auténtico arrepentimiento del
corazón con una constancia incansable. Para que la oración
sea todo lo ferviente y pura que conviene, es necesario ser fiel a los
puntos siguientes. Ante todo, una liberación total de las inquietudes
que vienen de la carne. Luego, ningún asunto, ningún interés o preocupación debe inquietar en la oración. Antes que nada, hace falta suprimir a fondo los desórdenes causados por la cólera y la tristeza. Luego
hacer morir en el interior todo deseo carnal y el apego al dinero.
Después de esta purificación que conduce a la pureza y la simplicidad,
hay que asentar los fundamentos de la humildad profunda, capaz de
sostener la torre espiritual que tiene que llegar hasta el cielo. Por
fin, para que sobre este fundamento repose todo el edificio espiritual
de las virtudes, conviene apartar del alma toda dispersión y divagación
en pensamientos fútiles. Entonces es cuando se va elevando, poco a poco,
un corazón purificado y libre, hasta la contemplación de Dios y la
intuición de las realidades espirituales.
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Autor: Juan Casiano
Segunda Conferencia del Abad Queremón de la castidad
El Abad Queremón habla de la castidad
I. Terminada
la refección, que fue para nosotros más una penitencia que un placer
—ávidos como estábamos del manjar espiritual—, el anciano se dio cuenta
de que esperábamos el cumplimiento de su promesa. «Me ha sido sumamente
grato —dijo— comprobar vuestra atención y vuestro afán de aprender; como
también la lógica con que habéis expuesto la cuestión que nos ocupa.
Porque el orden que observáis en vuestra pregunta es el de la razón. Efectivamente,
es necesario que a la plenitud de una caridad tan sublime esté
vinculado el premio infinito de una perfecta e indefectible castidad.
Hay aquí dos palmas en extremo semejantes, dos alegrías gemelas. Y tan
estrecha es la alianza que las une, que es imposible poseer la una sin
la otra.
La
cuestión que proponéis se resume en este punto que puede formularse
así: «¿es posible extinguir totalmente el fuego de la concupiscencia,
cuyos ardores innatos llevamos en nuestra carne? Esto es lo que en la
presente conferencia vamos a dilucidar.
Ante
todo, veamos qué opina sobre el particular el Apóstol: «Mortificad
—dice— vuestros miembros, que están sobre la tierra». Mas, antes de
bucear irás hondo, debernos indagar de qué miembros se trata. Su
designio no es, por supuesto, persuadirnos sobre la necesidad de una
mutilación de las manos, de los pies o de cualesquiera otro miembro de
nuestro cuerpo. Lo que se propone es demostrar que el celo de la
perfecta santidad debe destruir cuanto antes el cuerpo del pecado, que
consta, naturalmente, de miembros diversos. «Para que destruyamos —dice
en otro lugar— el cuerpo de pecado». De él pide con gemidos verse libre
algún día, cuando afirma: «Infeliz de mí. ¿Quién me librará del cuerpo
de esta muerte?»
II. Así,
pues, este cuerpo del pecado está formado de miembros múltiples que son
viciosos. Todo el mal que se comete en acciones, palabras o
pensamientos le pertenece. A estos miembros se les denomina terrenos, y
no sin razón. Porque quien usa de ellos no podrá, sin mentir, proclamar:
«Nuestra vida —conversatio— está en los cielos».
San
Pablo enumera los miembros de este cuerpo en el pasaje siguiente:
«Mortificad vuestros miembros que están sobre la tierra, la fornicación
la inmundicia, la libídine, la concupiscencia y la avaricia, que es
idolatría».
En
primer lugar figura la fornicación, que se consuma con el comercio
carnal de ambos sexos. Al segundo miembro le llamó inmundicia, que tiene
lugar sin concurso o contacto físico de cómplice, ya en vela, ya
durmiendo. Obedece a cierta incuria de la mente, al no ponerse en
guardia contra las ocasiones que le han precedido. Esto se anatematiza y
se prohíbe en la ley.
En
ella no sólo se pone en entredicho el comer la carne de los sacrificios
a quienes son inmundos, sino que se les aleja de las tiendas de los
hijos de Israel para que no manchen con su contacto las cosas santas:
«Quien comiere algo de las carnes del sacrificio saludable que es del
Señor, perecerá ante el Señor, por ser inmundo»; y: «Lo que tocare el
inmundo, inmundo será». Y en el Deuteronomio: «Si hubiere entre vosotros
un hombre que se ha mancillado durante el sueño nocturno, saldrá fuera
del campamento y no volverá hasta que se haya lavado con agua por la
tarde, y entonces, tras el acaso del sol, volverá al campamento».
En tercer lugar puso el Apóstol la libídine. Esta,
incubándose en el interior del alma, puede cometerse hasta sin pasión
ni acción corporal. Es sabido que la palabra «libídine» viene de
«libet», o sea «lo que agrada a cada cual».
Discurre
después San Pablo en orden descendente hasta los pecados de menor
gravedad, y habla del cuarto miembro, o sea del mal deseo. En rigor,
puede aplicarse no sólo a la pasión de la deshonestidad, que mentó más
arriba, sino en general a toda la gama de malos apetitos, de que es
responsable una mala voluntad. Hablando de ello el Señor en el
Evangelio, dice: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró
con ella en su corazón». Porque es cosa de mucho mayor mérito contener
el deseo de una mente lúbrica y resbaladiza, cuando se le ofrece a la
vista la ocasión mala. Eso es indicio manifiesto de que para la
perfección de la pureza no basta la continencia corporal de la castidad,
si no va asociada a la entereza del alma.
En último lugar propuso como miembro de aquel cuerpo de pecado la avaricia. San Pablo,
al citarla, quiere darnos a entender sin duda que debemos rechazar todo
deseo de bienes ajenos, e inclusive despreciar con un corazón magnánimo
los propios. Es justamente lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles
que hacía la muchedumbre de los fieles: «Los que habían creído tenían
un corazón y un alma sola, y ninguno tenía como propia cosa alguna,
antes todo lo poseían en común. Cuantos eran dueños de haciendas o casas
las vendían y llevaban el precio de lo vendido, y lo depositaban a los
pies de los apóstoles, y a cada uno se le repartía según su necesidad». Y
para que no se crea que esta perfección es patrimonio de unos pocos o
de una selección, atestigua que la concupiscencia es una idolatría. Nada
más justo. Porque quien no socorre al menesteroso en sus necesidades y
pospone a los preceptos de Cristo su dinero, que conserva con la
tenacidad propia del infiel, ciertamente cae en el crimen de la
idolatría, por cuanto prefiere a la caridad divina el amor de una cosa
creada.
Deber de mortificar la fornicación y la impureza
III. Si
vemos que muchos renunciaron por Cristo a su fortuna, de suerte que no
sólo abandonaran la posesión de sus riquezas, sino que extirparon aún el
deseo de su corazón, es creíble que también nosotros podremos extinguir
el fuego de la fornicación. San Pablo
no hubiera asociada la posible con lo imposible. Si ordena mortificar
uno y otro vicio, es que sabía que ambas cosas eran factibles. De tal
manera abriga la confianza de que podremos lanzar de nuestros miembros
la fornicación y la impureza, que, a su juicio no es suficiente
mortificar esas tendencias. Ni siquiera debemos nombrarlas: «La
fornicación, la inmundicia y la avaricia ni se nombre entre nosotros,
como tampoco la torpeza, grosería o truhanerías, que desdicen de vuestra
profesión». Todas estas cosas son igualmente funestas y nos excluyen
del reino de los cielos, como lo enseña aún al decir: «Pues habéis de
saber que ningún fornicario, o impuro, o avaro, que es como adorador de
ídolos, tendrá parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios». Y
también: «No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los
adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los
avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni las rapaces poseerán el
reino de Dios». Por tanto, no cabe duda que podemos extirpar de nuestros
miembros la mancha de la fornicación y la impureza. Porque
no se expresa San Pablo de otro modo al hablar de la avaricia, la
necedad las bufonadas, la embriaguez y el latrocinio, vicios todos
fáciles de eliminar.
IV. Ahora
bien, para alcanzar la pureza de la castidad no basta la diligencia
humana. Hemos de estar plenamente convencidos de que la más rígida
abstinencia, quiere decir el hambre y la sed, las vigilias, el trabajo
asiduo y la aplicación incesante a la lectura espiritual, jamás podrán
merecernos por sí solas la pureza constante de la castidad.
En
el ejercicio de estas prácticas y trabajos es precisa aprender par
experiencia que una tal integridad constituye un don gratuito de la gracia. El
fruto de nuestra perseverancia en estos ejercicios es el de obtener,
mortificando nuestro cuerpo, la misericordia del Señor; merecer que Él
nos libre, por un beneficio de su mano, de las asaltos de la carne y de
la tiranía omnipotente de los vicios; no el de llegar por su medio a la
inviolable castidad que deseamos.
No
obstante, que cada cual se anime a conquistarla con el mismo deseo, el
mismo ardor que el avaro apetece sus riquezas, el ambicioso sus honores,
el lascivo sus deleites. Y así sucederá que en su afán de perpetua
integridad menospreciará la comida, aun la deseable; la bebida, aun la necesaria. Rechazará
el mismo sueño que debe a la naturaleza, o, por lo menos, no lo tomará
sino con recelo y desconfianza, pues se trata de un émulo o enemigo
capital de la pureza, de un adversario acérrimo de la castidad.
Si
puede gozarse por la mañana de haber mantenido a raya sus tendencias,
que entienda que no debe este beneficio a su celo ni a su vigilancia,
sino a la asistencia de Dios. Y esta integridad durará el tiempo que
disponga la divina misericordia concederle.
Quien
ha llegada a consolidarse en esta fe se guardará de todo sentimiento de
orgullo, no confiando en sus propias fuerzas. No se dejará seducir,
después de una larga inmunidad, por una seguridad agradable y muelle,
pues sabe que la humillación no se hará esperar si Dios retira por un
momento su protección.
En
consecuencia: es preciso aplicarse sin cesar a la plegaria con un
corazón humilde y contrito, a fin de que el socorro divino nos asista en
toda circunstancia.
Utilidad de los asaltos que se originan contra
nosotros de los incentivos de la carne
V. Deseáis
una prueba manifiesta de la necesidad de esta continua vigilancia, que
os haga ver al mismo tiempo cómo los combates de la carne, por
contrarios y perniciosos que nos parezcan, concurren a nuestro bien.
Considerad, por ejemplo, a los eunucos, a quienes un defecto de la
naturaleza les exime en parte de tentaciones. Lo que les torna ante toda
indolentes y tibios en la consecución o práctica de la virtud es que se
creen sin peligro de ver su castidad desflorada. A nadie se le ocurra
pensar que digo esto por creer que ninguno de ellos es solícito del
perfecto renunciamiento. Pretendo solamente afirmar que si hay quienes
se apresuran con una voluntad de acero a alcanzar la palma de la
perfección, deben triunfar en cierto modo de su naturaleza. Porque
cuando la pasión ardiente ha inflamado un alma, la impulsa a soportar el
hambre, la sed, las vigilias, la desnudez y todas las fatigas
corporales, no sólo con paciencia, sino de grado: «El hombre en el dolor
trabaja para sí y labora contra su perdición». Y también: «Al que está
hambriento, hasta las cosas amargas le parecen dulces».
Por
lo demás, que radie se forje la ilusión de que podrá reprimir o anular
el deseo de las cosas presentes, si en lugar de sus efectos malvados,
que desea desarraigar, no introduce los buenos. La fuerza vital del alma
y la vivacidad del entendimiento no les permiten quedarse vacíos de
todo sentimiento de deseo a de temor, de alegría a de tristeza. Pero
pueden usar bien de esas pasiones y orientarlas al bien. Par tanto, si
queremos arrojar de nuestro corazón los deseas carnales, sustituyámoslos
por los espirituales. Así el alma tendrá en lo sucesivo dónde fijarse y
rechazará las seducciones que le proporcionan las alegrías terrenas y
las felicidades que pasan.
Cuando
los ejercicios cotidianos le hayan conducido a este estado, comprenderá
por experiencia el sentida que entraña este versículo que todos
ciertamente cantamos, siguiendo el ritmo acompasado de la salmodia, pero
que sólo un pequeño número de experimentados penetra en toda su
significación: «Constantemente tenía al Señor delante de mis ojos:
porque sé que le tengo de continuo a mi diestra para defenderme». Sí,
sólo tendrá la inteligencia viva y honda de estas palabras quien,
después de haber arribada a esta pureza de alma y cuerpo de que
hablamos, comprenda que es el Señor quien le mantiene en ella a cada
instante, para que no vuelva a caer de estas alturas a su miseria,
protegiendo constantemente su diestra, es decir, sus acciones santas.
Porque
el Señor no está a la izquierda de los santos —supuesto que el santo no
tiene nada de siniestro—, sino a su derecha. Los pecadores y los impíos
no le ven. No tienen esa diestra en donde asiste el Señor, ni pueden
decir con el profeta: «Mis ojos están siempre fijos en el Señor, porque
Él es quien saca mis pies de la red». Tales palabras sólo son verdaderas
en boca de aquel que considera todas las cosas de este mundo como
perniciosas o superfluas, y como inferiores al menos a la virtud
consumada. Este tal sabe polarizar toda su atención, todo su empeño y su
afán hacia la castidad y pureza de corazón. El espíritu se va limando,
por decirlo así, con el roce continuo de estos ejercicios; se va
pulimentando en razón directa de su progreso, hasta llegar por fin a la
perfecta pureza de alma y cuerpo, física y moral, o sea la santidad.
La paciencia extingue el fuego de la impureza
VI. A
medida que avanza el alma en la dulzura de la paciencia, tanto más
medra en la pureza del cuerpo. Y es más firme en la posesión de la
castidad cuando con más tesón ha rechazado la pasión de la ira. Porque es imposible evitar las rebeliones de la carne, a menos de sofocar previamente los arrebatos del corazón.
Una
de las bienaventuranzas pronunciadas con elogio por boca de nuestro
Salvador nos pone de relieve esta verdad: «Bienaventurados los mansos,
porque poseerán la tierra». No tenemos otro medio de poseer esta tierra
nuestra, es decir, de sojuzgar a nuestro imperio la tierra rebelde de
nuestro cuerpo, que fundar ante todo nuestra alma en la dulzura de la paciencia. En
los combates que la pasión suscita en nuestra carne, el triunfo sólo se
obtiene blandiendo las armas de la mansedumbre: «Porque los mansos
poseerán la tierra y la habitarán por los siglos de los siglos». A
seguida nos enseña el salmista el modo como hemos de conquistar esta
tierra: «Espera al Señor, y guarda sus caminos, y te ensalzará para que
puedas recibir la tierra en herencia».
He
aquí, pues, una verdad incontrastable: nadie llega a la firme posesión
de esta tierra, sino aquellos que guardan las vías duras y los preceptos
del Señor por la dulzura inalterable de la paciencia. Su
mano les librará del cieno de las pasiones carnales y les elevará hacia
las cumbres. «Los mansos poseerán la tierra», y no sólo la poseerán,
sino que «se deleitarán en una gran paz» —delectabuntur in multitudine
pacis—. Aquel en cuya carne se insubordina aún la concupiscencia no
gozará de esta paz de una manera estable. Los demonios no cesarán de
asestarle los más duros golpes, y, herido de los dardos encendidos de la
lujuria, perderá la posesión de su tierra, hasta el día en que el Señor
ahuyente las guerras, rompa el arco, destruya las armas y queme los
escudos. Este fuego es el que el Señor vino a traer sobre la tierra. Los
arcos y las armas que empuñará son aquellos de que se sirven las
potencias del mal para taladrar su corazón, en una guerra incesante de
día y de noche, con los venablos de las pasiones.
Pero
cuando el Señor, imponiendo silencio a las batallas, le habrá librada
de todos los incentivos de la carne, llegará a un maravilloso estado de
pureza. La confusión y horror que se apoderaba de sí mismo, es decir, de
su carne, al sufrir sus embates y ser hostilizada por ella,
desaparecerán como por ensalmo. Y empezará a deleitarse y tener en ella
sus delicias como en una purísima mansión. No llegarán a su casa los
malvados, ni tendrá parte el azote en su morada. Por la virtud de la
paciencia se cumplirá el oráculo profético: el mérito de su mansedumbre
le habrá granjeado la tierra en herencia, y aún más, se deleitará en
ella con mucha paz. No cabe una paz pletórica donde flota la inquietud
del combate. Porque notad que no se ha dicho: gastarán las delicias de
la paz, sino de una paz desbordante y llena: in multitudine pacis. Lo
cual muestra con claridad que el remedio más eficaz para las dolencias
del corazón humano es la paciencia, según aquello de Salomón: «El hombre
pacífico es médico de su corazón». Porque no sólo elimina la cólera, la
acidia, la tristeza, la pereza, la vanagloria y la soberbia, sino que
arranca de raíz la voluptuosidad y aun todos los vicios. Una vez más
dice Salomón: «La longanimidad da a los reyes la prosperidad». Quien es
dulce y tranquilo siempre, ni se inflama con la turbación de la ira, ni
se consume con el enojo y la tristeza, ni divaga en los devaneos de la
vanagloria, ni se altivece con la soberbia. «Una paz suma —dice el
salmista— reina en el corazón de los que aman al Señor, y no hace mella
en ellos el escándalo». En verdad el sabio tiene razón al decir: «Es
mejor un hombre paciente que sabe imponer la brida a su ira indómita,
que el fuerte que es capaz de expugnar ciudades enteras».
Mas
antes que podamos consolidarnos en esta paz sólida y durable debernos
hacer frente a repetidos asaltos. A menudo tendremos que decir con
lágrimas y gemidos aquellos versículos del salmo: «He venido a ser un
miserable; encorvado en extremo, anduve todo el día ensombrecido, pues
mis lomos están llenos de fuego y no existe parte sana en mi carne ante
tu faz airada. No hay paz en mí, entumecidas están mis huesos, me siento
aplastado ante mi suma miseria».
Estos
gemidos sólo serán fundados y tendrán toda su profunda verdad cuando,
después de haber permanecido puros largo tiempo, creyendo haber escapado
para siempre de la sordidez de la carne, sintamos de nuevo su aguijón,
se insurreccione otra vez contra nosotros —a causa del engreimiento de
nuestro corazón— o, víctimas de una ilusión nocturna, se manche nuestro
cuerpo con la impureza de antaño.
Porque
cuando se ha gozado largo tiempo de la pureza del cuerpo y del alma,
nos jactamos de ello por una consecuencia, pensando que en lo sucesivo
no sufriremos ya más esas heridas, y en el fondo de nosotros mismos nos
gloriamos en una cierta medida, diciendo: «Dije en la ventura: no
experimentaré mudanza jamás» —Dixi in abundantia mea, non movebor in
aeternum—. Mas (…) para nuestro bien. La pureza aquella que ofrecía
tantas garantías de solidez y constancia, empieza por turbarse. Y
entonces, en medio de nuestra prosperidad espiritual, nos sentimos
tambalear.
Recurramos
en este trance al autor de nuestra integridad. Reconozcamos y
confesemos nuestra debilidad: «Por tu voluntad —no por la mía— me
aseguraste honor y poderío. Apenas escondiste tu rostro, me sentí
conturbado». Y también aquello de Job: «Si me lavare con agua de nieve y
mis manos resplandecieren de pura inmaculadas, con todo, no me faltarán
manchas y aun mis ropajes abominarán de mí». No obstante, aquel que se
mancilla por su culpa no puede hablar de esta suerte al Creador.
Hasta
que el alma no haya llegado al estado de perfecta pureza tendrá que
discurrir par esas alternativas anejas a su formación, que la harán
experimentado. Hasta que, en fin, la gracia de Dios colme sus deseos,
fijándola en ella para siempre. Entonces podrá decir con toda verdad:
«Confiadamente esperé en el Señor, y se inclinó y escuchó mi oración. Y
me sacó de una hoya de ruina y de fango cenagoso, y afirmó mis pies
sobre piedra e hizo seguros mis pasos».
Los faltos de expiencia no pueden hablar de la
naturaleza de la castidad ni de sus efectos
VII. Mas
aceptar estas cosas, someterlas a examen minucioso y decidir con
certeza si son posibles o no, nadie puede hacerlo si no ha llegada a
distinguir los límites que confinan las obras de la carne con las del
espíritu.
Una
larga experiencia y la pureza de corazón, conjugada con la luz que
irradia la palabra divina, le conducirá a ello. Por eso dice el Apóstol:
«La palabra de Dios es viva, eficaz y tajante, más que una espada de
dos filos, y penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta
las coyunturas y la medula y discierne los pensamientos y las
intenciones del corazón».
De
esta suerte, situada, por decirlo así, en su común frontera,
distinguirá con toda equidad, como lo haría un espectador o un juez
imparcial, lo que debe atribuirse como necesaria e inevitable a la
flaqueza humana, y lo que arranca de los hábitos viciosos o de los
descuidos de la mocedad. No
se dejará llamar a engaño sobre su naturaleza, no menos que sobre sus
efectos, por las falsas opiniones de las gentes, ni dará su aquiescencia
a los prejuicios del vulgo inexperto. Tendrá por infalible piedra de
toque su propia experiencia. Con una visión certera de las cosas, sabrá
justipreciar las exigencias de la pureza, sin caer en el error de
aquellos que inculpan a la naturaleza de la que en realidad no es más
que producto de su negligencia, y hacen responsable a su carne, a mejor,
al Creador, de su propia incontinencia. De estos tales se ha dicho con
propiedad «La ignorancia del hombre tergiversa sus caminos; en su
corazón atribuye a Dios la culpa de sus delitos».
Finalmente,
si alguien no comparte mi opinión en lo que acabo de exponer, le ruego
que no proceda precipitadamente, discutiendo conmigo y partiendo de una
opinión preconcebida. Que consienta antes en someterse a las exigencias
de la disciplina eremítica. Y cuando haya observado esta vida algunos
meses con la moderación que nos legaron los Padres, podrá comprobar por
sí mismo, con conocimiento de causa, la verdad de mis palabras.
Porque
es vano empeño discutir sobre el fin de un arte o de una ciencia, si no
empezamos por entrar de llena y con lealtad en los caminos que pueden,
descubrirnos su secreto. Por ejemplo, afirmo que es posible extraer del
trigo una especie de miel a un aceite muy dulce, análoga a la semilla de
los rábanos o del lino. Alguien, en su ignorancia, no tiene la menor
idea de ello. Y dice sin más: «lo que afirmáis va contra la naturaleza
misma de las cosas; eso es a todas luces un dislate». Y agrega que soy
un mentiroso y me deja en ridículo. Alego testigos sin número que
afirman haberla visto con sus propios ojos. Incluso lo han gustado. Más:
han elaborado ellos mismos tales productos. Ni corto ni perezoso
describo toda la serie de manipulaciones que transforman la sustancia
del trigo en la grasa del aceite o en la cualidad dulce de la miel. Todo
inútil. A pesar de mis explicaciones persiste en su necia terquedad y
se obstina en negar a pie juntillas que de este grano pueda salir cosa
dulce ni grasa. ¿No será mejor censurar su tozudez, que pugna contra
toda razón, que defender a ultranza la verdad de mis afirmaciones,
refrendadas con tantos testigos fidedignos, con demostraciones
palmarias, y lo que es más, apoyadas en la experiencia cotidiana?
Sólo
podrá dar la culpa a la naturaleza por las necesidades inherentes a
ella quien haya llegado por una aplicación continua a un tal estado de
pureza, que no sienta ya su alma seducida por los encantos y atractivos
del vicio, y sólo tenga que lamentar las manchas inconscientes y raras
que ocurren entre sueños.
Este
tal observa idéntica línea de conducta durante el día y durante la
noche, en el lecho que en la plegaria, a solas que en compañía de los
hombres. Su actitud es tal en el secreto que no se ruboriza, caso de ser
visto por otro. La mirada insoslayable de Dios nada puede sorprender en
él que desee tener oculto a la vista de los demás. Y cuando la luz
suavísima de la castidad empieza a llenarle de goces sin fin, puede
decir con el profeta: «En mis delicias la noche se convertirá en luz,
porque no son, Dios mío, oscuras para ti las tinieblas: la noche y la
oscuridad san para ti como luz indeficiente».
Finalmente,
porque esto sobrepuja las fuerzas de la naturaleza humana, añade el
mismo profeta: Tu possedisti renes meos —«Tú dominaste mis bajas
tendencias»—. Como si dijera: no he merecido yo esta pureza mía por mi
industria y virtud, sino porque mortificaste el ardor del deleite que se
hallaba ínsito en mi carne.
Si es posible guardar la castidad durante el sueño
VIII. Germán.
En parte no hemos dejado de experimentar que es posible, con la gracia
de Dios, guardar el cuerpo perfectamente puro durante el día. Es
innegable que el rigor de una vida austera y la resistencia que la razón
opone al vicio pueden sofocar toda rebelión de la carne. ¿Pero será
ella posible también durante el sueño?
Creemos
que no cabe tal inmunidad física. Y aunque no podemos decir esto sin
cierto rubor natural, no obstante, en nuestro afán de hallar remedio a
semejante mal, con tu venia hablamos de ello.
IX. Queremón. Parece que no habéis comprendido aún perfectamente la verdadera esencia de la castidad. En
vuestro sentir, sólo pueden alcanzarla quienes durante la vigilia la
procuran con austeridad de vida, mientras que en el sueño los resortes
del alma se distienden, y se hace imposible salvar su integridad. Y no
hay tal. La castidad no se sostiene, como creéis, por la práctica de una
vida austera. Subsiste por el amor que inspira y las delicias que el
hombre saborea en su pureza misma. En tanto que se permanece atraído por
la voluptuosidad, no se es casto, sino continente solamente.
Veis,
pues, que el sueño no puede mancillar a aquellos a quienes la gracia
divina ha depositado en su interior el amor a la castidad, aun cuando
suspendan entonces la austeridad de vida. Es un hecho probado que ésta
nos traiciona, incluso durante el día. Un vicio que a duras penas
podemos contener, nos concederá de buen grado alguna tregua, nunca la
seguridad ni el reposo perfectos. Si, por el contrario, le superamos
gracias a una virtud que se insinúa hasta las profundidades de nuestro
ser, se mantiene en adelante tranquilo, sin dar la menor sospecha de
rebelión, dejándonos gozar de una paz firme y constante.
No
lo olvidemos: mientras experimentemos las rebeliones de la carne, es
señal de que no hemos llegado a las cimas de la castidad, sino que
vivimos aún bajo el dominio débil de la continencia, fatigados por
continuos combates, cuyo sesgo es necesariamente dudoso.
Que existen una gran diferencia entre la continencia y la castidad
X. Así, la castidad perfecta se distingue de los comienzos laboriosos de la continencia por la tranquilidad inalterable que la caracteriza. Es
indicio de que es ya consumada, si guarda sin sombra el brillo de su
pureza inviolable no sólo combatiendo contra los movimientos de la
carne, sino aborreciéndolos cordialmente. Y esto no puede ser otra casa
que la santidad.
Tal
sucede cuando la carne cesa de luchar contra el espíritu, por consentir
en sus deseos y comulgar en su virtud. Los lazos de una paz firmísima
les unen al uno con la otra, y se ve realizar en ellos la palabra del
salmista a propósito de los hermanos que moran en mutua convivencia.
Poseen
la felicidad prometida por el Señor, cuando dice: «Si dos de vosotros
conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os la otorgará mi
Padre que está en las cielos».
Aquel,
pues, que haya dejado ya el grado figurado por el místico Jacob, que
significa «suplantador», se elevará —libre de las luchas de la
continencia, gracias a la destrucción total de los vicios—, al título
glorioso de Israel, que significa «el que ve a Dios». Su corazón no se
desviará ya más de su dirección fija hacia lo alta.
David
ha distinguida netamente, bajo la inspiración del Espíritu Santo, estas
dos etapas: «Dios es conocido en Judea» Natus in Iudaea Deus—, es
decir, en el alma que debe aún confesar sus pecados. Porque Judea
significa «confesión». Mas en Israel, o sea para aquel que ve a Dios, o,
según interpretan otros, para el hombre recto delante de la majestad
divina, Dios no es sólo conocido, sino «grande es su nombre» —magnun est
nomen eius.
En
seguida nos llama hacia alturas todavía más sublimes. Quiere mostrarnos
el lugar mismo donde Dios tiene sus delicias: «Y su mansión —dice— está
donde impera la paz». Esto es, no tanto en medio de los combates y de
la lucha contra los vicios, cuanto en la paz de la castidad y la
perpetua tranquilidad del corazón.
Si
alguno mereciere, por la extinción de sus pasiones, alcanzar esta
morada de paz, siguiendo esa trayectoria ascendente, llegará a ser una
Sión espiritual, que significa «atalaya de Dios», con lo que será él
también la morada de Dios. Porque el Señor no se halla en medio del
fragor de las batallas de la continencia, sino en el lugar de
observación, en la atalaya de las virtudes. Aquí es donde no sólo
amortigua y anula la potencia de los arcos, sino que destruye el ímpetu
de esas armas arrojadizas, que partían en otro tiempo contra nosotros:
eran las saetas inflamadas de la voluptuosidad.
Repito: la morada del Señor no está en los combates de la continencia, sino en la paz de la castidad. Su alcázar está situado en la atalaya de las virtudes, en la contemplación. Por
donde no sin motivos se prefieren las puertas de Sión a todas las
tiendas de Jacob: «Ama el Señor las puertas de Sión por encima de las
tiendas todas de Jacob».
Maravillas que dio obra en sus santos
XI. Grandes
son y maravillosas —aunque desconocidas por los hombres que no tienen
experiencia— las larguezas que Dios, en su liberalidad inefable, concede
a sus fieles, incluso mientras permanecen en este vaso de corrupción.
El
profeta las recorre con la mirada cristalina que le brinda la pureza de
su alma casta. Y tanto en nombre propio como en el de aquellos que
llegan a este estado inefable de paz y castidad, exclama: «Admirables
son tus obras, Señor, y mi alma las conoce sobremanera». Nada nuevo ni
grande hubiera expresado el profeta, ni hubiera afirmado que sólo su
alma las conoce, si hubieran dictada sus palabras otros sentimientos, o
se hiciera alusión en ellas a las obras de Dios. Porque no hay nadie que
eche de ver —aun cuando no sea más que por la grandeza de sus
criaturas— lo maravillaras que son las obras de Dios. Mas los dones que
el Señor dispensa a diario a sus santos y las gracias que les comunica
con singular munificencia, sólo las conoce el alma misma que los goza.
Ella es, en el secreto de su conciencia, testigo única de los beneficios
de Dios. Descendiendo del fervor de aquel estado a las cosas materiales
y terrenas, no sabe traducir en palabras lo que abra Dios en ella. Ni
siquiera la inteligencia o la reflexión son capaces de concebirlo.
Quién
no se maravilla de las obras de Dios, cuando ve mortificada en sí mismo
el apetito insaciable de los manjares, la búsqueda dispendiosa y nociva
de los placeres del paladar, de suerte que apenas toma a intervalos y
como a su pesar una exigua y mísera comida? ¿Quién no queda sobrecogido
de asombro ante las obras de Dios, al comprobar que el fuego de la
voluptuosidad —que consideraba antes como inherente a su naturaleza y
por lo mismo impasible de extinguir— se ha enfriado hasta el punto de
que no siente en su carne el menor movimiento de concupiscencia? ¿Cómo
no admirar con estupor el poder de Dios, al ver cómo los hombres crueles
y feroces que se irritaban hasta el paroxismo ante la sumisión y
cortesía de quienes le servían han venido a ser ahora la misma dulzura,
de moda que, lejos de turbarse ante la afrenta, su magnanimidad les
lleva hasta gozarse de ella? ¿Quién, pues, no se admirará de las obras
de Dios y no exclamará desde el fondo de su corazón «conocí que es
grande y poderoso el Señor?» Es que se ve uno a sí mismo convertido en
otro; de la codicia a la liberalidad, de la prodigalidad a la
abstinencia, de la soberbia a la humildad, trocando las delicadezas y
exquisiteces en un exterior desaliñado e hirsuta, abrazando
voluntariamente la pobreza y privación de las cosas presentes, y
cifrando en ellas su alegría.
Estas
son, en verdad, las obras maravillosas de Dios que el profeta contempla
estupefacto en su alma y en las de aquellos que guardan con él
semejanza, y le sumen en una contemplación de maravilla. Estos son los
prodigios que Dios ha obrado sobre la tierra y cuya vista ha hecho
exclamar al mismo profeta, llamando a todos los pueblos a admirarlos:
«Venid —dice— y ved las obras de Dios, las maravillas que obró sobre la
tierra, alejando las guerras hasta sus confines, rompiendo las arcas,
quebrantando las armas, quemando las adargas y rodelas». Porque, ¿qué
mayor prodigio que ver en un momento a publicanos ambiciosos convertirse
en apóstoles, a feroces perseguidores trocarse en paladines del
Evangelio y propagar al precio de su sangre la fe que antes combatían?
Estas son las obras de Dios que el Hijo atestigua haber cumplido cada
día en unión con su Padre: «Mi Padre obra hasta ahora, y Yo también».
Estas son las obras de Dios que David canta en espirito: «Bendita sea el
Señor, Dios de Israel, porque sólo Él hace rasas maravillosas». De
ellas habla también el profeta Amós, cuando dice: «El que hace todas las
cosas es quien las muda; convierte en día la sombra de la noche». «Esta
mudanza se debe a la diestra del Excelso». A propósito de esta obra de
salvación el profeta dirige al Señor aquella plegaria: «¡Confirma, oh
Dios, lo que has obrado en nosotros!»
Paso
en silencio esos secretas designios de Dios que a cada instante
experimentan las almas de les santos en su interior, esa celeste
infusión de alegría espiritual que levanta el espíritu abatido y le
colma de goces inefables, esos transportes encendidos, esas
consolaciones embriagadoras que la lengua no puede expresar, ni el oído
escuchar, y que a menudo nos despiertan de una tibieza inerte y
estúpida, como de un profundo sueño, para elevarnos a la oración más
ferviente y encumbrada. Esta es la alegría de que habla San Pablo; «Ni
ojo vio, ni oída oyó, ni el corazón humano pudo columbrar». Pero habla
de aquel que, entorpecida por los vicios terrenos y permaneciendo hombre
carnal, vive abocado a las pasiones humanas, incapaz de captar estas
divinas larguezas.
Finalmente,
el mismo Apóstol, hablando de si mismo y de almas gemelas a la suya que
viven como ajenas al mundo, dice también: «Pero a nosotros nos lo ha
revelado el Señor, por medio de su Espíritu».
VIII.
En éstos cuanta más pura y aquilatada es su virtud más sublime es su
contemplación. Y conciben tal admiración en el fondo de su ser, que no
hallan palabras para expresarla. Así como quien no ha saboreado esta
alegría no puede intuirla, así quien ha hecho experiencia de ella no
puede menos de publicarla.
Ocurre
la que con un hombre que no ha gustado nunca nada dulce. Se le quiere
dar a entender con palabras la dulzura de la miel, por ejemplo. Mas los
vocablos que perciben sus oídos no le dan la idea cabal de suavidad que
nunca saboreó su paladar. Y, por otra parte, las palabras le faltarán a
quien pretenda explicarle la dulzura que el placer del gusto le ha
revelado. Fascinado por un atractivo que sólo él conoce, se verá
obligado en última instancia a admirar en silencio para sus adentros el
sabor exquisito que ha experimentado.
Cosa
pareja acontece a aquel que ha merecido llegar a la altura de la virtud
de que hablamos. Evoca en su espíritu y recorre las grandes cosas que
Dios ha hecho en los suyos por una gracia particular. Y en el transporte
donde le instala la contemplación de tantas maravillas, se enciende y
exclama de lo más hondo de su corazón: «Maravillosas son tus obras,
Señor, y mi alma las conoce sobremanera».
Sí,
aquí está el gran milagro de Dios: que un hombre de carne y viviendo en
ella haya sido capaz de neutralizar todo afecto carnal. Que en media de
tan diversas situaciones y tantos asaltas del enemigo mantenga su alma
en una posición siempre igual, y perdure incontrastable en medio del
torbellino incesante de los acontecimientos humanos.
Un
anciano fundado en esta virtud vivía junto a Alejandría, perdido entre
la masa heterogénea de los infieles. Estos le cubrían de insultos y le
hacían a porfía las más graves injurias. Un día que le decían entre
mofas: «Pero ¿qué milagros ha hecho ese Cristo que adoras?», respondió:
«El de que estas injurias y afrentas y aun otras mayores que podríais
hacerme no me conmuevan ni me ofendan».
Cómo y cuánto tiempo se puede alcanzar la castidad
XIV.
Germán. Esa castidad es más celestial y angélica que humana. Por eso
nos asombra y nos confunde, y sentimos casi más temor y desaliento que
entusiasmo en adquirirla. Por eso te rogamos nos enseñes de un modo más
concreto qué observancias nos podrán conducir a ella y en cuánto tiempo
nos será dado alcanzarla. Ello nos hará cobrar confianza, al ver que no
es empresa imposible, y el hecho de contar con un lapso de tiempo
precisa nos animará a obtenerla. Estamos persuadidos de que esto es
inaccesible a nuestra carne frágil, a menos que sepamos el método y el
camino por donde se puede con seguridad llegar a ella.
XV.
Queremón. Sería temerario querer fijar un lapso de tiempo bien definido
para adquirir la castidad perfecta. La diversidad que apreciamos en las
disposiciones y recursos de las almas lo hace imposible. Tal precisión
sería difícil incluso para las artes materiales y las ciencias humanas,
en que la aplicación y el talento juegan un papel decisivo, haciende que
el éxito sea más lento o más rápido.
Pero
en lo que puedo pronunciarme con seguridad es en la observancia que hay
que adoptar y en la fijación de tiempo necesario para reconocer al
menos la posibilidad de su adquisición.
Quienquiera
que evite toda conversación inútil, mortifique todo sentimiento de
cólera, toda solicitud y todo cuidado terreno, se contente con dos panes
para su refección cotidiana, se prive de beber agua hasta la saciedad,
limite su sueño a tres horas o, siguiendo otra regla en boga, a cuatro,
y, por otra parte, esté convencido de que no alcanzará esta virtud por
los méritos de su trabajo y abstinencia, sino por la misericordia de
Dios —porque sin esta convicción serían vanas los esfuerzos del hombre—,
este tal no tendrá necesidad de más de seis meses para conocen que no
le es imposible adquirirla a la perfección.
Es
señal clara de que se está muy cerca de la pureza no esperarla de sus
propios esfuerzos. Cuando el monje ha comprendido bien toda la fuerza de
aquel versículo: «Si el Señor no levanta la casa, en vano trabajan los
que la edifican», no hace de su pureza un mérito orgulloso, porque ve
claramente que lo debe a la misericordia de Dios y no a su propia
diligencia. Ni se indigna contra los otros con un rigor implacable,
porque sabe que la virtud del hombre no es nada, si no la secunda la
virtud divina.
XVI.
Así, pues, constituye de suya una victoria singular para quien combate
con todas sus energías contra el espíritu de fornicación no buscar ni
fundar el remedio en el mérito de sus esfuerzos.
Persuasión
fácil y, al parecer, al alcance de todos. Sin embargo, se me antoja tan
difícil en los que empiezan como la misma castidad perfecta. Apenas han
vislumbrado en sí mismos los primeros atractivos de la pureza, se
desliza sutilmente una cierta vanidad en el secreto de su conciencia y
se complacen en su presunta virtud pensando que la deben a su
diligencia.
Por
tal razón es preciso que Dios retire por un tiempo su ayuda y sufran la
tiranía de los vicios que la virtud había reprimido. Hasta que la
experiencia les enseñe que no hubieran podido obtener el bien de la
pureza par su industria y trabajo personal.
Mas
para terminar nuestra ya extensa conferencia sobre el fin de la
perfecta castidad, concluyamos brevemente sintetizando en una frase
todos las pensamientos que hemos ido desarrollando a lo largo de ella.
La perfección de la castidad consiste en que el monje no se manche a
sabiendas con el placer malvado durante el día, y que durante la noche
no se vea en su sueño turbado con ilusiones importunas.
He
hablado de la castidad según mis alcances. Por lo menos puedo decir que
no son éstos conceptos vanos. Los ha dictado la experiencia.
Aunque
sospecho que los relajados y negligentes juzgarán estas cosas
imposibles, tengo para mí que las almas ávidas de perfección y
verdaderamente espirituales se reconocerán en mis palabras y darán su
sufragio en mi favor. Porque hay tanta diferencia de un hombre a otro
como la que existe entre las intenciones a donde converge el deseo de su
corazón. Se separan unas de otras como el cielo del infierno, Cristo de
Belial, según esta frase de nuestro Señor y Salvador: «Si alguno me
sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor». Y
aún: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón».
Aquí
terminó la conferencia del abad Queremón sobre la castidad perfecta.
Tal fue la conclusión que puso a su admirable doctrina al disertar sobre
la más sublime pureza. Viéndonos él sobrecogidos de admiración y como
atónitos, como había ya transcurrido gran parte de la noche, nos
aconsejó no defraudáramos a la naturaleza el sueño debido, so pena de
que el cansancio físico hiciera languidecer al alma, aminorando su ardor
y santo entusiasmo.
+++
Cassiano
Juan Casiano nació hacia el 360, pero no sabemos con certeza dónde.
Según Gennadio, autor del siglo V que escribió un De viris illustribus, en
el que incluye también a Casiano (cap. 61), éste habría nacido en el
Scizia menor, dónde se encuentra. actualmente Rumania. En cambio según
algunos estudiosos, Casiano provenía de la región dónde también
transcurrió la última etapa de la vida, es decir en Gallia meridional
cerca de Marsella (Provenza). En todo caso Casiano nació de una familia
de alto rango y recibió una educación clásica, que le ayudó a cultivar
su habilidad literaria.
Conocía bien el latín como el griego.
Hacia el 378-80, todavía muchacho, entró en un monasterio de Belén unto
con un amigo Germán. Como hemos visto, los Lugares Sagrados, en aquella
época, eran muy populares entre los occidentales. Estamos solamente a
pocos años antes de la peregrinación de Egeria (384) y del
establecimiento de Jerónimo en Belén (386). Pero ya antes de las
llegadas a Egeria y luego de Jerónimo, en el 382, Casiano hizo un viaje a
Egipto junto con su compañero Germán, para conocer los grandes centros
del monacato. Visitaron Tebaide en el Sur, es decir el ambiente de los monasterios
pacomianos, y luego se establecieron más al Norte en Sceti, es decir en
el desierto dominado por el influjo de San Antonio y muchos otros
grandes monjes, los nombres de los que han sido transmitidos sobre todo en la Historia Lausiaca de Paladio y en los Apotegmas, es decir, los Dichos de los Padres del desierto.
Después
de largos años, solamente en el 399, obligados por los hechos de la
controversia origenista, Casiano y Germán dejaron Egipto y se
trasladaron a Constantinopla. El famoso patriarca Juan Crisóstomo
consagró a diácono a Casiano, que más bien era reacio de tomar sobre sí
los cargos eclesiásticos.
En
el 404, después de la caída de Juan Crisóstomo, los dos amigos se
trasladaron a Roma para llevar una carta del ex-patriarca al Papa
Inocencio.
Casiano
transcurrió en Roma bastantes años, estrechó amistad con el futuro Papa
León Magno y fue ordenado sacerdote. En aquel período murió el amigo
inseparable Germán.
Hacia el 415 Casiano se trasladó a Marsella, dónde transcurrió los últimos 18 ó 20 años de su vida. Fundó dos monasterios,
uno masculino de San Víctor y uno femenino de San Salvador. Se
responsabilizó del cuidado de organizar el monacato occidental, ya
establecido en Lérins, sobre la isla cerca de Marsella alrededor del 400
(ved. infra, párrafo
8). Con su larga y rica experiencia en el desierto de Egipto, Casiano
es un principal colaborador de transferir el ideal monástico egipcio al
mundo occidental.
Durante
el período a Marsiglio Casiano escribió sus obras, que son tres (al
menos las que nosotros tenemos). Entre el 420-424 escribió las Institutiones (Instituciones
cenobíticas) por solicitud del obispo Castore de Apt. Esta obra
consiste en una primera parte con las leyes, diremos “reglas”, y una
segunda parte que trata sobre los ocho vicios capitales, según el fuerte
influjo de Evagrio Póntico (ca. 345-399), que ha recopilado en síntesis
toda la tradición monástica egipcia hacia finales del siglo IV.
Luego, en los años 426-429 Casiano escribió la obra maestra, las Colationes (Conferencias). Es un trabajo muy amplio que consiste en 24 “entrevistas” hechas con los Ancianos famosos del desierto de Egipto.
Casiano,
escribiendo de la memoria después de más que 25 años, ha hecho más bien
largos monólogos en forma literaria, puestos en las bocas de estos
Ancianos, para transmitir los fundamentos de sus enseñanzas
espirituales.
Las Colationes no
sólo son una fuente de primera importancia para nuestro conocimiento
del primer monacato egipcio, sino también han quedado una clásica”
durante toda la historia del monacato occidental. Revelan una gran
sensibilidad psicológica y una atmósfera muy parecida a aquella que
emerge de las obras de Evagrio.
Alrededor
del 430 Casiano escribió una tercera obra, para nosotros no menos
importante, que es necesario mencionar por motivos de plenitud.
Desatada
la controversia cristológica contra Nestorio, que tendia a romper en
Cristo la naturaleza divina de aquella humana, Casiano defendió la
fundamental unidad en el Verbo encarnado en una obra contra Nestorio: De incarnatione Domini contra Nestorium.
Casiano murió en el 432 según algunos estudiosos, o hacia el 435 según otros.
Contemplación, el camino místico olvidado por los cristianos (y II)
¿Nos puede decir algo más acerca de las prácticas tradicionales cristianas?
Hay
ciertas estructuras básicas en la mística que son iguales en todas las
religiones. O bien se recomienda la concentración de la consciencia
mediante una imagen, un sonido, una palabra, la respiración, la luz, o
sea, mediante un contenido como foco donde se concentre la consciencia, o
bien la mantienen libre de cualquier contenido o estructura, ya sea
ésta de índole material, psíquica o intelectual.
Hablaré primeramente de la concentración de la consciencia.
Los
monjes, desde siempre, han conocido la interiorización con ayuda de la
respiración. Recomiendo a este respecto la lectura del libro La
Filocalia que describe la vida oracional de los monjes de la Iglesia
Oriental.
Aparte
de esto, siempre se ha considerado importantísimo sentarse durante
largos períodos en quietud. Esto podrá hacerse en un banco de una
iglesia, en casa en una silla, en un banquillo, o sobre los talones. El
citado libro de la Filocalia también describe este ejercicio.
Luego
tenemos el ejercicio con una palabra. Casiano, que nos cuenta la vida y
oraciones de los eremitas y cenobitas del desierto, describe este
ejercicio ampliamente y recomienda la frase: "Oh Dios, ven en mi ayuda,
Señor, date prisa en socorrerme" (1). A este respecto recomiendo la lectura de sus "Colationes X".
La
"oración continua" que nos recomienda Jesús (Lc 18,1) únicamente puede
tener lugar en el nivel contemplativo cuando, después de haber
practicado durante un período largo, "está rezando en la persona",
habiéndose formado un hábito en el alma que una y otra vez vuelve a
conducir a la experiencia de la oración. La "buena opinión" que muchos
cristianos practican, no es suficiente para ello.
El
autor de "La Nube del No Saber", en los capítulos 7,36,37 y 39, da
instrucciones para el uso de la palabra en la contemplación.
Cuando
se haya progresado hasta cierto punto en la oración, ya no se observa
la respiración, sino el sonido. Habrá que "cantar" interiormente, por
así decir, la vocal, conduciendo ésta la respiración. La meta consiste
en hacerse uno con la palabra, mejor dicho, con el proceso de "cantarla"
o pronunciarla interiormente. Hay que volverse el sonido mismo,
entonces se va sosegando el fuero interno. La consciencia queda
concentrada en la palabra o en la vocal, con lo cual se consigue el
desprendimiento de todo lo demás.
La
contemplación cristiana siempre va acompañada de entrega y amor
(caridad). Nuevamente remito aquí al libro de la Nube del no-saber, cuyo
autor recomienda cargar la palabra con entrega, amor y confianza. Esto,
únicamente en apariencia contradice la indicación de no quedarse
apegados a los sentimientos. Tanto el amor, como la entrega y el anhelo
son emociones básicas de nuestra alma perfectamente aptas para acompañar
la palabra. Nos orientan y sirven para el recogimiento. Alguien que
tiene sed, no tendrá que pensar en agua, pues está completamente
impregnado de las ganas de beber agua. Lo mismo ocurre con el amor.
Quien ama de veras, quien tiene nostalgia y quien se entrega, no está
distraído...
Pero
no hay que sorprenderse ante la falta de tales sentimientos. El camino
lleva por largos trechos de sequedad, por el desierto y la noche, como
nos lo dicen los místicos. Y justamente entonces es fundamental seguir
con la oración, aunque la sequedad frustrante nos invada. La sequedad se
encuentra en el nivel personal de la afectividad. Es nuestro yo que se
frustra, y a ese yo habrá que abandonarle de todas formas. La sequedad
para la mística es, por lo tanto, un instrumento y una ayuda de Dios en
el proceso del desprendimiento.
Referente
al ejercicio del vaciamiento de la consciencia, el autor de "la Nube
del no-saber" habla de la percepción del propio ser. En el transcurso
del ejercicio, se llegar a percibir un fondo donde harán su apariencia
pensamientos, sentimientos e intenciones. Los pensamientos y los
sentimientos se originan allí, pero no son el fondo más profundo. El
citado autor denomina este fondo el Ser. Sus instrucciones a este
respecto me parecen ser las más importantes de su libro. El mirar al
Señor es un ejercicio que se practica en muchos caminos místicos, aún y
cuando se le dan diferentes nombres. La meta siempre consiste en el
vaciamiento de la consciencia, pero no por el vacío en sí, sino porque
tan sólo en el vacío podrá manifestarse genuinamente la plenitud de
Dios, pues el ojo tendrá que ser incoloro para poder mirar el color
auténtico. Uno se desprende de pensamientos, sentimientos e impulsos de
la voluntad; El ser humano se parece a un espejo que refleja todo sin
identificarse con nada.
En
este estado aún quedan dos: un yo que experimenta y aquello que es
experimentado. Seguir adelante a partir de aquí resulta realmente muy
difícil. La meta consiste en abandonar el yo para experimentar
exclusivamente el Ser de Dios. Y esto no se consigue mediante un acto de
voluntad. No queda otra cosa que seguir fielmente con el ejercicio. Las
instrucciones siguen siendo las mismas que antes: ¡Mantente en el
ejercicio! ¡Húndete en él! Entonces podrás recibir el don de la
experiencia. Una auténtica experiencia mística es algo que nos ocurre,
nunca la podremos producir.
¿Nos podría decir algo acerca del camino de la contemplación de los Padres del Desierto?
El
Padre Juan Casiano resume el sendero de la oración contemplativa con
las palabras "pureza de corazón". Corazón, para él, es la capacidad
básica del conocimiento, mejor dicho, de la experiencia. Es esa chispa
del alma con la que no solamente experimentamos nuestra auténtica vida
divina, sino que es esa vida divina misma. La experiencia no se alcanza
con el discurrir o por medio de palabras que se queden en la memoria.
(Véase a este respecto el prólogo de sus Colationes).
El camino a la experiencia llega a través del saber del camino, a través de la "praktik‚" Esta se divide en tres apartados:
- El trabajo en el hombre interior (lucha contra el pecado)
- El servicio en pro de los hermanos
- El volverse igual a Cristo
La
primera meta que se deber alcanzar es la pureza del corazón. La
contemplación es la meta verdadera y última de toda vida monástica. Pero
siempre ser un don y nunca depende de la voluntad. Por ello, la meta
más cercana a la que se aspira, es la pureza del corazón (puritas
cordis). (Colationes I,4 y I,7).
El
proceso de liberación, que más tarde llamaría san Juan de la Cruz la
purificación activa y pasiva, es un proceso psicoespiritual que, en
primer lugar tiene que ver con el trabajo de las perturbaciones
psíquicas, como por ejemplo, los traumas infantiles, los esquemas
inculcados en la educación y los trastornos diversos en el inconsciente
personal. Además, purificación también significa liberación de todo
dominio de los impulsos.
De
entre los Padres del Desierto destaca sobre todo el monje Evagrio
Póntico, quién ha influido grandemente en la mística cristiana.
Referente a la oración, nos habla en especial de dos grandes Padres del
Desierto, ambos de nombre Macario. Recomienda "darse totalmente a la
oración sin tener en cuenta ni las preocupaciones ni los pensamientos
que surjan en el transcurso. Lo único que consiguen en ti es molestarte e
intranquilizarte para finalmente tambalear tu orientación tan
decidida".
La
importancia de Evagrio Póntico estriba en su claridad. La contemplación
es atención pura. La persona auténticamente contemplativa ve el lugar
de Dios. Asimismo, Evagrio Póntico aconseja quedarse durante períodos
largos, sin interrupciones, en el ejercicio de la oración. Dice: "Cuando
estés en oración, no te preocupes de las necesidades de tu cuerpo,
porque si lo haces, podrías dañar ese don inigualable que se te da en la
oración debido a una picadura de una pulga, de un piojo o de un
mosquito".
El
centro de la contemplación siempre lo constituye la ausencia de
imágenes e ideas, y Evagrio Póntico dice al respecto: "Cuando ores no te
imagines a la divinidad bajo una misma imagen. Mantén tu mente libre de
cualesquiera formas y acércate al Ser inmaterial sin ninguna materia,
pues únicamente así lo conocerás".
El
camino del ejercicio consiste en la transformación y maduración hacia
alcanzar un estado mental completamente receptivo. Para los monjes,
Jesús es el orante místico perfecto. Su oración en el monte y en la
soledad era la "apateia", el mirar a Dios. Según Casiano, los monjes
deberían mantenerse en la oración de la misma manera que lo hiciera
Jesús cuando se encontraba en el estado de la experiencia profunda de lo
que él llamó "Padre" al estar orando en el monte. Y Casiano critica a
los mojes que no saben orar sin representarse algún tipo de imagen.
¿Porqué y cómo se produjo el declive de la mística?.
Hasta
hace unos 200 años, la contemplación solía formar parte de la pedagogía
de oración. Quisiera citar aquí a Thomas Keating, abad cisterciense de
los EE.UU., que en un resumen de la historia de la contemplación, cita
los diversos motivos que han influido en el hecho de que esto ya no sea
así:
La desgraciada tendencia a rebajar los "ejercicios espirituales" (Ignacio de Loyola) a un método de meditación discursiva.
El
enfrentamiento de la Iglesia establecida con el Quietismo y su radical
condena de esta corriente. La pedagogía del Quietismo consiste en un
dejar hacer pasivo y en abandonarse a la guía de la gracia. Esto, en la
Institución generó un miedo latente ante toda mística, haciendo que
cayera en descrédito.
El
Jansenismo y sus influencias. El Jansenismo se acerca mucho al
Determinismo: el ser humano está predestinado y poco puede hacer para
cambiar esta condición. Dios escoge a la persona y le concede la gracia
de actuar bien, obrando así su redención.
La sobrevaloración de las visiones y revelaciones privadas y la consecuente desvalorización de la liturgia.
El
confundir la auténtica naturaleza de la contemplación con fenómenos
como la levitación, el hablar en lenguas, los estigmas y las visiones.
El confundir la mística con la beatería.
La desfiguración de la imagen de los místicos y la equiparación de la mística con un ascetismo divorciado de la realidad.
El incremento del legalismo de la Iglesia Romana.
Aparte
de esto, dice Keating, la erradicación de la contemplación fue
definitiva cuando se llegó a afirmar que era una temeridad aspirar a la
oración contemplativa.
Alentados
por los caminos esotéricos de Oriente, muchos cristianos de nuestros
días vuelven a acordarse de su propia tradición. Pero su interés no
estriba en disertaciones teoréticas sobre místicos, sino en los caminos a
la experiencia que éstos nos legaron.
San Juan Casiano_colaciones.doc
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