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Ana María Javouhey, Beata |
Virgen y Fundadora de la Congregación de San José de Cluny
Martirologio
Romano: En París, capital de Francia, beata Ana María Javouhey,
virgen, fundadora de la Congregación de las Hermanas de San
José de Cluny, que se dedican al cuidado de enfermos
y a la instrucción cristiana de las niñas, Congregación que
la beata consiguió implantar también en tierras de misión (1851).El 10 de diciembre de 1779,
ve la luz en Jallenge, cerca de Dijon (Francia), una
pequeña de nombre Ana María, quinta de una familia de
diez hermanos. Ana María, a la que todos llaman Nanette,
tiene siete años cuando la familia se instala en Chamblanc,
en el mismo cantón. Se trata de una niña jovial,
radiante y llena de vida, siempre proclive a las inventivas
y a las réplicas. A la edad de diez años,
y a pesar de las reticencias de su padre, que
la considera demasiado traviesa, toma la primera comunión. «A partir
de aquel día –confesará–, me consideré como consagrada a Dios
y a sus obras».
En 1791, en plena Revolución Francesa, el
párroco Rapin prefiere exiliarse antes que prestar juramento al cisma
exigido al clero; es substituido por un sacerdote juramentado. Nanette,
a espaldas de sus padres, asiste a veces a su
misa. «Me consideraba más culta que los otros» – dirá
más tarde. Una noche, un sacerdote no juramentado llama a
la puerta: «Me han requerido para asistir a un enfermo
y no conozco el camino». Nanette, intrépida, se ofrece a
acompañarlo. De camino, el sacerdote le explica la necesidad de
permanecer fieles a la Iglesia de Roma. A partir de
ese momento, y en colaboración con su familia, organiza ceremonias
clandestinas y esconde a sacerdotes acosados por los revolucionarios. En
cuanto se apacigua la tormenta, Nanette recorre los pueblos y,
a golpe de tambor, reúne a la juventud para enseñarles
el catecismo. Ella misma dirá: « No hubiera querido apenar
a mis padres, ni desobedecerles, pero no podía resistirme a
Dios, ya que me concedía grandes facultades para enseñar a
las pobres jóvenes y a los adultos ignorantes a conocerlo».
Un día, recibe de Dios una misión muy precisa: «El
Señor me hizo saber de manera extraordinaria, pero segura, que
me llamaba al estado que he abrazado para instruir a
los pobres y dar educación a los huérfanos –afirmará más
tarde.
Los hijos que Dios te da
La actitud de Nanette, que
piensa más en rezar y catequizar que en el trabajo
de la granja, alarma y enfada a su padre; pero
la joven consigue ganárselo para la causa y, el 11
de noviembre de 1798, durante la misa, se consagra oficialmente
a Dios en presencia de la familia. En 1800, aconsejada
por el padre Rapin, que ha regresado al pueblo, Nanette
se dirige a Besançon, donde Jeanne-Antide Thouret acaba de fundar
una pequeña comunidad de mujeres dedicadas a la caridad y
a la educación de los niños. Sin embargo, la duda
invade muy pronto su alma. «Señor, ¿que quieres de mí?
–exclama una noche. Una voz interior muy lúcida le responde
que Dios tiene grandes designios para ella. Unos días después,
al despertar, cree ver a su alrededor muchos negros, unos
completamente negros y otros de color más o menos oscuro.
Simultáneamente, parece oír estas palabras: «Son los hijos que Dios
te da. Soy santa Teresa; seré la protectora de tu
orden». Así pues, decide regresar con sus padres.
Después de entregarse
a la instrucción de los niños, primero en la localidad
de Seurre y luego en Dole, Ana María se une
a las monjas trapenses, en Suiza. Pero una voz le
dice en el fondo de su corazón: «No has sido
llamada a entrar en la Trapa, sino a fundar una
congregación en pro de los negros». Los pocos meses que
ha permanecido en el convento le han permitido recibir una
formación sólida en la vida religiosa. Tras dos nuevas tentativas
de escuelas en la región del Jura, Ana María regresa
a casa de su padre para establecer su obra educativa.
En abril de 1805, después de la coronación de Napoleón
como emperador, el Papa Pío VII pasa por Châlon-sur-Saône (región
de Champaña). Ana María y sus hermanas gozan del favor
de una audiencia privada. La joven expone al Santo Padre
sus proyectos: «Ánimo, hija mía –le responde el Vicario de
Cristo–, Dios obrará a través de ti muchas cosas para
gloria suya».
Aconsejada por su obispo, Ana María se establece en
Châlon-sur-Saône. Sus cualidades de pedagoga le hacen comprender que hay
que desarrollar las capacidades prácticas de las pequeñas. Enseña a
las niñas a leer, escribir y contar, pero también a
coser, tejer, planchar e hilar. Ana María tiene la idea
de poner la capilla de su escuela bajo el patrocinio
de san Bernardo o de santa Teresa. Pero el sacerdote,
que se llama José, le sugiere invocar más bien la
protección del esposo de la Virgen María. Así pues, se
adopta el nombre de san José, pasando de la capilla
a la pequeña comunidad de educadoras que ha fundado. El
12 de mayo de 1807, Ana María, sus tres hermanas
y otras cinco jóvenes, reciben el hábito religioso y profesan
sus votos de manos del obispo de Autun. Este último
sugiere a la superiora que se establezca en la ciudad
episcopal. La madre Ana María consigue que una parte del
antiguo seminario mayor se ponga a su disposición. A finales
de 1810, con motivo de la guerra en España, convoyes
de enfermos y heridos llegan a Autun, por lo que
las monjas se convierten en enfermeras. Un día del mes
de enero de 1812, la madre Ana María descubre en
un anuncio que está en venta el antiguo convento de
los recoletos, en Cluny. Recurre entonces a su padre, que
se deja convencer y adquiere la propiedad; allí se instalan
las monjas, convirtiéndose en la «Congregación de San José de
Cluny».
La madre se sobresalta
Con no pocas dificultades, la madre Ana
María consigue abrir una escuela en París. El intendente de
la isla Borbón (isla de la Reunión) le hace una
visita y le solicita algunas monjas para la isla, añadiendo
que se halla poblada «de blancos, mulatos y negros». Ante
esas palabras, la madre se sobresalta, recordando la profecía de
Besançon. Poco después, el ministro del Interior le pide también
monjas para las posesiones de Francia en ultramar. Sus perspectivas
misioneras le llevan a aceptarlo todo. El 10 de enero
de 1817, cuatro monjas parten para la isla Borbón. A
principios de 1819, un contingente de siete religiosas se embarca
para Senegal. Pero en este último lugar, el hospital que
se les asigna se encuentra en un estado lamentable, la
ciudad no tiene iglesia, la evangelización apenas se ha iniciado«
Las monjas se desaniman enseguida.
La propia madre Ana María parte
a Senegal en 1822. Unas semanas después de su llegada,
escribe: «Las dificultades son incalculables; sólo el amor puro de
Dios puede hacer que aguantemos sin desanimarnos« Ahora que estoy
de vuelta de muchas sorpresas y que veo las cosas
desde más cerca, tengo la impresión de que podemos hacer
un gran bien en África». Persuadida de que los negros
se sienten inclinados por naturaleza hacia la religión, afirma: «Solamente
la religión puede proporcionar a este pueblo principios, conocimientos sólidos
y sin peligro, porque sus leyes y dogmas no sólo
reforman los vicios groseros y externos, sino que son capaces
de cambiar el corazón« Dad solemnidad a la religión; que
la pompa del culto les atraiga y que el respeto
les retenga, y enseguida habréis cambiado la faz del país».
Por otra parte, ella se percata de que África posee
vocación agrícola. A finales de 1823, establece una granja-escuela en
Dagana, lo que le permite entablar relaciones con la población.
Su reputación se extiende, de manera que pronto la llaman
de Gambia y, después, de Sierra Leona, donde se hace
cargo de los hospitales. Sin embargo, le llegan cartas desde
Francia suplicándole que regrese. En febrero de 1824, retorna a
la metrópoli tras haber sentado las bases de una obra
perseverante para la civilización y la cristianización de África. Su
principal objetivo es la formación de un clero africano, una
verdadera necesidad para la empresa misionera. Para ello funda en
Bailleul (en el departamento de Oise, cerca de París) una
casa de formación para jóvenes africanos.
El auxilio del buen ejemplo
En
1827, el ministro de 7 la Marina se dirige a
la madre Ana María para pedirle ayuda en favor de
la Guayana, donde los colonos franceses han padecido numerosos fracasos.
La madre acepta el ofrecimiento, pero pone ciertas condiciones, relacionadas
con la vida cristiana de los colonos y de los
indígenas. En agosto de 1828, llega a la Guayana con
apenas un centenar de personas, instalándose en Mana. Cuatro meses
más tarde, la madre escribe: «Todo funciona con paso firme
hacia la armonía: los trabajos avanzan, los cultivos crecen a
ojos vistas, la religión se asienta en el corazón de
quienes sólo tenían de ella una visión superficial, y todo
ello con el auxilio del buen ejemplo« Hemos traído quince
obreros bien elegidos para los oficios más útiles« Junto a
las hermanas, me dedico a escardar y a plantar alubias
y mandioca; también siembro arroz, maíz, etc., entonando cánticos y
contando historias, pero lamentando que nuestras pobres hermanas de Francia
no puedan compartir nuestra felicidad». No obstante, los éxitos generados
por el duro trabajo de la madre provocan la envidia
de algunos colonos de Cayenne.
En Francia, la revolución de julio
de 1830 trae como consecuencia profundas transformaciones políticas poco favorables
a la religión católica, disminuyendo por ello el apoyo económico
del gobierno a las obras de la madre Ana María.
Sin embargo, ella prosigue su trabajo, de forma que sus
centros resisten las dificultades. En 1833, funda incluso una leprosería
cerca de Mana. De regreso a Francia, la madre Javouhey
visita sus casas, siendo consciente de las lagunas de su
congregación, como ella misma escribe: «Nuestra congregación es muy joven
y necesita ya una gran reforma« Necesitamos adquirir el espíritu
interior y de oración. Con ese doble espíritu, no existe
peligro en ninguna parte». A partir de 1829, la diócesis
de Autun es gobernada por monseñor d´Héricourt, prelado lleno de
entusiasmo que desea sacar el mayor provecho del trabajo de
las monjas. Con ese objetivo, querría poder tener vara alta
sobre la congregación, revisando los estatutos aprobados en 1827 por
su predecesor y por el rey Carlos X.
A finales de
abril de 1835, monseñor d´Héricourt impone a la madre Ana
María unos nuevos estatutos que trastocan de arriba abajo los
antiguos y, según los cuales, se convierte en el superior
general de las hermanas. Ante el rechazo por parte de
ella, el prelado insiste, pero después ordena. Al no disponer
ni del consejo de sus hermanas ni del tiempo necesario
para sopesar la cuestión, la madre Ana María acaba firmando
los nuevos estatutos. Al salir de aquella entrevista, un lancinante
remordimiento se deposita en su alma: ha firmado demasiado de
prisa, sin el acuerdo del capítulo general ni de los
demás obispos afectados por los cambios. Aconsejada entonces por personas
autorizadas, reconoce que su firma le ha sido arrebatada, que
no ha sido concedida libremente y que no tiene valor
alguno. Así pues, escribe al obispo comunicándole que se acogerá
a los estatutos de 1827.
Preparar la emancipación
Por la misma época,
los miembros del gobierno discuten sobre la emancipación de los
esclavos. Es una medida que exige una preparación adecuada. En
el informe de una comisión interministerial, puede leerse: «La señora
Javouhey ha demostrado, en la dirección de ese centro de
Mana, un gran espíritu de orden y una perseverancia a
toda prueba. Por tanto, conviene confiar la tarea de acometer
la emancipación de los esclavos a las Hermanas de San
José de Cluny». Sin embargo, no todas las opiniones van
en el mismo sentido, y el Consejo de la Guayana,
dominado por los colonos envidiosos del éxito de la madre,
se opone violentamente a ese proyecto. No obstante, el 18
de septiembre de 1835, una orden ministerial le confía oficialmente
esa misión. El propio rey Luis Felipe recibe varias veces
a la madre, poniendo a punto con ella el plan
relativo a la emancipación de los negros.
En nuestros días, ante
la presencia de formas modernas de esclavitud (trata de mujeres
y de niños, condiciones laborales que reducen a los trabajadores
a la categoría de simples instrumentos de rendimiento, prostitución, droga,
etc.), la Iglesia recuerda la dignidad de la persona humana:
«El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por
una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria,
conducen a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal,
a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es
un pecado contra la dignidad de las personas y sus
derechos fundamentales reducirlos por la violencia a la condición de
objeto de consumo o a una fuente de beneficio» (Catecismo
de la Iglesia Católica, CEC, 2414).
Tras su llegada a la
Guayana en febrero de 1836, la madre Ana María se
hace cargo de unos quinientos esclavos negros arrebatados a los
negreros. Su pedagogía no consiste de ningún modo en recurrir
a la fuerza, sino en educar mediante la dulzura, la
paciencia y la persuasión. Ella misma escribirá: «Me instalé como
una madre en medio de su numerosa familia». Esa actitud
es todavía si cabe más audaz, por cuanto, entre los
negros que acoge, hay algunos que son temibles. Pero su
fe se basa en la propia virtud del cristianismo, que
es capaz de producir grandes efectos civilizadores. Por añadidura, la
madre sabe que cuenta con su prestigio personal; su sola
presencia basta para apaciguar los conflictos. De hecho, son pocos
los casos en los que debe intervenir. Su labor consiste
en cuidar la educación cristiana, preocupándose especialmente de los matrimonios,
pues tiene la intención de fundar su obra civilizadora en
la familia. Cada familia tiene su cabaña, limpia y bien
equipada, y el conjunto forma un hermoso pueblo provisto de
una iglesia. Todo ello se consigue con no pocas dificultades,
sinsabores e incidentes dolorosos. A pesar de todo, y después
de dos años, cierto espíritu de orden y de sobriedad
reina en Mana. El 21 de mayo de 1838, la
madre Javouhey preside la emancipación de ciento ochenta y cinco
esclavos.
¡La época más feliz!
No obstante, la oposición del obispo de
Autun la persigue hasta la Guayana. El 16 de abril
de 1842, la fundadora escribe que el obispo de Autun
«ha prohibido al prefecto apostólico que me administre los sacramentos,
a menos que lo reconozca como superior general de la
congregación« Se lo perdono de todo corazón por el amor
de Dios». El sufrimiento que genera esa situación, que durará
dos años, es intenso. Ello se agrava con la circulación
de libelos infamatorios contra la madre. En los momentos en
que sus hermanas se acercan a la Santa Mesa cuando
a ella se le priva de ello, las lágrimas le
fluyen abundantemente. Un día, se dirige a la Guayana holandesa,
esperando poder comulgar, pero el prefecto apostólico de ese territorio
ha sido informado de que «esa mujer, o bien nunca
ha tenido fe o la ha perdido totalmente», y la
comunión le es negada igualmente. La madre dirá más tarde:
«Aquella época de tribulación fue para mí la más feliz
de mi vida. Al verme, por así decirlo, excomulgada, ya
que todo sacerdote tenía prohibido absolverme, iba a pasearme por
los grandes bosques vírgenes de Mana, y allí le hablaba
al Señor: «Solamente te tengo a ti, Señor, por lo
que acudo a echarme en tus brazos y a rogarte
que no abandones a tu hija«». Eran tantos los consuelos
espirituales que experimentaba que, a menudo, me veía en la
obligación de exclamar: «¡Oh, Dios mío! Ten misericordia de mi
debilidad; no me prodigues tantos favores, pues esta pobre servidora
no tendrá fuerzas para soportarlos». ¡Oh! Cuántas veces he experimentado
lo bueno que es Dios con los que sólo se
encomiendan a Él, que nunca somos desgraciados cuando tenemos a
Dios, cualesquiera que sean las tribulaciones que nos asalten».
Consciente de
su influencia personal en la buena marcha de Mana, la
madre Ana María empieza a preocuparse de los días en
que ya no esté. Planea reunir en un centro específico
a los niños negros de la Guayana de entre cinco
y quince años de edad, para educarlos cristianamente. Ya adultos
y emancipados, podrían desperdigarse por todo el país y propagar
una mentalidad sana. Pero el gobierno, al que pide una
subvención para ese proyecto, rechaza participar en sus planes. El
18 de mayo de 1843, la madre se embarca de
regreso a Francia. Aquella partida aflige a todo el mundo.
Nada más llegar, obtiene de los obispos que la conocen
bien el permiso para recibir los sacramentos. Después, visita a
todas sus hijas, que la reciben con agasajo. Ella las
exhorta al silencio interior y a la paz del alma,
que permiten descubrir el designio de Dios en cada uno,
y les enseña a evitar toda precipitación: evitemos –les dice–
«ir más deprisa que la Providencia, que quiere ser secundada
y no adelantada« La experiencia me ha enseñado que la
obra de Dios se realiza lentamente».
Sin embargo, el obispo de
Autun sigue obstinado en su idea de ser reconocido como
superior de la congregación. Para ello intenta influir en las
novicias de Cluny, nombrando a un capellán que se dedique
a desviarlas de sus superioras «rebeldes» contra el obispo. El
28 de agosto de 1845, la madre Javouhey se desplaza
a Cluny, donde, tras hablar con gran serenidad a sus
hijas, concluye de este modo: «Hijas mías, os dicen que
seguirme es pecado; yo os digo que no es pecado
seguir al obispo de Autun. Sois libres de elegir. Ya
conocéis la situación; hay muchos obispos que tienen de nosotras
una opinión diferente de la del obispo de Autun y
que os acogerán con alegría. Todas las que quieran permanecer
en la congregación, que me sigan hasta París». De entre
las ochenta jóvenes, solamente siete rehúsan seguirla. El obispo de
Beauvais, gran admirador de la madre, aborda entonces el asunto
con resolución. Poco a poco, monseñor d´Héricourt queda aislado en
su posición contra las hermanas, dándose cuenta finalmente de que
había juzgado mal a la madre y de que se
había abierto un abismo de incomprensión en su alma. El
15 de enero de 1846, se firma por fin un
acuerdo entre él y la madre.
«¡Dejadla pasar!»
Durante aquel doloroso asunto,
la madre Ana María ha continuado su labor apostólica con
numerosas fundaciones, tanto en Francia como en Oceanía, en Madagascar,
en la India y en las Antillas británicas. Cuando estalla
la revolución de 1848, se encuentra cerca de París. Debe
volver enseguida a esa ciudad en agitación, y necesita franquear
las barricadas. Cuando los obreros rebeldes, cuyas miserias había aliviado
con frecuencia en los «Talleres Nacionales», la ven llegar, exclaman:
«¡Es la madre Javouhey! ¡Es la superiora Javouhey! ¡Dejadla pasar!».
El nuevo gobierno decreta inmediatamente la emancipación total de los
negros. Así pues, la obra de preparación metódica y prudente
hacia la libertad se convierte en caduca, pero la madre
se adapta a la situación a fin de poder continuar
con la labor de civilización y de evangelización de los
antiguos esclavos. En Mana, la noticia de la abolición de
la esclavitud es recibida con apacible alegría, en contraste con
las escenas de violencia que acontecen en otros lugares. La
población negra sigue siendo laboriosa y sedentaria, y muy apegada
a la religión que la madre les ha enseñado.
A principios
de 1851, la salud de la madre Ana María decae
y, en el mes de mayo, con motivo de una
visita a la casa de Senlis, debe permanecer en cama.
El 8 de julio, se entera de la defunción del
obispo de Autun. Unos días después, el 15, afirma al
respecto: «Debemos considerar a monseñor como a uno de nuestros
bienhechores. Dios se sirvió de él para enviarnos la tribulación,
en un momento en que, a nuestro alrededor, sólo escuchábamos
alabanzas. Resultaba necesario, porque, con el éxito que estaba alcanzando
nuestra congregación, habríamos podido creernos importantes si no hubiéramos sufrido
esas penalidades y contradicciones». Poco después de pronunciar esas palabras,
entrega su alma a Dios. En aquel momento, su congregación
contaba con unas 1.200 religiosas, dedicadas a buscar en todo
la voluntad de Dios mediante la enseñanza, las obras hospitalarias
y misioneras.
Pidamos a la beata Ana María Javouhey, beatificada por
el Papa Pío XII el 15 de octubre de 1950,
que nos conceda la liberación de la peor de las
esclavitudes, la del pecado; en efecto, pues Jesús vino «a
liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la
del pecado, que es el obstáculo en su vocación de
hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas»
(CEC, 549). Que nos haga partícipes de su espíritu de
dedicación, de caridad y de simplicidad, para que podamos alcanzar
la verdadera libertad de los hijos de Dios.
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