La situación contemporánea nos lleva inevitablemente a los orígenes de la cristiandad. Después de decenios, quizá siglos, en los que cristianos han tratado de defender las sociedades occidentales de la descristianización de la cultura, hoy, encontrándose en una situación que podríamos denominar neopagana, la fe no puede jugar a la defensiva. Ya no es una tradición que haya que salvaguardar, sino una perspectiva de vida futura que hay que recrear, construir… La pregunta no es si el cristianismo sabrá sobrevivir, sino si la fe cristiana podrá expandirse de nuevo como hace dos mil años.
¿Cómo comunicar al mundo de hoy la realidad cristiana? Los primeros cristianos sabían comunicar bastante bien sin licenciaturas en Ciencias de la Comunicación. Ni siquiera tenían una cultura particularmente elaborada, pero fueron ellos quienes vencieron la batalla cultural y comunicativa de entonces. Porque cuando el cristiano se comporta como cristiano, convence siempre. Una persona con convicciones posee una potencia infinitamente superior a la de quien tiene sólo intereses. El cristianismo, desde este punto de vista, es sobre todo un modo de vivir, que mientras vive y mientras goza la vida, la razona, la explica, hace evidente toda su congruencia interna...
Hay que ir a Jesús de Nazaret. Pero sólo hay un camino que conduzca a Él: la conversación personal en los ámbitos sacramental y de la oración. Para la mayoría de nosotros la oración es una obligación. Para Juan Pablo II era otra cosa, no era nunca una obligación a determinadas horas del día, sino una necesidad. Esto sirve para ilustrar la raíz de la que crece toda la misión del cristiano: la unión con Quien da al cristiano su misión propia. Si no, no podemos hablar de misión del cristiano, sino de la misión de Joaquín Navarro o de Pepito. Si la misión me viene de otro, yo no puedo dejarme de la mano de ese otro.
Juan Pablo II repitió en varias ocasiones que la síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe. Una fe que no se hace cultura es una fe no del todo acogida, no completamente pensada, no fielmente vivida. Condensaba él en esas líneas toda su experiencia humana de creyente y de Pontífice, pero también de intelectual. Cuando, por ejemplo, el Génesis nos habla de la creación del hombre y de su semejanza divina, ese dato es capaz de engendrar toda una cultura, toda una antropología que ha de ser elaborada, madurada desarrollada de un modo racional y científico. Y es cultura aceptar que, como consecuencia de aquella semejanza, el rastro de Dios en el mundo somos nosotros mismos. Se hace también cultura cada vez que, en la vida ordinaria, tratamos a las personas en el único modo justo y consecuente con aquel dato de nuestro origen divino.
He tenido el don de haber conocido a tres santos: a san Josemaría, al Siervo de Dios Juan Pablo II y a la Beata Madre Teresa. Para mí ha sido inevitable preguntarme si estas personas tan distintas tienen algo en común. La conclusión a la que he llegado es que lo común era el buen humor, un buen humor extraordinario, contagioso, que hacía reír hasta en ocasiones en las que parecía obligado llorar. Ese buen humor no era producto de una psicología festiva, sino que se apoyaba en algo mucho más consistente, que permea el carácter humano, convirtiendo al hombre en sembrador de alegría. Quien cree que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza no tiene motivo nunca de perder el buen humor. Ésa es la seguridad que no puede faltar en un cristiano que realiza su misión en el mundo de hoy, convencido de que el final es un happy end.
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