Un buen día yo enterré una ofensa que dolía. Creí que podría olvidarla si la dejaba escondida. El agravio iba creciendo.Cada día lo tapaba. No logré dejarlo atrás. Mucho, mucho me costaba. La alegría me abandonó, no conocí sino penas. Incapaz era de amar, tenía el alma en cadenas. A la vera de aquel hoyo clamé con el alma a Dios: «Sana esta herida profunda, Tú que eres el Dios de amor».
Sentí entonces Su presencia; en Sus brazos me sentí. Enjugó mis agrias lágrimas, hizo azul el cielo gris. Sincerándome con Él, le expliqué mi gran afrenta. Me prestó Su atento oído mientras yo le daba cuenta. Cavé, ahondé y arranqué la afrenta que me oprimía, y entregándola el Maestro libre al fin quedé aquel día. Así fue como Él quitó la negrura de mi alma y algo hermoso fue a nacer; donde había estado la llaga. Cuando vi en qué convirtió mi tormento y mi pesar, aprendí a dárselo a Él y no enterrarlo jamás.
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