viernes, 7 de octubre de 2011

ANTES QUE NACIESES


Así dice el Señor por boca del profeta Jeremías: Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado. Es entrañablemente hermoso pensar y creer firmemente, que Dios nos conoce desde toda la eternidad, que ha pensado en nosotros y que nos ha llamado a la existencia. Dios que es eterno e inmortal, que existe desde siempre y por siempre, antes de la fundación del mundo, antes de aplomar los cielos y la tierra, de separar las aguas, de colocar las luminarias en la bóveda celeste, de crear todos los vivientes, de poner los límites del cosmos, ha pensado en tí y en mí, en cada uno de nosotros. Desde toda la eternidad, cuando no existía nada, sólo Dios, también existíamos nosotros en la mente divina, como un pensamiento del Señor. Teníamos una existencia en potencia, pertenecíamos al mundo de lo posible, de las ideas, pero en la mente de Dios, y por tanto, esa potencialidad todavía no puesta en acto, contenía el tiempo y el espacio de su actualización, porque para Dios todo es presente, mil años en su presencia son como un día. Y es además, mucho más sorprendente y maravilloso, pensar que no estábamos únicamente en la mente de Dios, sino también, en su corazón. Dios nos ha amado desde toda la eternidad porque Dios es Amor, y al pensar en nosotros y en nuestro rescate por la sangre de su Hijo, y en nuestro ser de hijos de adopción, nos amó hasta donde la lengua humana no puede explicar ni nuestra inteligencia penetrar. Ved hombres cuánto será el amor de Dios por nosotros al ponderar el precio tan alto al que hemos sido perdonados: la Pasión afrentosísima de Cristo, su injusta condena, los bofetones y escupitajos en su divina y santa faz, el mesar su barba, la infamante corona de espinas que traspasaron su cabeza a los golpes de la caña, los insultos y burlas que le profirieron y el manto de vergüenza con el que lo cubrieron, los azotes que desgarraron su carne purísima, el ser mostrado ante el pueblo de Dios como un malhechor y ser antepuesto a un asesino, la soga que llevó al cuello para ser arrastrado como un animal, el pesado madero de la cruz que cargó hasta el Gólgota y que hendió sus espaldas, cada una de sus duras caídas, las mofas y el escarnio de la turbamulta enfurecida, su dolor moral ante tanto pecado de los hombres, sus pies y manos traspasados por los fríos clavos, ser expuesto a la pública desnudez y el reparto de sus ropas a suerte, la amarga bebida que le dieron a probar, las muecas y burlas de los sumos sacerdotes, escribas y fariseos al pie de la cruz, la soledad y el abandono por parte de sus discípulos, y todos y cada uno de los hechos de su Pasión y Muerte de sobra conocidos y relatados en las Sagradas Escrituras. ¿Cómo no nos ha de amar Dios si su Hijo padeció todo ésto por amor nuestro? ¿Cuál será el amor del Padre por nosotros al contemplar en nosotros el rostro de su Hijo amado? Tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su Hijo. Desde toda la eternidad nos ha amado Dios con este amor infinito, inconmensurable. Jamás podrá criatura alguna alcanzar ni en lo más mínimo la grandeza, la altura, la anchura y la profundidad, de este amor divino por nosotros. El amor más grande que podamos nosotros imaginar y ver realizado en el ser humano más sublime de nuestro linaje, fuera de Cristo, el Hombre perfecto y gloria de nuestra carne, es nada en comparación con el amor que Dios nos tiene. Sólo en Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, contemplamos el rostro amoroso del Padre. Sólo a través de su carne inmolada por amor nuestro, podemos vislumbrar la infinitud del amor de Dios. Misterio insondable, cerrado a la inteligencia y comprensión de los hombres. ¿Quién puede penetrar en la mente y en el corazón de Dios? ¿Quién puede siquiera pensar en hacerlo? No nos es dado traspasar el velo de este misterio, sólo el arrodillarnos ante él y prosternarnos ante el Santo de los Santos, ante el Dios Uno y Trino que nos ama y nos ha creado a su imagen y semejanza. Adorar, bendecir y alabar su gloria, y admirarnos ante Aquel que sin dejar de ser Dios, ha querido hacerse en todo semejante a nosotros menos en el pecado por amor nuestro.

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