viernes, 23 de agosto de 2013

Mónica, Santa


Madre de San Agustín, 27 de agosto
 
Mónica, Santa
Mónica, Santa

Madre de San Agustín

Martirologio Romano: Memoria de santa Mónica, que, muy joven todavía, fue dada en matrimonio a Patricio, del que tuvo hijos, entre los cuales se cuenta a Agustín, por cuya conversión derramó abundantes lágrimas y oró mucho a Dios. Al tiempo de partir para África, ardiendo en deseos de la vida celestial, murió en la ciudad de Ostia del Tíber (387).

Etimológicamente: Mónica = Aquella que disfruta de la soledad, es de origen griego.

Fecha de canonización: Información no disponible, la antigüedad de los documentos y de las técnicas usadas para archivarlos, la acción del clima, y en muchas ocasiones del mismo ser humano, han impedido que tengamos esta concreta información el día de hoy. Si sabemos que fue canonizado antes de la creación de la Congregación para la causa de los Santos, y que su culto fue aprobado por el Obispo de Roma, el Papa.
Hoy celebramos a Santa Mónica, que con su testimonio logró convertir a su marido, a su suegra y a su hijo, San Agustín, quién también, es un gran santo de la Iglesia.

Santa Mónica fue una mujer con una gran fe y nos entregó un testimonio de fidelidad y confianza en Dios, por lo que alcanzó la santidad cumpliendo con su vocación de esposa y madre.

Un poco de historia

Mónica, la madre de San Agustín, nació en Tagaste (África del Norte) a unos 100 km de la ciudad de Cartago en el año 332.

Formación

Sus padres encomendaron la formación de sus hijas a una mujer muy religiosa y estricta en disciplina. Ella no las dejaba tomar bebidas entre horas (aunque aquellas tierras son de clima muy caliente) pues les decía: "Ahora cada vez que tengan sed van a tomar bebidas para calmarla. Y después que sean mayores y tengan las llaves de la pieza donde está el vino, tomarán licor y esto les hará mucho daño." Mónica le obedeció los primeros años pero, después ya mayor, empezó a ir a escondidas al depósito y cada vez que tenía sed tomaba un vaso de vino. Más sucedió que un día regañó fuertemente a un obrero y éste por defenderse le gritó ¡Borracha! Esto le impresionó profundamente y nunca lo olvidó en toda su vida, y se propuso no volver a tomar jamás bebidas alcohólicas. Pocos meses después fue bautizada (en ese tiempo bautizaban a la gente ya entrada en años) y desde su bautismo su conversión fue admirable.

Su esposo

Ella deseaba dedicarse a la vida de oración y de soledad pero sus padres dispusieron que tenía que esposarse con un hombre llamado Patricio. Este era un buen trabajador, pero de genio terrible, además mujeriego, jugador y pagano, que no tenía gusto alguno por lo espiritual. La hizo sufrir muchísimo y por treinta años ella tuvo que aguantar sus estallidos de ira ya que gritaba por el menor disgusto, pero éste jamás se atrevió a levantar su mano contra ella. Tuvieron tres hijos: dos varones y una mujer. Los dos menores fueron su alegría y consuelo, pero el mayor Agustín, la hizo sufrir por varias décadas.

La fórmula para evitar discusiones.
En aquella región del norte de África donde las personas eran sumamente agresivas, las demás esposas le preguntaban a Mónica porqué su esposo era uno de los hombres de peor genio en toda la ciudad, pero que nunca la golpeaba, y en cambio los esposos de ellas las golpeaban sin compasión. Mónica les respondió: "Es que, cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo, para pelear se necesitan dos y yo no acepto
Mónica, Santa
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entrar en pelea, pues....no peleamos".

Viuda, y con un hijo rebelde

Patricio no era católico, y aunque criticaba el mucho rezar de su esposa y su generosidad tan grande hacia los pobres, nunca se opuso a que dedique de su tiempo a estos buenos oficios. Y quizás, el ejemplo de vida de su esposa logro su conversión. Mónica rezaba y ofrecía sacrificios por su esposo y al fin alcanzó de Dios la gracia de que en el año de 371 Patricio se hiciera bautizar, y que lo mismo hiciera su suegra, mujer terriblemente colérica que por meterse demasiado en el hogar de su nuera le había amargado grandemente la vida a la pobre Mónica. Un año después de su bautizo, Patricio murió, dejando a la pobre viuda con el problema de su hijo mayor.

El muchacho difícil

Patricio y Mónica se habían dado cuenta de que Agustín era extraordinariamente inteligente, y por eso decidieron enviarle a la capital del estado, a Cartago, a estudiar filosofía, literatura y oratoria. Pero a Patricio, en aquella época, solo le interesaba que Agustín sobresaliera en los estudios, fuera reconocido y celebrado socialmente y sobresaliese en los ejercicios físicos. Nada le importaba la vida espiritual o la falta de ella de su hijo y Agustín, ni corto ni perezoso, fue alejándose cada vez más de la fe y cayendo en mayores y peores pecados y errores.

Una madre con carácter

Cuando murió su padre, Agustín tenía 17 años y empezaron a llegarle a Mónica noticias cada vez más preocupantes del comportamiento de su hijo. En una enfermedad, ante el temor a la muerte, se hizo instruir acerca de la religión y propuso hacerse católico, pero al ser sanado de la enfermedad abandonó su propósito de hacerlo. Adoptó las creencias y prácticas de una la secta Maniquea, que afirmaban que el mundo no lo había hecho Dios, sino el diablo. Y Mónica, que era bondadosa pero no cobarde, ni débil de carácter, al volver su hijo de vacaciones y escucharle argumentar falsedades contra la verdadera religión, lo echó sin más de la casa y cerró las puertas, porque bajo su techo no albergaba a enemigos de Dios.

La visión esperanzadora

Sucedió que en esos días Mónica tuvo un sueño en el que se vio en un bosque llorando por la pérdida espiritual de su hijo, Se le acercó un personaje muy resplandeciente y le dijo "tu hijo volverá contigo", y enseguida vio a Agustín junto a ella. Le narró a su hijo el sueño y él le dijo lleno de orgullo, que eso significaba que ello significaba que se iba a volver maniquea, como él. A eso ella respondió: "En el sueño no me dijeron, la madre irá a donde el hijo, sino el hijo volverá a la madre". Su respuesta tan hábil impresionó mucho a su hijo Agustín, quien más tarde consideró la visión como una inspiración del cielo. Esto sucedió en el año 437. Aún faltaban 9 años para que Agustín se convirtiera.

La célebre respuesta de un Obispo

En cierta ocasión Mónica contó a un Obispo que llevaba años y años rezando, ofreciendo sacrificios y haciendo rezar a sacerdotes y amigos por la conversión de Agustín. El obispo le respondió: "Esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas". Esta admirable respuesta y lo que oyó decir en el sueño, le daban consuelo y llenaban de esperanza, a pesar de que Agustín no daba la más mínima señal de arrepentimiento.

El hijo se fuga, y la madre va tras de él

A los 29 años, Agustín decide irse a Roma a dar clases. Ya era todo un maestro. Mónica se decide a seguirle para intentar alejarlo de las malas influencias pero Agustín al llegar al puerto de embarque, su hijo por medio de un engaño se embarca sin ella y se va a Roma sin ella. Pero Mónica, no dejándose derrotar tan fácilmente toma otro barco y va tras de él.

Un personaje influyente

En Milán; Mónica conoce al santo más famoso de la época en Italia, el célebre San Ambrosio, Arzobispo de la ciudad. En él encontró un verdadero padre, lleno de bondad y sabiduría que le impartió sabios. Además de Mónica, San Ambrosio también tuvo un gran impacto sobre Agustín, a quien atrajo inicialmente por su gran conocimiento y poderosa personalidad. Poco a poco comenzó a operarse un cambio notable en Agustín, escuchaba con gran atención y respeto a San Ambrosio, desarrolló por él un profundo cariño y abrió finalmente su mente y corazón a las verdades de la fe católica.

La conversión tan esperada

En el año 387, ocurrió la conversión de Agustín, se hizo instruir en la religión y en la fiesta de Pascua de Resurrección de ese año se hizo bautizar.

Puede morir tranquila

Agustín, ya convertido, dispuso volver con su madre y su hermano, a su tierra, en África, y se fueron al puerto de Ostia a esperar el barco. Pero Mónica ya había conseguido todo lo que anhelaba es esta vida, que era ver la conversión de su hijo. Ya podía morir tranquila. Y sucedió que estando ahí en una casa junto al mar, mientras madre e hijo admiraban el cielo estrellado y platicaban sobre las alegrías venideras cuando llegaran al cielo, Mónica exclamó entusiasmada: " ¿Y a mí que más me amarra a la tierra? Ya he obtenido de Dios mi gran deseo, el verte cristiano." Poco después le invadió una fiebre, que en pocos días se agravó y le ocasionaron la muerte. Murió a los 55 años de edad del año 387.

A lo largo de los siglos, miles han encomendado a Santa Mónica a sus familiares más queridos y han conseguido conversiones admirables.

En algunas pinturas, está vestida con traje de monja, ya que por costumbre así se vestían en aquél tiempo las mujeres que se dedicaban a la vida espiritual, despreciando adornos y vestimentas vanidosas. También la vemos con un bastón de caminante, por sus muchos viajes tras del hijo de sus lágrimas. Otros la han pintado con un libro en la mano, para rememorar el momento por ella tan deseado, la conversión definitiva de su hijo, cuando por inspiración divina abrió y leyó al azar una página de la Biblia.

Oración

Santa Mónica, te pedimos en este día que nos ayudes a vivir nuestra vocación cerca de Dios, confiando siempre en que la oración constante y sencilla es un instrumento eficaz para transformar los corazones de quienes nos rodean.
Amén.




Santa Mónica, madre de familia
fecha: 27 de agosto
fecha en el calendario anterior: 4 de mayo
n.: c. 332 - †: 387 - país: Italia
canonización: pre-congregación
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Memoria de santa Mónica, que, aún jovencísima, fue dada en matrimonio a Patricio, con quien tuvo hijos, entre ellos a Agustín, por cuya conversión derramó abundantes lágrimas y oró mucho a Dios, y, anhelante de la vida celestial, abandonó la terrenal en Ostia Tiberina, en Italia, cuando regresaba de África.
patronazgo: patrona de las esposas y las madres, para pedir por la salvación de los hijos.
oración:
Oh Dios, consuelo de los que lloran, que acogiste piadosamente las lágrimas de santa Mónica impetrando la conversión de su hijo Agustín, concédenos, por intercesión de madre e hijo, la gracia de llorar nuestros pecados y alcanzar tu misericordia y tu perdón. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).

La Iglesia venera a santa Mónica, santa esposa y santa viuda, que no sólo dio la vida corporal al famosísimo doctor san Agustín, sino que fue el principal instrumento de que Dios se valió para darle la vida de la gracia. Mónica nació en África del Norte, probablemente en Tagaste, a cien kilómetros de Cartago, el año 332. Sus padres, que eran cristianos, confiaron la educación de la niña a una institutriz que sabía formar a sus pupilas, aunque las trataba con cierta rudeza. Una de las costumbres que les inculcaba, era la de no beber nunca entre comidas. «Ahora queréis agua -les decía-; pero cuando seáis amas de casa y tengáis la bodega a vuestra disposición, querréis vino, de suerte que tenéis que acostumbraros desde ahora». Pero cuando Mónica tenía ya la edad suficiente para que le encargasen que trajera el vino de la bodega, olvidó los excelentes consejos de la institutriz; empezó por beber unos tragitos a escondidas y acabó por beber vasos enteros. Pero cierto día un esclavo que la había visto beber y con quien Mónica tuvo un altercado, la llamó "borracha". La joven sintió tal vergüenza, que no volvió a ceder jamás a la tentación. A lo que parece, desde el día de su bautismo, que tuvo lugar poco después de aquel incidente, llevó una vida ejemplar en todos sentidos.

Cuando llegó a la edad de contraer matrimonio, sus padres la casaron con un ciudadano de Tagaste, llamado Patricio. Era éste un pagano que no carecía de cualidades, pero era de temperamento muy violento y vida disoluta. Mónica tuvo que perdonarle muchas cosas, pero todo lo soportó con la paciencia de un carácter fuerte y bien disciplinado. Por su parte, Patricio, aunque criticaba la piedad de su esposa y su liberalidad para con los pobres, la respetó siempre mucho y, ni en sus peores explosiones de cólera, levantó la mano contra ella. A la larga, Mónica, con su ejemplo y oraciones, convirtió al cristianismo no sólo a su esposo, sino también a su suegra, mujer de carácter difícil, cuya presencia constante en el hogar de su hijo había dificultado aún más la vida de Mónica. Patricio murió santamente en 371, al año siguiente de su bautismo. Tres de sus hijos habían sobrevivido, dos hombres y una mujer. Las ambiciones de Patricio y Mónica se habían concentrado en el primogénito, Agustín, que era extraordinariamente inteligente, por lo que habían decidido darle la mejor educación posible. Pero el carácter caprichoso, egoísta e indolente del joven había hecho sufrir mucho a su madre. Agustín había sido catecúmeno en la adolescencia y, durante una enfermedad que le había puesto a las puertas de la muerte, estuvo a punto de recibir el bautismo; pero al recuperar rápidamente la salud, pospuso el cumplimiento de sus buenos propósitos. Cuando murió su padre, Agustín tenía diecisiete años y estudiaba retórica en Cartago. Dos años más tarde, Mónica tuvo la enorme pena de saber que su hijo llevaba una vida disoluta y había abrazado la herejía maniquea. Cuando Agustín volvió a Tagaste, Mónica le cerró las puertas de su casa, durante algún tiempo, para no oír las blasfemias del joven. Pero una consoladora visión que tuvo, la hizo tratar menos severamente a su hijo. Soñó, en efecto, que se hallaba en el bosque, llorando la caída de Agustín, cuando se le acercó un personaje resplandeciente y le preguntó la causa de su pena. Después de escucharla, le dijo que secase sus lágrimas y añadió: «Tu hijo está contigo». Mónica volvió los ojos hacia el sitio que le señalaba y vio a Agustín a su lado. Cuando Mónica contó a Agustín sl sueño, el joven respondió con desenvoltura que Mónica no tenía más que renunciar al cristianismo para estar con él; pero la santa respondió al punto: «No se me dijo que yo estaba contigo, sino que tú estabas conmigo».

Esta hábil respuesta impresionó mucho a Agustín, quien más tarde la consideraba como una inspiración del cielo. La escena que acabamos de narrar, tuvo lugar hacia fines del año 337, es decir, casi nueve años antes de la conversión de Agustín. En todo ese tiempo, Mónica no dejó de orar y llorar por su hijo, de ayunar y velar, de rogar a los miembros del clero que discutiesen con él, por más que éstos le aseguraban que era inútil hacerlo, dadas las disposiciones de Agustín. Un obispo, que había sido maniqueo, respondió sabiamente a las súplicas de Mónica: «Vuestro hijo está actualmente obstinado en el error, pero ya vendrá la hora de Dios». Como Mónica siguiese insistiendo, el obispo pronunció las famosas palabras: «Estad tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas». La respuesta del obispo y el recuerdo de la visión eran el único consuelo de Mónica, pues Agustín no daba la menor señal de arrepentimiento. Cuando tenía veintinueve años, el joven decidió ir a Roma a enseñar la retórica. Aunque Mónica se opuso al plan, pues temía que no hiciese sino retardar la conversión de su hijo, estaba dispuesta a acompañarle si era necesario. Fue con él al puerto en que iba a embarcarse; pero Agustín, que estaba determinado a partir solo, recurrió a una vil estratagema. Fingiendo que iba simplemente a despedir a un amigo, dejó a su madre orando en la iglesia de San Cipriano y se embarcó sin ella. Más tarde, escribió en las «Confesiones»: «Me atreví a engañarla, precisamente cuando ella lloraba y oraba por mí». Muy afligida por la conducta de su hijo, Mónica no dejó por ello de embarcarse para Roma; pero al llegar a esa ciudad, se enteró de que Agustín había partido ya para Milán. En Milán conoció Agustín al gran obispo san Ambrosio. Cuando Mónica llegó a Milán, tuvo el indecible consuelo de oír de boca de su hijo que había renunciado al maniqueísmo, aunque todavía no abrazaba el cristianismo. La santa, llena de confianza, pensó que lo haría, sin duda, antes de que ella muriese.


En san Ambrosio, por quien sentía la gratitud que se puede imaginar, Mónica encontró a un verdadero padre. Siguió fielmente sus consejos, abandonó algunas prácticas a las que estaba acostumbrada, como la de llevar vino, legumbres y pan a las tumbas de los mártires; había empezado a hacerlo así, en Milán, como lo hacía antes en Africa; pero en cuanto supo que san Ambrosio lo había prohibido porque daba lugar a algunos excesos y recordaba las «parentalia» paganas, renunció a la costumbre. San Agustín hace notar que tal vez no hubiese cedido tan fácilmente de no haberse tratado de san Ambrosio. En Tagaste Mónica observaba el ayuno del sábado, como se acostumbraba en África y en Roma. Viendo que la práctica de Milán era diferente, pidió a Agustín que preguntase a san Ambrosio lo que debía hacer. La respuesta del santo ha sido incorporada al derecho canónico: «Cuando estoy aquí no ayuno los sábados; en cambio, ayuno los sábados cuando estoy en Roma. Haz lo mismo y atente siempre a la costumbre de la Iglesia del sitio en que te halles». Por su parte, san Ambrosio tenía a Mónica en gran estima y no se cansaba de alabarla ante su hijo. Lo mismo en Milán que en Tagaste, Mónica se contaba entre las más devotas cristianas; cuando la reina madre, Justina, empezó a perseguir a san Ambrosio, Mónica fue una de las que hicieron largas vigilias por la paz del obispo y se mostró pronta a morir por él.

Finalmente, en agosto del año 386, llegó el ansiado momento en que Agustín anunció su completa conversión al catolicismo. Desde algún tiempo antes, Mónica había tratado de arreglarle un matrimonio conveniente, pero Agustín declaró que pensaba permanecer célibe toda su vida. Durante las vacaciones de la época de la cosecha, se retiró con su madre y algunos amigos a la casa de veraneo de uno de ellos, que se llamaba Verecundo, en Casiciaco. El santo ha dejado escritas en sus «Confesiones» algunas de las conversaciones espirituales y filosóficas en que pasó el tiempo de su preparación para el bautismo. Mónica tomaba parte en esas conversaciones, en las que demostraba extraordinaria penetración y buen juicio y un conocimiento poco común de la Sagrada Escritura. En la Pascua del año 387, san Ambrosio bautizó a san Agustín y a varios de sus amigos. El grupo decidió partir al África, y con ese propósito los catecúmenos se trasladaron a Ostia, a esperar un barco. Pero ahí se quedaron, porque la vida de Mónica tocaba a su fin, aunque sólo ella lo sabía. Poco antes de su última enfermedad, había dicho a Agustín: «Hijo, ya nada de este mundo me deleita. Ya no sé cuál es mi misión en la tierra ni por qué me deja Dios vivir, pues todas mis esperanzas han sido colmadas. Mi único deseo era vivir hasta verte católico e hijo de Dios. Dios me ha concedido más de lo que yo le había pedido, ahora que has renunciado a la felicidad terrena y te has consagrado a su servicio».

Mónica había querido que la enterrasen junto a su esposo. Por eso, un día en que hablaba con entusiasmo de la felicidad de acercarse a la muerte, alguien le preguntó si no le daba pena pensar que sería sepultada tan lejos de su patria. La santa replicó: «No hay sitio que esté lejos de Dios, de suerte que no tengo por qué temer que Dios no encuentre mi cuerpo para resucitarlo». Cinco días más tarde, cayó gravemente enferma. Al cabo de nueve días de sufrimientos, fue a recibir el premio celestial, a los cincuenta y cinco años de edad. Agustín le cerró los ojos y contuvo sus lágrimas y las de su hijo Adeodato, pues consideraba como una ofensa llorar por quien había muerto tan santamente. Pero, en cuanto se halló solo y se puso a reflexionar sobre el cariño de su madre, lloró amargamente. El santo escribió: «Si alguien me critica por haber llorado menos de una hora a la madre que lloró muchos años para obtener que yo me consagre a Ti, Señor, no permitas que se burle de mí; y, si es un hombre caritativo, haz que me ayude a llorar mis pecados en Tu presencia». En las «Confesiones», Agustín pide a los lectores que rueguen por Mónica y Patricio. Pero en realidad, son los fieles los que se han encomendado, desde hace muchos siglos, a las oraciones de Mónica, patrona de las mujeres casadas y modelo de las madres cristianas.

Apenas sabemos nada de santa Mónica, fuera de lo que sobre ella cuenta san Agustín en sus escritos, particularmente en el lib. IX de las «Confesiones». Ciertamente no es auténtica la carta en que se dice que san Agustín describió a su hermana Perpetua los últimos momentos de su madre. El texto de dicha carta puede verse en Acta Sanctorum, mayo, vol. I. En su artículo «Mónica» en Dictionnaire d'Archéologie chrétienne et de Liturgie, , vol. XI, cc. 2332-2356, Dom H. Leclercq da muchos datos sobre Tagaste (actualmente Suk Arrhas) y los restos de la basílica de Cartago, descubiertos en el siglo XX. Sin embargo, hay que confesar que todo ello tiene poco que ver con santa Mónica, a no ser porque en los tiempos modernos se ha consagrado a la santa una capilla de la ciudad. Hay que hacer notar también que no existen, prácticamente, huellas del culto a santa Mónica antes del traslado de sus restos, de Ostia a Roma, en 1430, según se dice. Se cree que las reliquias de la santa se conservan en la iglesia de S. Agostino.
Cuadros:
-Santa Mónica, de Luis Tristán, 1616, Museo del Prado, Madrid.
-El joven Agustín presentado al maestro por su madre y su padre, Benozzo Gozzoli, 1464/65, en la iglesia de Sant'Agostino in San Gimignano.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

 

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