miércoles, 21 de agosto de 2013

Emilia de Vialar, Santa


Fundadora, 24 de agosto
 
Emilia de Vialar, Santa
Emilia de Vialar, Santa

Virgen y Fundadora
de la Congregación de las Hermanas de San José de la Aparición

Martirologio Romano: En Marsella, en Francia, santa Emilia de Vialar, virgen, que tras haber trabajado con denuedo por difundir el Evangelio en países lejanos, fundó la Congregación de las Hermanas de San José de la Aparición y la propagó ampliamente (1856).

Etimológicamente: Emilia = Aquella que es amable y gentil, es de origen griego.

Fecha de canonización: Fue canonizada el 24 de junio de 1951 por el papa Pío XII.
En agosto de 1835 un navío francés atracaba majestuosamente en el puerto de Argel, “la ciudad blanca". Rompen a tocar las charangas militares, y, entre los vítores guturales que lanza la multitud y el estruendo de la artillería que atruena el espacio, cuatro humildes monjitas descienden al desembarcadero y pasan entre dos filas de soldados que presentan armas. Pero no se vaya a creer que estos honores son precisamente para ellas. Es que han venido en el mismo barco que trae al nuevo gobernador general, mariscal Clauzel. Con él ha hecho también la travesía el barón de Vialar, hermano de Emilia, fundadora de un naciente Instituto —las Hermanas de San José de la Aparición— que, todavía en los primeros balbuceos de su existencia, ya se siente con bríos para llevar a las gentes mahometanas de Africa el mensaje de Cristo, desplegando ante ellas "todas las formas de la caridad".

Emilia Vialar había visto la luz primera en la graciosa ciudad de Gaillac, que baña con sus aguas el Tarn, en el Languedoc. La ceremonia del bautizo se celebró el 12 de septiembre de 1797 en la iglesia parroquial de San Pedro, sin alegría de campanas, toda vez que, por orden del Comité de Salud Pública, durante el Terror habían sido descolgadas para fundirlas, convirtiéndolas en cañones, aunque con el boato y esplendidez que se podían permitir sus acaudalados padres.

Allí, en una de aquellas quintas señoriales coronadas de altas azoteas, desde las que se domina un panorama encantador, se deslizaron suavemente los años de la infancia de Emilia. ¡Con qué bella plasticidad los sintetiza la escena hogareña que nos ofrece una de sus biografías! A la sombra de una espléndida acacia, la niña aprende a leer en el libro que se abre sobre las rodillas de su mamá, la baronesa de Vialar, cuya delicada salud la obliga a pasar frecuentemente los días estivales al aire libre tendida en un canapé. "El buen Dios —dice la solícita educadora a su hijita— nos ha criado. Nos ama. ¿Lo entiendes, querida mía?” "Sí", replica Emilia con todo el fervor de su alma pura.

Pero la baronesa no puede continuar su dulce y duro magisterio, y decide enviar a su hija a la escuela. La elección no es fácil. Pese al concordato que habían firmado conjuntamente Bonaparte y el Papa, aún permanecían cerradas en la ciudad las casas de enseñanza religiosa. La única institutriz de la región era una damisela que había personificado a la diosa Razón en las sacrílegas mascaradas de los pasados tiempos revolucionarios. No hubo otro remedio. Y mañana y tarde, durante seis años las calles tortuosas de Gaillac vieron pasar a una niña de grandes ojos castaños y crenchas doradas, desbordantes de su blanca cofia, que con el cestillo al brazo, se dirigía a la escuela, abierta en la ciudad por aquella infeliz. Dicho se está que entre la nueva maestra y la avisada discípula no pudo establecerse jamás ninguna corriente de simpatía.

Una tarde de septiembre de 1810 la familia de Vialar llegó a París, ebrio a la sazón con el vino espumoso de las últimas victorias imperiales, para presentar a la jovencita Emilia a las religiosas de la Congregación de Nuestra Señora, fundada en el siglo XVIII por San Pedro Fourier, que regentaban el célebre pensionado de l´abbaye-au-Bois, cuya reapertura era reciente. Cabe afirmar que éste fue el gesto postrero de su cristiana madre, quien el 17 de aquel mismo mes expiró, rodeada de los suyos, a la prometedora edad de treinta y cuatro años. Con tan acerbo dolor se inicia el Viacrucis que tendrá que recorrer intrépidamente la futura fundadora. Sin embargo, no escalará sola la cuesta del Calvario.

A los trece años hace su primera comunión en la capilla del convento en que se educa, y Jesús toma posesión del alma de la niña. No transcurren dos sin que su afligido padre reclame la presencia de la pensionista en la morada familiar de Gaillac, tan llena de entrañables recuerdos. La colegiala, hecha ya una mujercita, retorna de París. Pasa del tibio invernadero de l´abbaye-au-Bois a la vida de frivolidad y de chismorreo de la pequeña ciudad, con riesgo de que el céfiro engañador pueda deshojar las flores primerizas de una virtud todavía tierna y de que el jansenismo reinante corte las alas a los más ambiciosos intentos de santificación. Por eso dirá Emilia refiriéndose a esta época: "Apenas si frecuentaba los sacramentos". No importa. Ya se cuidará el Señor de que la muchacha no le olvide completamente aun en medio de las vanidades y fruslerías de una existencia más o menos mundana.

"Un día —escribe—, estando sola en la habitación, de temporada en el campo, fue como transportada en Dios. De súbito me sentí dominada, casi deslumbrada, por una luz brillante que me envolvía. Parecióme que ésta venía del cielo, y allá dirigí mis ojos, poniéndome de rodillas. Esto duró sólo unos instantes, si bien el gran arrobamiento que me produjo este toque de la gracia no me hizo perder en absoluto el uso de mis facultades. El favor señalado que el Señor me concedió me impulsó a tomar la resolución de pertenecerle a Él enteramente..."

La misión solemne predicada por 1816 en la iglesia de San Pedro —la primera que se celebraba después de la revolución— afianzará los generosos propósitos de la jovencita y acabará con todas las bagatelas seductoras del mundo. A partir de este año las gracias del Señor irán cayendo en lluvia incesante sobre el alma de Emilia. Una visión inolvidable pondrá la rúbrica a estos dones maravillosos. "Durante una visita que hice al Santísimo Sacramento —cuenta M. Vialar— de tres a cuatro de la tarde, me hallaba sola en la iglesia, orando con calma y fervor. Tenía, a lo que me parece, la cabeza un poco inclinada, debido al recogimiento. De pronto veo a Jesucristo sobre el altar. Estaba extendido: su cabeza descansaba al lado del Evangelio, y sus pies, al de la Epístola. Los brazos del Salvador se abrían en forma de cruz. Distinguía su figura y su cabellera, que le caía sobre la espalda. Una sombra cubría parte de su sagrado cuerpo; pero el pecho, costado y pies se hacían visibles a los ojos de mi alma y no podría precisar si también a los de mi cuerpo: tan visibles como lo sería una persona que se colocara delante de mí. Mas lo que atraía más fuertemente mis miradas eran las cinco llagas, que yo veía con toda claridad, sobre todo la de su costado derecho. Yo clavaba mis ojos en ella; brotaban de la misma muchas gotas de sangre”.

Tan grabada se le quedó a la vidente esta imagen estremecedora, que, en honor de las cinco llagas, prometió rezar diariamente cinco padrenuestros y otras tantas avemarías, promesa que las hijas de la fundadora continúan cumpliendo fielmente. Con todo, el horizonte de su porvenir no se aclara. Mientras tanto, el nuevo cura de San Pedro, reverendo Mercier, empieza a dirigir aquella alma elegida por los senderos de la paciencia, de la abnegación y de la caridad. De allí en adelante no se contentará con soportar los repentinos accesos de ira de su padre, ni las asperezas y desconsideraciones continuas de Toinon, la antigua sirvienta de la casa, sino que, dejando poco a poco los salones de Gaillac, se entregará al ejercicio de la más heroica caridad. Aquellas tertulias galantes —en que sólo se habla de modas y sucesos políticos— tienen que ceder el puesto a las visitas a los pobres, avecindados en sórdidos y malolientes tugurios. Y, por si esto fuera poco, cada mañana se dan cita en el zaguán del aristocrático hotelito de Emilia todas las miserias de la ciudad a despecho de las protestas exasperadas de la vieja ama de llaves. Ejercicio de la caridad que llega a su grado más alto en el terrible invierno de 1830, cuando las aguas del Tarn quedaron convertidas en una larga cinta de hielo.

Emilia se ha preparado contra cualquier contingencia, y, como la caridad es ingeniosa, ha hecho abrir una puerta con su escalera junto a la calle que bordea el muro de la casa, a fin de que sus pobres puedan tener acceso a la terraza sin pasar por el interior. Otras veces es ella, la señorita de Viallar, la que humildemente vestida, como una muchacha de servicio, recorre trabajosamente las callejas nauseabundas en que se cobijan sus amigos, acarreando pesados sacos de trigo. De seguro estos violentos esfuerzos le causaron la hernia, que, mal cuidada, habría de producirle la muerte años más tarde...

La noche de Navidad de 1832 será siempre una fecha histórica en los anales de la Congregación de Hermanas de San José de la Aparición. Emilia, con otras tres compañeras suyas, se recluye en la casa que había adquirido, contigua a la iglesia parroquial de San Pedro, dentro del más riguroso secreto. Para entonces había muerto su abuelo, el barón de Portal, dejando a su nieta favorita una pingüe herencia de treinta millones de francos. Cabía financiar con tal suma la fundación que proyectaba. Y, al efecto, la hija ejemplar, temiendo la injusta oposición de su irritado padre, deposita sobre la mesa de su escritorio una carta henchida de ternura, con la que se despide definitivamente de aquel hogar tan querido, pero en el que tanto ha tenido que sangrar su corazón.

Desde el primer momento la fundadora se ha puesto bajo el patrocinio del bendito patriarca. En el Museo de Toulouse existe un cuadro de mediano mérito que hirió vivamente la imaginación de Emilia. Representa al arcángel anunciando en sueños a José el gran misterio de la Encarnación: "No temas tomar a María por esposa tuya, porque lo que de ella nazca es obra del Espíritu Santo" (Mt. 1,20). También sus hijas, que ansían practicar la caridad del modo más excelso, llevarán hasta los últimos confines de la tierra el fausto anuncio de la Encarnación. Así viven por dos años, protegidas por monseñor De Gualy, nuevo obispo de Albi, mientras afluyen en gran número las jóvenes "a la Orden de Santa Emilia", como malas lenguas dicen. Es verdad que el Instituto no tiene todavía reglas ni constituciones. Pero para tender el vuelo sobre el mundo infiel le basta con el soplo del Espíritu Santo.

Y es que las misiones habían ejercido, de antiguo, un influjo perenne y avasallador en el ánimo valeroso a toda prueba de Emilia. "Sin que me diese cuenta de ello —escribirá—, notaba yo un sentimiento vivísimo que arrebataba mi corazón a los países infieles." Ya en las frecuentes visitas que solía hacer a su anciano abuelo en París, nunca dejaba de entrar en la iglesia de las Misiones de la calle de Bac. Por otra parte, sin salir de Gaillac, la pensativa joven tenía costumbre de visitar la iglesia del barrio de San Juan de Cartago, en la que había una capilla dedicada a San Francisco Javier. "A la edad de dieciocho años —precisa la Santa— hice el voto de invocar diariamente a este gran santo." ¿Cómo no iba a ser apostólico y misionero el Instituto de Hermanas de San José de la Aparición?

Dios se valió de un desengaño amoroso de Agustín de Vialar, que se trasladó a Argelia, envuelta aún en el halo de la reciente conquista, para que éste llamase a su hermana por encargo del Consejo de la Regencia. Y allá se dirigen audazmente las monjitas para estrenarse, en una lucha desigual, contra la violenta epidemia del cólera que diezma espantosamente la población. Los musulmanes quedan prendidos en las mallas de una caridad tan extraordinaria. ¡Qué mejor premio para tantas fatigas y vencimientos que la frase que uno de ellos dice a Emilia de Vialar, señalando con el dedo la cruz que campea sobre su hábito, mientras siente la blandura de la mano que le venda las llagas!: "¡Sin duda alguna es bueno quien te mueve a hacer estas cosas!" Aquel puñado de almas esforzadas se multiplica. Todo está por hacer. Por eso, no bien desembarcó en Argel la fundadora, se apresuró a adquirir una gran casa, que vino a ser un asilo providencial —la "misericordia"— para los menesterosos y desvalidos. Emilia, como más tarde Carlos de Foucauld, quiere ser, sobre las arenas de Africa, el "hermano universal" de todos sus moradores. ¡Cuántas obras emprendidas y coronadas en dos años! Un noviciado, un hospital, una enfermería-farmacia, una escuela gratuita, un asilo...

Emilia de Vialar interrumpe brevemente su estancia en Argel para conseguir la aprobación de las constituciones y sellar la reconciliación con su apaciguado padre. Sin pérdida de tiempo regresa al continente africano. Ante ella se abre un esperanzador rosario de fundaciones y una cadena ininterrumpida de luchas y sufrimientos. Primero es Bona. "Será la Chantal, la Teresa de nuestros tiempos —escribe, aludiendo a la fundadora, su amiga Eugenia de Guérin—. Veréis las maravillas que obra.” Luego, Constantina. Entre los árabes del interior la Santa se pone a curar al jefe de las tribus del desierto, "Tanta es la confianza que le inspiro —escribirá Emilia—, que, al presentarle un remedio y probarlo yo antes para animarle a beberlo, me dijo con acento de persona ofendida: —¿Por qué haces eso? De tu mano yo lo tomaré sin recelo alguno.”

A fines de 1839 puede añadir a la lista de sus fundaciones dos casas más: una sobre la risueña colina de Mustafá y la otra en Ben Aknou. Al año siguiente prepara la instalación de una comunidad en la regencia de Túnez, fuera de los límites de la protección francesa. Desde esta ciudad, tan populosa entonces como Marsella, sus hijas se derramarán por Susa, Sfax, La Marsa y La Goleta. Emilia de Vialar, andariega incansable —como la virgen de Avila—, después de un largo periplo por Gaillac, París y Roma —donde echa los cimientos de otra fundación—, vuelve de Túnez a Argel. Una desatada tormenta zarandea el navío, que, por fin, de arribada forzosa, fondea en las costas de Malta. Aquí, emulando al apóstol San Pablo, desembarca y da cima a dos fundaciones más. Once meses permanece Emilia en aquella isla, floreciente de prometedoras vocaciones.

La voluntad de Dios se le manifiesta de mil maneras distintas. Unas veces será una tempestad. Otras, una simple carta. Como la llamada epistolar apremiante del reverendo Brunoni, misionero de Chipre, que solicita la ayuda de las Hermanas de San José de la Aparición. Las dos almas apostólicas se saludan en Roma junto a la basílica de San Pablo, y, en la imposibilidad de trasladarse ella personalmente, envía a dos religiosas para la isla, cuyos habitantes —cristianos y musulmanes— se apiñan, ávidos de contemplar a aquellos "ángeles bajados del cielo para bien de la humanidad". Ahora es Grecia la que requiere su presencia, y la fundadora no quiere ceder a nadie la gloria de capitanear la expedición. Parte, pues, con rumbo a Syra, Beyrouth y Jerusalén, la Tierra Santa por excelencia, a la que tan particular devoción profesan las Hermanas de San José de la Aparición por los recuerdos que allí se veneran de la Sagrada Familia. A las fundaciones apuntadas seguirán bien pronto las de Chío, Jaffa, Trebizonda, la isla de Creta y Belén. No se han agotado los nombres que resplandecen, como estrellas, sobre las aguas azules del Mediterráneo, Hay que agregar a ellos Saida, Trípoli, Erzerum. Finalmente Alepo, cuya fundación revistió caracteres de inconcebible odisea, y Atenas. Estas dos fueron las últimas, realizadas por la Santa en 1854.

El Próximo Oriente ha podido admirar ya los raros ejemplos de caridad de las hermanas de la nueva Congregación misionera. Pero la mano de San Francisco Javier, el apóstol de las Indias, les señala el mar de sazonadas mieses que amarillean en los remotos campos de Asia. En 1856 el vicario apostólico de Birmania busca afanosamente, por una y otra parte, religiosas que secunden la ímproba tarea de los misioneros. La madre De Vialar escoge a seis de sus hijas. Viaje épico el suyo. Aún no ha sido horadado el istmo de Suez. Y aquí cabalmente es donde los anales de la Congregación se tiñen con el reflejo de una página dorada, que recuerda la deliciosa ingenuidad de las Florecillas de San Francisco. "Durante el viaje de Alejandría a Suez —cuenta una de las hermanas— un buen anciano se presenta a nuestras hermanas cada vez que se detiene el vehículo, diciéndoles: "Soy yo, hijas mías, no temáis; aquí estoy". Este anciano tenía una luenga barba y un bastón en la mano. Les tomaba los bultos y les ayudaba a bajar. Así hasta su embarco en Suez. Ya en el barco, el anciano dice a las hermanas: "¡Adiós, hijas mías, buen viaje! No temáis. Yo estoy con vosotras."

Africa, Asia..., Oceanía, la última parte del mundo, colmará los anhelos bienhechores de Emilia. En junio de 1854 el integérrimo benedictino español monseñor Serra, obispo de Perth (Australia occidental), viene a Europa con el designio de pedir a la madre De Vialar algunas religiosas para establecer un puesto en Fremantle. La fundadora, accediendo a sus deseos, envía cuatro hermanas a Londres. La Santa ha echado la rúbrica a su obra. Pero ¡a costa de cuántas amarguras! Las fundaciones de Hermanas de San José de la Aparición han ido aprisionando el globo terráqueo como en una red de caridad. Que en el corazón de la madre Emilia ha tenido el cerco trágico de una corona de espinas...

Argel fue la primera y acaso la más acerada. Porque la fundadora tuvo que defender así los derechos de su naciente Instituto, no contra las hordas revolucionarias ni contra las autoridades anticlericales, sino contra el pastor de la diócesis. Monseñor Dupuch trata de inmiscuirse en el régimen interno de la Congregación. La Santa no cede, y su resistencia es calificada de abierta rebeldía. El prelado no perdonará medios para doblegarla: desde las amonestaciones más severas hasta el entredicho y la privación de los sacramentos. Tres años interminables de durísimo forcejeo. "Dios me ha dado un corazón fuerte —escribe con toda sencillez la fundadora a su insigne protector, monseñor De Gualy—; ninguna prueba me ha podido abatir en el pasado, y esta que me aflige ahora no hace otra cosa que redoblar mi fuerza. Si debo pelear hasta la muerte, yo pelearé..." El prelado, empero, no ceja en su actitud, y las Hermanas de San José de la Aparición se ven obligadas a dejar bruscamente Argel. Otro será el comportamiento de Emilia cuando monseñor Dupuch, a su vez, tenga que salir al destierro.

Gran corazón. Lo necesitaba la fundadora. Ya que, años más tarde, el huracán sacudirá, hasta derribarlos, los muros de la casa madre de Gaillac. Esta otra prueba tendrá una acerbidad singularmente dolorosa. Paulina Gineste, una de las cofundadoras, dilapidará los bienes de la comunidad y, en trance de tener que rendir cuentas de su pésima administración, se alzará contra la madre De Vialar y la llevará a los tribunales, terminando por traicionar a la fundadora y sembrar la cizaña entre las religiosas, varias de las cuales seguirán las tristes huellas de la hija pródiga. Es preciso dejar también aquel nido en que la Congregación ensayó sus primeros vuelos. Hay que partir para el exilio.

En 1847 la reducida comunidad se establece en un modestísimo local de Toulouse. Estrecheces, privaciones, sacrificios de todo género. La cruz seguirá proyectando su sombra sobre la casita de las desterradas. Y otra vez se repetirá la historia de Argel, con los mismos caracteres de incomprensión, reserva, entremetimiento. Se hace necesario pensar en otro puerto de refugio. Por fin, en agosto de 1852 la sufrida expedición llega a Marsella, la "tierra prometida”, como la llaman acertadamente los biógrafos de Santa Emilia de Vialar. Dos años más tarde la fundadora, presa en un principio de violentos dolores, efecto no del cólera —como se temió—, sino de la hernia estrangulada, descansará plácidamente en la paz del Señor. Había sido fiel a su lema: "Entregarse y morir".

Más de cuarenta misiones había fundado a su muerte el Instituto de Hermanas de San José de la Aparición. Y la esclarecida misionera —alma gigante que tan a maravilla supo conciliar, como Santa Teresa de Jesús, las dos vidas activa y contemplativa— ascendió a la gloria de los altares el 24 de junio de 1951, juntamente con Santa María Dominica de Mazzarello, la cofundadora de San Juan Bosco. Los sagrados restos de la fundadora fueron trasladados en 1914 desde el cementerio de San Pedro a la casa madre de Marsella. He aquí el homenaje póstumo de la Congregación de Hermanas de San José de la Aparición, que, según el sentido epitafio, "gobernó (la Santa) durante veinte años con una gran suavidad y un celo admirable".
 
Santa Emilia de Vialar, virgen y fundadora
fecha: 24 de agosto
fecha en el calendario anterior: 17 de junio
n.: 1797 - †: 1856 - país: Francia
canonización: B: Pío XII 18 jun 1939 - C: Pío XII 24 jun 1951
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
En Marsella, en Francia, santa Emilia de Vialar, virgen, que, tras haber trabajado con denuedo en la difusión del Evangelio en regiones lejanas, fundó la Congregación de Hermanas de San José de la Aparición y la propagó ampliamente.

Ana Margarita Adelaida Emilia de Vialar fue la mayor y la única mujer entre los hijos del barón Jacques Augustíne de Vialar y su esposa Antoinette, hija de aquel barón de Portal que fue médico oficial de Luis XVIII y Carlos X de Francia. Nació en la ciudad de Gaillac, en el Languedoc, en 1797. A la edad de quince años fue retirada del colegio en París, a fin de que hiciera compañía a su padre, que había quedado viudo. Vivió algún tiempo en la casa de Gaillac, pero bien pronto surgieron profundas diferencias entre padre e hija, porque Emilia se negaba a considerar un conveniente matrimonio. En cierta ocasión, el señor de Vialar, en el colmo de la indignación, lanzó una jarra a la cabeza de su hija y ordenó que, a partir de aquel momento, quedase la joven relegada a un puesto secundario en el hogar. Las dificultades aumentaron para Emilia, en vista de que en varias leguas a la redonda, no había un sacerdote ni persona alguna capaz de aconsejarla y guiarla en aquellos penosos momentos. «Pero Dios acudió en mi ayuda y fue mi director», declaró la santa posteriormente; pero aun así, no siempre era fácil distinguir la voz de Dios de la propia voz. Sobre las experiencias religiosas de Emilia de Vialar en aquella época, la más importante fue una visión de Nuestro Señor que mostraba las heridas de Su Pasión y que impresionó a la santa de tal manera que, hasta hoy, se conmemora a diario el acontecimiento en la congregación que fundó. En 1818, cuando tenía veintiún años, visitó la casa de Gaillac un joven sacerdote (posteriormente rector), el padre Mercier, en quien Emilia encontró a un amigo que la comprendió y trató de ayudarla. El sacerdote comenzó por poner a prueba su vocación religiosa y, por su consejo, Emilia se dedicó a atender a los niños abandonados o descuidados por sus padres y a socorrer a los pobres en general. Eso le provocó nuevas dificultades con su padre, que protestaba de que se utilizara la terraza de su residencia como una especie de refugio para los enfermos, los desheredados y los abandonados. Pero Emilia soportó con paciencia todos los reproches y, durante quince años, fue el ángel bueno de Gaillac. Entonces (en 1832), ocurrió el acontecimiento que indicó, tanto a ella como al padre Mercier, que había llegado el momento de actuar: murió el barón de Portal, abuelo materno de Emilia; la parte de la herencia que a ésta le correspondió, sumaba una fortuna considerable.

Al momento, adquirió Emilia una gran mansión en Gaillac y, en la Navidad de 1832, tomó posesión de la casa junto con tres compañeras: Victoria Teyssonniére, Rose Mongis y Pauline Gineste. Pronto se les unieron nuevas aspirantes y, tres meses después, el arzobispo de Albi autorizó al padre Mercier para que impusiera el hábito religioso a doce postulantes. La comunidad adoptó el nombre de Congregación de las Hermanas de San José de la Aparición, con referencia a la aparición del ángel a San José para revelarle el misterio de la encarnación divina (Mateo 1,18-22); su trabajo consistía en cuidar a los necesitados, especialmente a los enfermos y ocuparse de la educación de los niños desamparados. No sólo actuaban en Francia, sino también en el extranjero y participaban en las misiones; en realidad, la congregación fue primeramente misionera. Las Hermanas de San José se enfrentaron con las críticas y oposiciones habituales (aunque hubo una oposición desacostumbrada por parte de una banda de malhechores que, al decir de las gentes, habían jurado estrangular a todas y cada una de las hermanas), cuyos detalles han llegado hasta nosotros en las amenas crónicas de Eugénie de Guérin: las postulantes son demasiado jóvenes y bonitas para exponerlas al cuidado de los enfermos pobres; el hábito es muy favorecedor, por eso lo toman; ¿una nueva Orden? ¡Bah! ¡Es un desorden! Esa muchacha Vialar ... y cosas por el estilo. Pero la cronista de Guérin opinaba que la hermana Emilia habría de hacer muchas cosas buenas y el arzobispo de Albi, Mons. de Gualy, estaba de acuerdo con ella; el propio arzobispo recibió la profesión de Emilia y de otras diecisiete hermanas y aprobó formalmente la Regla de la Congregación, en 1835.

En los años anteriores se había hecho una segunda fundación en Argelia, a donde las religiosas fueron insistentemente invitadas a trasladarse, por Augustín de Vialar, hermano de Emilia, que era uno de los consejeros municipales en Argel y deseaba que las Hermanas de San José se hiciesen cargo de un hospital. Eugenia de Guérin cita las palabras de una hermana que, en una de sus cartas a la cronista, habla de «la conquista de Argelia por Emilia de Vialar»; sin embargo, aquella empresa sólo fue temporal. Después del gran establecimiento de Argelia, se hizo una tercera fundación en Bóne que, a su vez, dio origen a los conventos en Constantina y en Túnez; el convento de Túnez tuvo un afiliado en Malta y de ahí nacieron las nuevas casas en los Balcanes y el Cercano Oriente. Las Hermanas de San José fueron las primeras monjas católicas que se establecieron en Jerusalén en los tiempos modernos, invitadas por el padre guardián de los franciscanos en Tierra Santa. Cuando Mons. Dupuch, el primer obispo de Argelia, celebró la misa en la colina de Hipona de San Agustín, la madre Emilia y algunas de las hermanas estaban presentes. Desgraciadamente, sus relaciones con el prelado quedaron dañadas por un profundo desacuerdo sobre las jurisdicciones: Roma se puso de parte de las hermanas, pero Mons. Dupuch contaba con el apoyo de los poderes civiles, y las monjas tuvieron que ceder. A pesar de la gran pérdida que significaba para ellas, abandonaron el establecimiento de Argelia. Fue entonces cuando la madre Emilia dedicó su atención a Túnez primero y después a Malta. La fundadora llegó a las costas de esta isla a nado, lo mismo que san Pablo, porque el barco en que viajaba naufragó.

Su amigo y auxiliar, el padre Mercier, había muerto en 1845 y, cuando Emilia regresó a Gaillac, a mediados del año siguiente, encontró su centro de operaciones en gran confusión y desorden por falta de un director, y con sus finanzas desquiciadas a causa de la negligencia de un administrador poco escrupuloso. Las reclamaciones legales que llovieron sobre el convento de Gaillac, empeoraron la situación y, a fin de cuentas, la casa matriz tuvo que ser trasladada a Toulouse, luego de que varias de las monjas más antiguas se separaron de la congregación y se vio seriamente amenazada su propia existencia. «Ya he recibido mi lección -escribía la madre Emilia-, ahora sé que la firme y tranquila confianza en Dios vale más que cualquier esfuerzo por salvaguardar las ventajas materiales». Después de dejar establecidas en Toulouse a sus monjas, partió a Grecia y fundó otro convento en la isla de Syra.

La visita a Grecia fue el último de los largos viajes de la madre Emilia (agotadoras empresas que provocaron comentarios desfavorables entre algunos eclesiásticos de alto rango); pero no dejaron de hacerse nuevas fundaciones mientras vivió. En 1847, se recibió un llamado desde Birmania y hacia allá partieron seis hermanas; en 1854, el obispo de Perth, en Australia, visitó especialmente a la madre Emilia para solicitarle ayuda y, en consecuencia, un grupo de monjas partió para Freemantle. De esta manera, en el transcurso de veintidós años, la fundadora vio crecer su congregación hasta contar con unas cuarenta casas, la mayoría de las cuales habían sido fundadas por ella misma. Dos años antes, la casa matriz fue trasladada por segunda vez, en aquella ocasión a Marsella. Ahí, el famoso obispo san Carlos de Mazenod, fundador él mismo de una congregación de misioneros llamada de los Oblatos de María Inmaculada, dispensó una calurosa acogida a la madre Emilia.

Santa Emilia de Vialar era de una naturaleza apasionada, pronta a la exaltación, pero perfectamente equilibrada; estas cualidades se mostraban lo mismo en su rostro que en los actos de su vida; su intelecto estaba gobernado y dirigido por una fuerza de voluntad excepcional. Gracias a ello, fue capaz de realizar la obra monumental que levantó durante su vida, que inició cuando ya tenía cerca de treinta y cinco años y a la que se opusieron incontables dificultades durante sus etapas iniciales y su desarrollo. La santa se mostró particularmente firme cuando la integridad constitucional o canónica de su congregación se vio amenazada; esa fue la causa del rompimiento con Mons. Dupuch y del abandono de Toulouse como sede de la casa matriz, cinco años después de haberla establecido. Aquellas dificultades, sumadas a las que se produjeron en Gaillac en 1846, no la desalentaron, pero en sus cartas se reflejan sus luchas interiores y las dudas que la asaltaban. La correspondencia de Santa Emilia es muy voluminosa y en toda ella se advierte su estilo peculiar, vigoroso y conmovedor, sobre todo cuando alguna emoción profunda ponía un toque de elocuencia a sus escritos; hay un claro ejemplo de este caso en el memorial que la madre Emilia escribió al mariscal de campo Soult, después del desastre de Argelia.

Santa Emilia escogió deliberadamente la actividad de Marta, pero no por eso dejó de participar en la contemplación de María. En el relato que escribió por instrucciones de su confesor, podemos ver la estrecha, la íntima relación en que vivía con Dios; también contamos con los testimonios de sus hijas en religión, sobre los progresos que hizo en el sendero de la contemplación. «Me han sometido a muchas pruebas, pero siempre encontré la ayuda de Dios, escribía ¡Con cuánta frecuencia viene el Señor a compartir conmigo las largas vigilias! Las manifestaciones de Su amor están siempre al alcance de mi mano y yo trato de seguirle siempre, aun cuando caigan sobre mí nuevas tribulaciones ... A medida que aumentan los problemas, crece mi confianza en Él ...» Se ha dicho con sabiduría que «la civilización es una cuestión de espíritu»; el espíritu de santa Emilia, inspirado en un amor que el cardenal Granito di Belmonte califica de «sabio, comprensivo y muy considerado». Su congregación, «hizo más por la civilización en Africa, Asia y Australia durante los últimos cien años, de lo que pudieran haber hecho los conquistadores y colonizadores». El despliegue de energía física de que hizo gala santa Emilia para realizar obras tan inmensas, resulta todavía más notable si se tiene en cuenta que, en su juventud, se le formó una hernia al hacer un gran esfuerzo, precisamente, durante una de sus obras de caridad. A partir de 1850, la hernia le produjo trastornos cada vez más serios y, a fin de cuentas, fue la causa de su muerte, ocurrida el 24 de agosto de 1856. El lema de su testamento a las Hermanas de San José de la Aparición, era el precepto: «Amaos las unas a las otras». Su canonización tuvo lugar en 1951.

En la obra «La vie militante de la B. Mere Emilie de Vialar» por el canónigo Testas, reeditada en 1939, se encuentra la biografía clásica de la santa. El propio autor escribió, en 1938, una Historia Abreviada de Santa Emilia. Las cartas de Eugénie de Guérin (1805-48), a su hermano Mauricio, a las que nos referimos antes, se publicaron en París a mediados del siglo anterior.
fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
 
 
 

¡Felicidades a quien lleve este nombre!

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