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María Ángela Astorch, Beata |
Abadesa
Martirologio Romano: En Murcia, en España, beata María Ángela Astorch,
abadesa de la Orden de las Clarisas, la cual, muy
humilde y entregada a las penitencias, daba buenos consejos y
ayuda, tanto a las monjas como a los laicos (1665).
El
1 de septiembre de 1592 nacía en Barcelona Jerónima, cuarto
vástago del matrimonio Cristóbal e Isabel Astorch. Su padre, que
pertenecía al gremio de libreros, desempeñaba un cargo público importante.
Su madre, heredera de una cuantiosa fortuna, era una dama
de acendrada religiosidad.
Doña Isabel falleció en 1593, cuando la pequeña
Jerónima contaba apenas diez meses. Hubo de ser confiada a
los cuidados de una nodriza en el pueblo de Sarriá.
Cuatro años más tarde moría don Cristóbal. La huerfanita creció
hasta la edad de nueve años en casa de su
aya, que la quería como una verdadera madre. Escribe ella
recordando aquellos años: «Era yo la alegría y el entretenimiento
de todo el lugar. Mi esparcimiento era jugar con pájaros,
los cuales tenía en abundancia y muy hermosos, y con
las aves del cielo. Y, a las tardes, tomar la
fresca con la luna, saliendo a lugares solos de mucha
arboleda...».
Frisaba en los siete años cuando un día, por haber
comido «almendrillas verdes», se puso tan mala que todos la
dieron por muerta y aun se hicieron los preparativos para
el entierro. Ella, en sus memorias, atribuye reiteradamente a la
intercesión de la Madre Ángela Serafina y a la intervención
prodigiosa de la Virgen María el haber vuelto a la
vida. Desde entonces -escribirá más tarde- «corre mi vida por
cuenta de esta divina Señora». Y añade: «Mi niñez no
fue sino hasta los siete años: de éstos en adelante
fui ya mujer de juicio y no poco advertida, y
así sufrida, compuesta, callada y verdadera».
A los nueve años la
tomó bajo su responsabilidad uno de los tutores. Aprendió a
leer y hacer labores. Se despertó en ella una afición
incontenible a los libros, en particular a los escritos en
latín. Ella misma afirma que dejaba admirado al maestro, que
le daba lección, por la prontitud de captación y su
fácil retentiva.
A la escuela de Madre Ángela Serafina Prat
El 16
de septiembre de 1603, con once años recién cumplidos, Jerónima
era recibida en el convento de las capuchinas de Barcelona;
el obispo en persona, don Alonso Coloma, la entregó a
la fundadora, Madre Ángela Serafina Prat. Esta santa mujer había
reunido en 1589 a un grupo de jóvenes colaboradoras, la
más adicta de las cuales era Isabel Astorch, hermana mayor
de Jerónima. Dos años más tarde obtuvo del nuncio pontificio
la erección canónica de un convento de capuchinas, que desde
febrero de 1603 tenía sus constituciones propias. Las vocaciones afluían
numerosas, atraídas por la austeridad de vida, retiro y fervor
de las religiosas, no menos que por la fama de
santidad de la fundadora.
Nuestra jovencita, que recibió el nombre de
María Ángela, no cabía de gozo al verse en aquel
recinto de santidad, donde se conjugaban armoniosamente el rigor de
la penitencia con un clima familiar de sencillez y de
alegría. «Lo primero que puso Dios en mi corazón -escribe-
fue el parecerme las religiosas santas. Hasta el hablar unas
con otras y hasta cualquier ruido que oía en casa,
todo me sabía a santo. Y así me causaba todo
gran devoción... Mi corazón estaba tal, que me apasionaba en
querer seguirlas en todo cuanto alcanzaba a ver o saber
de mortificaciones o penitencias...»
Tuvo la fortuna de hallar un guía
espiritual a su medida en el sacerdote aragonés mosén Martín
García, forjado por muchos años en la vida eremítica. Ella
le abría candorosamente su espíritu y él la iba encaminando
inteligentemente hacia una piedad cada vez más interiorizada hasta introducirla
de lleno en la oración mental y en la contemplación
infusa. María Ángela tomó como modelos vivientes a su venerada
Madre Ángela Serafina, de altas experiencias místicas, y a su
propia hermana sor Isabel, favorecida asimismo con dones superiores.
En cambio,
tuvo que soportar la incomprensión, la dureza y hasta los
malos tratos de una maestra, inmadura y celosa, que no
perdía ocasión de humillarla. Le daba en rostro todo lo
que a las demás, especialmente a la fundadora, les caía
en gracia en la benjamina: su voz sonora y armoniosa
en el canto coral, su conocimiento de los textos litúrgicos,
sus modales comedidos, sus salidas de persona mayor, hasta sus
actos de virtud. María Ángela sufría en silencio y se
esforzaba por corresponderle con dulzura y sumisión, pero no estuvo
en su mano dominar la incompatibilidad con la maestra: «Era
en todo opuesta a mi natural y condición -declara-; siempre
me hacía horror vivir con el modo de ser dicha
sierva de Dios».
Hubo otra causa particular de sufrimiento: su pasión
por los libros en la lengua latina. Al entrar en
el convento había traído consigo los seis tomos del Breviario,
que se había hecho comprar previamente. Se hallaba ya entonces
familiarizada con los latines de la oración oficial de la
Iglesia, que será en adelante su alimento espiritual y su
consuelo. Toda su gloria era verse rodeada de libros en
latín. Niña como era, se entretenía a veces amontonando los
breviarios y diurnales, que las hermanas tenían en el coro.
Quedó desconsolada el día que le quitaron los tomos de
su Breviario; el confesor hizo que le quitaran todos los
libros en latín, y le prohibió servirse de textos bíblicos
y litúrgicos en esta lengua cuando platicaba con él en
el confesionario. Lo sorprendente era la propiedad con que los
aplicaba y el conocimiento que demostraba de la lengua litúrgica.
Cinco
años hubo de pasar en calidad de aspirante, pero en
régimen de noviciado. El 7 de septiembre de 1608 dio
comienzo al año canónico de prueba bajo la dirección de
su hermana sor Isabel, nombrada por la fundadora en sustitución
de la maestra anterior. «La primavera de mi espíritu», llama
aquel tiempo de intensidad contemplativa y ascética, para el que
tomó como abogado y guía al evangelista san Juan. Ella
misma nos ha dejado un esbozo de los sensatos criterios
formativos de su santa hermana; inculcaba la responsabilidad personal: cada
novicia había de llegar a ser «maestra de sí misma».
Lejos de mimar a su hermanita, se mostró con ella
calculadamente seca y hasta huidiza. Esto y las tentaciones y
pruebas de espíritu que la afligieron en ese año la
ayudaron a madurar internamente. Entre otras molestias del enemigo, una
fue la tentación de pasarse a otra Orden de ritmo
más monacal y solemne, «para vacar más libremente a la
oración y lectura de libros espirituales».
Por su cultura superior y
su madurez, fue encargada de instruir a sus compañeras de
noviciado. Y esto también le atrajo su dosis de mortificación;
la apodaban la «maestrita».
La vida de la fundadora, Madre Ángela
Serafina, tocaba a su fin. El 15 de diciembre de
1608 reunió por última vez la comunidad en capítulo; en
él propuso a votación la admisión de sor María Ángela
a la profesión; no quería morir sin estar segura del
futuro de su novicia predilecta, de la que tanto esperaba.
Ese mismo día hubo de guardar cama y el 24
de diciembre expiraba santamente entre el llanto de todas.
Apenas concluido
el año canónico, el 8 de septiembre de 1609, sor
María Ángela emitió su profesión. Continuó su formación como joven
profesa, siempre bajo la guía de su hermana Isabel, ahora
nombrada «maestra de jóvenes», y bajo la dirección espiritual del
buen mosén Martín García. Siempre recordará aquellos años felices en
que vivió de continuo en un ansia incontenible de Dios,
dándose sin trabas a la lectura y a los ejercicios
de humildad y de mortificación. Con su hermana y con
otras dos compañeras hizo un pacto «de hermandad muy íntima
y de desafío», bella porfía de generosidad, en que no
faltaba la rigurosa corrección recíproca acompañada de eficaces reparaciones en
privado y en público.
Todo se hacía bajo el control paternal
del anciano confesor, atento a moderar lo que pudiera haber
de excesivo en aquellos fervores juveniles. No dudó en concederles
dos días más de comunión semanal sobre los que tenía
la comunidad, satisfecho como estaba del adelanto espiritual de las
tres.
He aquí cómo recuerda, en su lenguaje siempre expresivo,
los goces de su espíritu, especialmente en la contemplación bíblica:
«En
este tiempo era mi alma un remedo de mariposa, de
noche y de día, ardiendo en fuego vivo y sed
insaciable en busca de mi Dios... Sólo le hacía ausencia
el tiempo que tomaba del sueño; y éste lo tomaba
tan sobrelevantada que, apenas despertaba, cuando ya me sentía llamada
y solicitada de mi divino Señor con lugares particulares de
la Escritura, Evangelio y Cantares... Gozaba de gran paz y
tranquilidad interior en el cantar los divinos oficios. Tenía muchísimas
inteligencias de lo que decían muchísimos lugares y versos...»
Y dice
cómo sufrió al prohibirle el confesor poner atención a esas
inteligencias durante el recitado coral, así como el decir o
cantar versículos fuera del coro, como lo venía haciendo durante
las labores. No contenta con las lecturas bíblicas del Breviario,
se propuso leer la Biblia entera, en latín, desde la
primera página del Génesis. Durante dos años tuvo el cargo
de sacristana y el de «correctora de coro», ya que
ninguna otra se hallaba mejor preparada para velar por la
fidelidad a las rúbricas y la recta lectura de los
textos latinos. Además, y no obstante su corta edad, fue
elegida sexta discreta, es decir una de las ocho consejeras
que prescribe la Regla de santa Clara.
Maestra de novicias a
los 21 años
El convento de Santa Margarita de Barcelona no
tardó en proliferar, dando lugar a toda una nutrida constelación
de fundaciones en toda España, en Cerdeña, México, Guatemala, Perú,
Chile, Argentina... Hoy son un centenar los monasterios que se
remontan, en su origen más o menos remoto, al fundado
por la Madre Ángela Serafina.
En 1609 salieron las fundaciones de
Gerona y de Valencia. En 1614 llegó el turno a
la de Zaragoza. El 24 de mayo de ese año
llegaban a la capital de Aragón las seis religiosas destinadas
a la fundación del monasterio que sería intitulado de «Nuestra
Señora de los Angeles». Entre ellas se hallaba sor María
Ángela, que iba con el cargo de maestra de novicias
y de secretaria. Tenía 21 años de edad.
No le faltaron
momentos de apocamiento al sentirse «con cargo de almas para
enseñarles religión y camino espiritual y trato con Dios». Pero
se sobreponía con la seguridad de la ayuda divina. Tomó
como modelo la pedagogía evangélica aprendida de su hermana Isabel,
ahora abadesa en Barcelona; moriría dos años más tarde en
fama de santidad. Los ideales y métodos de María Ángela
como formadora se hallan reunidos en su opúsculo Práctica espiritual
para las nuevas y novicias. Su primera preocupación era poner
a las jóvenes en contacto directo con Dios mediante la
vida litúrgica y la oración contemplativa: «Han de hambrear de
noche y de día ser almas de oración; y de
esto traten y hablen siempre las unas con las otras».
Al mismo tiempo las guiaba al descubrimiento de la realidad
de cada compañera en el trato mutuo y en las
exigencias de la vida comunitaria. Era exigente en punto a
unión fraterna y total nivelación entre las hermanas. Atenta a
la formación de toda la persona, las hacía asimilar la
disciplina externa en los actos comunes, en el trabajo, en
la visita diaria a las enfermas, en el porte personal,
en la comida, en el sueño... Pero en ninguna cosa
ponía mayor cuidado que en la instrucción detallada de la
recta ejecución de las celebraciones litúrgicas y en el espíritu
con que habían de participar en ellas.
Fue mantenida en el
oficio de maestra de novicias por tres trienios, de 1614
a 1623. En este año le fue confiada la formación
de las jóvenes profesas, cargo que desempeñó hasta su elección
como abadesa en 1626. Más tarde, en la fundación de
Murcia, uniría al cargo de abadesa el de maestra de
novicias, por deseo de la comunidad.
Había en ella, en efecto,
dotes eximias de formadora. No hallaba dificultad en ganarse la
confianza de las jóvenes a ella encomendadas; sabía identificarse con
la índole y las situaciones de cada una, recurriendo si
era necesario a medios extraordinarios. Escribe ella misma: «Muy en
particular se me llevaban el afecto las que estaban más
afligidas por luchas y tentaciones interiores, que me constaba de
muchas por la humildad y claridad de conciencia que guardaban
conmigo, con harta confusión mía».
Talla humana de María Ángela
En lo
físico, era baja de estatura. Lo delicado de sus facciones,
el mirar apacible de sus ojos, habitualmente entornados, su continente
grave y hasta solemne, su hablar dulce y reposado, formaban
un conjunto que infundía respeto y confianza a un mismo
tiempo. Se añadía la claridad y viveza de sus facultades
mentales, junto con un sentido finamente femenino del detalle y
una sensibilidad que le hacía vivir intensamente cada circunstancia.
A ruegos
de ella, siendo joven formadora, le hizo su confesor, el
canónigo Gil, la ficha de su temperamento: «Natural vivo, vehemente
y muy sutil». Y le dio como programa espiritualizar el
natural, sin cohibirlo ni ignorarlo. Gracias al mandato del que
fue su confesor desde 1641, don Alejo de Boxadós, poseemos
el autorretrato moral más acabado que cabe desear. De él
tomamos algunos rasgos:
1. Señor: mi natural es colérico, flemático, amoroso,
agradecido y correspondiente, y tan fiel, que pasaré por cualquier
cosa por guardar ley a quien de mí hiciera confianza.
2.
También tengo aversión a personas cautelosas y de segundas intenciones,
y de las que hacen demostraciones de que pasan grandes
cosas interiores, ora sean gracias de Dios ora sean trabajos...
3.
Curiosa en extremo..., siempre tengo de ir aseada en mi
aseo y aliño como una señora en el suyo.
4.
Tengo el entendimiento muy discursivo en cosas de pena, y
esto es uno de los mayores impedimentos que me perturban
y desasosiegan la quietud interior.
5. Quiero, y apetece mi natural
ser querido, pero, no para ser blanco de voluntades, si
bien siento mucho el desamor e ingratitud, sino para mayor
unión y hacer efecto en los corazones.
6. Soy enemiga muchísimo
de tratar con personas de un ordinario saber, y presuntuosas.
Y es mi pasión tratar con las de buen sentir
así en cosas corporales como espirituales y, para lo que
toca a mi espíritu, doctas, graves y santas.
Entre las limitaciones
humanas, que ella reconoce y lamenta, una es el complejo
del miedo. «He tenido toda mi vida terrible pavor a
los muertos», escribe en 1634. También le hacían pasar muy
malos ratos las representaciones infernales. Otro reflejo de esa tendencia
aprensiva era su temor a la muerte y a los
juicios de Dios. A todo ello hallaba remedio abriéndose a
la Palabra de Dios, que le devolvía la serenidad interior
con las luces que Dios le comunicaba oportunamente.
Las hermanas que
declararon en el proceso informativo son prolijas en enumerar los
rasgos positivos del retrato moral de la venerada Madre, en
especial insisten en su amor a la verdad por encima
de todo convencionalismo e hipocresía. Ponderan asimismo la apacibilidad de
su semblante siempre alegre.
Había en su trato cierta innata distinción,
que le comunicaba ascendiente sobre los extraños, incluidos sus confesores.
Con éstos observaba «sujeción a ley de espíritu noble»; y
explicaba el motivo: «Creo toma mi alma este modo noble
de lo mismo que Dios usa con ella, porque es
tan grande la nobleza y suavidad con que me llena
y atrae para sí, que me deja llena de una
reverencial y humilde nobleza. Y así, por esto, creo que
quien quisiere obrar en mí por diferente modo, me destruye
de todo punto».
La mística del breviario
Los sacerdotes que trataron a
María Ángela en Zaragoza y en Murcia quedaban intrigados por
su conocimiento carismático de la sagrada Escritura, de los santos
Padres y de la lengua latina. El arzobispo de Zaragoza
se creyó en la obligación de designar una comisión de
cinco examinadores para averiguar hasta dónde era «infuso» semejante fenómeno;
le hicieron toda clase de pruebas a base de citas
latinas, y ella fue indicando con precisión libro y capítulo
de la Biblia o el escrito patrístico donde se hallaban.
Quedaron asimismo sorprendidos al saber que, en la sala de
labor, leía a las religiosas en latín el libro Vitae
Patrum -vidas de los padres del yermo- traduciéndolo luego y
explicándolo puntualmente. Parecido examen harían más tarde en Murcia el
deán y un canónigo de aquella diócesis.
El breviario fue siempre
la base de sus ascensiones místicas; la sagrada Escritura le
ofrecía las expresiones más adecuadas para sus sentimientos íntimos, brotados
bajo la acción de la luz contemplativa. Su piedad era
eminentemente litúrgica. El versículo de un salmo, la lectura de
un nocturno, un responsorio, una antífona, bastaban para transportarla al
plano de las experiencias unitivas. Éstas, con todo, no le
impedían seguir el movimiento del rezo con absoluta fidelidad e
intervenir al punto cuando se cometía algún error en las
rúbricas. Escribe en 1624: «Me acontece muchas veces que, cantando
los salmos, me comunica su Majestad, por efectos interiores, lo
propio que voy cantando, de modo que puedo decir con
verdad que canto los efectos interiores de mi espíritu y
no la composición y versos de los salmos». Dios mismo
se constituía en «maestro y declarador de su Palabra».
Le gustaba
considerar la Iglesia de la tierra y la del cielo
unidas en la misma liturgia de alabanza. En la fiesta
del Ángel de la Guarda de 1642 experimentó un «parentesco
cercano» con los ángeles y bienaventurados y se sintió movida
a lanzar un «desafío» a los moradores de la Jerusalén
celestial: «Como moradora que soy de la Iglesia militante, tengo
que cantar las alabanzas divinas con pureza y alegría de
corazón..., y de todas hacer unos perfumes a la beatísima
Trinidad, uniéndolas y poniéndolas en el incensario de oro del
Corazón de Cristo, mi Señor».
El coro conventual era el lugar
privilegiado del encuentro con Dios y consigo misma. «En él
tengo mi oración -escribe- y, por la mayor parte, todos
mis mejores empleos así de noche como de día. Es
el puesto en donde más misericordias recibo...»
No obstante la importancia
que tenía en su espiritualidad el Oficio divino, el verdadero
centro vital era el misterio eucarístico. Ponía esmero particular en
la participación activa de la comunidad en la santa Misa.
Siendo abadesa obtuvo para todas las religiosas la licencia para
poder recibir la comunión diariamente.
«Cuando su Majestad se encierra a
solas con mi alma»
Las páginas más espléndidas de las cuentas
de espíritu de María Ángela son aquéllas en que lucha
por hallar un vehículo de expresión a lo que ella
experimenta en las horas inefables de lo que llama «cerrado
silencio interior», «silencio hablador», «íntima posesión y dulzura interior», «cercanidad
divina»... Es una contemplación quieta y gozosa, por lo general,
pero a veces vehemente.
Cuando Dios quiere disponerla a una merced
particular le «llena el espíritu de un temple humilde y
suave», que redunda en los sentidos. Y esto aun durante
el día, esté donde esté. Es como un «respirar en
Dios» aun en medio de las ocupaciones externas. Bajo la
luz infusa, que la envuelve y la penetra, se siente
«cogida», «robada», «poseída» por Dios, a merced de operaciones íntimas
que la aligeran y la transforman. A veces las recibe
como «hablas poderosísimas» que producen lo que significan, porque «el
decir de Dios es obrar».
El punto de partida son siempre
las ideas y los sentimientos que suscita en su alma
la liturgia del día. Cualquier domingo del año le hace
vivir, por ejemplo, la «festiva resurrección» del Señor.
Pero no todo
son consuelos y enajenaciones amorosas. Con frecuencia ha de experimentar
la «enfermedad de ausencia», cuando el Amado se retira. Escribe
muy expresivamente en 1636: «La especial presencia y asistencia de
su Majestad, tan dulce y familiar, se me convirtió en
una ausencia y lejanía grande como, si decirse puede, si
se hubiera ausentado en las Indias».
Forma contraste con su continente
externo, digno y comedido, y aún con su fe reverencial
en las celebraciones litúrgicas, su postura íntima, de verdadera infancia
espiritual, ante Dios, que desempeña con ella «oficios de papá».
Una tal actitud corresponde al clima de expansión y de
gozo, o como ella dice de «ancheza y libertad de
espíritu», que se respira en todas sus páginas: un aura
franciscana de «hilaridad interior», fruto del vacío total de creatura,
cuando el alma se ve «señora de sí misma».
María Ángela
tenía orden de los confesores, ya desde 1627, por lo
que hace a las gracias místicas extraordinarias, de «no buscarlas
ni admitirlas». Ella se esforzaba por resistir al arrobamiento, a
veces más allá de lo aconsejable, en especial durante la
recitación de las horas canónicas y la participación en la
misa. Se hallaba como cogida entre la vehemencia de la
atracción divina y la voluntad del mismo Dios, que le
hacía sentir su voz diciéndole: «¡Obedece y canta!». Volvía el
ímpetu del rapto, y nuevamente la voz interior le hacía
estar sobre sí: «¡Canta y obedece!». En ocasiones se veía
obligada a asirse fuertemente al asiento o a la reja
del coro para no ceder al rapto.
Esa violencia reiterada le
producía los «desmayos del corazón», que llegaron a alarmar a
los médicos. Era dolencia de amor.
Todo comenzó, allá por el
año 1620, siendo maestra de novicias, con la «vista de
un corazón bellísimo, muy grande y delicadísimo..., en el aire,
entre cielo y tierra...». Lo flanqueaban, de un lado, la
Virgen con el Niño, y del otro, san Francisco de
Asís. «De la vista de este corazón -concluye- quedé esclava
y cautiva». Y le dejó un ardor permanente en el
corazón, con una sensibilidad tal, que cualquier contacto le producía
un dolor insoportable. Se trata del fenómeno místico del corazón
herido que, como en otros santos, se completó con la
experiencia de la permuta de corazones. No fueron ímpetus de
juventud: todavía en 1646 seguía sintiendo en el corazón «fuego
vehementísimo, como cuando revienta una granada, un ardor que vaporeaba
hacia arriba».
En relación con esa experiencia se coloca su amor
apasionado al «melifluo Corazón de Jesús». Y esto medio siglo
antes de las conocidas apariciones a santa Margarita María de
Alacoque. «Es mí blanco -escribe-; lo amo apasionadamente». Y lo
saluda: «Mi incomparable tesoro, toda mi riqueza, única esperanza cierta
de todo lo que espero, claridad y sosiego de mis
dudas, aliento de mis ahogos, centro íntimo de mi alma,
propiciatorio de oro de mi espíritu..., escuela y cátedra donde
leo ciencia y finezas de tu inmensa caridad...»
«¡Qué gran tesoro
y dicha es ser hija de la Iglesia!»
En un siglo
en que la espiritualidad católica se desenvolvía casi al margen
de la liturgia y en que, incluso la teología, veía
en la Iglesia únicamente la institución visible, María Ángela puede
ser considerada como una verdadera excepción. Fue su misma intuición
mística, guiada por la Palabra de Dios, la que la
llevó a vivir en forma excepcional el misterio de la
Iglesia.
Se siente profundamente deudora a la bondad divina por el
beneficio de ser hija de la Iglesia, experimenta, aun en
visión, el calor del regazo maternal de la esposa de
Cristo, se esfuerza por formar a las religiosas en la
conciencia gozosa de ser hijas de la Iglesia, en la
oración insistente por las necesidades de la Iglesia.
Se siente unida
en estrecho parentesco con todos los fieles, a quienes llama
reiteradamente «mis hermanos»; ella misma siente entrañas maternales para con
todos los redimidos: ¡«Oh, quién pudiera ser madre de todos
ellos!». Desearía «ponerlos a todos dentro del Corazón de Cristo».
Comparte el dolor de la Iglesia por los hijos separados
de ella: los malos católicos, los herejes.
No sabe cómo corresponder
a tanto como le viene comunicado por mediación de la
Iglesia, en especial los «misterios» y las «verdades» que ella
nos propone. Fue ésta la razón fundamental que la impulsó
a tomar con apasionamiento el aprendizaje del latín: «Entender los
misterios en la propia lengua en que nuestra madre la
Iglesia nos los propone». No es sólo un adherirse al
magisterio de la Iglesia con docilidad de fe, sino un
«sujetar y cautivar mi juicio, saber y sentir a mi
madre la Iglesia católica romana», hasta ofrendar la vida en
su defensa si fuera necesario.
Medita con frecuencia en la unión
esponsal de Cristo con la Iglesia, fundada por Él en
la cruz. Es la Iglesia la que nos aplica los
frutos de la sangre de Cristo. María Ángela se considera
«incorporada dentro de los profundos tesoros» de la Iglesia y
mira el convento fundado por ella en Murcia unido a
la Iglesia universal, «árbol plantado en la heredad de la
Iglesia». Anhela por el día en que no haya más
que un solo redil y un solo Pastor, «un solo
pueblo, puro y santo, todos del linaje real de Dios».
Irradiación
a través de la reja conventual
La caridad apostólica de María
Ángela corría parejas con su amor encendido al divino Esposo
y con su solicitud entrañable por las hermanas puestas a
su cuidado. Se sentía «hermana y madre de todos los
fieles». Desde el encierro de los muros conventuales, ardía en
ansias de prodigarse en bien de todos los redimidos. «Dios
eterno -oraba-, que infundís este afecto y ansia interior en
mi espíritu por la salvación de los fieles: ¡oh, si
me fuera posible obrar en los corazones de todos!... Decidles
que un alma penada y ansiosa de su bien se
deshace en ansias de sus medros y de que os
conozcan, sujeten y amen».
Echaba mano constantemente de los medios al
alcance de una religiosa contemplativa: la oración, la penitencia, el
amor redoblado al Señor para compensarle de las ofensas y
del desamor de los hombres. Pero, sin pretenderlo, hubo de
experimentar que, como ha dicho Jesús, la luz no se
enciende para que quede oculta bajo el celemín, sino para
que alumbre. No tardaron en trascender fuera los dones superiores
que la adornaban: la santidad de vida, su don de
consejo y aun la eficacia excepcional de su intercesión. Ella
hubiera querido seguir ignorada en el encierro claustral, pero sus
confesores le apremiaban a no negarse al reclamo de la
caridad. Y hubo de prodigar su tiempo con las personas
de toda clase social que acudían a ella en busca
de consejo, de consuelo y de orientación en la vida.
Se sabe nominalmente de hombres y mujeres de familias destacadas
que fueron verdaderos «hijos espirituales» suyos y de prelados eminentes
que mantuvieron con ella comunicación espiritual, entre éstos el cardenal
Trivulzio, virrey de Aragón, el obispo de Albarracín don Jerónimo
de Lanuza, el arzobispo de Zaragoza Martínez de Peralta, el
patriarca de las Indias Occidentales Alonso Pérez de Guzmán.
Dentro de
esta caridad universal ocupó lugar especial, sobre todo desde que
estalló la guerra del principado en 1640, Cataluña, «mi patria
atribulada», como ella se expresa. Sufrió y oró, teniendo que
acatar los insondables designios de Dios en aquella tragedia cuya
razón no acababa de entender. Algo de aquella angustia se
revela en lo que escribía en 1646: «Queriendo rogar por
la paz de los reyes y príncipes cristianos, no pude.
Y me dijo su Majestad: ¡Hija, todos son unos! Y
me dio inteligencia muy distinta que pecaban por malicia y
pertinacia».
«Me guiso a mí misma para comida gustosa de todas»
En
1626 María Ángela había sido elegida abadesa con la necesaria
dispensa, ya que los cánones exigían cuarenta años de edad
y ella contaba sólo treinta y tres. Gobernó durante dos
trienios seguidos la comunidad de Zaragoza, y después aún en
dos trienios más con intervalos de tres años. Siendo vicaria
partió para la fundación de Murcia; en este monasterio ejerció
el cargo de abadesa hasta su renuncia espontánea cinco años
antes de su muerte. En total veintisiete años al frente
de la comunidad.
Consideró siempre como el primer servicio que la
«madre y servidora» debe prestar a sus hermanas, según la
Regla de santa Clara, el cuidado espiritual. Para ello se
propuso «llevar a cada una al paso con que Dios
la quiere hacer caminar», sin «enfilar» a todas por el
mismo carril. Las hermanas que la tuvieron por superiora se
hacen lenguas de aquel su estilo evangélico de servir más
que de gobernar: «No tenía aceptación de personas». «Era la
primera en barrer, fregar, lavar la colada, entrar leña». «Tenía
particular prudencia y gracia para mover sin desagradar». «Era muy
ponderada en la reprensión de los defectos, pero en los
casos obligatorios de hacer correcciones, las hacía con todo valor...,
a veces con sólo un gesto o con una mirada».
«Poseía el don de consejo, dando respuestas adecuadas a la
situación de cada una...; las hermanas estaban persuadidas de que
penetraba el interior». «Era muy amada y venerada de todas».
«Procuraba consultar lo que se había de obrar, y tenía
mucha docilidad en seguir el parecer justo de cualquiera, aunque
fuese contra el suyo».
De esta disposición suya para dialogar, escuchar
y valorar el parecer ajeno escribe ella misma: «Dejo pasar
en las cosas indiferentes, no dándoseme nada se haga lo
contrario de mi sentir y querer». Diseminados en sus escritos
hallamos acá y allá preciosos trazos de su fisonomía como
guía de la comunidad:
«Me juzgo indigna de estar entre las
siervas de Dios». «Mi norma es callar y sufrir, y
llevar el peso que las cosas de gobierno traen consigo,
como sierva de la casa de Dios». «Estoy atenta a
llevar las condiciones y naturales de mis religiosas, aunque me
lo quite de mi comodidad». «El ajustarme a todos los
naturales y condiciones es sin duda obra de la gracia;
y ésta me la da Dios para beber aguas muy
amargas a mi natural y condición; pero así conquisto mi
alma». «Con el oficio de prelada tengo muchas ocasiones de
morir a mí misma y de dar a mi divino
Señor mi vida en sacrificio, porque me guiso a mí
misma para comida gustosa de todas». «Venero en mis religiosas
la santidad oculta que Dios ha infundido en sus almas».
Entre
los servicios prestados a la comunidad de Zaragoza cabe mencionar
la construcción del nuevo convento, gracias a la buena ayuda
recibida de un sacerdote bienhechor.
Otra importante iniciativa suya es la
revisión de las Constituciones, mejorando el texto barcelonés, «de común
consentimiento de todas las monjas, después de madura consideración». Fueron
aprobadas por Urbano VIII en 1627. Por ellas se regirán
andando el tiempo hasta trece monasterios derivados del de Zaragoza
o relacionados con él.
Fundación de Murcia
Desde años atrás venía deseando
María Ángela realizar una fundación, si fuera posible en Cataluña.
En 1640 vino a apoyar el proyecto el nuevo confesor,
don Antonio Boxadós, que gestionaba en Madrid la adjudicación del
cargo de inquisidor en Murcia. De lograrlo, correría por cuenta
suya el llevar a término la fundación de un convento
de capuchinas en esta ciudad. Vencidas las dificultades, se logró
la cédula real de 3 de diciembre de 1644 que
autorizaba la erección del monasterio de la Exaltación del Santísimo
Sacramento.
El 9 de junio de 1645 partía de Zaragoza María
Ángela con otras cuatro religiosas. Al cabo de un viaje
sembrado de peripecias, llegaron a destino el 28 del mismo
mes. Al día siguiente, fiesta de San Pedro, fue la
solemne inauguración del monasterio y la entrada en clausura.
La primera
preocupación de la fundadora fue encauzar debidamente la nueva comunidad,
atendiendo sobre todo a la formación de las jóvenes, que
no tardaron en afluir en buen número.
No faltaron pruebas sensibles
en aquellos primeros años. La primera fue la gran epidemia
del año 1648: la ciudad quedó casi despoblada; las víctimas
fueron, al decir de un autor, más de 24.000 en
toda la comarca. El contagio hizo presa en la comunidad;
y se debió a la oración confiada e insistente de
la santa abadesa el que no muriera ninguna de las
religiosas. Pero se hubo de lamentar la muerte de uno
de los donados agregados al convento.
La otra prueba, más penosa,
fue la inundación del 14 de octubre de 1651, la
más desastrosa que recuerdan los anales de Murcia. En total
quedaron arrasados más de doscientos edificios; los muertos pasaron de
dos mil. El convento de las capuchinas se hallaba en
la parte más elevada del casco urbano, pero de nada
sirvió. En vista de que las aguas habían llenado la
iglesia y todas las dependencias de la planta baja, subiendo
siempre de nivel, optaron por abandonar la clausura, después de
sumir las especies sacramentales, lanzándose a través de la corriente
para ganar el próximo colegio de la Compañía. Estaban aún
en el zaguán de éste, cuando oyeron el estruendo de
la iglesia de su convento, que se vino abajo, perdiéndose
cuanto había en ella y en la sacristía.
Pasaron trece meses
en una residencia de verano que los jesuitas les cedieron
generosamente en la montaña de Las Ermitas. Hallaron el convento
en pésimas condiciones todavía. Y, cuando se planeaba la nueva
obra, una segunda inundación, el 7 de noviembre de 1653,
las obligó a regresar a Las Ermitas.
Mucho más sensible que
estos infortunios fue la indigna calumnia levantada ante el prelado
contra la santa abadesa y las religiosas por obra de
una mujerzuela; todo terminó con la retractación de la mal
aconsejada y con el reconocimiento de la inocencia de las
difamadas.
Entre tanto se fueron activando las obras del convento, y
el 22 de noviembre de 1654 la comunidad pudo regresar
a él definitivamente.
El último heroico desaproprio... y la unión eterna
La
vida íntima de María Ángela, en todo este tiempo, avanza
cada vez más, a fuerza de purificaciones y de pesadumbres,
hacia la transformación por amor. Su contemplación se hace aún
más explícitamente bíblica y litúrgica. Sigue meditando con amor compasivo
en los pasos de la pasión del Señor, pero ahora
su meditación es menos sujeta a la sensibilidad, más atenta
a las «penas mentales» del Redentor. Se siente atraída con
nueva fuerza al Amor. «Quisiera ser la más fina amante
que jamás haya tenido», escribe en 1650. Por lo mismo
le resultan más duras «las ausencias y soledades del amante
Dios».
Experimenta la presencia unitiva de continuo, junto con el «total
vacío de sí misma», que ella llama también «verdadera pobreza
de espíritu», renunciando aun a las mercedes que el Señor
le concede para vivir del puro amor.
Su «sentido espiritual» va
ganando en «sutileza», para usar su propia expresión, y en
hondura. Cualquier circunstancia externa -el canto de una avecilla, unos
compases de música, una letrilla devota, sobre todo un lugar
de la Escritura o una verdad de fe-, es un
reclamo que le hace sentir «novedad interior y alientos divinos».
Experimenta «tientos» de la unión eterna y suspira cada vez
con mayor ansia por la «seguridad de la posesión de
la eterna Jerusalén». «Siento una desnudez de todo lo de
acá -escribe-, como de cosas aparentes y de burla; y
así estoy entre ellas como de puntillas. ¡Ay, Señor, y
cuándo será ese momento y día! ¡Ay de mí, que
se me alarga este destierro mío! (Sal 119,5)».
Desde 1654 padecía
dolencias que preocupaban a las religiosas. En 1661 fue perdiendo
rápidamente el vigor de sus facultades y quedó reducida a
un estado infantil, incomprensible para cuantos habían conocido su clarividencia
mental y su presencia de ánimo. Tuvo, eso sí, la
cordura suficiente como para comprender que, en aquella situación, no
debía seguir al frente de la comunidad. Hizo reunir el
capítulo y elegir a su sucesora.
«Incapaz para lo temporal, pero
con mucho conocimiento de lo divino», la vieron las religiosas
en aquellos años. Era natural que todos atribuyeran aquel estado
de disminución a un proceso de senilidad, tal vez prematuro.
Pero ¡cuál no fue la sorpresa y la emoción de
las hermanas y de cuantos la conocían al encontrar después
de su muerte, entre sus papeles, una oración autógrafa, redactada
en 1661, cuando aún gozaba de plena lucidez, en la
que suplicaba al Señor la gracia de «quedar inepta en
lo exterior, para las cosas de este mundo y, consiguientemente,
sin el cargo de prelada; de tal modo que no
la impidiese, en su interior, andar siempre en la divina
presencia, alabándole y glorificándole!».
El 21 de noviembre de 1665 le
sobrevino un ataque de hemiplejía. Al propio tiempo recobró en
pleno el uso de sus facultades mentales. Hizo su confesión
con la lucidez de sus mejores años. Recibido el Viático
la vieron permanecer extática por largo rato. Expiró serenamente el
2 de diciembre de 1665, después de haber entonado, con
un resto de voz, el Pange lingua, coreado por sus
hijas espirituales entre gemidos incontenibles. Contaba 73 años de edad.
La
ciudad de Murcia se volcó a venerar el cuerpo de
la que todos proclamaban santa. Y comenzaron a multiplicarse los
milagros obtenidos por su intercesión. En 1668, apenas transcurridos dos
años después de la muerte, fue iniciado el proceso informativo
diocesano con miras a la beatificación. Circunstancias diversas fueron retrasando
el proceso apostólico. Por fin el 29 de septiembre de
1850 recibía canónicamente el título de Venerable. Juan Pablo II
la beatificó el 23 de mayo de 1982.
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