«Cuando los ángeles los dejaron, los pastores se decían unos a otros: “Vayamos derechos a Belén, a ver eso que ha pasado y que nos ha comunicado el Señor”. Y fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre»(Lc 2.15-16)
Los pastores se apresuraron. El evangelista había dicho de modo análogo que María, después de que el ángel le hablara del embarazo de su pariente Isabel, fue «de prisa» a la ciudad de Judá en la que vivían Zacarías e Isabel (cf. Lc 1,39). Los pastores se apresuraron ciertamente por curiosidad humana, para ver aquello tan grande que se les había anunciado. Pero estaban seguramente también pletóricos de ilusión porque ahora había nacido verdaderamente el Salvador, el Mesías, el Señor que todo el mundo estaba esperando, y que ellos eran los primeros en poderlo ver.
¿Qué cristianos se apresuran hoy cuando se trata de las cosas de Dios? Si algo merece prisa –tal vez esto quiere decirnos también tácitamente el evangelista– son precisamente las cosas de Dios.
El ángel había anunciado también una señal a los pastores: encontrarían a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Éste es un signo de reconocimiento, una descripción de lo que se podía constatar a simple vista. Pero no es una «señal» en el sentido de que la gloria de Dios se había hecho asequible, de tal modo que se pudiera decir claramente: Éste es el verdadero Señor del mundo. Nada de eso. En este sentido, el signo es al mismo tiempo también un no signo: el verdadero signo es la pobreza de Dios. Pero para los pastores que habían visto el resplandor de Dios sobre sus campos, esta señal es suficiente. Ellos ven desde dentro. Esto es lo que ven: lo que el ángel ha dicho es verdad. Así, los pastores vuelven con alegría. Dan gloria y alaban a Dios por lo que han visto y oído (cf. Lc 2,20).
Fuente: Benedicto XVI, en “La infancia de Jesús”
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