domingo, 30 de diciembre de 2012

Concepción y nacimiento de Jesús según Mateo

   

 

En su libro, La infancia de Jesús, Benedcito XVI, después de estudias la narración lucana de la Anunciación, se centra en la tradición del Evangelio de Mateo sobre dicho acontecimiento. Veremos a continuación como Mateo habla de esto exclusivamente desde la perspectiva de san José.

Mateo nos dice en primer lugar que María era prometida de José.

Según el derecho judío entonces vigente, el compromiso significaba ya un vínculo jurídico entre las dos partes, de modo que María podía ser llamada la mujer de José, aunque aún no se había producido el acto de recibirla en casa, que fundaba la comunión matrimonial. Como prometida, «la mujer seguía viviendo en el hogar paterno y se mantenía bajo la patria potestas. Después de un año tenía lugar la acogida en casa, es decir, la celebración del matrimonio» (Gnilka, Matthäus, I, p. 17).

La decisión de José como hombre justo

Ahora bien, José constató que María «esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo» (Mt 1,18). Pero lo que Mateo anticipa aquí sobre el origen del niño José aún no lo sabe. Ha de suponer que María había roto el compromiso y –según la ley– debe abandonarla. A este respecto, puede elegir entre un acto jurídico público y una forma privada: puede llevar a María ante un tribunal o entregarle una carta privada de repudio. José escoge el segundo procedimiento para no «denunciarla» (v. 19). En esa decisión, Mateo ve un signo de que José era un «hombre justo».
La calificación de José como hombre justo (zaddik) va mucho más allá de la decisión de aquel momento: ofrece un cuadro completo de san José y, a la vez, lo incluye entre las grandes figuras de la Antigua Alianza, comenzando por Abraham, el justo. Si se puede decir que la forma de religiosidad que aparece en el Nuevo Testamento se compendia en la palabra «fiel», el conjunto de una vida conforme a la Escritura se resume en el Antiguo Testamento con el término «justo».
  • El Salmo 1 ofrece la imagen clásica del «justo». Así pues, podemos considerarlo casi como un retrato de la figura espiritual de san José. Justo, según este Salmo, es un hombre que vive en intenso contacto con la Palabra de Dios; «que su gozo está en la ley del Señor» (v. 2). Es como un árbol que, plantado junto a los cauces de agua, da siempre fruto. La imagen de los cauces de agua de las que se nutre ha de entenderse naturalmente como la Palabra viva de Dios, en la que el justo hunde las raíces de su existencia. La voluntad de Dios no es para él una ley impuesta desde fuera, sino «gozo». La ley se convierte espontáneamente para él en «evangelio», buena nueva, porque la interpreta con actitud de apertura personal y llena de amor a Dios, y así aprende a comprenderla y a vivirla desde dentro.
  • Mientras que el Salmo 1 considera como característico del «hombre dichoso» su habitar en la Torá, en la Palabra de Dios, el texto paralelo en Jeremías 17,7 llama «bendito» a quien «confía en el Señor y pone en el Señor su confianza». Aquí se destaca de manera más fuerte que en el salmo la naturaleza personal de la justicia, el fiarse de Dios, una actitud que da esperanza al hombre. Aunque ninguno de los dos textos habla directamente del justo, sino del hombre dichoso o bendito, podemos no obstante considerarlos con Hans-Joachim Kraus la imagen auténtica del justo veterotestamentario y, así, aprender también a partir de aquí lo que Mateo quiere decirnos cuando presenta a san José como un «hombre justo».
(…) Después de lo que José ha descubierto, se trata de interpretar y aplicar la ley de modo justo. Él lo hace con amor, no quiere exponer públicamente a María a la ignominia. La ama incluso en el momento de la gran desilusión. No encarna esa forma de legalidad de fachada que Jesús denuncia en Mateo 23 y contra la que san Pablo arremete. Vive la ley como evangelio, busca el camino de la unidad entre la ley y el amor. Y, así, está preparado interiormente para el mensaje nuevo, inesperado y humanamente increíble, que recibirá de Dios.

El mensaje del ángel en sueños

Mientras que el ángel «entra» donde se encuentra María (Lc 1,28), a José sólo se le aparece en sueños, pero en sueños que son realidad y revelan realidades. Se nos muestra una vez más un rasgo esencial de la figura de san José: su finura para percibir lo divino y su capacidad de discernimiento. (…) El mensaje que se le consigna es impresionante y requiere una fe excepcionalmente valiente. ¿Es posible que Dios haya realmente hablado? ¿Que José haya recibido en sueños la verdad, una verdad que va más allá de todo lo que cabe esperar? ¿Es posible que Dios haya actuado de esta manera en un ser humano? ¿Que Dios haya realizado de este modo el comienzo de una nueva historia con los hombres? Mateo había dicho antes que José estaba «considerando en su interior» (enthymethèntos) cuál debería ser la reacción justa ante el embarazo de María. Podemos por tanto imaginar cómo lucha ahora en lo más íntimo con este mensaje inaudito de su sueño: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1,20).
A José se le interpela explícitamente en cuanto hijo de David, indicando con eso al mismo tiempo el cometido que se le confía en este acontecimiento: como destinatario de la promesa hecha a David, él debe hacerse garante de la fidelidad de Dios. «No temas» aceptar esta tarea, que verdaderamente puede suscitar temor. «No temas» es lo que el ángel de la Anunciación había dicho también a María. Con la misma exhortación del ángel, José se encuentra ahora implicado en el misterio de la Encarnación de Dios.
A la comunicación sobre la concepción del niño en virtud del Espíritu Santo, sigue un encargo: María «dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados» (Mt 1,21). Junto a la invitación de tomar con él a María como su mujer, José recibe la orden de dar un nombre al niño, adoptándolo así legalmente como hijo suyo. Es el mismo nombre que el ángel había indicado también a María para que se lo pusiera al niño: el nombre Jesús (Jeshua) significa YHWH es salvación. El mensajero de Dios que habla a José en sueños aclara en qué consiste esta salvación: «Él salvará a su pueblo de los pecados».
  • Con esto se asigna al niño un alto cometido teológico, pues sólo Dios mismo puede perdonar los pecados. Se le pone por tanto en relación inmediata con Dios, se le vincula directamente con el poder sagrado y salvífico de Dios. Pero, por otro lado, esta definición de la misión del Mesías podría también aparecer decepcionante. La expectación común de la salvación estaba orientada sobre todo a la situación penosa de Israel: a la restauración del reino davídico, a la libertad e independencia de Israel y, con ello, también naturalmente al bienestar material de un pueblo en gran parte empobrecido. La promesa del perdón de los pecados parece demasiado poco y a la vez excesivo: excesivo porque se invade la esfera reservada a Dios mismo; demasiado poco porque parece que no se toma en consideración el sufrimiento concreto de Israel y su necesidad real de salvación.
  • En el fondo, en estas palabras se anticipa ya toda la controversia sobre el mesianismo de Jesús: ¿Ha redimido verdaderamente a Israel? ¿Acaso no ha quedado todo como antes? La misión, tal como él la ha vivido, ¿es o no la respuesta a la promesa? Seguramente no se corresponde con la expectativa de la salvación mesiánica inmediata que tenían los hombres, que se sentían oprimidos no tanto por sus pecados, sino más bien por su penuria, por su falta de libertad, por la miseria de su existencia. (…) En este sentido, la explicación del nombre de Jesús que se indicó a José en sueños es ya una aclaración fundamental de cómo se ha de concebir la salvación del hombre, y en qué consiste por tanto la tarea esencial del portador de la salvación.
En Mateo, al anuncio del ángel a José sobre la concepción y nacimiento virginal de Jesús, siguen dos afirmaciones integrantes.
  1. El evangelista muestra en primer lugar que con ello se cumple todo lo que había anunciado la Escritura. Esto forma parte de la estructura fundamental de su Evangelio: proporcionar a todos los acontecimientos esenciales una «prueba de la Escritura»; dejar claro que las palabras de la Escritura aguardaban dichos acontecimientos, los han preparado desde dentro. (…)
  2. Después de la cita bíblica, Mateo completa la narración. Refiere que José se despertó y procedió como le había mandado el ángel del Señor. Llevó consigo a María, su esposa, pero no la «conoció» antes de que diera a luz a su hijo. Así se subraya una vez más que el hijo no fue engendrado por él, sino por el Espíritu Santo. Por último, el evangelista añade: «Él le puso por nombre Jesús» (Mt 1,25).

La “prueba de la Escritura”

(…) Pero ahora hemos de escuchar la prueba escriturística que presenta Mateo, que –como no podía ser de otro modo– ha sido objeto de largas discusiones exegéticas. El versículo dice: «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: “Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros”» (Mt 1,22s; cf. Is 7,14). Tratemos ante todo de comprender en su contexto histórico original esta frase del profeta, convertida a través de Mateo en un grande y fundamental texto cristológico, para ver después de qué manera se refleja en ella el misterio de Jesucristo.
  • Excepcionalmente podemos fijar con mucha precisión la fecha de este versículo de Isaías: se sitúa en el año 733 antes de Cristo. El rey asirio Tiglath-Pileser III había rechazado con una maniobra militar repentina el comienzo de una insurrección de los estados sirio-palestinos. Entonces el rey Rezín de Damasco-Siria, y Pékaj de Israel se unieron en una coalición contra la gran potencia asiria. Puesto que no fueron capaces de persuadir al rey Acaz de Judá de sumarse a su alianza, decidieron entrar en campaña contra el rey de Jerusalén para incluir a su país en su coalición.
  • A Acaz y a su pueblo –comprensiblemente– les entra miedo ante la alianza enemiga; los corazones del rey y del pueblo se agitan «como se agitan los árboles del bosque con el viento» (Is 7,2). Sin embargo Acaz, claramente un político que calcula con prudencia y frialdad, mantiene la línea ya tomada: no quiere unirse a una alianza antiasiria, a la que ve claramente sin posibilidad alguna frente al enorme predominio de la gran potencia. En su lugar, firma un pacto de protección con Asiria, lo que, por un lado, le garantiza seguridad y salva a su país de la destrucción, pero que, por otro lado, exige como precio la adoración de las divinidades estatales de la potencia protectora.
  • Efectivamente, después de la estipulación del pacto con Asiria, concluido por Acaz a pesar de la advertencia del profeta Isaías, se llegó a la construcción de un altar en el templo de Jerusalén según el modelo asirio (cf. 2 R 16, 11ss; cf. Kaiser, p. 73). En el momento al que se refiere la cita de Isaías usada por Mateo todavía no se había llegado a este punto. Pero una cosa estaba clara: si Acaz llegara a estipular un pacto con el gran rey asirio, significaría que él, como hombre político, confiaba más en el poder del rey que en el poder de Dios, el cual, como es obvio, no le parecía suficientemente realista. En último término, pues, aquí no se trataba de un problema político, sino de una cuestión de fe.
  • En este contexto, Isaías dice al rey que no debe tener miedo a «esos dos cabos de tizones humeantes», Asiria e Israel (Efraín), y que, por tanto, no hay motivo alguno para el pacto de protección con Asiria: debe apoyarse en la fe y no en el cálculo político. De manera completamente inusual, invita a Acaz a pedir un signo de Dios, bien de las profundidades de los infiernos, bien de lo alto. La respuesta del rey judío parece devota: no quiere tentar a Dios ni pedir un signo (cf. Is 7,10-12). El profeta que habla en nombre de Dios no se deja desconcertar. Él sabe que la renuncia del rey a un signo no es –como parece– una expresión de fe sino, por el contrario, un indicio de que no quiere ser molestado en su «realpolitik».
Llegados a este punto, el profeta anuncia que ahora el Señor mismo dará un signo por su cuenta: «Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa: “Dios-con-nosotros”» (Is 7,14).
  • ¿Cuál es el signo que se le promete a Acaz con esto? Mateo, y con él toda la tradición cristiana, ve aquí un anuncio del nacimiento de Jesús de la Virgen María: Jesús, que en realidad no lleva el nombre de Emmanuel, sino que es el Emmanuel, como trata de explicar todo el relato de los Evangelios. Este hombre –nos explican– es él mismo la permanencia de Dios con los hombres. Es el verdadero hombre y, a la vez, el verdadero Hijo de Dios.

Pero ¿ha entendido así Isaías el signo anunciado?

Sobre esto se objeta en primer lugar, por un lado –y con razón–, que se anuncia de hecho a Acaz ciertamente un signo, que en aquel momento se le habría dado para llevarlo a la fe en el Dios de Israel como el verdadero dueño del mundo. El signo se debería buscar e identificar por tanto en el contexto histórico contemporáneo en el que fue enunciado por el profeta. En consecuencia, la exegesis ha ido en busca de una explicación histórica contemporánea al desarrollo de los hechos, con gran escrupulosidad y con todas las posibilidades de erudición histórica, y ha fracasado.
Rudolf Kilian ha descrito brevemente en su comentario a Isaías los intentos esenciales de este tipo. Menciona cuatro modelos principales.
  1. El primero dice: con el término «Emmanuel» nos referimos al Mesías. Pero la idea del Mesías se ha desarrollado plenamente sólo en el período del exilio y sucesivamente después. Aquí se podría encontrar a lo sumo una anticipación de esta figura; una correspondencia histórica contemporánea no es posible identificarla.
  2. La segunda hipótesis supone que el «Dios con nosotros» es un hijo del rey Acaz, tal vez Ezequías, una propuesta que no encuentra respaldo en ninguna parte.
  3. La tercera teoría imagina que se trata de uno de los hijos del profeta Isaías, los cuales llevan nombres proféticos: Sehar Yasub, «un resto volverá», y Maher-Salal-jas-Baz, «pronto al saqueo/rápido al botín» (cf. Is 7,3; 8,3). Pero tampoco este tentativo resulta convincente.
  4. Una cuarta tesis se esfuerza por una interpretación colectiva: Emmanuel sería el nuevo Israel, y la ‘almah («virgen») no sería sino «la figura simbólica de Sión». Pero el contexto del profeta no ofrece indicio alguno para una concepción como ésta, entre otras razones porque no sería un signo histórico contemporáneo.
  5. Kilian concluye su análisis de los distintos tipos de interpretación de la siguiente manera: «Como resultado de esta visión de conjunto, resulta, pues, que ni siquiera uno de los intentos de interpretación consigue realmente convencer. En torno a la madre y el niño sigue reinando el misterio, al menos para el lector de hoy, pero presumiblemente también para el oyente de entonces, y tal vez incluso para el profeta mismo» (Jesaja, p. 62).

Entonces, ¿qué podemos decir?

La afirmación sobre la virgen que da a luz al Emmanuel, de manera análoga al gran canto del Siervo del Señor en Isaías 53, es una palabra en espera. En su contexto histórico no se encuentra correspondencia alguna. Esto deja abierta la cuestión: no es una palabra dirigida solamente a Acaz. Tampoco se trata sólo de Israel. Se dirige a la humanidad. El signo que Dios mismo anuncia no se ofrece para una situación política determinada, sino que concierne al hombre y su historia en su conjunto.
Y los cristianos ¿no debían quizá oír esta palabra como una palabra para ellos? Interpelados por la palabra, ¿no debían llegar a la certeza de que la palabra, que siempre estaba allí de modo tan extraño, y esperando a ser descifrada, se ha hecho ahora realidad? ¿No debían estar convencidos de que en el nacimiento de Jesús de la Virgen María, Dios nos ha dado ahora este signo? El Emmanuel ha llegado. Marius Reiser ha resumido en esta frase la experiencia que tuvieron los lectores cristianos respecto a esta palabra: «La profecía del profeta es como un ojo de cerradura milagrosamente predispuesto, en el cual encaja perfectamente la llave Cristo» (Bibelkritik, p. 328).
Sí, yo creo que precisamente hoy, después de toda la afanosa investigación de la exegesis crítica, podemos compartir de una forma completamente nueva el estupor de que una palabra del año 733 a.C., que había quedado incomprensible, se haya hecho realidad en el momento de la concepción de Jesucristo, que Dios nos haya dado efectivamente un gran signo que se refiere al mundo entero.
Fuente: Benedicto XVI, La Infancia de Jesús

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