«En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. Y un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2,8-9).
Los primeros testigos del gran acontecimiento son pastores que velan. Mucho se ha reflexionado sobre el significado que puede tener el que sean precisamente los pastores los primeros en recibir el mensaje. Me parece que no es necesario emplear demasiado talento en esta cuestión. Jesús nació fuera de la ciudad, en un ambiente en que por todas partes en sus alrededores había pastos a los que los pastores llevaban sus rebaños. Era normal por tanto que ellos, al estar más cerca del acontecimiento, fueran los primeros llamados al pesebre. Naturalmente se puede ampliar inmediatamente la reflexión:
- quizá ellos vivieron más de cerca el acontecimiento, no sólo exteriormente, sino también interiormente; más que los ciudadanos, que dormían tranquilamente. Y tampoco estaban interiormente lejos del Dios que se hace niño. Esto concuerda con el hecho de que formaban parte de los pobres, de las almas sencillas, a los que Jesús bendeciría, porque a ellos está reservado el acceso al misterio de Dios (cf. Lc 10,21s). Ellos representan a los pobres de Israel, a los pobres en general: los predilectos del amor de Dios.
- La tradición monástica en especial ha desarrollado un ulterior acento: los monjes eran personas que velaban. Querían estar ya despiertos en este mundo mediante su oración nocturna, pero sobre todo velando en su interior, permaneciendo abiertos a la llamada de Dios a través de los signos de su presencia.
- Por último, se puede pensar además en el relato de la elección de David para rey. Saúl fue repudiado por Dios como rey. Samuel es enviado a casa de Jesé, en Belén, para ungir como rey a uno de sus hijos, que el Señor le indicaría. Ninguno de los hijos que se presenta ante él es el elegido. Todavía falta el más joven, pero está pastoreando el rebaño, como explica Jesé al profeta. Samuel lo manda traer de los pastos y, según las indicaciones de Dios, unge al joven David «en medio de sus hermanos» (cf. 1 S 16,1-13). David viene de pastorear las ovejas, y es constituido pastor de Israel (cf. 2 S 5,2). El profeta Miqueas mira hacia un futuro lejano y anuncia que de Belén había de salir el que un día apacentaría al pueblo de Israel (cf. Mi 5,1-3; Mt 2,6). Jesús nace entre los pastores. Él es el gran Pastor de los hombres (cf. 1 P 2,25; Hb 13,20).
Volvamos al texto de la narración de la Navidad. El ángel del Señor se presenta a los Pastores y la gloria del Señor los envolvió de claridad. «Y se llenaron de gran temor» (Lc 2,9). Pero el ángel disipa su temor y les anuncia una «gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,10s). Se les dice que encontrarán como señal a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
Y «de pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace”» (Lc 2,12-14). El evangelista dice que los ángeles «hablan». Pero para los cristianos estuvo claro desde el principio que el hablar de los ángeles es un cantar, en el que se hace presente de modo palpable todo el esplendor de la gran alegría que ellos anuncian. Y así, desde aquel momento hasta ahora el canto de alabanza de los ángeles jamás ha cesado. Continúa a través de los siglos siempre con nuevas formas y, en la celebración de la Natividad de Jesús, resuena siempre de modo nuevo. Se comprende bien que el pueblo sencillo de los creyentes haya después oído cantar también a los pastores, y que hasta el día de hoy se una a sus melodías en la Noche Santa, expresando con el canto la gran alegría que desde entonces hasta el fin de los tiempos se nos ha dado a todos.
Pero ¿qué es lo que han cantado los ángeles, según la narración de san Lucas? Ellos ponen en relación la gloria de Dios «en el cielo» con la paz de los hombres «en la tierra». La Iglesia ha retomado estas palabras y ha compuesto con ellas todo un himno. En los detalles, sin embargo, la traducción de las palabras del ángel es controvertida.
El texto latino que nos es familiar se traducía hasta hace poco de la siguiente manera: «Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Esta traducción es rechazada por los exegetas modernos –con buenas razones– en cuanto unilateralmente moralizante. La «gloria de Dios» no es algo que los hombres puedan suscitar («sea dada gloria a Dios»). La «gloria» de Dios ya existe, Dios es glorioso, y esto es verdaderamente un motivo de alegría: existe la verdad, existe el bien, existe la belleza. Estas realidades existen –en Dios– de modo indestructible.
Más relevante es la diferencia en la traducción de la segunda parte de las palabras del ángel. Lo que hasta hace poco se traducía como «hombres de buena voluntad», ahora se expresa de esta manera en la traducción de la Conferencia Episcopal Alemana: «Menschen seiner Gnade –hombres de su gracia–». En la traducción de la Conferencia Episcopal Italiana se habla de «uomini che egli ama –hombres que él ama–». Ahora bien, nos preguntamos entonces: ¿Quiénes son los hombres que Dios ama? ¿Hay también algunos a los que tal vez no ama? ¿Acaso no ama a todos como criaturas suyas? ¿Qué quiere decir por tanto la añadidura: «que Dios ama»? También puede hacerse una pregunta similar respecto a la traducción alemana. ¿Quiénes son los «hombres de su gracia»? ¿Hay personas que no son de su gracia? Y si es así, ¿por qué razón? La traducción literal del texto original griego suena así: paz a los «hombres de [su] complacencia». También aquí queda naturalmente pendiente la pregunta: ¿Quiénes son los hombres en los que Dios se complace? Y ¿por qué?
Pues bien, en el Nuevo Testamento encontramos una ayuda para comprender este problema. En la narración del bautismo de Jesús, Lucas nos dice que, mientras Jesús estaba orando, se abrieron los cielos y desde allí vino una voz que decía: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Lc 3,22). El hombre en que se complace es Jesús. Lo es porque vive totalmente orientado al Padre, vive con la mirada fija en él y en comunión de voluntad con él. Las personas de la complacencia son por tanto aquellas que tienen la actitud del Hijo, personas configuradas con Cristo.
Detrás de la diferencia entre las traducciones está en último análisis la cuestión sobre la relación entre la gracia de Dios y la libertad humana. Aquí se pueden dar dos posiciones extremas: en primer lugar, la idea de la absoluta exclusividad de la acción de Dios, de tal manera que todo depende de su predestinación. En el otro extremo, en cambio, una postura moralizante, según la cual todo se decide a fin de cuentas mediante la buena voluntad del hombre. La traducción precedente, que hablaba de hombres «de buena voluntad», podía ser malentendida en este sentido. La nueva traducción puede ser malinterpretada en el sentido opuesto, como si todo dependiera únicamente de la predestinación de Dios.
Según el testimonio de la Sagrada Escritura no cabe duda alguna de que ninguna de las dos posiciones extremas es correcta. Gracia y libertad se compenetran recíprocamente, y no podemos expresar la acción de una sobre la otra mediante fórmulas claras. Es verdad que no podríamos amar si antes no hubiésemos sido amados por Dios. La gracia de Dios siempre nos precede, nos abraza y nos sustenta. Pero sigue siendo también verdad que el hombre está llamado a participar en este amor, y que no es un simple instrumento de la omnipotencia de Dios, sin voluntad propia; puede amar en comunión con el amor de Dios, o también rechazar este amor. Me parece que la traducción literal –«de la complacencia» (o «de su complacencia»)– respeta mejor este misterio, sin disolverlo en sentido unilateral.
Por lo que se refiere a lo alto del cielo, aquí es obviamente determinante el verbo «es»: Dios es glorioso, es la Verdad indestructible, la eterna Belleza. Ésta es la certeza fundamental y confortadora de nuestra fe. Existe sin embargo también aquí de modo subordinado –según los tres primeros mandamientos del decálogo– una tarea para nosotros: esforzarnos para que la gran gloria de Dios no sea enturbiada y malentendida en el mundo; para que se dé la gloria debida a su grandeza y a su santa voluntad.
Pero ahora hemos de reflexionar aún sobre otro aspecto del mensaje del ángel. En él retornan las categorías de fondo que caracterizan la percepción de sí mismo y la visión del mundo que tenía el emperador Augusto: soter (salvador), paz, ecúmene, ampliadas aquí sin duda más allá del mundo mediterráneo y referidas al cielo y a la tierra; y también por fin la palabra acerca de la buena nueva (evangélion). Ciertamente, estos paralelismos no son casuales. Lucas quiere decirnos: lo que el emperador Augusto ha pretendido para sí se ha cumplido de modo más elevado en el Niño, que ha nacido inerme y sin ningún poder en la gruta de Belén, y cuyos huéspedes fueron unos pobres pastores.
Reiser subraya con razón que en el centro de ambos mensajes está la paz y que, en este sentido, la pax Christi no está necesariamente en contraste con la pax Augusti. Pero la paz de Cristo supera la paz de Augusto, como el cielo está muy por encima de la tierra (cf. Wie wahr ist die Weihnachtsgeschichte?, p. 460). La comparación entre los dos tipos de paz no ha de ser considerada, pues, de modo unilateralmente polémico. En efecto, Augusto «ha establecido durante 250 años la paz, la seguridad jurídica y un bienestar, que hoy muchos países del antiguo Imperio romano sólo pueden soñar» (ibid., p. 458). Se deja totalmente a la política el propio espacio y la propia responsabilidad. Pero cuando el emperador se diviniza y reivindica cualidades divinas, la política sobrepasa sus propios límites y promete lo que no puede cumplir. En realidad, ni siquiera en el período áureo del Imperio romano la seguridad jurídica, la paz y el bienestar estuvieron exentos de peligro, ni jamás se lograron plenamente. Basta una mirada a Tierra Santa para darse cuenta de los límites de la pax romana.
El reino anunciado por Jesús, el reino de Dios, es de carácter diferente. No se refiere sólo a la cuenca mediterránea y tampoco únicamente a una determinada época. Concierne al hombre en la profundidad de su ser; lo abre hacia el verdadero Dios. La paz de Jesús es una paz que el mundo no puede dar (cf. Jn 14,27). Aquí se trata en definitiva de la cuestión sobre el significado de redención, liberación y salvación. Una cosa es obvia: Augusto pertenece al pasado; Jesucristo en cambio es el presente y es el futuro: «el mismo ayer y hoy y siempre» (Hb 13,8).
Fuente: Benedicto XVI, en “La infancia de Jesús”
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