lunes, 31 de diciembre de 2012

La adoración de los Magos


 El beso que el mundo le ofreció al Niño Dios

¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? ¿Por qué vimos su estrella y hemos venido a adorarlo? (2, 2). Estas preguntas de los magos de Oriente remiten a búsquedas personales del ser humano, a aquello que escudriña en su vida porque “algo” está buscando: sentido. Al ver cómo los magos buscaban al Salvador para adorarlo, surge otra pregunta: ¿qué es lo que el ser humano busca? Poder definir esta pregunta permitirá aclarar dónde está parado cada hombre, cada mujer; cuáles son sus caminos y hacia dónde se dirigen en sus vidas.
Los magos (o sabios orientales) buscaban al Mesías que había nacido. Lo buscaron, tenían sed de él y querían encontrarlo (sal 62) y, para ello, emprendieron un “largo viaje”. Frente a este viaje, el hombre vuelve a preguntarse: “¿Cuál es mi viaje? ¿Adónde voy? ¿Qué espero encontrar en mi viaje? ¿Hacia dónde viaja mi sociedad, mi comunidad, mi familia?”. En sus búsquedas, necesariamente debe iniciar una travesía, como lo hicieron los magos, que lo conduzca a encontrar eso que anhela o desea. Algunos anhelan paz, otros bienestar, quizá sea salud o trabajo. Los magos buscaban a Jesús para adorarlo, ese era el sentido de sus vidas y el motivo de su viaje.
Pero ¿quiénes son estos viajeros sedientos de Dios? Dicen los estudiosos de la Biblia que los magos pertenecían a una comunidad de hombres sabios que sabían interpretar los sueños y estaban relacionados con la astrología y la magia, y que, con el tiempo y por influencia del salmo 72, 10 e Isaías 49, 7 o 60, 10, la tradición cristiana los convirtió en reyes (San Jerónimo). También que el término “mago” cubría una amplia gama de practicantes del ocultismo: astrónomos, videntes, adivinos, augures sacerdotales y prestidigitadores. Mateo pensaba probablemente en astrónomos (Raymond Brown). Si nos remontamos al significado griego de la palabra “mago”, ésta podía referirse a los sacerdotes de la religión persa, o bien a toda clase de personas dotadas de poderes sobrenaturales. En el texto de Mateo, puede tratarse de sabios expertos en astrología y en la interpretación de los sueños.
Estos magos, representantes del mundo pagano, fueron vistos por los Evangelios (sinópticos) como las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Salvación de Cristo y, por esto, quieren rendirle adoración cumpliéndose muchas de las profecías del Antiguo Testamento, como lo que expresa el profeta Isaías cuando relata las peripecias de un pueblo que pasó de las tinieblas a la luz: Las naciones caminarán a tu luz, y los reyes, al esplendor de tu aurora. Mira a tu alrededor y observa: todas se han reunido y vienen hacia ti (Is 60, 3-4), o de un pueblo que ha tomado a Dios como refugio: Señor, mi fuerza y mi fortaleza, mi refugio en el día de la angustia, hacia ti vendrán las naciones desde los confines de la tierra... (Jer 16, 19), y quiere ser purificado para adorarlo: Entonces, yo haré que sean puros los labios de los pueblos, para que todos invoquen el nombre del Señor y lo sirvan de corazón. Desde más allá de los ríos de Cus, mis adoradores, los que están dispersos, me traerán ofrendas (Sof 3, 9-10).
En estos magos que salieron de Oriente para buscar al Niño de Belén, se puede reconocer el hombre a sí mismo y su deseo profundo de “buscar y encontrar algo que le dé un sentido auténtico a su vida”. Los magos vienen de Oriente, de donde sale el sol. Contemplan la noche, estudian las estrellas. Son hombres que miran a su interior, a los anhelos de su corazón. Por ello, la fiesta de la Epifanía invita al hombre a “ponerse en camino” como los magos y a seguir la estrella que lo conduce hasta la salvación y sanación personal (Anselm Grün). Es preciso estar atentos a lo que va experimentando el corazón durante este viaje al Belén imaginario. ¿Por qué? Porque el Niño no nació en la gran ciudad, donde se consiguen los éxitos, donde se es conocido; ¡¡no!!, nació en Belén, en la provincia, en los rincones más insignificantes y descuidados de aquel lugar. El viaje es la vida del hombre. Se puede comenzar el viaje al propio Belén interior donde cabe la posibilidad de ser sanados de aquellas heridas que todavía supuran, hasta llegar a la paz del Belén real.
Karl Rahner (teólogo alemán) señala que los magos fueron los primeros hombres, desde tierras lejanas, a través de todas las peripecias del viaje, peregrinos errantes, que buscaban al Salvador. Se puede leer la propia historia, la historia de una eterna peregrinación en la vida de estos magos que, conducidos por la estrella de la lejana Babilonia, penetraron a través del desierto hasta encontrar al Niño y adorarlo como Salvador. Mira, los magos se han puesto en camino. Sus pies se dirigen a Belén, y su corazón peregrina hacia Dios. Mientras ellos lo buscan, él los dirige.
Ellos ven una estrella extraña que se eleva en el cielo; y aunque se asustan de la audacia y atrevimiento de su corazón, obedecen y se ponen en camino. El camino es largo, los pies se cansan, y el corazón se entristece, pero resiste. Al llegar finalmente y arrodillarse, hacen solamente lo que realmente siempre hicieron, al buscar y al viajar: llevan, ante la presencia de Dios, el oro de su amor, el incienso de su anhelo y la mirra de sus dolores. El que una vez ha derramado su vida siguiendo a la estrella hasta la última gota de su corazón, ése ya ha superado la aventura de su vida, ése ha alcanzado su fin, aunque el camino continúe.
¡Sigamos también nosotros el arriesgado camino del corazón hacia Dios! ¡Marchemos y olvidemos cuánto queda detrás de nosotros! Podemos encontrar a Dios, podemos encontrar más. El camino se extiende a través de desiertos y tinieblas. No nos desanimemos: la estrella está allí y sigue brillando. ¡Rompamos nuestro corazón y caminemos! La estrella brilla. No podemos llevar mucho para el viaje y en él perderemos muchas cosas. Pero ya tenemos el oro del amor, el incienso del anhelo y la mirra del dolor. ¡Él lo aceptará todo de nosotros, porque lo encontraremos! (K. Rahner, El año Litúrgico).
La estrella siempre brilló para los magos como guía hacia el encuentro del recientemente nacido Salvador. Ella les indicó que la gloria de Dios está entre los hombres. La naturaleza de la estrella que guió a los magos ha sido explicada de distintas maneras. Con frecuencia, se ha afirmado que se trata de una estrella natural, de un cometa o de una conjunción de planetas. El v. 9 indica que la estrella que los magos vieron en Oriente es la misma que los guió de Jerusalén a Belén y que se detuvo en el lugar exacto: La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño (2, 9). Esta característica no es propia de una estrella natural, sino que corresponde, más bien, a un milagro o a una “presencia divina” (Armando Levorati). ¿Qué era la estrella? o mejor, ¿quién era? La estrella es el mismo Cristo que guió a los magos y guió a los magos hacia él. San Ambrosio (in Lucam 2, 45) dirá: Esta estrella es el camino, y el camino es Cristo, pues, por el misterio de su encarnación, Cristo es la estrella, astro brillante de la mañana que no se ve donde está Herodes, pero que vuelve a aparecer allí donde está el Salvador y enseña el camino.
Cristo mismo atrajo a los magos hacia él, resplandeció y brilló sobre ellos con su gloria (cf. Is 60, 1) para que pudieran descubrir con su luz sus anhelos más profundos, su verdad más honda y, así, postrarse ante él. Al estar en su presencia, los magos se acercaron sin miedo al Niño porque reconocieron en él algo que a ellos les faltaba. En este sentido, la palabra griega de “adoración” es proskynesis, significa el gesto de aceptación, el reconocimiento de Dios como medida cuya norma se acepta cumplir. Así, los magos encuentran al Niño y caen ante él para adorarlo. Por otro lado, la palabra latina de “adoración” es ad-oratio, que quiere decir contacto boca a boca, beso, abrazo, en resumen, amor. Adorar al Niño de Belén será ofrecerle el beso o el abrazo que lo reconozca como Dios, como Salvador.
Una vez frente al Salvador, los magos respetaron “los 4 (cuatro) pasos del sediento”: (1) entraron, (2) vieron, (3) adoraron y (4) ofrecieron. Puestos delante de él, depositaron sus presentes. El oro como signo de sus posesiones. Ya no necesitaron más su riqueza: les bastó con el Niño. El incienso es símbolo de su anhelo, que ahora quedó colmado porque sintieron que habían arribado a su verdadero hogar. Y la mirra, una hierba medicinal que, según la leyenda, proviene del paraíso. Como, delante del Niño, se olvidaron de sí mismos y se entregaron a la adoración, no sintieron más sus heridas y presintieron algo de un nuevo comienzo. El gesto de arrodillarse les posibilitó rozar el misterio de ese día (A. Grün). Un misterio que, como afirma san Pablo, nos fue revelado por el Espíritu (Ef 3, 2-6), todos los seres humanos están invitados a realizar este “viaje hacia Belén” para adorar y ofrecer, para ser transformados y rendirnos a sus pies.
Dirá el Pseudo-Crisóstomo (opus imperfectum super Matthaeum, hom. 2). No coronada su cabeza con diadema imperial, ni tampoco recostada sobre dorado lecho, sino teniendo apenas una sola túnica, no conque adornar su cuerpo, sino conque cubrir la desnudez, como la debía tener para viajar la esposa de un carpintero. Si ellos hubieran venido buscando a un rey terrenal, indudablemente, se hubieran llenado más bien de confusión que de alegría, por haber sufrido sin resultado las molestias e incomodidades de un camino tan largo. Pero como ellos buscaban un rey celestial, y aun cuando con los ojos corporales no veían allí nada propio del rey, satisfechos, sin embargo, de lo que la estrella les decía, se regocijaban a la vista de este pobre niño, cuya majestad resplandecía en sus corazones y veían con los ojos del espíritu. Por eso, "postrándose lo adoraron". Veían a un hombre, pero reconocían a Dios.
El Jesús niño fue pobre, fue del pueblo y, lo más maravilloso de todo, siempre fue el mismo, fue coherente, de una sola pieza, crítico de los sistemas enquistados de su tiempo y, además, fue santo entre los santos. Hombre de bien, hombre amante que se entregó por amor y se animó a dejarse amar.

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