miércoles, 7 de agosto de 2013

LAS PALABRAS DE JESÚS

 

 
 
Jesús no fue sólo un hombre de acción – hacía milagros -, sino también un hombre de palabra – sus seguidores lo llamaban “Maestro”. Jesús hacía y decía, y conjugaba en su justa proporción lo uno y lo otro, y tanto hablando como actuando, hacía presente en mundo el Reino de Dios, que es un reino de verdad, de justicia, de libertad, de amor y de paz. San Mateo, en su Evangelio, nos dice a este respecto:
“Y sucedió que cuando acabó Jesús, estos discursos, la gente quedaba admirada de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mateo 7, 28-29).
  • ¿Qué significaba para la gente del tiempo de Jesús, “hablar con autoridad”?
  • ¿Por qué “sentían” que Jesús “hablaba con autoridad”?
  • ¿Qué diferencia había entre Jesús y los escribas de Israel, con quienes lo comparan sus oyentes?
Para un israelita contemporáneo de Jesús, “hablar con autoridad” significaba muy claramente, tres cosas:
  1. Decir siempre palabras verdaderas, palabras en perfecta concordancia con su fe en Yahvé, su Dios, de quien procede toda autoridad;
  2. Decir palabras claras, directas, palabras que comunican una idea o una enseñanza firme y segura; una idea o una enseñanza que construye en lugar de destruír, y que ilumina el corazón y la mente de quien la escucha, motivándolo a hacerla realidad en su vida personal;
  3. Hablar con coherencia, o mejor, que quien habla sea coherente, es decir, que lo que diga esté plenamente respaldado por lo que hace, por su manera de ser y de actuar, y viceversa.
Todas estas condiciones las cumplía Jesús, que se definió a sí mismo como “el Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14,6), totalmente distinto a los escribas o maestros de la Ley, que decían una cosa y hacían otra, daban un mandamiento a la gente y ellos no lo cumplían. En alguna ocasión, dijo Jesús a quienes lo escuchaban:
“Hagan, pues, y observen, todo lo que les digan; pero no imiten su conducta, porque dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas.” (Mateo 23, 3-4).
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Jesús hablaba con autoridad, pero también hablaba con sencillez. La gente entendía fácilmente lo que decía, porque no utilizaba palabras rebuscadas, sino las palabras propias del diario vivir, las que decía el común de las personas en sus conversaciones cotidianas.
Las palabras de Jesús eran comprensibles para los campesinos que labraban la tierra; para los pastores que cuidaban los rebaños; para los artesanos a cuyo gremio perteneció buena parte de su existencia en el mundo; para los pescadores con quienes compartió su vida pública; para las mujeres ocupadas en los quehaceres de la casa; para los ciudadanos comunes y corrientes, que tenían que pagar impuestos a Roma; para los marginados de la sociedad, que no tenían estudios de ninguna clase; para los niños tan poco tenidos en cuenta; para los enfermos que se debatían entre su enfermedad y la miseria a la que ella los conducía; para los pecadores rechazados por los que se consideraban “buenos”, pero también, para los “sabios y entendidos”, como Nicodemo, que era miembro del Sanedrín, y para los escribas y fariseos, estudiosos de la Ley y de las escrituras sagradas. 
 
EL ESTILO DE JESÚS
Jesús anunciaba su mensaje de dos maneras o con dos estilos, que pueden distinguirse claramente uno de otro, pero que también se complementan; estos dos estilos son: las parábolas y los dichos o sentencias.
 
 LAS PARÁBOLAS
Una parábola es, según el diccionario, “la narración de un hecho fingido, del que se deduce una enseñanza, generalmente de orden moral”. En términos coloquiales, podríamos decir, que la parábola es una comparación entre dos realidades, que permite la deducción de un mensaje concreto y claro, importante para la vida del ser humano, cualquiera sea su condición.
Los evangelios nos muestran que Jesús era un hombre realista, alguien que estaba en contacto directo con el mundo, con la naturaleza, con la vida, y por supuesto, también con las personas; muy distinto a un teórico, a un filósofo que se mueve en el campo de lo general y de lo abstracto. Por esta razón, su modo de expresión preferido eran las parábolas, en las que, a partir de las realidades concretas y cotidiana que todos los que lo escuchaban podían identificar plenamente, enseñaba las verdades trascendentes que dan sentido y valor a nuestra vida humana.
Un escritor católico de nuestro tiempo, afirma: “Jesús narra parábolas que reflejan la vida diaria de su tiempo”. Y añade: “Jesús se nos ofrece como un hombre cercano a la naturaleza, atento a la vida del campo, en actitud abierta y simpática al mundo que lo rodea. En sus palabras está inmediatamente presente la creación, sin idealismo, sin adornos románticos, tal como puede ser observada por un hombre atento al mundo que lo rodea”. (José A. Pagola: Jesús de Nazaret, el hombre y su mensaje).
Las parábolas nos muestran que Jesús ha mirado con cuidado los pájaros del cielo, los lirios del campo, los granos de trigo, los viñedos, las nubes del atardecer, las gallinas cuidando sus pollitos, y también, por supuesto, los campesinos en sus labores de siembra y de cosecha, los pescadores tirando las redes al mar, las mujeres en sus tareas domésticas, los pastores y sus ovejas, los padres con sus hijos, los patrones y sus empleados… Pero no sólo los miró de manera distraída, como tantas veces lo hacemos nosotros, sino con cuidado y atención, con inteligencia y con fe, y esas realidades tan sencillas y “mundanas”, lo remitieron a otras realidades superiores, y le permitieron descubrir y anunciar con claridad y de manera provocadora, el Reino de Dios, el reinado de Dios, que constituia el centro mismo de su mensaje.
Las parábolas hacían que el contenido del mensaje de Jesús estuviera al alcance de todas las personas que lo escuchaban, ya fueran personas sin mayor instrucción, o personas estudiosas e instruídas; y han permitido también, que sus enseñanzas hayan llegado hasta nosotros con la misma fuerza y vitalidad con las que el Maestro las presentó a sus contemporáneos.
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Entre las más bellas parábolas de Jesús, podemos contar sin duda: la parábola del Hijo pródigo, también llamada la parábola del Padre Misericordioso, o la parábola de los Dos hermanos (Lucas 15, 11 y ss), y la parábola del Buen samaritano (Lucas 10, 29-37). Ambas son propias del Evangelio de Lucas, y resumen maravillosamente la enseñanza de Jesús sobre el amor que Dios siente por nosotros, y el amor con el que nosotros debemos amar a las demás personas.
También están la parábola del grano de mostaza (Mateo 13, 31-32), la de la levadura (Lucas 13, 20-21), la de las Diez vírgenes (Mateo 25, 1-12), la parábola del sembrador (Marcos 4, 3-9), la de la red (Mateo 13, 47-50), la de la cizaña y el trigo (13, 24-30), y muchas más. En todas ellas, Jesús nos muestra la realidad de Dios, y nos enseña a vivir nuestra vida con la mirada puesta siempre en Él.
LOS DICHOS O SENTENCIAS
Una “sentencia” es, “una máxima, un pensamiento, o un dicho, que presenta de manera concisa y clara, una enseñanza de orden doctrinal o moral”. Las sentencias son, generalmente, una frase sencilla y corta, pero su contenido es siempre importante y profundo.
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Jesús no fue, un hombre de largos discursos. Su auditorio era muy variado, y esto habría hecho que su mensaje no llegara con la claridad que requería, a la inteligencia y al corazón de quienes lo escuchaban. Además, las frases concretas y directas son más fáciles de recordar y de transmitir a otros, que las largas disquisiciones.
Los dichos o sentencias de Jesús, fueron lo primero que los apóstoles y las primeras comunidades de cristianos, recopilaron por escrito, y que más adelante integraron a los relatos de la Pasión y de la Resurrección, y a las narraciones de los milagros. Todos juntos formaron lo que hoy conocemos como los Evangelios.
Recordemos algunos de estos dichos de Jesús, tan claros y tan llenos de contenido, tanto en su tiempo como en el nuestro:
“Nadie puede servir a dos señores… No pueden servir a Dios y al dinero” (Mateo 6, 24).
“Todo cuanto quieran que les hagan los hombres, háganlo también ustedes a ellos” (Mateo 7, 12)
“Entren por la puerta estrecha, porque amplia es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición” (Mateo 7, 13)
“El que se ensalce será humillado y el que se humille será enaltecido” (Lucas 14, 11)
“Buena es la sal, pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se la salará?” (Marcos 9, 50)
“Si tu hermano peca, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo” (Lucas 17, 3)
Todos estos dichos los encontramos a lo largo y ancho de los cuatro evangelios, unas veces solos, y otras agrupados en “discursos”, y es un buen ejercicio para nosotros, buscarlos, reflexionar sobre ellos, orar con ellos, y también tratar de memorizarlos. Nos dan orientaciones claras para vivir nuestra fe de manera coherente.
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Finalmente, podemos decir que el estilo, el modo de hablar de Jesús, tan claro, tan natural, tan vital, unido a su modo de actuar, invitaba a sus oyentes en su tiempo y nos invita a nosotros hoy, al encuentro de cada uno consigo mismo, y también al encuentro con Dios. Un encuentro que debe llegar a transformarnos interior y exteriormente; un encuentro que es el punto de partida de una nueva manera de ser y de vivir.
La palabra de Jesús es una palabra llena de fuerza, de verdad, y de vida. Una palabra creadora; una palabra salvadora; una palabra sanadora; porque él mismo – Jesús – es la Palabra de Dios encarnada. Escucharla – escuchar a Jesús – no puede motivar en nosotros una mera reflexión teórica, ni una simple actitud devota, sino, sobre todo, una decisión práctica, que implique hacernos verdaderamente discípulos y seguidores suyos, misioneros de su amor y de su verdad en medio del mundo en el que nos ha tocado vivir y creer.

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