sábado, 10 de agosto de 2013

EL PASO A LA CONTEMPLACIÓN

                
El objetivo principal de la oración del principiante es que desconecte del sabor de las cosas sensuales, centrándose en el ámbito espiritual. En realidad, lo único que se pretende con esto, es trasladar el centro de atención: ha de abandonar la tendencia a pensar en lo que gusta o disgusta en el terreno sensual, para enfocar el gusto al terreno de lo espiritual.
 
“Necesario le es al alma que se le dé materia para que medite y discurra, y le conviene que de suyo haga actos interiores y se aproveche del sabor y jugo sensitivo de las cosas espirituales, porque cebando el apetito con sabor de las cosas espirituales, se desarraigue el sabor de las cosas sensuales y desfallezca a las cosas del siglo (LlB 3,2)
Pero llega el momento del proceso espiritual en el que ya no se necesita de la meditación discursiva, pues el amor de Dios que a través de los actos meditativos se sacaba, ya está en la persona incorporado permanentemente: “Ya el alma en este tiempo tiene el espíritu de la meditación en sustancia y hábito”(2S14,2)
 
Es entonces cuando comienza la experiencia orante más contemplativa. Ya no es necesario buscar a Dios a través del pensamiento, de la imaginación y del gusto espiritual que de ellos sacaba. Mas bien, lo natural es que haya un cierto desabrimiento y desgana de este método, pues esto posibilita que las fuerzas espirituales indaguen y busquen a Dios de forma más sutil y desprendida. Por eso, cuando el alma ha madurado y ya no aprovecha en los ejercicios meditativos, dice san Juan de la Cruz: “Totalmente se ha de llevar al alma por modo contrario al primero, que si antes le daban materia para meditar y meditaba, que ahora se la quiten y que no medite, porque no podrá aunque quiera, y, en vez de recogerse, se distraerá… Y por eso en este estado en ninguna manera le han de imponer que medite ni se ejercite en actos, ni procure sabor ni fervor, porque sería poner obstáculo al principal agente que es Dios, el cual, oculta y quietamente anda poniendo en el alma sabiduría y noticia amorosa sin especificación de actos” (LlB3,33)


       
 
“Y así, entonces el alma también se ha de andar sólo con advertencia amorosa a Dios, sin especificar actos, habiéndose, como hemos dicho, pasivamente, sin hacer de suyo diligencias, con la advertencia amorosa, simple y sencilla, como quien abre los ojos con advertencia de amor” (LlB 3,33)
La práctica de la advertencia amorosa es parte de la actividad de la persona; es todavía oración activa. Sin embargo, las tres señales que el Santo pone como condición para iniciarla, tienen un contenido pasivo indiscutible. La desgana que se experimenta de las cosas del mundo y en las de Dios, unida al atractivo de estarse a solas sin particular consideración, dejan claro que la persona ha sido introducida en la noche oscura. Esta actitud de advertencia amorosa, pues aunque es una actividad de la persona –es procurada y querida–, sólo lo es desde una experiencia íntima de pasividad a la que ha sido llevada. Esta disposición se ha fraguado a través de la ascesis activa y de la fidelidad a la propia conciencia. De ella se abre a un estado purificador más intenso y a una oración diferente a la que hacía cuando meditaba.
Por otra parte, la persona que practica la advertencia amorosa es consciente de que la realiza; no pierde la conciencia de estar atenta al Misterio de Dios que no entiende ni imagina, pero que “visualiza” a través de una suave conciencia de que está ahí presente.
La advertencia amorosa es sólo un estadio que prepara a la oración contemplativa de tipo pasivo. Dios es un regalo, la advertencia amorosa es una forma de preparar la tierra para la lluvia del espíritu. La persona ha de ser muy constante en esta advertencia amorosa, sin desfallecer y sin estar esperando conscientemente a que suceda algo. Cuanto más simple sea este estar atento a Dios sin imagen y sin consideración, cuanto más libre de los pensamientos sobre sí mismo y sobre el fruto de la oración, más profundidad hay en esta advertencia amorosa, hasta el punto de desaparecer, incluso ella misma (2s 14,8) En este momento, contemplación y humildad se identifican: cuando uno desaparece, Dios se hace presente.
 
Ha de haber, pues, una doble simplificación: la de evitar toda consideración sobre imágenes o pensamientos sobre Dios y la de no dejarse arrastrar por aspiraciones personales o ideas que alimenten el deseo de llegar a la oración pasiva. Sin esta sencillez ni simplicidad, la persona queda bloqueada en el camino. Al fin y al cabo, tanto las imágenes de Dios como las aspiraciones propias al entrar en una mayor profundidad, son como muros del yo que nos frenan. Sólo hay avance cuando hay humildad, cuando no hay lucha, cuando no hay pretensión –ni material ni espiritual- de realización propia; cuando somos nada.
 

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