jueves, 4 de julio de 2013

LA FORMACIÓN MONÁSTICA EN EL HOY DE AMÉRICA LATINA


 

 
 
 
 

I. Vida Monástica y Postmodernidad LatinoAmericana: un diálogo exigente.

Primeramente les daré un esquema de lo que me propongo tratar.

I. La tradición monástica: un cara a cara con la historia.

La obediencia-humildad como "Éxodo": la experiencia del "no".
El ejemplo de Benito.
La invitación del Prólogo de la Regla.
La milicia comunitaria.
La obediencia-humildad benedictina en América Latina hoy.
La estabilidad como compromiso de solidaridad y fidelidad: la experiencia del "sí".
La responsabilidad comunitaria.
La solidaridad activa.
La experiencia de la fidelidad.
La opción por la encarnación y la inculturación.

II. La conversión de costumbres en el cambio de época.

1. La progresividad monástica.
Del ideal de perfección a la búsqueda de Dios.
Una espiritualidad del crecimiento por etapas.
El ensanchamiento del corazón: del temor a la libertad.
Pedagogía de la misericordia y de la confianza.
2. El realismo benedictino.
La castidad como conversión de mis relaciones al otro y a mí mismo.
La pobreza como conversión de mi relación al mundo.
La obediencia como conversión de mis relaciones colectivas.
Conversión, sanación y salvación: retos de la postmodernidad en nuestro continente.
3. El personalismo comunitario de la Regla.
Los diferentes tipos de monjes y la postmodernidad (RB. 1).
Cristocentrismo benedictino: columna vertebral del personalismo comunitario.

III. La vida benedictina: un camino laical.

Un camino evangélico de la vida diaria.
La sensibilidad laical de los monjes.
San Benito laico.
Anticlericalismo de la Regla.
La eclesialidad monástica en medio de una Iglesia plural.
Acogida benedictina: experiencia de Pentecostés.
El monasterio una Iglesia de fronteras y sin fronteras.
La discretio como escucha de la alteridad.
Presencia de comunión.


IV. Un camino de reconciliación.

Lo "monástico" como reconciliación consigo mismo.
El monje: hombre/mujer unificado/a.
Silencio y no violencia.
"Estar con uno mismo".
De lo monástico a lo contemplativo: una reconciliación con el universo y con Dios.
La última visión de san Benito.
La contemplación como tarea de reconciliación.
La discretio como rehumanización.
Una experiencia benedictina del género.
Lo masculino y lo femenino en el monasterio.
San Benito y santa Escolástica.


V. Crisis del monaquismo en postmodernidad.

Una profunda crisis institucional.
El espacio para lo imprevisto.
El "dilentantismo" benedictino.
Una cierta irrelevancia histórica.
La crisis de la fidelidad.
Del grupo a las redes.
La cultura de la duna y la estabilidad.
La utopía de la armonía y el cuestionamiento de todo proyecto, incluyendo la salvación.
La crisis de la autoridad.
Paternalismo benedictino y democracia neoliberal.
Personalismo comunitario e individualismo.
Ascesis y placer.

VI. Conclusión: ¿es posible ser monje hoy en América Latina?


I. Vida Monástica y Postmodernidad LatinoAmericana: un diálogo exigente.

Se me pide abrir este encuentro monástico sobre la formación. Les agradezco de entrada la confianza. Pero quiero advertirles, de antemano, que no esperen de mí ni recetas ni respuestas elaboradas. En la coyuntura actual de la cultura, de la Iglesia, de la Vida Monástica y de América Latina y el Caribe, sería ingenuidad culpable proponer un discurso acabado sobre cuestiones que, más bien, nos inquietan y nos interrogan hondamente.
Por lo tanto, adoptaré aquí una postura modesta y meditativa sobre la experiencia que nos toca vivir en nuestras comunidades. Iré explorando preguntas y experiencias para compartirlas con ustedes. Lo que me inspira es la fe profunda en el evangelio y en la capacidad de la vida monástica, en cuanto experiencia fundante, para proponer un itinerario espiritual con Cristo. Pero no quiero ocultarles mis interrogantes y dudas en cuanto a las exigencias de la sociedad actual. Nuestra estructura monástica, heredada básicamente de las restauraciones del siglo XIX e importada desde Europa y América del Norte a nuestro continente, ¿será capaz de responder a los desafíos colosales de hoy en nuestro medio, sin pasar por un profundo proceso de refundación y sin renacer de su propio pozo?
Con esta pregunta de fondo, abordo mi primera reflexión. En efecto, antes de debatir sobre la cuestión de la formación "en" y "a" la vida monástica benedictina en el hoy de América Latina, conviene, primero, interrogarnos sobre la situación concreta de la vida monástica en su conjunto en contexto de postmodernidad latinoamericana. Se trata, en primera instancia, de dejarnos cuestionar radical y sinceramente por dicha nueva cultura, en nuestras estructuras, mentalidades y valores esenciales. ¿Somos o no una propuesta válida, posible, profética y evangélica en dicho contexto? Si no ¿porqué? Y, en cambio, si lo somos ¿a qué condición y a qué precio? No se trata de vender mejor un producto poco apreciado en el mercado, de proponer una campaña de marketing monástico, lo cual repugna a nuestra sensibilidad de monjes, sino de dejarnos convertir proféticamente por las circunstancias.

I. La Tradición benedictina: un cara a cara con la historia.

Si nos referimos a lo mejor de nuestra Tradición, más allá de lo folklórico, podemos afirmar que, más que una "huida del mundo", la intuición de Benito fue un entablar un "diálogo crítico y amoroso" con el mundo desde el Evangelio y la opción radical por Cristo. En este sentido, la vida monástica aparece, desde su origen, a la vez como un Éxodo, es decir un "no", una crítica profética de la sociedad y una Encarnación comprometida, un "sí" amoroso a esta misma sociedad humana.
Es esta fecunda dialéctica benedictina que quisiera explorar aquí, a modo de introducción a nuestro tema.

La obediencia-humildad como Éxodo: la experiencia del "no".

Refiriéndonos a la propia experiencia de Benito, según san Gregorio, nos damos cuenta que nuestro padre no se dejó inspirar por el miedo a la confrontación con Roma sino por una opción profética de alejamiento del pecado social. Su partida hacia Subiaco no fue una fuga sino una peregrinación, una salida de Egipto en busca de una tierra prometida. El desierto monástico no es negación sino búsqueda (intuición central de la Regla), alternativa a la manera de Moisés. No fue la cobardía de un ser débil sino el cuestionamiento moral de un valiente.
Todo el prólogo de la Regla traduce esta experiencia de partida de Benito al hablar de la obediencia como de un retorno: retornar al sueño originario de Dios (Edén o Tierra Prometida). En este sentido, el benedictino no escapa en marcha atrás sino que peregrina de cara a esta nueva patria desconocida de la que habla el autor de la carta a los Hebreos.
Pero, a medida que el monje va avanzando en este camino, a ejemplo de su santo patrón, descubre que Roma o Egipto están cimentadas en él mismo. Para Benito fue la dependencia afectiva hacia su nodriza o las tentaciones y los recuerdos de la carne. Por este motivo, la peregrinación benedictina del "no" se transforma en "milicia comunitaria". La obediencia se encarna en la humildad; el deseo personal de conversión se transforma en tarea comunitaria. Tales son las condiciones del realismo humano para alcanzar la libertad espiritual que el final del Prólogo llama el "corazón dilatado".
Dicha dialéctica de obediencia-humildad. como opción de "retorno" y tarea de "conversión" es, sin lugar a duda, un desafío, casi un contrasentido, para la cultura posmoderna. En efecto, cómo lo veremos más adelante, lo posmoderno oscila entre el "sí" y el "no", en un movimiento sutil y vago de péndulo perpetuo, sin nunca llegar a pronunciarlos ni a pronunciarse por ninguno de los dos polos.
En el contexto latinoamericano, marcado por una precariedad extrema en muchos niveles, esta tensión es prácticamente imposible de asumir dentro de una estrategia de simple supervivencia en la provisionalidad. Pero retomaremos esta afirmación de manera más específica en nuestra segunda reflexión y veremos qué consecuencia trae para lo que llamamos la refundación de la vida monástica.

La estabilidad, compromiso de solidaridad y fidelidad: la experiencia del "sí".

El primer capítulo de la Regla sobre las diversas categorías de monjes es, sin lugar a duda, el más antipostmoderno de todos. Al satanizar a los giróvagos y a los sarabaítas, san Benito va a contracorriente de una de las líneas de fondo de nuestra cultura: la "navegación" sin puerto definido y el gozo inmediato y efímero. Asimismo, al elogiar la milicia comunitaria en un proyecto estable a largo plazo (cenobitismo), y aún más la soledad como conquista de la libertad (anacoretismo), asume prácticamente la postura de un herético en el contexto del cambio de época posmoderno.
En efecto, la estabilidad consiste precisamente en asumir una responsabilidad comunitaria a largo plazo con un grupo determinado en un lugar, un contexto cultural e histórico y un tiempo precisos y particulares. Es, evidentemente, una espiritualidad de raíces más que de movimiento, aún si la fuente de inspiración sigue siendo la aventura peregrinante de la obediencia tal como la hemos descrito más arriba.
Este arraigo es una opción muy clara por una solidaridad definitiva a la manera de Ruth con Noemí. Con la estabilidad, el benedictino asume todos los riesgos con una comunidad y, más ampliamente, con un pueblo, pase lo que pase.
La estabilidad glorifica, en nuestra espiritualidad, la fidelidad absoluta en una especie de boda ("en la salud y en la enfermedad", como dice el ritual del matrimonio) con una comunidad y con su entorno humano, eclesial y cultural.
El "sí" de la estabilidad monástica es la expresión más cabal de nuestra voluntad de encarnación con gente concreta. El monje no está de paso. Se encarna y se incultura.
Tal es la otra forma de su cara a cara particular con la historia humana. El "no" de su Éxodo (obediencia-humildad) desemboca en el "sí" de su encarnación inculturada (estabilidad).

II. La conversión de costumbres en el cambio de época.

Pero, si la propuesta benedictina de diálogo con el mundo se formula en esta dialéctica algo abrupta, su realización pasa también por caminos dinámicos que podrían sintetizarse por la formula de la profesión: la conversión de costumbres. En efecto, los monjes no hacemos votos de pobreza ni de castidad. Integramos estas dos dimensiones en un caminar dinámico no exclusivo. La conversión, si bien implica la pobreza y la castidad, se presenta como un proceso permanente de disponibilidad a la gracia de Dios siempre sorprendente. En este sentido, la conversión de costumbres no tiene contorno definido. Es como una abertura aventurera y consentida al riesgo de Jesús y de su evangelio.
Quisiera privilegiar aquí tres dimensiones de esta dinámica de conversión permanente por considerarlas particularmente consonantes con la sensibilidad posmoderna. Se trata de lo que llamo la "progresividad" benedictina, el "realismo" benedictino y el "personalismo comunitario" benedictino (me presto esta expresión de Emmanuel Mounier).
1. La progresividad monástica.
Contrariamente al discurso de la devotio moderna y, más tarde, de la contrarreforma (Teresa de Ávila, por ejemplo), nuestra Tradición no habla de imitación ni de camino de perfección sino de búsqueda progresiva de Dios. Es, incluso, la única condición que la Regla pone para poder emprender el camino monástico: ¿busca a Dios? En esta línea, la propuesta benedictina no es un ideal para alcanzar sino un camino para recorrer, atizando el deseo de este Dios a quien nunca alcanzaremos.
La conversión de costumbres implica una espiritualidad del crecimiento progresivo por etapas hacia una libertad interior cada vez mayor (el corazón ensanchado del prólogo).
Dicho crecimiento no es principalmente moral ni voluntarista. Precisamente, se trata de un asunto "afectivo" en el sentido más profundo de la palabra. Lo que se ensancha en san Benito es el entusiasmo de sentirse cada vez más libre para correr, apresurado, hacia ese Amado a quien uno busca alegre e impacientemente. En esta dinámica, Benito propone un camino que va del temor al amor, liberado de toda inquietud, a la manera de san Juan. La pedagogía del padre de los monjes maneja permanentemente esta lógica: todo comienza con el temor del "infierno" y desemboca en la naturalidad totalmente liberada del "Reino".
En este caminar pedagógico, se sugiere, con sutileza, una misericordia bellamente creativa (ver por ejemplo la invención de los "senpectas" del capítulo XXVII de la Regla) y una apuesta por la confianza prudente. El abad, en esta perspectiva, debe ser vigilante sin ser inquieto porque confía tanto en la gracia como en la humanidad.

2. El realismo benedictino.

Dicho optimismo y dicha confianza de fondo de san Benito no le quitan un sabio realismo que le viene de la experiencia. En esta línea, nuestro padre es asombrosamente modesto en sus expectativas. Varias veces, incluso, parece disculparse de dicha modestia (que la Regla llama "discretio") arguyendo, hasta con cierta aparente vergüenza, que los tiempos no son ya par el heroísmo de los padres monásticos (ver el último capítulo de la Regla).
Así, en varias oportunidades, Benito utiliza la palabra "amar" a propósito de preceptos propios al estado monástico. Por ejemplo, más que de ser casto "ya", se trata de "amar la castidad", lo que interpreto como ponerse en camino hacia relaciones humanas cada vez más liberadas del apego y de la posesividad.
Igualmente, a propósito de la pobreza (palabra que nunca se usa bajo la forma de precepto en la Regla), prefiere hablar del "vicio abominable" de la propiedad privada. Para evitarlo, cuida que cada uno tenga lo necesario, no según una norma uniforme, sino teniendo en cuenta la inmensa variedad de necesidades, de fuerzas y debilidades. Una vez más, lo que propone Benito es una conversión progresiva. Tiene en cuenta, como punto de partida, no un ideal preestablecido por alcanzar sino la realidad en la que nos encontramos.
Lo mismo ocurre con la obediencia al Abad. No se trata de una sumisión infantil sino del aprendizaje de una opción adulta por Cristo. Esta opción implica el saber dar su opinión como también acatar la decisión del abad sin murmuración, siempre por amor a Cristo. Pero, hasta este acatamiento se ve matizado por la invitación a comunicar al abad lo que nos parece imposible.
Este profundo realismo humano nos presenta el camino no tanto como una carrera deportiva (aunque no le faltan exigencias casi militares) sino como una curación progresiva de heridas y un desatar vínculos para poder ser feliz en el entusiasmo de la peregrinación humana.
Esta sabiduría monástica es profundamente actual en nuestro continente donde, como lo desarrollaremos más tarde, todos los candidatos que llaman a nuestra puerta llegan con graves heridas afectivas, heredadas del drama familiar, económico o político de la violencia universal.

3. Personalismo comunitario de la Regla.

Retomo aquí una intuición del Padre Frederic Debuyst, OSB., monje de Clerlande. El mismo se prestó esta expresión del filósofo Emmanuel Mounier, para aplicarla al arte de vivir monástico en la escuela de san Benito.
Me gusta más, en efecto, hablar de "arte" que de preceptos o ideales monásticos. En el caso presente, pues, san Benito se revela gran artista en el manejo del difícil equilibrio entre la solidaridad comunitaria y el crecimiento personal de cada hermano o hermana. Esto implica una atención constante y minuciosa, de parte del abad, a los ritmos, necesidades, experiencias y momentos tanto del avance común como del caminar personal. Polifonía difícil pero admirable donde el abad es el maestro de una orquesta de cámara y cuida que ningún instrumento se escape del tempo común o imponga dictatorialmente su timbre y su ritmo (ni siquiera desde el abad). Pero cuida igualmente la partitura específica de cada instrumento, su coloración propia para que la ejecución no sea una especie de masa sin contorno sino un encaje de carismas.
La comunidad está al servicio respetuoso del nacimiento del hombre nuevo en cada persona, y cada persona al servicio del Reino en vía de realización en esta Nueva Jerusalén que es, en esperanza, la comunidad monástica.
En este sentido, si nos referimos, una vez más, al capítulo primero de la Regla a propósito de los diferentes géneros de monjes, podríamos afirmar que todo benedictino es a la vez cenobita, es decir comunitario en la acogida y realización de la Nueva Jerusalén monástica, y anacoreta, solitario, en su camino misterioso hacia su Señor. Ni colectivismo comunista, ni individualismo capitalista sino personalismo comunitario.
Esta propuesta tiene todo para seducir al hombre y a la mujer posmodernos. Pero no puede ser barata, al desligarse de la exigencia profética del "no" y del "sí" de nuestras opciones de partida.
Para evitar este peligro, san Benito planta una columna vertebral firme que articula las dos dimensiones de su humanismo: persona y comunidad. Esta columna, unificadora y separadora a la vez, es el propio Cristo. Así, la persona no debe preferir nada al amor de Cristo, lo cual le evita caer en la trampa individualista de la "voluntad propia". Pero, igualmente, la comunidad debe ver en todo ser humano, empezando por sus propios hermanos y hermanas, el rostro de Cristo. Este a priori evita toda tentación de dictadura colectiva.

III. La vida benedictina: un camino laical.

Siguiendo con nuestro exigente diálogo entre posmodernidad y vida monástica, quisiera abordar aquí un aspecto esencial de la intuición de san Benito: la dimensión laical de nuestro camino. En efecto, si hay un aspecto de la estructura eclesial que se encuentra particularmente en crisis, en esta coyuntura, es el clericalismo. No se puede negar que, a lo largo de la historia, la vida monástica masculina occidental se ha clericalizado cada vez más. En la época de Vaticano II volvimos a la conciencia de nuestra identidad esencialmente laical o, como dicen algunas constituciones monásticas postconciliares, "ni laical ni clerical sino monástica". Esta identidad "sui generis" afirma una cierta marginalidad y libertad respecto a la estructura eclesiástica global, y una cierta solidaridad y cercanía con sectores de la Iglesia, y de la sociedad en su conjunto, bastante distantes de la institución eclesial. Dicha postura fronteriza es seguramente un elemento fuerte para tomar en cuenta en el presente diálogo.

Un camino evangélico de la vida diaria.

La propuesta monástica tiene un sabor familiar propio que privilegia la sencillez modesta y repetitiva de lo cotidiano. Para retomar una expresión en boga entre los teólogos actuales, nosotros privilegiamos los pequeños relatos y desconfiamos espontáneamente de las ideologías abstractas, de los grandes relatos. En la Regla, por ejemplo, los capítulos sobre alimentación, trabajo, horario, comida y sueño no son menos importantes que los que tratan de la espiritualidad. Asimismo lo grande se averigua en lo pequeño, lo sublime en lo trivial, lo divino en las relaciones de cada día. En este sentido, la vida monástica es más una parábola de evangelio que un discurso ideológico o teológico. Así comprendo, personalmente, aspectos como el silencio, la discreción monástica y la clausura, por ejemplo.
Esta nazareneidad del monje coincide discretamente con el pragmatismo y la búsqueda de sentido inmediato de nuestros contemporáneos. Desconfiados ante toda ideología, el hombre y la mujer posmodernos quieren experimentar lo bueno de la vida en su encarnación muy concreta. En esta línea el monje no propone un aprendizaje de verdades y técnicas. Como Jesús, se presenta a la manera de una parábola. Su silencio está diciendo: "quien tiene oídos que escuche", y "ven y verás".

La sensibilidad laical de los monjes.

Indudablemente, san Benito y los benedictinos tenemos una sensibilidad laical. Nuestro padre era laico y desconfiaba bastante de todas las categorías de clérigos. Lo que le asustaba en el orden clerical era la tentación permanente de prepotencia y la búsqueda de privilegios. Los dos capítulos que hablan del tema en la Regla reflejan esta inquietud.
Quizás sería exagerado hablar de anticlericalismo benedictino. Pero sí, san Benito considera el orden como un carisma y un ministerio al servicio de la comunidad y nada más. Podríamos decir que el marco referencial de toda la organización monástica es laical y que los clérigos se ven sometidos en todo por igual a dicha referencia (a excepción del honor que se merece su ministerio sagrado y, más aún, sus méritos morales y espirituales como personas). A la diferencia de ordenes y congregaciones activas posteriores, donde todo está pensado en función de los clérigos, la vida monástica invierte el esquema y hace de los monjes clérigos una especie de diaconía minoritaria de sus hermanos y de la comunidad.
Esta figura laical del monaquismo propone lo que llamaríamos una eclesialidad, es decir una dinámica de relaciones eclesiales, plural y familiar. De alguna manera, la "iglesia monástica" es un prototipo del pueblo de Dios en su inmensa diversidad hasta de generaciones (ver los capítulos sobre los niños, lo jóvenes y los ancianos), de clases sociales (nobles y pobres) y de género (ver el episodio del encuentro con Escolástica en los Diálogos).

La acogida como experiencia de Pentecostés.

Si bien es cierto la acogida benedictina es centrípeta, sin embargo su abertura es de lo más universal. Tradicionalmente, en efecto, el monasterio se presenta como un refugio para quienquiera (según la bella expresión de Benito), un pozo en el desierto del mundo para todos los sedientos. En este sentido somos, los monjes, una Iglesia de frontera y sin frontera, para el "mundo" que se encuentra al margen del Mundo y de la Iglesia.
Esta atención fronteriza de los monasterios implica una escucha silenciosa y discreta de la "alteridad universal", de la diferencia social, cultural, moral y religiosa o ideológica. La "discretio" se traduce en un respeto absoluto del secreto del otro. El a priori cristológico universal de la acogida monástica (en todo huésped ver a Cristo) no tiene ni condición ni límite.
Presentar así la acogida monástica como experiencia de Pentecostés (hablar diversidad de lenguas y ser entendidos en la lengua de cada uno) implica una misión específicamente monástica: la presencia. El monasterio ejerce un ministerio de simple presencia de comunión, de acompañamiento discreto y benévolo de la historia humana en su diversidad y fragilidad. Esta característica pentecostal de lo monástico entra, una vez más, en sintonía con la civilización posmoderna, movediza y plural y matiza lo abrupto y escandaloso de la estructura y de la estabilidad benedictinas.

IV. Un camino de reconciliación.   


La crisis de la fidelidad.
Del grupo a las redes.
La cultura de la duna y la estabilidad.
La utopía de la armonía y el cuestionamiento de todo proyecto, incluyendo la salvación.
La crisis de la autoridad.
Paternalismo benedictino y democracia neoliberal.
Personalismo comunitario e individualismo.
Ascesis y placer.

VI. Conclusión: ¿es posible ser monje hoy en América Latina?


IV. Un camino de reconciliación.

En términos más posmodernos, me atrevería a hablar de la obediencia y de la humildad como de un itinerario de reconciliación. Abordaré aquí tres dimensiones de este camino: la reconciliación consigo mismo, contenida en la utopía del "monos", el monje; la reconciliación con el universo y Dios, a través de la liberación contemplativa, y la reconciliación de género a través del estilo de vida y de la hospitalidad.
Al presentar la vida monástica como un proceso lento y continuo de reconciliación, pienso, evidentemente, en esta sociedad quebrada, herida y dividida. En este sentido, no imagino el monasterio como una reunión de "elites" y de "perfectos" sino como un hospital de las almas y de los cuerpos. Esta opción tendrá mucha importancia en el momento de plantearnos los criterios de discernimiento vocacional y las modalidades de formación a la vida monástica. El objetivo es sanar a gente herida y no separar del torbellino doloroso del mundo a gente excepcional.

Lo "monástico" como reconciliación consigo mismo.

Estoy convencido que la utopía monástica apunta en primer lugar a la reconciliación del ser personal. Panikar habla de "simplificación". Nosotros utilizamos en el mismo sentido la palabra unificación. El monje emprende un largo camino de unificación de las energías dispersas y conflictivas de su ser. Este proceso apunta a destruir en uno mismo todo temor y toda violencia. El camino de esta reconciliación es la obediencia y la humildad en el silencio, el retiro, la discreción, la clausura etc. De alguna manera el objetivo es alcanzar la libertad de san Benito, del que Gregorio nos dice que "estaba siempre consigo mismo". Esta propuesta es una buena nueva en un continente y una cultura destrozados por la vergüenza, la desconfianza, la baja autoestima, la angustia y la duda de identidad a todo nivel (sexual, cultural, social etc.).

De lo monástico a lo contemplativo: una reconciliación con el universo y con Dios.

Yo sé que no hay que identificar lo monástico con lo contemplativo y que muchos de nuestros monasterios no podrían definirse como esencialmente contemplativos en una perspectiva estrechamente canónica. Sin embargo, me parece que la contemplación impregna la totalidad del acontecer monástico y que el objetivo espiritual esencial es el "no anteponer nada al amor de Cristo", según la expresión de la Regla, es decir estar en comunión permanente con Él.
Si me refiero a la última visión de san Benito en los Diálogos, donde nuestro padre ve el universo entero concentrado en un solo punto de luz, considero que simboliza el ensanchamiento progresivo del corazón orante del monje. Este corazón, al liberarse de todo deseo particular, corre a sus anchas porque adquirió una respiración a la dimensión del mundo y de Dios. Como muchos místicos, lo que Benito experimenta en esta visión es el encuentro del mundo y de Dios, su reconciliación final y total en la persona del contemplativo. Esta experiencia tiene algo que ver con las intuiciones de Teilhard de Chardin.
Sin ninguna duda, nuestra cultura posmoderna, especialmente en América Latina, es más sensible a la experiencia de armonía mística que a los discursos ideológicos y éticos. La Vida Monástica responde, de alguna manera a esta aspiración de "bien estar" y, más aún, de "bien ser" con el entorno, consigo mismo y con Dios.
Lo contemplativo, en definitiva, es la cumbre de la "rehumanización" monástica. Así comprendo los dos largueros de la escala de la humildad: el alma y el cuerpo reconciliados en Cristo.

Una experiencia benedictina del género.

Lejos de ser misóginos (o de temer a los varones en el caso de las benedictinas), considero que los monjes, por su estilo de vida, buscan, como en un delicado encaje, armonizar lo femenino y lo masculino, constitutivos de toda verdadera humanidad. Sin caer en los estereotipos caricaturizados, podemos afirmar que la vida del claustro es una verdadera aventura de género por la búsqueda de la belleza, la acogida, la liturgia, la escucha, el trabajo, el cariño respetuoso entre generaciones etc.
En esta línea, me inclino a pensar que la evidente atracción afectiva de san Benito por las mujeres (la nodriza, la amante y la hermana) y el evidente apego de las mismas hacia él, han debido influir en el estilo de relaciones y de convivencia que Benito nos propone. La muerte de Escolástica, por ejemplo, tal como nos la narra san Gregorio, sobre todo el episodio de la tumba común exigida por san Benito, son todo un símbolo elocuente de esta santa reconciliación final de la mujer y del varón después de largas luchas por liberarse de las ataduras del deseo, reconciliación que es el verdadero nombre de la castidad y, más aún, de la caridad.
Para el hombre y la mujer posmodernos, heridos profundamente en su identidad y su relación de género, este camino benedictino de liberación, reconciliación y transfiguración del eros es fuente de una alegría inmensa.

V. Crisis del monaquismo en postmodernidad.

Hasta aquí hemos subrayado, en el cara a cara benedictino con el mundo, los aspectos más proféticos y más favorables al diálogo en la coyuntura actual. Esta presentación podría pecar de idealismo e ingenuidad si no la confrontamos con la evidente y profunda crisis de la propuesta monástica en la situación de la sociedad latinoamericana de hoy. En efecto, si disponemos, en nuestra mejor Tradición, de tantos elementos convincentes, ¿porqué convencemos tan poco? Quisiera, precisamente, dedicar este espacio a plantearme con sinceridad y humildad, dicha pregunta.
En la perspectiva de la refundación, por la que opté al comenzar estas reflexiones, la pregunta de la crisis apunta siempre hacia dos direcciones: la primera es nuestra infidelidad a estos fundamentos de la espiritualidad benedictina. Si no convencemos es porque ya no somos signos de lo que proclamamos. A través del tiempo, nuestra vida se ha caricaturizado, "mundanizado", pervertido, hasta llegar a contradicciones fragrantes. Más aún, en nuestros estilos de instituciones y modos de vida se han introducido mecanismos perversos, deshumanizadores, patógenos. Esta afirmación no es exclusiva de la vida monástica. Vale para el conjunto de la Vida Consagrada. Pero es importante interrogarnos sobre estos mecanismos en nuestro contexto. Pues, si no los denunciamos y no sanamos, repetiremos siempre los mismos errores, caeremos infinitamente en los mismos impasses. Además, cabe preguntarse si es legítimo proponer a esta generación un modelo que les va a enfermar más en vez de sanar y liberarlos.
Pero es cierto también que la coyuntura cultural, social, política, económica y hasta religiosa de nuestro continente y del mundo posmoderno cuestiona hasta lo más sublime de nuestra propuesta. Lo que nos toca vivir ya no es sólo un Pentecostés entre diversos lenguajes humanos sino un diálogo entre planetas extremadamente distantes. El riesgo de esta constatación es doble: o bien la vida monástica se considera como un todo intangible en su forma y sus contenidos y se condena así a la "muerte de Sócrates", encerrada en su noble manto de certezas; o cedemos a las seducciones del mercado y rebajamos de manera vergonzosa las exigencias proféticas de nuestra propuesta para poder sobrevivir en una mediocridad tan mortífera como la postura anterior.
La refundación intenta evitar estos dos escollos. Propone, en primer lugar, reencontrarnos con lo fundante de la Tradición, aún si es abrupto y escandaloso para el mundo de hoy. Para tal fin, refundar implica arrepentirse y convertirse, renacer del Espíritu como Nicodemo, y despedirse de los atuendos contra-testimoniales de nuestros estilos e instituciones.
Pero, refundar implica a la vez dejarse interpelar por la cultura actual para preguntarnos qué de nuevo nos puede enseñar. ¿Qué lenguaje nuevo de evangelio para hoy, qué carismas adormecidos o inéditos nos puede revelar? En efecto, la vida monástica, como toda la vida religiosa, es ante todo una respuesta histórica y no un modelo a priori. El Espíritu es constante y cambiante a la vez, como la vida, como la historia, y hay que dejarle cambiarnos para esta época. No hay que confundir estabilidad con rigidez de cadáveres, aún si son cadáveres revestidos del oro prestigioso de nuestras tradiciones.

Una profunda crisis institucional.

Todos los estudiosos de nuestro tiempo están de acuerdo en su caracterización de la cultura contemporánea como la muerte de todo discurso ideológico y de todo el sistema institucional al que sustentan, justifican y sostienen. Todos los discursos, en postmodernidad, han perdido su credibilidad, especialmente los discursos que proponen una salvación (religiones, marxismo etc.). No es de asombrarse, entonces, que el discurso religioso sea uno de los más afectados por el cataclismo y, dentro del mundo religioso, los sistemas más institucionalizados.
No podemos negar que la vida monástica, a lo largo del tiempo, ha ido institucionalizándose cada vez más. Dentro del abanico de las propuestas de vida consagrada, el monaquismo es seguramente una de las que deja el margen más estrecho para improvisar y para lo imprevisto, que sea en los horarios, las formas y estilos de oración y celebración, como en la expresión de los sentimientos e itinerarios personales. Nuestra estabilidad se ha encarnado en una especie de monotonía agraria (aún si transgredimos constantemente el modelo a nivel individual de manera no oficial), muy diferente del movimiento creativo perpetuo de la vida urbana.
Precisamente, más grave que lo monolítico de nuestros estilos, hay que denunciar el individualismo que se intrometió en nuestro precioso personalismo comunitario.
Debemos reconocer, además, que la discreción benedictina se presta siempre al riesgo de lo que en francés se llama el "diletantismo". Se trata de una forma de vivir simpática, humanista, elegante, pero sin mayor relevancia para el individuo, el grupo y la sociedad o la Iglesia. No molestamos a nadie pero tampoco significamos algo decisivo en el paisaje. Somos "aficionados" más que profesionales de la profecía que pretendemos vivir. Y si este "esteticismo" sin peligro, propio del benedictinismo histórico, se reviste de los signos privilegiados de la buena burguesía, nuestra neutralización social, eclesial y cultural se vuelve perfecta.
En nuestro continente, a diferencia de la vieja Europa por ejemplo, no hay verdadera tradición monástica y la imagen de lo monástico en la opinión pública va pocas veces más allá de lo folklórico tal como aparece en las novelas o telenovelas. La realidad de nuestras vivencias en los terrenos de la mística, de la ascesis, del compromiso histórico con nuestros pueblos sufrientes, de las relaciones fraternas ¿es lo suficientemente convincente para cambiar esta imagen? Pregunta grave y esencial.

La crisis de la fidelidad.

La socióloga de las religiones Danielle Hervieu-Léger caracteriza la postmodernidad como una mutación social de una estructura grupal hacia un sistema de redes. En esta perspectiva, toda la historia humana, y en particular la modernidad, se estructuró alrededor de los grupos: familia, comunidad, etnia, religión etc. Lo propio del grupo es, precisamente, dar identidad y conciencia de pertenencia al individuo. Esta identidad y pertenencia apuntan a la permanencia y se apoyan en un discurso ideológico y una construcción institucional. La doctrina y la moral occidentales en su conjunto, incluyendo por supuesto lo cristiano, se refieren enteramente a dicho horizonte.
La cultura de las redes, en la que estamos entrando rápidamente, no busca ni identidad ni pertenencia, menos aún permanencia y proyecto. Su ideal es la comunicación plural y efímera, productora de armonías sucesivas. En este sentido, asistimos a lo que podríamos llamar una especie de "orientalización" del Occidente en una cultura del cambio perpetuo sin contorno ni otro objetivo preciso que la armonía.
¿Cómo comprender, por lo tanto, en esta cultura "duna", como la hemos llamado en otra oportunidad, la propuesta benedictina de la estabilidad y su proyecto de santidad y salvación? ¿Cómo convencer del gozo de un compromiso único y definitivo en la variación permanente de la "búsqueda de Dios" benedictina? Si esta pregunta atraviesa toda la propuesta cristiana en una cultura de la pasajero, nos concierne particularmente a nosotros los monjes.
La utopía posmoderna, en vez de presentarse como un proyecto de salvación, espera una sanación, una felicidad, una reconciliación dinámica e inmediata. En lo que hemos rescatado de nuestra Tradición, me parece, por lo tanto, que debemos privilegiar la dimensión de itinerancia reconciliadora y sanadora más que los aspectos institucionales e ideológicos de nuestro modelo. Por allí iría, me parece, una intuición de refundación que saque del tesoro benedictino lo viejo y lo nuevo.

La crisis de la autoridad.

Dentro del cuestionamiento posmoderno global a la ideología y a sus instituciones, es, indudablemente, la justificación y el ejercicio de la autoridad que se ven más socavados. Supongo que todos los superiores y superioras aquí presentes comparten secretamente mis sentimientos. Personalmente no deseo a nadie la desgracia de ser abad o prior en estos tiempos y, a la vez, desearía que, de inmediato, se presentaran diez candidatos entusiastas a la sucesión. Ser superior hoy es algo que se asemeja al martirio sin, siquiera, el consuelo de apología alguna.
Este drama de la autoridad en contexto posmoderno se acentúa más aún en la Tradición monástica en la que este servicio es privilegiado sobre cualquier otro y se entiende como paternidad espiritual definitiva o, por lo menos, a largo plazo. ¡Qué bueno sería, a la manera moderna y democrática, limitar nuestro servicio a una sana y eficaz administración del monasterio y de sus miembros por un tiempo reducido, cómo en cualquier congregación más reciente! Pero, desgraciadamente, es precisamente lo que san Benito rechaza. El abad debe estar por encima de las preocupaciones materiales para estar al cuidado de las "almas", es decir del itinerario espiritual de cada uno y del grupo en sí, de sus vocaciones. Por este motivo, nuestro padre insiste para que se delegue a otros todo lo que podría distraerle de esta responsabilidad, como son la economía y la administración (aún si de él deben depender en última instancias).
¿Es compatible el "paternalismo" benedictina con la mentalidad democrática moderna, sobre todo con sus caricaturas extremistas neoliberales? Esta pregunta no es tan fácil de contestar. Por una parte, un ejercicio monárquico de la autoridad es hoy día algo imposible e incluso perverso. La democracia es un bien irrenunciable hasta en los monasterios. Además, el abad posmoderno no tiene hombros suficientes para tanta carga. Por otra parte su exagerada centralidad en el monasterio lo reduce cada vez más a una especie de "punching ball" comunitario donde todos los hermanos de todas las edades y el grupo en sí ejercen sus puños, expresando así sus inseguridades congénitas, sus heridas familiares pasadas y su afán bulímico de independencia a la vez que su dependencia afectiva contradictoria. Con esta descripción, algo caricaturizada pero cercana a la realidad, quiero afirmar que es seguramente esta sagrada institución abacial, columna vertebral de la Regla, la que, con mayor urgencia, necesita ser refundada. Pero no me pregunten cómo. Intuyo que esto dependerá del coraje y de la madurez de cada comunidad al confrontar la Regla con la realidad comunitaria y cultural de su propio contexto. No creo que sean los capítulos generales ni los congresos de abades quienes tengan que refundar el abaciado. Se trata de una tarea de todos los miembros de la comunidad, incluyendo los más jóvenes, como lo señala san Benito en su capítulo sobre el consejo. Pero esta tarea promete conflictos, desánimos e impasses. Hay que tener la valentía de arriesgar el consenso. Fuera de este esfuerzo común no doy mucho, en el futuro, de nuestra institución monástica tutelar. Pues, detrás de dicho debate, son la obediencia y la humildad que necesitan ser refundadas para ser reasumidas. Si no las refundamos seguirán siendo lo que son hoy: un saludo a la bandera sin ninguna encarnación convincente.
Pues, esta generación posmoderna (no hablo sólo de los jóvenes) tiene un prurito de independencia y, a la vez, una incapacidad congénita de iniciativa y de riesgo autónomo. Esta contradicción hace que el "punching ball" abacial sirva a su vez como bolla de naufragio para una comunidad tremendamente fragilizada. El abad termina, en esta contradicción, de rehén de un juego imposible, tachado una vez de dictador y otra de indeciso, lo que lo arrincona literalmente en la impotencia.
En esta encrucijada de la autoridad monástica, entra de manera ejemplar la dialéctica ascesis – placer. En la perspectiva de la Regla, es el abad el encargado de encaminar a los hermano/as y a la comunidad hacia la libertad espiritual que implica mística y ascesis. Pero, en el contexto posmoderno exageradamente individualista, la crítica, o la simple observación, sobre todo si se hace en comunidad, es un tabú cuya trasgresión es considerada por el grupo como la peor falta de un abad. En esta dialéctica, la autoridad se ve reducida, una vez más, a una institución muda. Pero, el problema no es tanto el cuestionamiento al esquema monástico de autoridad, crítica que, personalmente, estimo válida y útil. Lo grave es el vacío abismal que deja la neutralización del mecanismo abacial por este proceso.

VI. Conclusión: ¿es posible ser monjes hoy en América Latina?

No quiero terminar esta primera reflexión escandalizándoles irremediablemente. Empecé diciendo que mi meditación sería una lectura de fe: fe en Jesucristo y su Espíritu que atraviesan toda la Historia y, por lo tanto, la nuestra; fe en la vigencia de la vida consagrada en todo tiempo y, en particular, en este; fe y amor profundo por la Tradición Benedictina a la cual debo todo, prácticamente.
Pero no puedo cerrarme los ojos. Los tiempos que vivimos son muy graves, en todo sentido, incluyendo lo que Benito dice de la "gravitas". Esta gravedad concierne tanto lo que me atrevería a llamar, con mucho cariño, nuestra gentil "decadencia" monástica como los retos que la nueva cultura plantea a lo más fundamental del evangelio y de la experiencia cristiana..
Por lo tanto, no me atrevería a contestar a la pregunta que yo mismo les lanzo. No tengo respuesta todavía pero, sí, muchos interrogantes y aún más objeciones y dudas. Lo cierto es que el futuro de lo monástico en nuestro continente y en esta coyuntura será difícil e implicará una conversión radical con expectativas bastante modestas en cuanto a número de monjes y prestigio de nuestras comunidades.
Por supuesto, podríamos adoptar una postura de repliegue, y no son pocos los que escuchan dichas sirenas, regresando a esquemas premodernos y cuidando un escrupuloso aislamiento de la vida monástica de cualquier miasma posmoderno. Pero esto me parece una opción (inconsciente e irresponsable) por la muerte.
Si, en cambio, buscamos ser fieles a la vez a la Tradición y a los signos de los tiempos, debemos prepararnos a un largo proceso de liberación y de conversión radical que, en este contexto, llamo refundación.
Dicha propuesta, pasa, evidentemente, pero no exclusivamente, por la formación. Si, en mi segunda reflexión, me atrevo a plantear una propuesta de formación monástica para el hoy de América Latina, es que, a pesar de mis muchísimas dudas y de mis cuestionamientos infinitos, opto por creer en un futuro nuevo y fecundo para los monjes en este continente. Este futuro lo veo no tanto desde la preocupación por nuestra propia supervivencia, sino porque creo que podemos ser una buena noticia de felicidad y liberación para nuestra gente de aquí y de hoy.



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