viernes, 26 de julio de 2013

CUENTO DEL MONJE


PROLOGO DEL CUENTO DEL MONJE

Cuando yo concluí mi cuento de Melibeo, de Pru­dencia y de la benignidad de esta dama, nuestro hostelero exclamó:
-Como soy buen cristiano y por el precioso Cor­pus Madriam aseguro que daría más valor que a un tonel de cerveza al hecho de que mi mujer hu­biese oído este cuento. Porque ella no tiene la pa­ciencia de la esposa de Melibeo. ¡Por los huesos de Dios! Sabed que cuando yo azoto a mis servidores, ella acude con las trancas más recias y comienza a clamar: «¡Mata a esos perros! ¡Rómpeles las costi­llas! ¡No les dejes hueso sano!»
Y si alguna vez alguien de mis vecinos no cede el puesto en la iglesia a mi mujer o la ofende de cual­quier suerte, ella retorna a casa y me increpa: «¡Ah, falso y cobarde! ¡Venga a tu mujer! ¡Por los huesos del Corpus que vale más que tú me des tu cuchillo y yo te daré a ti mi rueca para que hiles!» Y de la mañana a la noche está repitiéndome: «¡Ay de mí, que me criaron para casarme con un apocado, con un sandio cobarde, que siempre queda por debajo de todos! Si, que no sabes defender el decoro de tu es­posa»
Y esta vida llevo yo, si no quiero pendencias. Cuan­do la oigo así, me apresuro a salir de la habitación, porque si no estaría perdido, de no tener la teme­ridad de un león de las selvas. Ya veo que algún día me hará matarme con algún vecino, y ese será mi fin, porque yo soy peligroso cuando empuño el cu­chillo; y esto es verdad, aun cuando también lo sea que con mi mujer no me atrevo a enfrentarme; porque tiene los brazos duros, como verá cualquiera que la ofenda o critique.
Y luego añadió:
-Pero dejemos este asunto y vos, señor monje, po­ned satisfecha la cara, que a vos os toca ahora con­tar un cuento. Ya vamos llegando a Rochester. Ea, señor, adelantaos y no queráis quebrar nuestro en­tretenimiento. Pero decid: ¿cómo os llamáis? ¿Don Juan, don Tomás o don Albano? ¿Y de qué linaje descendéis por línea paterna? Voto a Dios que tie­nes blanca la tez y que a buenos pastos acudes, que no pareces penitente ni ánima en pena. A fe que tú debes ser funcionario de tu Orden, ya digno sacris­tán o despensero, porque así me socorra el alma de mi padre como entiendo que en tu casa eres hombre de pro. Sí, no eres monjecillo de poca monta, ni no­vicio, sino regidor cauto y sagaz, a más de lo cual estás bien servido de huesos y miembros. Dios con­funda al que te llevó a religión, que tú hubieras sido gran semental. Si tanta licencia tuvieres como tie­nes facultades para engendrar criaturas, hubiéras­las engendrado en abundancia. ¡Cuán ancho manteo llevas, hombre! Castígueme Dios si yo, de ser papa, no haría que todo hombre vigoroso, tonsurado o no, tuviese mujer. Sí, pues el mundo está perdido. La religión se lleva los mejores gallos y no quedamos como seglares sino los enclenques. Y de árboles dé­biles nacen retoños míseros. Por eso nuestros here­deros son tan desmedrados y tan poca cosa y luego no valen para tener descendencia; y así nuestras mujeres quieren probar mejor suerte con los mon­jes. Porque vosotros pagáis mejor que nosotros los débitos de Venus, y no ciertamente con moneda lu­xemburguesa. Empero, no te resquemen mis chan­zas, señor, que muchas veces digo veras en burlas.
El digno monje acogió la plática con paciencia y dijo:
-Procuraré afanarme en narraros un cuento del todo acorde con la honestidad, y aun dos o tres, si os pluguiere. Si me atendéis, os relataré la vida de San Eduardo. Aunque mejor será que os diga algunas tragedias, de las que guardo en mi celda un centenar.` Según los antiguos textos nos declaran, llámase tra­gedia a la historia de quien estando en gran prospe­ridad, cae en gran miseria y termina su vida de ma­nera aciaga. Generalmente se componen en versos de seis pies, o hexámetros, pero también se usan otros metros e incluso la prosa.
Pero basta ya de explicaciones, y oíd. No enume­raré por su orden las cosas referentes a los papas, emperadores y reyes, esto es, no los distribuiré por épocas según los escritos, sino que las diré a medida que me acudan a la memoria. Excusad ésta mi ig­norancia.


CUENTO DEL MONJE
Voy, a modo de tragedia, a deplorar los infortunios de quienes, hallándose en elevado estado, cayeron de tal suerte que no hubo remedio que les sacara de su desventura. Porque en verdad, Cuando la fortuna quiere eludirse, nadie hay que pueda detener su mar­cha. Así, nadie confíe en la prosperidad ciega, sino que procure precaverse oyendo estos ejemplos anti­guos y modernos.
LUCIFER

Empiezo por Lucifer, aunque fuese ángel y no hom­bre. La fortuna no puede dañar a ningún ángel, pero él, por su pecado, cayó de su alta condición al in­fierno, donde persevera. ¡Oh, Lucifer, refulgente en­tre todos los ángeles! Ahora eres Satanás y vedado te está salir de la miseria en que caíste.
ADÁN

Ved a Adán en los campos de Damasco. Formado fue por el mismo dedo de Dios y no engendrado por la impune simiente humana. Dueño era de todo el Eden, menos de un árbol. Nunca hombre alguno vivió en tan alta condición como Adán hasta que, por sus malas obras, cayó desde su mucha prospe­ridad al trabajo, a la desgracia y al infierno.

SANSÓN
Fue Sansón anunciado por los ángeles mucho an­tes de su nacimiento, y le consagraron a Dios To­dopoderoso, manteniéndose largo tiempo en elevado honor. Nadie existió nunca con tanta fuerza y valor como él, pero reveló a las mujeres su secreto y esa razón hízole morir míseramente y a sus pro­pias manos.
Sansón, noble y poderosísimo paladín, cuando iba a celebrar sus bodas, mató y descuartizó, sólo con sus manos, a un león. Su engañosa mujer suplicó-le y le contentó de tal modo, que al fin averiguó su secreto y entonces lo reveló perversamente a sus enemigos, abandonándole luego y huyendo con otro.
Airado Sansón, apresó trescientas zorras, ató una tea a la cola de cada una, prendió fuego a las teas y los animales incendiaron así todo el cereal, oli­vos y vides de la comarca.
El mismo Sansón mató mil hombres el solo, sin usar otra arma que la quijada de un borrico. Y luego de aquella matanza faltóle poco para morir de sed, y entonces pidió a Dios que se apiadara de sus sufrimientos. Entonces brotó de la seca quija­da del asno una fuente en que Sansón apagó su sed. En el Libro de los Jueces puede verse cómo Dios auxilió a Sansón.
Una noche arrancó las puertas de Gaza, a pesar de los muchos filisteos que guarnecían la ciudad, y condújolas sobre sus propias espaldas a la cús­pide de una altura, para que todos pudieran verlas.
¡Oh, noble, potentísimo, afable y buen Sansón! En verdad que habrías sido hombre sin par en el mundo de no haber revelado tu secreto a las mu­jeres.
Nunca bebió Sansón vino ni bebidas fermentadas, ni, por mandato del emisario divino, consintió que to­casen las tijeras su cabellera, porque toda su fuerza residía allí. Durante veinte años seguidos ejerció el gobierno de Israel. Pero luego estaba llamado a llorar mucho, pues las mujeres habían de reducirle a triste condición.
Declaró a Dalila, su amante, que toda su fuerza con­sistía en sus cabellos, y ella le vendió traidoramente a sus enemigos. Un día, mientras el descansaba en sus brazos, ella le hizo cortar o tonsurar la cabellera, y así descubrió el origen de su fuerza a sus enemigos, l44 cuales, viéndole de aquel modo, le amarraron só­lidamente y le sacaron los ojos.
Antes de perder la cabellera, no había cuerda capaz de ligarle. Pero después se vio cautivo en una maz­morra, donde le hacían manejar un molino. ¡Oh, noble Sansón, el más vigoroso de las hombres! ¡Oh, juez an­taño circuido de gloria y riquezas! Nada te queda sino llorar con tus ojos ciegos, porque de la dicha te hun­diste en la desgracia.
El infortunado Sansón acabó de la manera que os diré. Un día sus enemigos celebraban una fiesta y quisieron que él les divirtiese allí, a guisa de bufón. El festín era en un templo muy suntuoso; pero todo lo desconcertó Sansón sacudiendo y derribando dos de las columnas, con lo que el templo se derrumbó, pere­ciendo bajo las ruinas Sansón y sus enemigos. Todos los príncipes y hasta tres mil personas más murieron bajo las piedras del templo. Pero baste de Sansón por ahora. Aprended de ese ejemplo antiguo y palmario y nadie revele a su mujer las cosas que le convenga mantener secretas, tanto respecto a su cuerpo como a su vida.

HÉRCULES

Mucha honra y alto renombre dieron al soberano conquistador Hércules sus trabajos. Fue en su tiempo la flor de la fuerza. Mató y desolló al león, abatió la soberbia de los centauros, exterminó a las crueles arpías, robó las manzanas de oro defendidas por el dra­gón, y, expulsó a Cerbero, el perro del infierno. Mató al cruel tirano Busiris e hizo que su propio caballo le comiera la carne y los huesos, mató a la venenosa serpiente de fuego, rompió uno de los dos cuernos de Aqueloo, mató a Caco en una pétrea gruta, mató al vigoroso gigante Anteo, mató a un hórrido label y durante mucho tiempo sostuvo el cielo sobre sus es­paldas.
Nunca, desde los comienzos del mundo, hubo quien aniquilase tantos monstruos como el. Difundióse su fama por el vasto mundo, tanto por su fuerza como por su mucha bondad, y anduvo visitando todos los reinos. Tan fuerte era que no hallaba nunca compe­tidor. Dice Trofeo que en los dos extremos de la tie­rra puso Hércules una columna señalando el confín del mundo.
Aquel noble campeón tenia una amante llamada De­yanira, mujer lozana como el mes de mayo. Ella, se­gún los cronistas, le regaló una túnica nueva y sutil. Pero aquella túnica estaba artificiosamente envenena­da, y no la había vestido Hércules medio día cuando toda la carne se le desprendió de los huesos. Cierto que algunos autores disculpan a la mujer y acusan a Neso, tejedor de la túnica. No seré yo, pues, quien acuse a Deyanira.
Pero el llevó la túnica sobre su espalda desnuda y su carne se ennegreció por la acción del veneno. Vien­do que no habla remedio a su mal, arrojóse a un fue­go, no queriendo sucumbir envenenado.
Tal fue el fin del poderoso Hércules. ¿Quien, pues, puede confiar un solo instante en la fortuna? El que camina con el tropel de este mundo, a menudo cae muy bajo, casi sin percatarse de ello. Muy sabio es quien aprende a conocerse a sí mismo. Vivid preca­vidos, que cuando la fortuna os lisonjea es que os ace­cha para destrozaros del modo que menos pudierais imaginar.
NABUCODONOSOR

Difícil es describir con humana lengua el poderoso trono, el valioso tesoro, el glorioso cetro y la regia majestad de Nabucodonosor, dos veces conquistador de Jerusalen, de donde se llevó los vasos del templo. Su residencia principal era Babilonia, en la que habitaba entre placeres y glorificándose.
Mandó hacer eunucos a los más hermosos niños de la sangre real de Israel, y los convirtió en sus escla­vos. Entre ellos estaba Daniel, más sabio que ninguno, y él interpretaba los sueños del rey, lo que ningún sa­bio caldeo era capa .de ejecutar.
El soberbio Nabucodonosor mandó fundir una esta­tua de oro, de sesenta codos de alto y siete de ancho, y ordenó que la adorasen todos, jóvenes y viejos, de­biendo al que desobedeciera ser quemado en un rojo y ardiente horno. Mas Daniel y sus dos jóvenes com­pañeros no consintieron en tal idolatría.
Aquel rey de reyes era altivo y soberbio, y pensaba que Dios no podía mudar su condición. Y he aquí que de pronto perdió su dignidad y se vio semejante a una bestia, ya que comía forraje como un buey, per­noctaba a campo raso y andaba errante con los ani­males salvajes. Sus cabellos se habían vuelto como las plumas del águila y sus uñas como las garras de las aves.
Al cabo, llegado cierto año, Dios le perdonó y le de- volvió la razón. Entonces Nabucodonosor, con muchas lágrimas, dio gracias a Dios y toda su vida se alejó de obrar mal ni cometer iniquidades. Y siempre hasta la hora de su muerte reconoció el poder y la gracia de Dios.
BALTASAR
El hijo de Nabucodonosor llamábase Baltasar y he­redó el reino de su padre, pero no aprendió con el ejemplo paterno. Era soberbio de corazón y de carác­ter y, además, idólatra. El verse tan elevado confirma­ba su orgullo, mas la fortuna le humilló e hizo que su reino se dividiera repentinamente.
En una ocasión dio Baltasar un festín a sus baro­nes, y allí les exhortó a regocijarse y, llamando a sus funcionarios, les dijo: «Traed los vasos que mi padre, en los días de su prosperidad, arrebató del templo de Jerusalén y agradezcamos a nuestros poderosos dioses el honor que nuestros antecesores nos legaron».
Su esposa, sus barones y sus mancebas bebieron tan­to vino como les plugo en los vasos sagrados, mas en esto, habiendo el rey mirado hacia el muro, vio en el aire una mano suelta que escribía con celeridad en la pared. Y el rey tembló y exhaló un doloroso suspiro.
La mano que tanto le amedrentaba había escrito las palabras Mane, Thecel, Phares, palabras que ningún mago supo interpretar. Pero Daniel entendiólas al pun­to, y dijo:
-Rey, Dios concedió a tu padre reino, gloria, honor, tesoros y otros bienes. Mas tu padre fue soberbio y no temió a Dios, y Este entonces le envió grandes infor­tunios y le privó de su reino. Y fue luego Nabucodo­nosor arrojado de la sociedad humana, y habitaba con los asnos, y comía heno como las bestias, hasta que la gracia iluminó su corazón y le hizo saber que el Dios de los cielos tiene autoridad sobre todo reino y criatura. Tras esto tuvo Dios clemencia y le devol­vió el reino y su figura humana. Pero tú, su hijo, eres .igualmente soberbio y, aun sabiendo en verdad todas estas cosas, te has alzado contra Dios y eres su enemigo. Has bebido osadamente en los vasos sagra­dos, y en ellos han bebido también, perversamente, tu mujer y tus concubinas. Y, por ende, haces ominosa adoración de los falsos dioses. Por todo lo cual se te prepara una gran desventura.
Has de saber que la mano que escribió en la pared ha sido enviada por Dios. Tu reino ha concluido; no pesas nada; tu reino será dividido y entregado a los medos y persas.
Así habló, y aquella misma noche el rey murió ase­sinado, y Darlo, sin derecho ni razón para ello, ocu­pó su trono.
Este ejemplo, señores, os indicará que no hay certi­dumbre ni aun en el señorío. Porque cuando la for­tuna quiere abandonar al hombre, le despoja de sus reinos y riquezas, y asimismo de sus amigos, grandes y pequeños. Porque si la fortuna ha dado amigos a algún hombre, la mala suerte los convertirá en ene­migos, proverbio que es tan verdadero como común.

ZENOBIA

Zenobia, reina de Palmira (de cuya, grandeza escri­bieron los persas), era tan arrojada en las armas que nadie la superaba en valentía, como tampoco en lina­je ni excelencia alguna. Descendía de la sangre de los reyes de Persia y, si bien no digo que fuere la más bella de las mujeres, ninguna, empero, la aventajaba en formas.
Desde su niñez desdeñaba las ocupaciones femeniles, prefiriendo cazar en la selva ciervos salvajes con las grandes flechas que les apuntaba. Era muy vivaz en la caza. Cuando creció, mataba leones, leopardos y osos, y ella misma los desollaba y con sus brazos los manejaba según quería.
Penetraba en los antros de las bestias feroces y an­daba por las montañas noches enteras, durmiendo en la espesura. Era capaz de pelear con el más vigoroso de los mozos. Nada resistía a sus brazos. Y mantenía su virginidad, no dignándose casar con hombre al­guno.
Al cabo sus amigos la persuadieron de que casare con Odenato, un príncipe de aquel país, si bien ella dilató mucho el matrimonio. Y habéis de saber que Odenato tenia iguales fantasías que su esposa. No obs­tante, luego de casarse vivieron contentos y venturo­sos, porque los dos se amaban mutuamente.
Zenobia, empero, no toleraba a su esposo que este cohabitara con ella más de una vez. Su propósito, en efecto, era tener un hijo para multiplicar la raza. Si advertía que con una vez no quedaba embarazada, • autorizaba a su marido una nueva cohabitación, pero sólo una. Y, si Zenobia quedaba encinta, ya no con­sentía a su esposo nuevo acto hasta pasados cua­renta días. Que Odenato se mostrase apasionado o frío era idéntico para ella, pues Zenobia decía que si los hombres convivían con las mujeres de modo que no fuese para tener hijos, sólo lo hacían por desen­freno y para afrenta de las mujeres.
Dos hijos tuvo de su esposo, y los educó en la vir­tud y el saber. Era, en fin,. Zenobia mujer tan digna, tan discreta, tan liberal con moderación, tan cortés, tan esforzada en la guerra, tan resistente en el com­bate, que no había en todo el mundo otra como ella.
Incontables eran las riquezas que atesoraba en va­jillas, adornos y ropas. Iba cubierta de oro y pedre­ría. En los ratos que la caza le dejaba libres, apren­dió muy esmeradamente varios idiomas y no tenía otro placer que el de instruirse en los libros, para co­nocer cómo debía emplear su vida en actos virtuo­sos. Mas, a fin de abreviar esta historia, os diré, que, merced a su valor y al de su esposo, el y ella con­quistaron muchos grandes reinos de Oriente y gran plétora de magnas ciudades sujetas al dominio roma­no, sin que nunca sus enemigos pudieran batirles mientras Odenato vivió.
Quien quisiere saber sus batallas contra el rey Sa­por y otros, y el relato de cómo sucedieron aquellos acontecimientos, y por qué y con que derecho hacía ella conquistas, así como cuáles fueron sus desventuras y dolores, y cómo al cabo se vio cercada y sor­prendida, deberá consultar a mi maestro Petrarca, que escribió con mucha extensión sobre estos negocios.
Al morir Odenato, Zenobia gobernó vigorosamente sus Estados, y peleó personalmente contra sus enemi­gos, lo que hizo con tanta crudeza que no había en aquellas tierras rey o príncipe que no se alborozase si lograba la merced de que Zenobia no llevase la guerra a sus territorios. Por eso hacían alianza con ella, comprometiéndose a mantenerse sosegados y de­jarla cabalgar y holgarse en sus dominios.
Ni Claudio, emperador de Roma, ni Galiana, ante­rior a él, ni ningún armenio, egipcio, sirio o árabe osaron nunca pelear con Zenobia en el campo de ba­talla, temerosos de morir a sus manos o de que las huestes de la reina los pusieran en fuga.
A sus dos hijos los llaman los persas Hermanno y Thymelao. Siempre vestían hábitos reales, como he­rederos que eran de las posesiones de su padre.
Pero la fortuna encierra de continuo hiel en su miel, y así aquella poderosa reina no subsistió mucho. La fortuna la derribó de su reino, precipitándola en el mayor infortunio. En efecto, cuando el gobierno de Roma vino a poder de Aurelian, éste resolvió ven­garse de la reina, y con sus legiones marchó contra Zenobia.
Para acortar, diré que la puso en fuga, la apresó, cubrióla de cadenas, en unión de sus dos hijos, y, tras conquistar sus territorios, retornó a Roma.
Entre otros objetos de que se apoderó el gran Au­reliano, estaba el carro real de Zenobia, hecho de oro y piedras preciosas. Delante del cortejo triunfal iba Zenobia misma, con doradas cadenas al cuello, llevan­do la corona que le correspondía por su dignidad y vistiendo prendas engastadas de pedrería.
Así, la que antaño aterrorizó a emperadores y reyes, fue entonces objeto de las miradas de la plebe; así, la que ciñó yelmo en tremendos combates y ganó por fuerza de armas ciudades poderosas y torreones, hubo de ostentar tocados femeniles, y así la que empuñaba cetro, tuvo que atenerse a manejar la rueca para ga­nar lo que gastaba.

PEDRO DE ESPAÑA

¡Oh, noble y digno Pedro, gloria de España, a quien la fortuna puso en tal alta majestad! ¡Cuán de de­plorar es tu lastimosa suerte! Tu hermano te forzó a huir de tu país y en un asedio fuiste arteramente traicionado y conducido al tendal de tu enemigo, quien allí te mató por su propia mano, sucediéndote en tu reino y riquezas.
El hombre del campo de armiño con el águila ne­gra y barra de gules fue quien maquinó esta maldad y crimen. Y el mal nacido fue autor de tal iniquidad. No Oliveros, el leal, sino Genelón Oliveros, de Ar­mórica, quien, comprado con regalos, tendió tan vil celada a tan digno rey.

PEDRO DE CHIPRE

¡Oh, Pedro, rey de Chipre, igualmente noble, que ganaste Alejandría y tuviste allí gran victoria! Muchas aflicciones causaste a los infieles, y por ellas tus pro­pios vasallos sintieron celos de ti y, sin más motivo que tu misma caballerosidad, te asesinaron en tu le­cho una mañana. Que así puede la fortuna hacer gi­rar su rueda y llevar a los hombres de la ventura a la desgracia.

BARNABO DE LOMBARDIA

¡Oh, gran Barnabo, vizconde de Milán, dios de de­licias, flagelo de Lombardia! No referiré tu infortu­nio, pues que a condición tan señera te elevaste. El hijo de tu hermano, aunque tenía contigo noble pa­rentesco, por ser tu sobrino y tu yerno, te hizo mo­rir cautivo, aunque no sé por que ni de qué modo te mataron.

HUGOLINO DE PISA

La lástima traba la lengua cuando ha de narrarse la lenta muerte que por hambre sufrió el conde Hu­golino de Pisa Cerca de la ciudad hay una torre don­de fue encerrado Hugolino, en unión d e sus tres hi­jos, el mayor de los cuales apenas contaba cinco años. ¡Cuán grande crueldad fue en ti, fortuna, cautivar a tales pajarillos en semejante jaula!
El conde fue condenado a morir en aquella mazmo­rra a causa de que el obispo de Pisa, Rogerio, le ha­bía calumniado. Y así, el pueblo se levantó contra su señor y le aprisionó del modo que dije. Dábanle po­quísima bebida y comida, y además muy mala y en todos los respectos insuficiente. Y cierto día, a la hora en que usualmente le llevaban el condumio, no lo hi­cieron así, sino que el carcelero cerró las puertas de la torre. Y el conde, oyéndole, entendió que habían resuelto hacerle morir de hambre, y dijo esto:
-.Por qué, cuitado de mí, habré nacido?
Y rompió en lágrimas. Su hijo menor, niño de tres años, le dijo:
-¡Oh, padre! ¿Por qué lloras? ¿Y cuándo nos trae­rán el guisado? ego queda algún pedazo de pan? El hambre no me deja dormir. ¡Así hiciera Dios que me durmiese para siempre y no sintiera el hambre más! Nada apetezco tanto como pan.
Y de esta suerte siguió aquel niño gimiendo un día tras otro, hasta que al cabo se acostó en el regazo de su padre y le anunció:
-Padre, adiós, que me muero.
Y le besó y murió, en efecto aquel mismo día. En­tonces el atribulado padre empezó a morderse los brazos en su dolor, clamando
-¡Oh, fortuna! !A tu engañosa rueda debo culpar de todas mis desgracias!
Sus otros hijos pensaron que el conde se mordía los brazos de hambre, y le exhortaron:
-No hagas eso, padre. Come nuestra carne, puesto que tú nos la diste. Anda, tómala y come lo que ha­yas menester.
Y a los dos días estos niños se acogieron al seno de su padre y murieron. Y él pereció también de ham­bre y desesperación.
De tal modo concluyó el poderoso conde de Pisa, a quien la fortuna precipitó fuera de su alta condición. Y no hablemos más de esta tragedia. Quien con más detalles la quisiere saber, lea al gran poeta italiano Dante, que la relata toda con sus pormenores, sin ca­llar una sola palabra.

NERÓN

Era Nerón vicioso como diablo del abismo, y, según Suetonio nos narra, dominó el ancho mundo del sep­tentrión mediodía de poniente a levante. Vestía ro­pas incrustadas de rubíes, zafiros y blancas perlas, porque le complacían mucho las piedras preciosas.
Nunca hubo emperador más delicado, más pompo­so en sus arreos, más soberbio que él. Nunca usaba un traje sino un solo día. Se entretenía pescando en el Tíber con redes de hilo de oro. La fortuna le obe­decía como amiga constante, y sus deseos eran ley. Sólo por capricho prendió fuego a Roma; mató a los senadores para oír los llantos de las gentes; dio muer­te a su madre y cohabitó con su hermana. Gran en­tuerto hizo a su madre, porque mandó abrirla el vien­tre para ver las entrañas que le habían llevado. ¡0h, qué poco amor tenía por ella! Tanto, que .ninguna lá­grima se desprendió de sus ojos ante tan doliente vista, sino que dijo: «Hermosa mujer era». ¿No es prodigioso que fuese capaz de juzgar la hermosura de una madre muerta?
Hizo que le llevasen vino y bebió sin expresar do­lor alguno. En verdad os digo que cuando la crueldad se une al poder, la ponzoña se extiende hasta lo más recóndito.
Fue maestro de Nerón, en la infancia, para enseñar­le la ciencia y la cortesía, un hombre que era en su época la flor de la virtud, si no nos engañan los li­bros. Mientras aquel maestro gobernó a Nerón, hi­zole letrado y obediente, y, por tanto, transcurrió mu­cho tiempo antes de que en el emperador apareciesen signos de tiranía u otros vicios. Ese preceptor era Sé­neca.
Temíale Nerón mucho, porque él no hacia sino re­prender discretamente los actos del emperador, aconsejándole: «Señor, un emperador necesariamente ha de ser virtuoso y odiar la tiranía». Mas al fin Nerón mandóle entrar en un baño y desangrarse las venas de los brazos, hasta morir.
En su infancia, Nerón tenia la costumbre de per­manecer en pie ante su maestro y, recordándolo des­pués, parecióle que había sido aquello gran afrenta, y ello contribuyó a que decidiese su muerte. Séneca eligió morir en el baño, y de esta suerte acabó Ne­rón con su preceptor.
No quiso la Fortuna seguir favoreciendo la soberbia de Nerón, porque éste era poderoso, pero ella lo era todavía más. Y pensó la Fortuna: «Muy sandia soy poniendo a este hombre cargado de vicios en la alta posición de emperador. Por Dios que voy a hacerle caer de su trono cuando menos lo espere».
Y una noche, el pueblo, harto de los crímenes de Nerón, amotinóse contra él. Advirtiéndolo, Nerón se dispuso a salir de su morada y anduvo por las casas de los que creía más afectos. Pero aunque les daba voces de que le abriesen, ellos atrancaban las puertas sin atenderle. Y entonces él comprendió que se había portado mal y siguió su camino sin osar llamar en parte alguna, oyendo cómo el pueblo gritaba por do­quier: «¿Dónde está Nerón, el falso y el tirano?»
Nerón, aterrado, casi perdió el juicio y con patéticas palabras pedía en vano auxilio a sus dioses. Al cabo, muy amedrentado, se ocultó en un jardín. vio allí a dos esclavos, sentados ante una grande y encarnada hoguera, y les suplicó que le mataran y decapitasen, para evitar a su cuerpo muerto alguna ignominia. En fin, él mismo hubo de darse muerte, con gran rego­cijo y alborozo de la Fortuna.

HOLOFERNES

Nunca hubo capitán de ningún rey que más reinos sometiera a sujeción, ni que en su época fuese más esforzado en el campo de batalla, ni que ganase más fama, ni tuviese más ostentación y- presunción que Holofernes. Mucho le favoreció la fortuna, guiando siempre sus pasos hasta que le hizo acabar degollado.
Todos le reverenciaban, por miedo a perder sus bie­nes o libertad, y el obligábales a abjurar de su fe, diciendo: «Nabucodonosor es dios y ningún otro ha de ser adorado». Y así nadie osaba oponerse a sus órdenes, salvo en la plaza fuerte de Betulia, de la que era sacerdote Eliaquim.
Oíd ahora cómo terminó Holofernes. Una noche, es­tando beodo en su tienda, grande como un granero, en medio de sus tropas, una mujer llamada Judit llegó y, a pesar de todo el poder y pompa de Holo­fernes, le decapitó Mientras él dormía y, saliendo del campamento a escondidas, fue a la ciudad con la cor­tada cabeza.

ANTÍOCO

¿Es menester relatar la alta y regia majestad, la mucha soberbia y los ponzoñosos trabajos del rey An­tioco? Nadie hubo como él. En los Macabeos leeréis quién era y las orgullosas palabras que decía, y tam­bién por qué cayó desde su prosperidad, viniendo a morir malamente en un monte.
Tanto le había envanecido la fortuna, que se creía capaz de abarcar las estrellas por todas partes, y de pesar las montañas en una balanza, y de paralizar las olas de los mares. Odiaba con empeño al pueblo de Dios y a todos sus miembros quería matarlos con tortura, imaginando que Dios no podría arruinar su soberbia. Y cuando Nicanor y Timoteo fueron del todo batidos por los judíos, enojóse más Antioco contra és­tos e hizo aparejar su carro, jurando con acerbas frases que marcharía a Jerusalén y descargaría sobre la ciudad su cruenta cólera.
Empero hubo de renunciar a sus designios, porque Dios castigó su amenaza enviándole una llaga incu­rable e invisible, que desgarraba y roía sus entrañas, produciéndole atroces dolores. Justo era este mal, por­que Antíoco había hecho torturar las entrañas de mu­chos hombres.
Mas él no suspendió su malvado proyecto, y, a pesar de su dolencia, hizo ordenar sus huestes. Entonces Dios domeñó su orgullo y altanería haciéndole sufrir una caída de su carro. Toda la piel y miembros de Antío­co se desgarraron con el golpe, y, no podía andar ni montar a caballo, sino que habían de llevarle en una silla con la espalda y los costados molidos. Pero aun le hirió más fieramente la mano divina, porque colmó todo su cuerpo de horribles gusanos y le hacía des­pedir tal hedor que ninguno de su servidumbre po­día soportarlo. En tan grande desgracia, el rey se desolaba y lloraba, confesando que Dios era Señor de todo lo creado.
El olor de su cuerpo hízose repugnante para sus huestes y para él mismo. Y, siempre entre tal hedor y entre sufrimientos terribles, expiró de mala muerte en una montaña. Así, aquel expoliador y homicida, que tanto luto causara entre los hombres, sufrió el castigo que corresponde a la soberbia.

ALEJANDRO

Tan sabida es la historia de Alejandro, que todo el que posee entendimiento ha oído contarla, si no del todo, al menos en algunos de sus lances. Narrándola en pocas palabras, diremos que conquistó por la fuer­za el ancho orbe, salvo aquí donde las gentes, oidoras de la fama de Alejandro, acudían a ofrecerle la paz. Humilló el orgullo de los hombres y bestias doquiera que fue, llegando hasta los confines del orbe.
Ningún otro conquistador puede ser comparado a él. No había quien no temblase en su presencia. Fue la flor de la caballería y la generosidad; la fortu­na convirtióle en guardián de su honor. Excepto el vino y las mujeres, ninguna otra cosa podía contur­bar su gran entendimiento en materia de armas y trabajos, porque rebosaba leonina bravura.
¿Aumentaría yo su reputación hablándoos de Da­río y de los cien mil valientes reyes, príncipes, duques y condes a quienes Alejandro venció y precipitó en desgracia? ¿Qué más puede decirse sino que el mun­do era suyo hasta allá a donde puede llegarse a ca­ballo o a pie? Porque yo nunca acabaría si hubiese de hablar o escribir a propósito de caballería, y ello, ade­más, nunca sería lo bastante.
Dice el Libro de los Macabeos que Alejandro reinó doce años. Era hijo de Filipo de Macedonia, primer rey del país de Grecia.
¡Ah, digno y magno Alejandro! ¿Cómo pudo ocurrir que murieses envenenado por tus mismos hombres? La fortuna convirtió tu seis en un as e hízolo sin de­rramar una lágrima por ti. ¿Quién podrá dármelas para que yo llorare la muerte de aquella nobleza y generosidad que sojuzgó el mundo entero y aun es­timaba esto como insuficiente, por lo lleno que de grandes empresas estaba su ánimo? ¿Quién me ayu­dará a acusar a la falsa fortuna y a maldecir el ve­neno, culpables de tal desgracia?

JULIO CÉSAR

Merced a su sabiduría, valor y altas empresas, Julio el Conquistador se remontó desde humilde cuna a la majestad regia. Conquistó todo occidente por tierra y mar, ya con la fuerza de su brazo, ya mediante pac­tos, y lo hizo tributario de Roma. Y después imperó en dicha ciudad hasta que la fortuna se le opuso.
¡Oh, poderoso César, que en Tesalia combatiste a tu suegro Pompeyo, que por suya tenía toda la caba­llería del Oriente hasta los parajes por donde sale el sol! Con tu valor a todos cautivaste o mataste, ex­ceptuando unos pocos, que huyeron con Pompeyo. Y con esto pusiste pavor en todo Oriente. Bien pudis­te agradecer sus dones a la propicia fortuna.
Y aquí lloremos a Pompeyo, noble gobernador de Roma, que hubo de apelar a la huida en esta bata­lla. Un traidor de su hueste le cortó la cabeza y lle­vóla a César, para congraciarse con el vencedor. ¡Ah, Pompeyo, conquistador de Oriente, y a que mal fin te llevó la fortuna!
Julio tornó a Roma y entró en trinunfo, solemne­mente coronado de laurel. Mas, con el tiempo, Bruto y Casio, siempre envidiosos de la alta posición de Julio, fraguaron artera y secretamente una conjura contra el César y acordaron dónde habían de apuña­larle del siguiente modo: yendo un día Julio al Ca­pitolio, como solía, el felón Bruto y sus otros enemi­gos le dieron de puñaladas, causándole muchas he­ridas y dejándole yerto en tierra. Y si la crónica no miente, Julio no se quejó más que. de uno o dos de los golpes. Porque tan varonil era su corazón y tanto estimaba el decoro de su magistratura, que aunque las mortales heridas le hacían sufrir cruelmente, él procuró envolverse la cintura en el manto, para que nadie viera sus partes ocultas. Pues, aun estando en la agonía y teniendo certeza de ir a morir, seguía velando por la honestidad.
A Lucano, Suetonio y Valerio remito esta histo­ria, pues ellos la escribieron del principio al fin, ex­plicando cómo la fortuna fue primero amistosa y des­pués hostil a aquellos dos grandes conquistadores. Nadie confíe largo tiempo en los halagos de la fortu­na, sino precávase siempre contra ella, mirando el ejemplo de todos estos fuertes conquistadores.

CRESO

Había sido el rico Creso rey de Lidia y despertado en Ciro mucho temor. En medio de su soberbia fue aprehendido y llevado a una pira para ser quemado, pero una lluvia sobrevino del cielo y le permitió sal­varse. Mas no por eso recibió la merced de saber ser prudente, y al fin la fortuna hízole acabar estran­gulado en la horca.
Al escapar de la quema, otra vez recomenzó la gue­rra. Viendo el palmario favor de la fortuna al sal­varle mediante un chubasco, pensó que nunca logra­rían matarle sus enemigos; y, además, tuvo un sue­ño que le satisfizo y ensoberbeció. Con ello, sólo aplicó a la venganza su voluntad. Era éste el sueño: veíase en un árbol, donde Júpiter le lavaba espalda y cos­tados, mientras Febo llegaba con un lienzo fino para secarle. Su orgullo creció mucho con todo ello y, te­niendo junto a él a su hija, muy rica en ciencia, mandóle que le interpretara aquel sueño, lo que ella hizo así:
-El árbol es la horca; Júpiter anuncia nieve y llu­via, y Febo y su lienzo nítido son el sol y su luz. Por tanto, serás ahorcado, la lluvia te mojará y el sol ha­brá de secarte.
Con esta claridad y lisura le advirtió de su suerte su hija Fania. Y Creso, el altivo rey, murió colgado, a pesar de su trono.
Tal es la tragedia, la cual no puede en sus cantos sino lamentarse de la fortuna, que siempre arremete con impensado golpe a los reyes soberbios, huyendo cuando se confía en ella y encubriendo tras una nube su brillante rostro.

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