jueves, 4 de julio de 2013

CUARTO GRADO DEL AMOR: EL HOMBRE SE AMA A SÍ MISMO, según San Bernardo.




Del Libro del Amor a Dios (De Diligendo Deo).

X. 27. Dichoso quien ha merecido llegar hasta el cuarto grado, en el que el hombre sólo se ama a sí mismo por Dios: Tu justicia es como los montes de Dios.
Este amor es un monte elevado, un monte excelso. En verdad: Monte macizo e inagotable. ¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Quién me diera alas como de paloma, volaría a un lugar de reposo? Tiene su tabernáculo en la paz, y su morada en Sión. ¡Ay de mí, que se ha prolongado mi destierro! ¿Puede conseguir esto la carne y la sangre, el vaso de barro y la morada terrera? ¿Cuándo experimentará el alma un amor divino tan grande y embriagador que, olvidada de sí y estimándose como cacharro inútil, se lance sin reservas a Dios y, uniéndose al Señor, sea un espíritu con Él, y diga: Desfallece mi carne y mi corazón, Dios de mi vida y mi herencia para siempre?
Dichoso, repito, y santo quien ha tenido semejante experiencia en esta vida mortal. Aunque haya sido muy pocas veces, o una sola vez, y ésta de modo misterioso y tan breve como un relámpago. Perderse, en cierto modo, a sí mismo, como si ya uno no existiera, no sentirse en absoluto, aniquilarse y anonadarse, es más propio de la vida celeste que de la condición humana.
Y si se le concede esto a un hombre alguna vez y por un instante, como hemos dicho, pronto le envidia este siglo perverso, le turban los negocios mundanos, le abate el cuerpo mortal, le reclaman las necesidades de la carne, se lamenta de la debilidad natural. Y lo que es más violento, le reclama la caridad fraterna. ¡Ay! Tiene que volver en sí, atender a sus propias miserias y gritar desconsolado: Señor, padezco violencia, responde por mí. Y aquello: ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?



28. Si la Escritura dice que Dios lo hizo todo para sí mismo, llegará un momento en que la criatura esté plenamente conforme y concorde con su Hacedor. Es menester, pues, que participemos en sus mismos sentimientos. Y si Dios todo lo quiso para él, procuremos también de nuestra parte que tanto nosotros como todo lo nuestro sea para él, es decir, para su voluntad. Que nuestro gozo no consista en haber acallado nuestra necesidad, ni en haber apagado la sed de la felicidad. Que nuestro gozo sea su misma voluntad realizada en nosotros y por nosotros. Cada día le pedimos en la oración: Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.



¡Oh amor casto y santo! ¡Oh dulce y suave afecto! ¡Oh pura y limpia intención de la voluntad! Tanto más limpia y pura cuanto menos mezclada está de lo suyo propio; y tanto más suave y dulce cuanto más divino es lo que se siente.
Amar así es estar ya divinizado. Como la gotita de agua caída en el vino pierde su naturaleza y toma el color y el sabor del vino; como el hierro candente y al rojo parece trocarse en fuego vivo olvidado de su propia y primera naturaleza; o como el aire, bañado en los rayos del sol, se transforma en luz, y más que iluminado parece ser él mismo luz. Así les sucede a los santos. Todos los afectos humanos se funden de modo inefable, y se confunden con la voluntad de Dios. ¿Sería Dios todo en todos si quedase todavía algo del hombre en el hombre? Permanecerá, sin duda, la sustancia; pero en otra forma, en otra gloria, en otro poder.

¿Cuándo será esto? ¿Quién lo verá? ¿Quién lo poseerá? ¿Cuándo vendré y veré el rostro de Dios? Señor, Dios mío, mi corazón te dice: mi rostro te busca a ti. Señor, busco tu rostro. ¿Cuándo contemplaré tu santuario?



29. Yo creo que no es posible amar al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, mientras el corazón no se vea libre de los cuidados del cuerpo, el alma no cese de conservarlo y vivificarlo, y sus fuerzas, desligadas de todas la dificultades, no se vigoricen con el poder, contemple continuamente su rostro, mientras viva ocupada y distraída, sirviendo a este cuerpo frágil y cargado de miserias.



Este cuarto grado de amor no espere el alma conseguirlo, o, mejor dicho, verse agraciada con él, sino en el cuerpo espiritual e inmortal, en el cuerpo íntegro, plácido y sosegado y sumiso por entero al espíritu. Es una gracia que procede del poder divino y no del esfuerzo humano.


Entonces –repito- obtendrá fácilmente el sumo grado. Cuando corra de buena voluntad y con gran deseo al gozo de su Señor, sin que le frenen los atractivos de la carne ni le turben sus molestias. ¿Podemos pensar que los santos mártires alcanzaron esta gracia, al menos en parte, mientras vivían en sus cuerpos gloriosos? Una gran fuerza arrebataba interiormente sus almas, y les hacía capaces de entregar sus cuerpos y despreciar los tormentos. Por eso los atroces dolores pudieron turbar su serenidad pero no se la hicieron perder.

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