Juan Pablo II profundizó en la fuerza que puede infundir en un corazón azorado la figura de la Virgen. | |
Juan Pablo II profundizó en la fuerza que puede infundir en un corazón azorado la figura de la Virgen. Al levantar la mirada hacia su imagen, explicó el Santo Padre, «podemos afirmar que María, junto a su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos». Queridos hermanos Recordemos una de las páginas más conocidas del Apocalipsis de Juan. En la mujer encinta, que da a luz un hijo, ante un dragón rojo como la sangre enfurecido con ella y con el que ha engendrado, la tradición cristiana, litúrgica y artística, ha visto la imagen de María, la madre de Cristo. Sin embargo, según la intención original del autor sagrado, si el nacimiento del niño representa la venida del Mesías, la mujer personifica evidentemente al pueblo de Dios, es decir, el Israel bíblico, o sea, la Iglesia. La interpretación mariana no está en contraste con el sentido eclesial del texto, ya que María es «figura de la Iglesia» (Lumen Gentium, 63; cf. San Ambrosio, «Expos. Lc», II, 7). En lo profundo de la comunidad fiel aparece por tanto el perfil de la Madre del Mesías. Contra María y la Iglesia se levanta el dragón, que evoca a Satanás y el mal, como lo indica la simbología del Antiguo Testamento: el color rojo es signo de guerra, de masacre, de sangre derramada; las «siete cabezas» coronadas indican un poder inmenso; mientras que los «diez cuernos» evocan la fuerza impresionante de la bestia, descrita por el profeta Daniel (cf. 7,7), imagen también del poder prevaricador que amenaza a la historia. El bien y el mal, por tanto, se enfrentan. María, su Hijo y la Iglesia representan la aparente debilidad y pequeñez del amor, de la verdad, de la justicia. Contra ellos se desencadena la monstruosa energía devastadora de la violencia, de la mentira, de la injusticia. Pero el canto que sella el pasaje nos recuerda que el veredicto definitivo es confiado a «la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo» (Apocalipsis 12, 10). Ciertamente en el tiempo de la historia, la Iglesia puede verse obligada a refugiarse en el desierto, como el antiguo Israel en marcha hacia la tierra prometida. El desierto, entre otras cosas, es el refugio tradicional de los perseguidos, es el ámbito secreto y sereno donde se ofrece la protección divina (cf. Génesis 21, 14-19; 1Reyes 19,4-7). Ahora bien, en este refugio la mujer permanece sólo durante un período de tiempo limitado, como subraya el Apocalipsis (cf. 12,6.14). El tiempo de la angustia, de la persecución, de la prueba no es, por tanto, definitivo: al final, vendrá la liberación y será la hora de la gloria. Contemplando este misterio desde una perspectiva mariana, podemos afirmar que «María, junto a su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia deber mirar hacia ella, que es su madre y modelo, para comprender el sentido de su propia misión en plenitud» (Congregación para la Doctrina de la Fe, «Libertatis conscientia», 22-3-1986, n. 97; cf. «Redemptoris Mater», 37). Fijemos, entonces, nuestra mirada en María, imagen de la Iglesia peregrina en el desierto de la historia, que se dirige a la meta gloriosa de la Jerusalén celeste, donde resplandecerá como Esposa del Cordero, Cristo Señor. La Iglesia de Oriente honra a la Madre de Dios como la «Odiguitria», la que «indica el camino», es decir, Cristo, único mediador que lleva en plenitud al Padre. Un poeta francés ve en ella «la criatura en su estado original y en su lozanía final, como surgió de Dios en la mañana de su esplendor original» (Paul Claudel, «La Vierge à midi», editorial Pléiade, página 540). En su inmaculada concepción, María es el modelo perfecto de la criatura humana, llena desde el inicio de esa gracia divina que sostiene y transfigura a la criatura (cf. Lucas 1, 28), que escoge siempre, en su libertad, el camino de Dios. De este modo, en su gloriosa asunción al cielo, María, es la imagen de la criatura llamada por Cristo resucitado a alcanzar, al final de la historia, la plenitud de la comunión con Dios en la resurrección a una eternidad bienaventurada. Para la Iglesia, que experimenta con frecuencia el peso de la historia y el asedio del mal, la Madre de Cristo es el emblema luminoso de la humanidad redimida y abrazada por la gracia que salva. La meta última de la vicisitud humana llegará cuando «Dios sea todo en todo» (1 Corintios 15, 28) y, como anuncia el Apocalipsis, cuando «el mar deje de existir» (21, 1), para explicar que el signo del caos destructor y del mal será finalmente eliminado. Entonces la Iglesia se presentará ante Cristo como «como una novia ataviada para su esposo» (Apocalipsis 21, 2). Esa será la hora de la intimidad y del amor sin fisuras. Pero ya desde ahora, al mirar a la Virgen elevada al cielo, la Iglesia comienza a experimentar la alegría que le será ofrecida en plenitud al final de los tiempos. En la peregrinación de fe a través de la historia, María acompaña a la Iglesia como «modelo de la comunión eclesial en la fe, en la caridad y en la unión con Cristo. Eternamente presente en el misterio de Cristo, ella está, en medio de los apóstoles, en el corazón mismo de la Iglesia naciente y de la Iglesia de todos los tiempos. Efectivamente, "la Iglesia fue congregada en el cenáculo con María, que era la Madre de Jesús, y con sus hermanos. No se puede, por tanto, hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con sus hermanos» (Congregación para la Doctrina de la Fe, «Communionis notio», 28-5-1992, n. 19; cf. San Cromacio de Aquileya, «Sermo» 30, 1). Cantemos, entonces, nuestro himno de alabanza a María, imagen de la humanidad redimida, signo de la Iglesia que vive en la fe y en el amor, anticipando la plenitud de la Jerusalén celeste. «El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado "la cítara del Espíritu Santo", ha cantado incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia siríaca» («Redemptoris Mater», 31). Es él quien presenta a María como imagen de belleza: «Ella es santa en su cuerpo, bella en su espíritu, pura en sus pensamientos, sincera en su inteligencia, perfecta en sus sentimientos, casta, firme en sus propósitos, inmaculada en su corazón, eminente, llena de todas las virtudes» («Himnos a la Virgen María» 1,4; editorial Th. J. Lamy, «Hymni de B. Maria», Malines 1886, t. 2, col. 520). Que esta imagen resplandezca en el corazón de toda comunidad eclesial como reflejo perfecto de Cristo y que sea como un signo que se alza por encima de los pueblos, como «ciudad colocada en la cumbre de una montaña», y «lámpara sobre el candelero para que alumbre a todos» (cf. Mateo 5, 14-15). |
*"Deja el amor del mundo y sus dulcedumbres, como sueños de los que uno despierta; arroja tus cuidados, abandona todo pensamiento vano, renuncia a tu cuerpo. Porque vivir de la oración no significa sino enajenarse del mundo visible e invisible. Nada. A no ser el unirme a Ti en la oración de recogimiento. Unos desean la gloria; otros las riquezas. Yo anhelo sólo a Dios y pongo en Ti solamente la esperanza de mi alma devastada por la pasión"
sábado, 31 de agosto de 2013
María, indica el camino hacia la unión plena con Dios
Parábola de los talentos
viernes, 30 de agosto de 2013
EL APRENDIZAJE DEL CUIDADO: dejarse llevar y embellecer
Vivir como hermanos es la experiencia gozosa que nos regala Dios. Un Dios que celoso en el amor nos cuida “como la niña de sus ojos” (Dt 32,10). Su relación con nosotros brota de la gratuidad y la libertad. Es un Dios discreto, que establece alianza perpetua vinculándose en fidelidad y gratuidad., Dios se siente implicado en nuestra vida porque vive enamorado de nosotros. El amor hace posible la posesión mutua, en el respeto y la libertad, y la recrea constantemente: con su compasión, con su amistad, con su gratuidad, con su ternura, con su perdón y acogida incondicional. Vivimos bajo el cuidado de Dios.
Vivir con los hermanos en creciente vinculación nos lanza al aprendizaje del cuidado mutuo.
El cuidado no es evidente.
Mc 5,25-34; Lc 10,25-32
Aquellos discípulos que acompañaban a Jesús, a la orilla del mar, se sienten reclamados y desbordados por aquellas gentes que acuden a estar con el Maestro. Junto a Jesús parecen más evidentes las necesidades y sufrimientos de las personas. No sólo son las pobres gentes, sino hasta el jefe de la sinagoga ha acudido a él. La presencia del jefe de la sinagoga les hace sentirse responsables de que pueda tener un buen encuentro con el Señor. Sin embargo la gente les oprimía. Y están preocupados y afanados en hacer sitio al Señor para que pueda moverse. En medio de esta situación les pasa inadvertida la presencia de aquella mujer que desde hace doce años padece flujos de sangre y que ha padecido mucho y que intenta tocar a Jesús. Se convierte en una más en medio del gentío. No ven. Su servicio les hace insensibles a la persona concreta, a los detalles pequeños. Aquella pobre mujer no tiene fuerzas más que para tocar levemente el manto de Jesús. Es un gesto inapreciable, insignificante… aunque ella haya puesto toda su fe y confianza en él.
Jesús responde con otra pregunta: “¿Quién me ha tocado los vestidos?”. Ellos se sienten molestos, parece como si Jesús no se diera cuenta de la situación y del trabajo que están haciendo, y que les atribuyera alguna responsabilidad; “Estás viendo y aún nos preguntas”… Pero Jesús sigue mirando a su alrededor para descubrir quien era. Jesús se interesa por cada persona concreta de manera cuidadosa. Cada una es valiosa, aún en su insignificancia. Lo que importa es la relación personal, el encuentro. Cada persona requiere reconocimiento, tiene un nombre, una historia, una fe. Jesús pone en evidencia cómo descubrimos la atención a nuestros hermanos más necesitados. El cuidado sólo es posible cuando nos descentramos, y ponemos en el centro la realidad concreta del otro. Cuando el otro es alguien valioso en sí mismo, y no una carga o un problema. Supone una sensibilidad atenta y una disposición a percibir lo profundo que el otro intenta manifestar con sus gestos, palabras… Requiere un “olfato” nuevo, capaz de discernir lo que habita en el interior.
También aquel sacerdote y levita, que caminó de Jericó, ven a la persona caída en el camino, y dan un rodeo para evitarle, viven cogidos por sus urgencias, y se muestran indiferentes ante la necesidad concreta del hermano. La abandonan a su suerte. No se dejan afectar. En su interior tal vez han sentido pena, o incluso remordimiento, pero han antepuesto lo propio a la realidad del otro. No han dejado que la dolencia del otro les cambiara sus planes.
El desinterés y la indiferencia se oponen al cuidado. Cuidar es más que un acto, es una actitud. Abarca más que un momento de atención, o desvelo. Representa una actitud de ocupación, de preocupación, de responsabilización y de compromiso, afectivo con el otro. (“y cuidó de él… y le encargó que le cuidara…” Lc 10,34).
El ser humano sin cuidado, deja de ser humano. Si no recibe cuidado desde el nacimiento hasta la muerte, se desestructura, o pierde el sentido y se muere. Si a lo largo de la vida no se hace con cuidado todo lo que uno emprende, acaba por dañarse a sí mismo o por frustrar lo que vive. El cuidado posibilita la existencia humana, la relación, la convivencia, la vinculación fraterna… Es un modo de ser.
Aprender a llevar al hermano
Mc 2,1-12
En Cafarnaúm, la casa junto al mar (Jn 6,17), los discípulos aprenden lo más valioso: quienes son mis hermanos con los que tengo que compartir y aprender a vivir en estado permanente de relación. (Mc 3,31-35). “Estos son mi madre y mis hermanos a los que quiere que amemos y cuidemos en la fe y en la vocación”.
Estando con Jesús la casa se convierte en lugar de compasión cotidiana, celosa y sin fatiga con todos aquellos que le buscan. Llenos de su Palabra, empezamos a vaciarnos de nosotros mismos y empezamos a llenarnos de sus urgencias. “Al poco tiempo”, casi sin darnos cuenta, la casa se abre como brazo que extiende la mano y toca el sufrimiento de los hermanos.
El cuidado brota desde la capacidad de afectarse y sentirse afectado por el otro. “Se agolparon tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio”. Construimos el mundo a partir de lazos afectivos, que hacen que las situaciones y las personas se vuelvan preciosas y portadoras de valor. Nos preocupamos de ellas. Les dedicamos tiempo, y sentimos responsabilidad por el vínculo que se ha establecido. El sentimiento nos vuelve sensibles a lo que nos rodea, nos une a los demás y nos lanza a implicarnos con las personas, a ver su necesidad. Hace que las personas sean importantes para nosotros. “No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.”
Aquellas gentes se sienten responsables e implicadas con el paralítico “que es llevado por todos”. Es el hermano indefenso, que no es capaz de palabra, ni decisión… no tiene fuerzas en su debilidad… no hace resistencias… su curación está en manos de sus hermanos… se deja querer en su indigencia. Y los hermanos no le abandonan, cargan con él y le llevan al que confían le puede curar. A los pies del Señor. La necesidad del hermano despierta la fe que salva, nos hace creativos, nos lanza a vivir una vocación samaritana. (Id 56). El cuidado no significa dejar de hacer y de intervenir en la realidad. Significa renunciar al escepticismo, al fatalismo, al racionalismo… a considerar imposible al otro. No importan las dificultades. Cuando se ama se pone todo en juego. El cuidado significa ponerse al lado y al pie de cada hermano para que no sufra, y pueda sanarse y crecer… El cuidado es creativo “rompieron el techo y lo descolgaron”, es capaz de aprovechar las posibilidades del momento para el bien del otro, por encima de cualquier obstáculo, prejuicio o norma… El cuidado es hacer lo que nos toca hacer, sabiendo que el que sitúa y salva es Dios. “Hijo, tus pecados son perdonados”, y sabiendo retirarse cuando ya no somos necesarios. “Se levantó y salió a la vista de todos”. El cuidado es gratuito.
Jesús nos desnuda ante las necesidades concretas de nuestros hermanos. “¿Por qué pensáis así en vuestro corazón?” y nos recuerda que sólo cuando nuestro corazón se pone en juego podemos crecer en el amor y en el servicio. Para vivir como hermanos no basta lo implícito, nuestras relaciones crecen cuando “lo que piensa el corazón” se manifiesta.
“Bienaventurados los que por amor a sus hermanos no se desaniman y caen en el desaliento ante las “multitudes” que nos frenan, y con creatividad buscan y ponen todos los medios posibles para que se realice el encuentro con Jesús. Bienaventurados cuando no nos da miedo que nos lleven en camilla, ni abrir el techo de nuestras miserias, para que nos descuelguen y acerquen al Señor de la Vida”.
Aprender a embellecer al hermano
Lc 7,36-50
El cuidado brota cuando el amor gratuito, el amor que nos hace humanos, el que sólo busca el gozo de compartir y el bien del otro, el que no está marcado por intereses o búsquedas de apropiación, el que parece no ser necesario, ni tener sentido, ni ser muy “eficaz”… nos lleva a romper todo tabú, miedo y recelo de expresión hacia el hermano. Y provoca la apertura más íntima al otro, el exceso de la vida, la irrupción de los gestos, de la ternura, de los detalles… todo por crear las condiciones para que el amor mutuo se instaure, se comunique… y haga feliz y plena la vida que compartimos. El cuidado supone aprender a “embellecer” al hermano. Sin este cuidado, la unión del amor no tiene lugar, no se mantiene, no crece, ni permite la comunicación. Sin el cuidado no se crea el ambiente propicio para que florezca, a la vista de todos, el amor entre los hermanos.
Aquella mujer pecadora pública, condenada y juzgada… criticada por todos y utilizada por todos… rompe toda norma, y se adentra en una reunión de hombres, a la que no ha sido invitada… se expone a las críticas… por amor a Jesús… necesita estar con Él… mostrarle su afecto… sin otro motivo… Se coloca detrás, y a los pies de Jesús. Se coloca en el lugar del siervo. El cuidado sólo es posible si estamos dispuestos a salir de nuestras seguridades, de nuestros lugares de poder y dominio. El cuidado no busca el reconocimiento. Es directo, no levanta la voz, para que los demás lo vean o reconozcan. La mujer no habla. Mantiene silencio… está pero en el reverso de la escena, desde abajo. Y Jesús se deja querer. Percibe sus intenciones profundas. Le deja el tiempo que necesita para manifestar su amor. No le reprocha nada. Un diálogo profundo en el silencio.
El cuidado saca lo más profundo y personal de cada uno. Nuestra manera más íntima de ser. Viendo cómo nos cuidamos sabremos cómo somos de verdad. La mujer se relaciona con Jesús con todo su cuerpo: con la boca (besa), con los ojos (llora), con los cabellos (seca), con las manos (acaricia y unge).
El cuidado del hermano hace aflorar en nuestra vida la ternura. Besar es gesto de ternura. Es una manera de brindar el afecto al otro, de hacerlo sensible. La ternura va más allá de la razón. Es un afecto que nos da a conocer y que abre la puerta al encuentro con el otro. La ternura no es sentimentalismo (que nos repliega sobre sí mismo y se recrea en sus sensaciones). Por el contrario la ternura de aquel beso irrumpe cuando se descentra, sale en dirección al otro, lo siente como diferente, y quiere participar de su existencia, quiere dejarse tocar por la historia de su vida, la valora, (p.e. el beso de bienvenida, de la madre al niño, de los enamorados). La relación de ternura no implica angustia, porque no busca ventajas ni dominación… es deseo profundo de compartir caminos, de vincularse, de expresarte que estoy a tu lado…
El cuidado del hermano hace aflorar la amabilidad profunda que somos. Bañar los pies con lágrimas, es gesto que transmite los sentimientos más profundos del corazón. El cuidado se construye con nuestro corazón, con lo que va por dentro… si no es así se convierte en carga, en exigencia, en apariencia… La amabilidad que requiere el cuidado supone captar y expresar el valor que el otro me provoca. Sentir lo profundo del corazón secreto. La persona amable es la que es capaz de auscultar, de prestar atención… y sacar sus propias entrañas para aliviar al otro.
El cuidado del hermano hace aflorar la caricia (“enjugaba y ungía con el perfume”). No como pura excitación psicológica que es pasajera y no nos implica personalmente. Sino como actitud concreta que ennoblece y embellece a la otra persona en su totalidad. Y acariciamos con respeto, con delicadeza… sin imposiciones. Como ligera y suave presencia, como el aroma del perfume,… la caricia es leve. Nunca hay caricia en la violencia, o cuando se invade la intimidad de la persona. La caricia da concreción al afecto y al amor. Requiere respeto por el otro y renunciar a cualquier otra intención, pretensión o demanda del otro. La caricia no espera respuesta, aunque sea capaz de provocarla. Es desinteresada.
Acariciar es relacionarnos con lo mejor de nuestro ser, con los más valioso, con gratuidad, sis prisas… para llegar a lo profundo de la vida, del corazón del otro. La caricia del cuidado es la expresión de un amor regalado y gratuito, que trae sosiego, integración, aceptación, confianza. Es una inversión de cariño que siembra intimidad y vincula en lo definitivo. Luis Carlos Restrepo: “la caricia es una mano cubierta de paciencia que toca sin herir y suelta para permitir la movilidad del ser con quien entramos en contacto”.
EL APRENDIZAJE DE LA ESCUCHA: Dejarse decir
A lo largo de la mañana nos hemos abierto a la novedad de la llamada de Dios en nuestra vida. Dios sigue saliendo a nuestro encuentro y su deseo es comunicarse con nosotros (Id16,1) Dios busca la relación. Dios nos conoce porque nos escucha (“he escuchado su clamor en presencia de sus opresores y ya conozco sus sufrimientos” Ex 3,7). Dios tiene grandes deseos de nosotros. Nuestro reto es educarnos para escuchar al que habla con un Amor Mayor, con un lenguaje siempre nuevo.
La escucha no es evidente, Elías: 1Re 19,9-13;
Elías, el viejo profeta, ha entregado toda su vida a la llamada que un día Dios les hizo (1Re 17,1) de llevar a su pueblo a la conversión a Yahvé. Ha sido una vida de enfrentamientos y luchas contra el rey y sus injusticias (1 Re 21), y frente a los profetas del baalismo (1 Re 18). Elías ha vivido sostenido en el encuentro con Dios. Elías ha aprendido a escuchar a Yahvé que siempre le ha indicado el camino (Sal de aquí, levántate y vete. 1 Re 17,2;8; 18,1; 19,5-8) y sin embargo Elías tiene aún que aprender a escuchar a Dios. Hasta ese momento lo había escuchado siempre desde sus fuerzas y unido a un Dios que le hablaba en el fuego, en el viento, en el terremoto… Era un lenguaje al que estaba acostumbrado, y de tanto escucharlo había cerrado sus oídos a la novedad radical de dios. Cuando todo eso no parece cambiar nada Elías se descubre herido, perseguido, sin aliento, y sin fuerzas, derrotado y solo. Experimenta el fracaso. Grita y llega a desear la muerte (Basta, Señor, quítame la vida. 1Re 19, 4-5) Elías ya no espera nada. Se resigna a acabar sus días.
En la vejez, con tantos años de experiencia Elías tiene que aprender a dejarse decir de manera nueva y sorprendente.
Elías empieza a descubrir que a Dios se le empieza a escuchar en su verdad cuando nos mostramos en nuestra necesidad más profunda. Hasta ese momento Elías había escuchado a Yahvé en relación a su misión, a su tarea… ahora ha llegado el momento de escuchar la palabra de Yahvé dirigiéndose a su vida, a su realidad más personal y profunda, a su indigencia, a su angustia… Elías tiene que aprender a dejarse decir las verdades de la vida.
“Levántate, come! Que el camino es superior a tus fuerzas (1 Re 19,5-8)”
En los cuarenta días y cuarenta noches de camino hacia el monte de Dios Horeb, Elías empieza a descubrir que es difícil escuchar a Dios cuando “vivimos ensimismados”. Su situación le ha atrapado, le ha cerrado los oídos. Centrado en sí mismo, en sus peleas, en su dolor, en su fracaso… no puede reconocer la voz de Dios. La escucha está muy condicionada por la manera como vivo los problemas. Si no aceptamos a poner la distancia entre nosotros y los problemas, no tenemos libertad, ni espacio para maniobrar y dejar que alguien intervenga. Elías ha intentado resolver su situación por sí mismo, no ha dejado que otras palabras le acompañen, le contrasten…
Elías descubre el fuerte individualismo en el que ha vivido. Y el individualismo es un fuerte enemigo de la escucha, porque nos lleva a desconfiar de la palabra del otro –no le necesito-. Hasta que Elías no se deja de nuevo decir y tocar por el ángel, no empieza a entender que la Palabra de Dios puede ofrecer visiones nuevas, denunciar actitudes, hacer surgir posibilidades ocultas.
Elías en este camino de vuelta empieza a darse cuenta de que ha estado buscando con un talante equivocado. La vida nos condiciona y no controlamos todo. Tenemos que buscar a Dios en esas condiciones concretas en que vivimos la existencia, porque Dios está pegado a la realidad. En el fondo el viejo Elías empieza a descubrir que ha vivido la vida más como problema que como posibilidad.
Elías sabe por experiencia también que para escuchar a Dios tiene que estar en el lugar apropiado. Sube al monte, en la cueva. Y espera. Porque el Señor siempre pasa (1 Re 19,9-13). La escucha la alimentamos en la fidelidad y en la permanencia, sobre todo en los momentos de oscuridad, de crisis, de aridez… Para escuchar necesitamos alimentar en el silencio la disposición a que nos digan, a que la palabra cale al interior, a que llegue con novedad.
Elías empieza a darse cuenta que hasta ese momento había aprendido a escuchar a Dios en los momentos extraordinarios, pero no había aprendido a escuchar en la vida cotidiana. En el fondo Elías se había acostumbrado a un Dios espectacular, aparatoso, que le había dado seguridad, que le ayuda a resolver problemas, que se hace notar… pero no sabía escucharle en la ambigüedad de lo cotidiano, en las contradicciones y paradojas, en la limitación, en lo pequeño e inapreciable. Y eso es lo que comprobó Elías: que tenía que aprender a descubrir a Dios en la brisa suave. Y sin saber cómo escuchar (se tapó la cara con el manto) dejar que Él nos vuelva a decir (1 Re 19,15-18) Aprender significa volver a empezar. Elías ha subido a quejarse y morir, y Dios acepta su queja y le enseña un camino distinto, confiándole de nuevo su tarea, y sobre todo reconciliándose con su historia pasada, descubre que ha valido la pena, que no está sólo en su misión (son siete mil los que se han mantenido fieles). Por eso lo que hace falta no es morir o huir sino empezar de nuevo en el camino. Ya no protesta. De manera creativa y humilde, en medio de su vejez, debe desandar los cuarenta días del desierto y empezar otra vez, como el profeta de la brisa suave y el hombre de los nuevos signos. En la escucha Elías ha reencontrado su vocación, ha descubierto una nueva manera de vivir con Dios y de sentirse acompañado en el camino.
Escuchar la brisa suave. Lc 1,26-38; Lc 10,38-41
El reto de la adultez pasa por aprender a vivir en escucha permanente y así vivir desde dentro. No basta “ser autónomos” (ya que nos vemos con capacidades, posibilidades…) sino vivir buscando la autenticidad, construyendo desde dentro en referencia permanente a la palabra de los otros (del Señor, de los hermanos, de los jóvenes, pobres). La escucha tiene mucho que ver con nuestras actitudes cotidianas y nuestra manera de construir el sentido de la existencia.
Como María (Lc 10,38-41) necesitamos aprender a escuchar con agradecimiento.
· Atención y paciencia. María sane que llega el Señor, no sólo se pone a sus pies, sino que le presta atención. Afina su oído para que nada se le pase desapercibido, con constancia permanece; cada palabra es importante, en la palabra está el deseo mismo de Dios, sus sentimientos hacia ella, su futuro… la atención le ayuda a María a discernir lo que se le propone, los compromisos que surgen del encuentro, a captar todos los matices, a no trivializar, ni devaluar lo que el Señor está compartiendo con ella. Porque Dios nos habla en los detalles, en lo pequeño, donde está el amor auténtico. Y Dios nos habla en el grito de mis hermanos. De manera especial en el pobre. Dios está hablándonos, escondido, en el hombre. Prestar atención es también afinar la sensibilidad al hermano, al joven, al pobre, reconocerle con voz propia, personal… sentirlo como interlocutor en mi vida, capaz de tener una palabra para mí.
La atención surge del ejercicio, de silenciar otros ruidos. Tenemos que construirla y educarla, Atender a escuchar lo desapercibido, lo que hace poco ruido, lo que no habla como yo lo espero o conozco, supone también paciencia y sospechar de uno mismo. Tendemos a hablar más que a escuchar, a decir, más que a acoger lo que el otro me dice… Paciencia para ir poco a poco comprendiendo el lenguaje de Dios (como aprender inglés), no dar por supuesto que lo conocemos… Él siempre nos sorprende. Siempre tiene una palabra personal dirigida a mí. Por eso la escucha nos lleva a ser y vivir con agradecimiento (al hermano y a la comunidad. Una comunidad que ora, que escucha la Palabra es una comunidad agradecida).
· Ritmo adecuado de vida. No podemos engañarnos: ser hombres y mujeres de escucha requiere disciplina, vivir esforzándonos por conservar los valoes y los medios que la hacen posible (el espacio, el tiempo, la soledad, el silencio…). Nuestro ritmo de vida, como el de Marta no es “suave”, es intenso, con muchas realidades que nos desbordan (que nos hacen salir…), no nos basta “encajonar” todo y querer meter todo… tenemos que aprender a vivir de otro modo.
· Libertad interior. Ello supone una autonomía personal. Tener criterio propio (como María, que tuvo que posicionarse con su hermana), incluso cuando no es gratificante. Frente a tantas demandas externas tenemos que jerarquizar y priorizar. Frente a nuestras convulsiones (instintivas e innatas), no se trata de ser de otra manera, sino de vivir de otra manera lo que soy. Porque Dios no es evidente socialmente.
Como María necesitamos aprender a acoger con humildad (Lc 1,26-38)
María se ve desbordada por las palabras que escucha, y que vienen a cambiar toda su vida. La Palabra de Dios no es indiferente. Es radical, toca la raíz de nuestra persona, de nuestra vocación. Siempre es comprometida. Y por eso tan distinta a tantas palabras que normalmente oímos o nos decimos. (“Dichosa tú, alégrate llena de gracia, darás a luz a un hijo, el Espíritu vendrá sobre ti…”). Ante las dudas e interrogantes que se aparecen… los miedos… María acoge la provocación de esa palabra. No la rechaza o huye de ella. Le deja un espacio, la considera… Y la lleva a su interior. El corazón es el lugar de la palabra. Donde la personalizamos y hacemos nuestra. Escuchar supone también discernir, sospesar, escuchar lo que provoca… No es un ruido más, entre todos. Me la dirige Dios mismo. María acoge con humildad. Sin poner condiciones. Situándose como oyente, abierta, necesitada… valorando lo que se le ofrece… sin prejuicios. Sólo cuando acogemos con humildad, desde dentro, la palabra recibida, nuestra palabra brota como expresión de la verdad de nosotros mismos. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
El amor es la esencia del abandono
Es en el amor donde está la esencia del Abandono. Es por el camino misterioso de la entrega, que tantas veces nos desarma y nos confunde, que rompe nuestros planes y nos urge a ponernos de nuevo en marcha, (porque al igual que el profeta Jeremías, nos seduce y nos dejamos seducir por Él), por donde podemos llegar al Abandono al mismo tiempo que vamos creciendo en fidelidad, aunque a veces en nuestro interior nos rebelemos desconcertados, mientras nos dejamos "llevar", en un silencio "elocuente", sin palabras, "hasta donde no queremos ir". Es la hora en que el Espíritu nos ciñe como a Pedro, muy a pesar nuestro, haciéndonos comprender que se sube bajando, que se crece descendiendo, que se vive muriendo, entrando así en una etapa de la vida contemplativa a la que se accede a través de un largo, lento y doloroso proceso de purificación en medio de una gran oscuridad, donde no se ve nada, ni se sabe nada, si no es "la certeza" de que no avanzas, de que "estás perdiendo el tiempo". Pero una secreta sospecha te hace pensar a veces, que no estás solo, que el Espíritu anda por medio haciendo el camino que nos lleva a dejarnos caer en los brazos del Amado, a fiarnos de Dios. Un camino pobre, casi desconocido, poco transitado.
Hay como una continua comunión a la par que una continua renuncia (¿rebeldía?), que poco a poco te va transformando interiormente hasta relativizar muchas cosas, planes y razones que creías necesarias, y que a medida que te despojan, te conducen sin ser notado, a recorrer "los caminos de Dios", que "no son los nuestros". Hay también una experiencia larga de desierto y soledad, que no aciertas a descubrir ni a manifestar, por temor a equivocarte y ser mal interpretado, y porque no sabes con certeza lo que es, pero que inconscientemente te va alejando de lo que antes te llenaba o desconcertaba, para acercarte misteriosamente al que Es.
A veces se piensa erróneamente que la contemplación, que te lleva a arrojarte en los brazos de Dios, es una evasión, un pretexto para huir de la realidad, donde la vida se hace problema. Pero, es en la monotonía de la vida, en la entrega callada, alimentada por la plegaria silenciosa, plagada de distracciones, de gestos sin palabras, que apenas se perciben, y que por insignificantes y ordinarios, no se tienen en cuenta, ni apenas se valoran, donde se va forjando, soldando en silencio, sin ser notada, la unidad entre la vida y la contemplación, la entrega al Absoluto, que por caminos insospechados, te conducen como al buscador de la voluntad del Padre, al encuentro con el Amado. Un camino y un encuentro inexplicable, que se va gestando y desarrollando a través de "un estilo de vida", que no aciertas a explicar, y tampoco lo pretendes, porque parecería pedantería y quedaría devaluado al no ser comprendido.
Al entrar en este camino de Abandono se percibe, después de un trayecto en el que nada entiendes, ni ves, y que muchas veces te sume en el desconcierto y la duda, que todo sirve y ayuda para vivir la comunión con el Padre y acoger su presencia en la fe, que se manifiesta en la comunión con aquellos que nadie quiere, con los más abandonados. Creo que es el mismo Espíritu Santo el que te inspira a decir en lo más profundo de tu ser: "Padre mío, me abandono a Ti, haz de mí lo que quieras", "Hágase tu voluntad", "Gracias, Señor", o "Todo es gracia", que diría Santa Teresa de Lisieux.
En este caminar silencioso, en medio de gran oscuridad y aridez, como la misma vida de las pobres gentes, la persona se dirige hacia una oración sin palabras, o de "simple mirada", que le va haciendo descubrir en profundidad a Aquél que busca, abandonándose a Él a medida que crece la oración o el deseo de orar, al hacer de la vida toda una plegaria más o menos consciente, según la intensidad del momento, porque la oración se ha convertido en una necesidad. [...]
Siempre el encuentro con el Amado, el Abandono en sus manos, nos lleva a "volver a empezar", porque supone un enfrentamiento entre nuestra palabra y su Palabra, entre nuestro pensamiento y el suyo, entre Su Voluntad y la nuestra, entre lo que subyace muerto en nosotros y lo permanentemente vivo que Él nos ofrece. En definitiva: entre la muerte y la Resurrección y la Vida, porque en ese hacer la voluntad del Padre, está la raíz del Abandono.
Para esto no se exige edad, ni estado determinado, sino generosidad en la espera, fidelidad en la cita, gratuidad y confianza, pues el Abandono en los brazos del Padre está abierto a todo cristiano que ora sin reservas con la oración del Padre nuestro, sin esperar resultados inmediatos ni clamorosos, sino más bien el día "en que el ángel del Señor remueva el agua", y con su gracia dejamos empujar y zambullirnos movidos por el Espíritu de Dios en la piscina. De aquí la necesidad de la espera, de saber confiar, convencidos de que en un instante puede suceder lo inesperado, porque Dios es sorprendente y sorpresivo.
Evangelio Sábado XXI Semana Tiempo Ordinario. Ciclo C. 31 de agosto 2013.
Santo del Día: San Ramón Nonato
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según Mateo 25,14-30
Gloria a ti, Señor
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: "Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos. En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor.
Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: "Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco." Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor." Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: "Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos." Su señor le dijo: "Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor." Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo: "Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo." El señor le respondió: "Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes.""
Palabra del Señor.
Comentario:
Hoy contemplamos la parábola de los talentos. En Jesús apreciamos como un momento de cambio de estilo en su mensaje: el anuncio del Reino ya no se limita tanto a señalar su proximidad como a describir su contenido mediante narraciones: ¡es la hora de las parábolas!
Un gran hombre decide emprender un largo viaje, y confía todo el patrimonio a sus siervos. Pudo haberlo distribuido por partes iguales, pero no lo hizo así. Dio a cada uno según su capacidad (cinco, dos y un talentos). Con aquel dinero pudo cada criado capitalizar el inicio de un buen negocio. Los dos primeros se lanzaron a la administración de sus depósitos, pero el tercero —por miedo o por pereza— prefirió guardarlo eludiendo toda inversión: se encerró en la comodidad de su propia pobreza.
El señor regresó y... exigió la rendición de cuentas (cf. Mt 25,19). Premió la valentía de los dos primeros, que duplicaron el depósito confiado. El trato con el criado “prudente” fue muy distinto.
El mensaje de la parábola sigue teniendo una gran actualidad. La separación progresiva entre la Iglesia y los Estados no es mala, todo lo contrario. Sin embargo, esta mentalidad global y progresiva esconde un efecto secundario, peligroso para los cristianos: ser la imagen viva de aquel tercer criado a quien el amo (figura bíblica de Dios Padre) reprochó con gran severidad. Sin malicia, por pura comodidad o miedo, corremos el peligro de esconder y reducir nuestra fe cristiana al entorno privado de familia y amigos íntimos. El Evangelio no puede quedar en una lectura y estéril contemplación. Hemos de administrar con valentía y riesgo nuestra vocación cristiana en el propio ambiente social y profesional proclamando la figura de Cristo con las palabras y el testimonio.
Comenta san Agustín: «Quienes predicamos la palabra de Dios a los pueblos no estamos tan alejados de la condición humana y de la reflexión apoyada en la fe que no advirtamos nuestros peligros. Pero nos consuela el que, donde está nuestro peligro por causa del ministerio, allí tenemos la ayuda de vuestras oraciones».
Fuente: Leccionario IV (Ferias del Tiempo Ordinario)
Arroja en el Señor tus ansiedades y Él te sustentará. El abandono en santa Teresita del Niño Jesús
.
"Permanecer pequeño es reconocer su nada, esperar todo de Dios, como un niño espera todo de su Padre, es no inquietarse por nada, es no ganar un capital. Aún entre los pobres se da al niño lo que necesita, pero apenas crece, su padre no quiere seguir alimentándolo y le dice: ahora trabaja, puedes bastarte a tí mismo. Para no oír esto yo no he querido crecer, sintiéndome incapaz de ganarme la vida, ¡la vida eterna del Cielo! Me he quedado pues siempre pequeña, no teniendo más ocupación que la de coger flores, las flores del amor y del sacrificio, y ofrecérselas a Dios para su agrado. Ser pequeño, es no atribuirse a sí mismo aun las virtudes que se practican, creyéndose capaz de algo, sino que reconocer que Dios pone este tesoro en la virtud en la mano de su hijo pequeño, para que él lo use cuando él lo necesite; siendo siempre el tesoro de Dios. En fin, es no descorazonarse por sus faltas, porque los niños se caen a menudo, pero son demasiado pequeños para hacerse un gran daño".
* * *
"Quiero dejarle que negocie con mis intereses, que juegue por mi a la banca del amor, sin meterme para nada en el juego". (Carta a Celina)
* * *
"En aquella época, me había ofrecido al Niño Jesús para ser su juguetito. Habíale rogado que no se sirviera de mí como de un juguete de valor, al que los niños se contentan con mirar, sin atreverse a tocarlo, sino como de una pelotita sin valor alguno, que Él podía tirar al suelo, empujar con el pie, taladrar, abandonar en un rincón, o bien estrechar contra su corazón, si en ello hallaba placer. En una palabra, quería divertir al Niño Jesús y entregarme a sus caprichos infantiles". (Historia de un alma, cap. VI).
* * *
"No, la santidad no está en tal o cual práctica: consiste en una disposición del corazón que nos hace pequeños y humildes en las manos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre…"(Rec. inéd.).
* * *
"El Señor se complace en mostrarme el único camino que lleva a esa hoguera divina, y ese camino es el abandono propio de la criatura que sin temor se duerme en brazos de su Padre..." (Historia de un alma, cap. XI).
* * *
"El abandono, «fruto delicioso del amor» está íntimamente ligado con la confianza y la humildad. Porque soy pequeña y débil, se inclina hacia mí y me instruye suavemente en los secretos de su amor" (Historia de un alma, cap. V).
* * *
"Sí, el abandono es mi único guía, ya no tengo otra brújula. Ya no sé pedir con ardor cosa ninguna, como no sea el cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios en mi alma". (Historia de un alma, cap. VIII)
* * *
"¡Ahora no tengo ningún deseo sino el de amar a Jesús con locura! Sí, es el amor sólo el que me atrae. Ya no deseo ni el sufrimiento ni la muerte… Hoy día es solamente el abandono lo que me guía…Ya no sé pedir nada más con ardor, excepto el cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios".
DIOS PRECEDE Y ACOMPAÑA LA OBRA DEL PASTOR
Dios precede en la misión.
El apóstol ante todo está invitado a ver; los campos, sembrados y fecundados por el Señor, producen ya su fruto; el tiempo de la siega se halla ante él. "Levantad la vista y mirad los sembrados, que están ya maduros para la siega" (Jn 4,35). La Vid verdadera, plantada y podada por el Padre, da ya frutos abundantes y perennes de vida (cf. Jn 15, 1ss; Mc 12, 1-12). El Señor, en su visión nocturna, decía a Pablo: "No temas, sigue hablando, no te calles; porque yo estoy contigo y nadie intentará hacerte mal. En esta ciudad hay muchos que llegarán a formar parte de mi pueblo" (Hch 18, 9-10). El apóstol, como el celoso e impetuoso profeta Elías, corre el riesgo de olvidar el trabajo y solicitud de Dios por su pueblo (cf. 1 Re 19, 15-18).
Descubrir la obra de Dios en la historia cambia el dinamismo de la misión y la existencia del pastor. El Espíritu lo ha puesto al frente del pueblo que Dios se adquirió con su propia sangre (cf. Hch 20, 28), para que colabore en una obra ya iniciada, incluso antes de su llamada. Y esta obra, debe estar seguro de ella, alcanzará su plenitud por la obra del mismo Espíritu, incluso antes de la muerte. Cosechar y cultivar los frutos de otro le permite vivir su tarea con alegría, confianza y humildad; también le hace descubrir el momento oportuno de su intervención. La semilla sembrada por el Padre en el mundo produce su fruto sin tardar. Un contemplativo lo descubre, se alegra y actúa en consecuencia.
El orante es invitado a levantar los ojos para ver la obra de Dios, antes incluso de poner mano a la tarea. La Pascua del Hijo fructifica ya en el mundo y el apóstol debe descubrirlo, sin encerrarse en el desánimo o pequeñez. Jesús decía a los judíos: "Mi Padre no cesa nunca de trabajar; por eso yo trabajo también en todo tiempo" (Jn 5,17). Y a los tímidos discípulos añadía: "No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha querido daros a vosotros el Reino" (Lc 12,32).
¿Cómo explicar tanto pesimismo, tanto cansancio, tanta negativa de los pastores ante nuestro mundo? ¿Puede el contemplativo afirmar, sin más, que el mundo es un desierto de Dios? ¿Acaso no precede y cierra Dios la marcha del pueblo por el desierto? Existen hombres religiosos, con gran vida de oración en apariencia, pero sumidos en la noche del desánimo. ¿Por qué?
Quizás oran para ser buenos pastores e interceden para que el mundo cambie; pero no cultivan la contemplación. Faltos de ver la mies abundante y pronta para la siega, se hunden en la desesperanza, en la visión de su propia esterilidad. Podrán caer incluso en la tiniebla de la desesperanza y la amargura, como el fogoso Elías. La plegaría contemplativa ubica al pastor en la verdad y el sentimiento de la realidad animada por Dios. Ve y oye en la historia su actuar fecundo en pro del pueblo de la nueva Alianza. Da gracias por la historia de la salvación. Recolecta los frutos del campo para ofrecerlos a su Dueño. Pone manos a la obra para que la viña produzca los frutos deseados por quien la plantó. Parangonando las palabras de Jesús, exclama: "Mi Dios trabaja siempre y ya también trabajo".
Dios acompaña la actividad del pastor.
Descubre el apóstol que Cristo trabaja por él, con él y por su medio. De esta forma, el apóstol saborea la promesa del resucitado: "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo" (Mt 28, 20); yo colaboraré con vosotros (cf. Mc 16, 20). La misión no es sólo un mandato oneroso. Entre el que envía y el enviado se establece una corriente de vida, una total comunión.
No es espontánea esta contemplación; debe aprenderse en el camino mismo de la misión. Lo recuerda de forma significativa la experiencia de Pablo: "Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la flaqueza" (2 Cor 12, 8-9). No había contemplado bastante el poder de Dios presente en su flaqueza, la presencia operante del Resucitado en su obrar frágil. El pastor no debe limitar su plegaria a buscar el modo de colaborar con Dios, está llamado a descubrir y discernir cómo Dios se sirve de su debilidad.
En medio de su pueblo insignificante y de dura cerviz, como lo recuerda el testimonio de Moisés, el pastor debe adentrarse en la espesura del diálogo vital y contemplativo, de acuerdo con la promesa del Dios de la Alianza: "Yo mismo te guiaré y te daré un lugar de descanso" (Ex 33, 14). No es Dios quien necesita del hombre, sino éste de aquél. La oración contemplativa es fuente de humildad y audacia misioneras.
Los carismas en la Iglesia: Don y Necesidad
Pablo, en 1 Cor 12,1, aborda uno de los problemas que, probablemente, le habían consultado desde Corinto: la presencia y el uso de los “dones espirituales”, de los carismas en las reuniones comunitarias que, en las comunidades de Corinto, parecen estar dificultando gravemente la unidad eclesial.
El asunto lo trata ampliamente el Apóstol en una unidad que abarca los capítulos 12-14 de su primera carta a los corintios. Y lo hace en tres grandes momentos. En el primero, insiste en la unidad y diversidad de los carismas (12,1-30); en el segundo, les anima a recorrer el camino por excelencia para la vida cristiana, el del amor, el mayor de los carismas sin el cual los otros pierden su sentido y razón de ser (12,31-13,13); finalmente, vuelve a la dimensión comunitaria de los carismas, centrándose en el carisma de profecía y el don de lenguas, al parecer los más estimados y deseados por los corintios (14,1-40).
En su exposición, Pablo pone de relieve que los carismas no sólo se dan de hecho, sino que son un don y su existencia una necesidad, en una comunidad que está configurada como cuerpo. Los carismas son un don que tiene como finalidad principal la edificación de la comunidad, para enraizados en ella poder vivir el camino más excelente, el de una vida determinada por a caridad. Pero al Apóstol le preocupa hondamente que esa pluralidad, mal asumida, esté debilitando la unidad de la comunidad.
En el capítulo 12, que os proponemos para la oración, Pablo quiere acentuar, al mismo tiempo, la diversidad carismática necesaria y la unidad dentro de la comunidad. Y lo hace en dos momentos. En primer lugar nos invita a contemplar los dones espirituales fundamentalmente en su relación con el Espíritu (12,1-11); posteriormente (12,12-31), en relación con los otros miembros de la comunidad, a partir del ejemplo del cuerpo y su aplicación a la los cristianos.
Para sacarlos de su ignorancia respecto “a los dones espirituales”, los remite a su propia experiencia: “Sabéis que cuando erais gentiles, os dejabais arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos”. Pablo cree necesario enseñarles con el fin que puedan adquirir unos criterios que les impida reproducir la misma dinámica que cuando eran gentiles: ser arrastrados ciegamente, sin criterio.
La fe profesada y proclamada sólo es posible en el ámbito y por la moción del Espíritu: “Nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: «¡Anatema es Jesús!»; y nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino con el Espíritu Santo”. Y por ello, la confesión de Jesús como Señor se convierte en criterio o marco de toda actuación carismática; al margen de dicha confesión de fe los carismas no pueden calificarse de espirituales, ni su acción de verdadera.
La unidad se manifiesta en que los carismas, en toda su riqueza y variedad, tienen el mismo origen y finalidad: “Todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu”. “A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común”.
La diversidad se fundamenta en la pluralidad de sujetos de los carismas (“a cada cual se le otorga”), de denominaciones (carismas, ministerios, funciones) y en las listas de carismas distintos que refiere Pablo (cf. vv. 8-10; 28-30).
Esta orientación general de la enseñanza de Pablo hace frente a las probables pretensiones de exclusividad carismática de quienes poseían el don de lenguas o el de profecía, en la Iglesia de Corintio. Por otro lado, los carismas son dones gratuitos, en orden a la comunidad, por lo que no hay ningún tipo de razón para arrogarse la exclusividad y, mucho menos, para cualquier actitud de orgullo o vanagloria.
Toda la Iglesia carismática: cualquier creyente en cuanto portador del Espíritu es beneficiario de sus dones.
Para ayudarles a comprender y vivir la aparente tensión entre unidad y pluralidad, Pablo les remite a la experiencia del cuerpo humano, que estando formado por muchos miembros, es uno: “Muchos son los miembros, mas uno el cuerpo” y continúa el Apóstol “Y no puede el ojo decir a la mano: «¡No te necesito!» Ni la cabeza a los pies: «¡No os necesito!»”: Más aún, “los miembros del cuerpo que tenemos por más débiles, son indispensables. Y a los que nos parecen los más viles del cuerpo, los rodeamos de mayor honor”. Esa ha sido la voluntad de Dios que “ha formado el cuerpo dando más honor a los miembros que carecían de él, para que no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros.”
A partir de la experiencia y comparándola con ella, les remite a la realidad eclesial: “Así también Cristo”. Pero el cuerpo, referido a los cristianos, es más que una metáfora. La unidad de los cristianos, tiene su origen en el Espíritu: “En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”. De esta manera los cristianos se unen a Cristo y, en él, entre sí como cuerpo, de manera que puede ser llamado con toda razón cuerpo de Cristo. Un cuerpo en el que las categorías religiosas, culturales y sociales pierden toda relevancia.
La unidad de los cristianos se define desde Cristo, tiene en él su elemento constitutivo, nace del hecho de la pertenencia a él y de la unión con él. Como consecuencia, ningún cristiano se agota en su individualidad, es miembro de los otros, está referidos a ellos y, a su vez, necesita de los demás, para no ser un miembro desgarrado sino un miembro vivo del Cuerpo del Señor resucitado, que es la Iglesia.
Dios prefiere a los pequeños y a los últimos
Toda la Biblia está atravesada por la preferencia de Dios por los pequeños y los últimos: Abel era menor que Caín, pero era su sacrificio el que complacía al Señor (Gen 4,4); Jacob no era el hijo mayor de Isaac, pero fue a él a quien Yahvé bendijo y a quien prometió: "Yo estoy contigo; te guardaré adondequiera que vayas, no te abandonaré hasta que haya cumplido lo que te he dicho" (Gen 28,15). Los dos hijos menores de Jacob fueron sus preferidos y ante José se inclinaron todos sus hermanos (Gen 37,7). Moisés era torpe de lengua y Jeremías sólo un muchacho, pero fueron ellos los escogidos por el Señor para ser uno jefe y otro profeta de su pueblo (Ex 4,10; Jer 1,6). David era el más pequeño de su casa y el Señor lo eligió cuando era sólo un adolescente que andaba detrás del ganado (1Sam 16,1-13) y si venció a Goliat no fue con el poderío de su lanza, sino con su honda de pastor (1Sam 17,12-58).
Es significativa la narración de la victoria de Gedeón a Madián: "Yahvé dijo a Gedeón: - Es demasiado numeroso el pueblo que te acompaña para que ponga yo a Madián en sus manos; no se vaya a enorgullecer Israel de ello a mi costa diciendo: ¡Mi propia mano me ha salvado! Ahora pues, pregona esto a oídos del pueblo: – El que tenga miedo y tiemble, que se vuelva y mire desde el monte Gelboé. 22.000 hombres de la tropa se volvieron y quedaron 10.000. Yahvé dijo a Gedeón: – Hay todavía demasiada gente; hazles bajar al agua y allí te los pondré a prueba. Aquel de quien te diga: «Que vaya contigo, ése irá contigo». Y aquel de quien te diga: «Que no vaya contigo», no ha de ir. (...) Entonces Yahvé dijo a Gedeón: – Con esos trescientos hombres os salvaré, y entregaré a Madián en tus manos (Jue 7,1-8).
Miqueas sitúa a la pequeña Belén por encima de la soberbia Jerusalén: "Pero eres tú, Belén Efratá, la menor entre las familias de Judá, de donde me ha de salir aquel que ha de dominar en Israel" (Mi 5,1).
Y las mujeres representan también esa misma condición de pequeñez que permite la manifestación de la fuerza del Señor: Él edificó la casa de Israel a partir de mujeres estériles (Sara, Rebeca, Raquel, Ana...); fue una humilde viuda pagana la que sostuvo la vida de Elías (1Re 17) y cuando los israelitas temblaban bajo la amenaza de enemigos invencibles, despertaron Débora, Yael y Judit, y la altivez de Sísara y Holofernes fue derribada por su mano (Jue 5; Jud 12 9-16). Por eso el Salmo proclama: "Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas" (Sal 127).
La Biblia conserva la memoria los nombres de muchos hombres y mujeres de los que no ensalza su poder ni su fuerza, sino su capacidad para dejar al Señor actuar en ellos y proclama que la casa de Israel está edificada sobre ellos.
Esta convicción se prolonga en el NT, como contraste con una sociedad donde el estatus de los niños era de insignificancia y hasta de cierto desprecio y minusvaloración. Como contraste, “un niño” se convierte para Jesús en la manera de designar a los sencillos, humildes y pobres que, conscientes de sus carencias y al no tener otra posibilidad que la de recibir, simbolizaban las actitudes de disponibilidad, receptividad y confianza.
Vivimos en una sociedad que graba a fuego en nuestra conciencia sus consignas de dominar y triunfar, en la que sólo se pronuncia el nombre de los que suben, de los que son sanos y fuertes, y sentimos la tentación de correr tras ellos, de cimentar nuestra vida sobre lo que sabemos, poseemos o creemos valer, negando en nosotros mismos y en los demás todo lo que suene a debilidad, carencia o límite. Jesús nos llama a dejar atrás nuestro "personaje", las máscaras tras las que nos escondemos, las defensas con las que intentamos protegernos o los méritos que intentamos acumular. Nos invitan a reconocer nuestra fragilidad y a aceptar nuestro desvalimiento, a abrirnos al asombro del amor de un Dios que nos acoge sin condiciones, como un padre o una madre a su hijo, no porque lo merezcamos sino porque no puede remediar querernos, porque se negaría a sí mismo si no fuera pura gratuidad.
Acoger su llamada nos permite sentirnos unidos a tantos hombres, mujeres y pueblos enteros olvidados por las crónicas internacionales, pero que son la niña de los ojos de Dios.
A partir de ahí podemos preguntarnos si nuestra idea de la vida cristiana va entrando en esta lógica del Reino, que se caracteriza, ante todo por la gratuidad de relaciones, si seguimos viviendo en clave de "puños", "méritos" y "adquisiciones".
Y examinar también cómo acogemos nosotros a los que nos parecen "pequeños": ¿con superioridad? ¿con respeto? ¿desde la convicción de que ellos son los primeros en el Reino?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)