El P. Fabio Gilli, misionero comboniano italiano, fue perdiendo la vista progresivamente hasta quedarse ciego, pero sigue proclamando el Evangelio a pesar de su discapacidad. Actualmente desarrolla su ministerio en un centro para invidentes de Lomé, la capital de Togo. Él mismo cuenta su testimonio en primera persona.
Recuerdo que era todavía niño cuando hablé con mi madre sobre el deseo de ser misionero. La idea me había surgido al escuchar las explicaciones de un sacerdote que había venido a la escuela a hablarnos de Jesús y de Daniel Comboni. Era el año 1947 y ya tenía problemas con la vista, pero todavía veía lo que estaba lejos.
Mi madre me atendió y dijo preocupada: "No tienes bien los ojos, tendrás que aprender muchas lenguas y además dejar tu pueblo; el camino de la misión es una vida difícil". Yo la escuchaba, pero no me dejaba convencer.
Un día, mientras estaba en la iglesia todo absorto, se me acercó el párroco y me preguntó por qué rezaba. A esa pregunta tan sencilla respondí con toda simplicidad: "Quiero ser misionero". Así comenzó mi aventura.
Entrada en el seminario
En el mes de julio de ese mismo año, en un hermoso día de sol y acompañado por el párroco visité a los misioneros combonianos y éstos me animaron en mi propósito. Mi padre, que no sabía nada, se puso muy nervioso al conocer la noticia. Mi madre se agobió un poco, pero luego se organizó para enviarme al seminario con las pocas cosas que necesitaba.
La aventura había comenzado. Pasé más de 40 días muy feliz en Segonzano, en las montañas del Trentino, una región del norte de Italia donde los combonianos pasaban los días de verano. Fueron semanas inolvidables.
Trascurridos esos días, el superior, P. Giorgio Canestrari, me dijo que regresara con mi familia. Estábamos a inicios de septiembre cuando volví a casa para prepararme y partir definitivamente el 1 de octubre de 1947. El primer año estuve en el pueblo de Fai; los siguientes, en Muralta. Para los estudios de educación secundaria fui a Brescia, al Instituto Comboni, y terminada esta etapa me marché a Florencia, donde hice los dos años de noviciado.
Durante estos años de formación no faltaron las dificultades, pruebas que me templaron y más tarde se revelaron providenciales porque me prepararon para la vida de la misión. En Cristo encontré verdaderamente al compañero de mi vida.
Después de los dos bonitos años transcurridos en el noviciado, mis superiores me enviaron a Verona para los estudios de Filosofía. Luego vendrían los estudios de Teología en Venegono, cerca de Milán, entre 1959 y 1963. Esos años también fueron hermosos, llenos de paz y serenidad, aunque mis ojos comenzaban a darme problemas.
En 1956 un médico de Verona me diagnosticó una enfermedad en los ojos, la retinitis, que me conduciría inevitablemente a la ceguera. A pesar de todo pude continuar con los estudios y terminar todos los exámenes, aunque con mucha dificultad. En 1963 fui ordenado sacerdote.
Camino a la misión
De 1963 a 1965 fui a Barolo, provincia de Cuneo, en Piamonte, donde había un seminario menor con unos 70 chicos. Allí hacía un poco de todo: era profesor, subdirector y vicario de la comunidad, hasta que llegó la ansiada carta del superior provincial en la que me anunciaba mi destino a Togo. Sin embargo, primero debía trasladarme a Francia durante unos meses para aprender el francés.
Finalmente salí en barco rumbo a Lomé, la capital de Togo, en la costa occidental de África. Era el 16 de diciembre de 1965. Pasamos la Navidad en el barco: hubo una bellísima celebración en medio del inmenso océano Atlántico. A bordo íbamos 32 misioneros y misioneras.
Al principio fui a una misión con sacerdotes diocesanos para relacionarme con las personas y conocer los problemas del lugar, que eran también de tipo práctico. El compromiso principal era aprender la lengua local, ya que no había libros, ni textos ni método.
Durante los primeros meses me dediqué a aprender: estaba siempre entre los niños de educación primaria, les hacía preguntas, intentaba responder, trataba de asistir a la catequesis impartida en su lengua, intenté aprender lo más posible y después de unos meses, cuando me presenté a los exámenes, logré superarlos. El éxito fue grande y entré a formar parte de la comunidad de Lomé, con el Hermano Nevio y los Padres Mario Piotti y Francesco Cordero.
Formador de misioneros
Pero la luz cada vez era menos intensa pues mis ojos se iban cerrando paulatinamente y aumentaban las dificultades, especialmente cuando tenía que conducir la moto. Llegó el momento en que tuve que dejar la misión por primera vez. En el aeropuerto, el superior me dijo que no regresaría a Togo y que me destinaban al escolasticado de París. Acepté, pero primero pedí hacer un curso de actualización en Roma. Desafortunadamente no logré completarlo debido a los problemas de la vista.
Pasé un mes en una clínica. Luego, en mayo de 1972, salí rumbo a París como encargado de la formación y dirección espiritual de los estudiantes de Teología provenientes de varios países. Había españoles, portugueses, brasileños e italianos. Me entregué al trabajo y no dejaba de hablar de la misión en donde había estado.
Muchos de los jóvenes partieron a las misiones. Para mí eso fue un motivo de satisfacción, aunque se vio oscurecido por el hecho de que en septiembre de 1973 un oftalmólogo de París me comunicó que no había remedio para mi enfermedad (ya había perdido el ojo izquierdo y el derecho estaba en peligro).
Tenía que prepararme para la ceguera y aprender el sistema Braille. Con un gran esfuerzo por la poca vista que me quedaba, permanecí en el cargo en París hasta diciembre de 1977. Presenté entonces mi renuncia, que de inmediato el P. Tarsicio Agostoni, superior general de entonces, aceptó. Pero no me resigné. Me fui a Florencia a aprender el Braille y permanecí allí el año 1978. En enero de 1979 salí de nuevo rumbo a África. Quiero subrayar que para el registro civil nací hace 73 años, pero renací a la luz, la luz verdadera, la luz de Cristo, el 20 de septiembre de 1973, cuando el oculista me comunicó que nunca me curaría.
Ministerio con los invidentes
Tuve un momento de desánimo. Me abatí. Vi derrumbarse todo mi plan de volver a África para anunciar el Evangelio. Me parecía que con la pérdida de la vista mi futuro quedaba comprometido, y esto me puso muy triste. Me preguntaba por qué el Señor había cerrado mis ojos, hasta que en la misión donde actualmente me encuentro entendí que podía abrirlos a las necesidades de los invidentes de Togo.
Hace más de 20 años nació el Instituto de Togoville, donde residen unos 130 invidentes. Allí aprenden la lectura y la escritura Braille y un oficio: hacen tapetes y bolsas, reparan sillas, bancos y sillones, y realizan otras labores. En septiembre de 2006 terminamos en Lomé la construcción del Centro Santa Lucía, que también asiste a los invidentes. En Lomé los invidentes son unos 3.000 y en todo Togo alrededor de 30.000. Nuestro trabajo es una gota de agua en un mar de necesidades, pero hacemos lo que podemos.
En el Centro Santa Lucía, además de aprender oficios los invidentes que han concluído los estudios de bachillerato pueden aprender musicoterapia, kinesioterapia, fisioterapia, informática y otras disciplinas. De este modo pueden realizar actividades por su cuenta, incluso unas chicas han abierto una tienda de galletas. Pero, más que nada, los invidentes del Centro aprenden a amar, a disfrutar y hacer vibrar con la música hasta las fibras más íntimas. Prueba de ello es que saben tocar y cantar muy bien.
Recuerdo que una misionera comboniana me contó que en las cárceles los internos padecían de una fuerte depresión y una gran tristeza. Me pidió si podía ir allí a hablar del amor de Dios y de su misericordia. Llevé conmigo a siete invidentes de todas las edades. Ellos animaron la Misa y otras actividades con cantos, coros, tambores y diversos instrumentos. De esta manera levantaron el ánimo de los reclusos. Fue una explosión de alegría que puso a todos a bailar. Los presos quedaron sorprendidos y se contagiaron con aquella alegría de vivir y de sentirse útiles, a pesar de la ceguera de los animadores.
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