jueves, 27 de octubre de 2016

DIOS QUE ME ESPERA EN LA COMUNIÓN



Dios que me espera en la Comunión
Es pan que se ofrece en el altar y se transforma en un verdadero alimento en las manos de cada sacerdote.



El domingo, día del Señor, pude saborear y hasta tocar la grandeza de la Eucaristía. Claro, era más que un descubrimiento, era la presencia de Dios que se revela a pesar de ese estar tan cerca había estado celebrando sin haber caído en la cuenta. Perdonen, era automatismo, repetición, simple celebración. Ese valor eucarístico me cayó con tal fuerza que me hizo despertar y valorar. Era un Jesús, lleno de la luz de aquella cena con sus discípulos, que me estaba gritando: “Este es mi Cuerpo… Esta es mi Sangre”

En ese momento, “Consagración” se abrió el postigo de la verdad en la presencia real de Cristo que se ofrece por todos, sin excepción. Era Él mismo y Único Jesús que tomaba el pan en sus manos y al tomarlo, no solamente se ofrecía, sino que se consagraba al mundo para ser alimento y sustento. Es una acción por todos donde nadie, sin excepción, queda fuera. Jesús se da todo porque lo tiene todo. El ama y al amar puede donarse, regalarse y darse para siempre.

En este momento, tan sublime, cuando las manos sacerdotales trazaban la cruz y ofrecían al mundo las ofrendas bañadas por las palabras de consagración, brotaba quizás saltaba la gracia de la presencia amorosa y silenciosa de Dios para la salvación de la humanidad. Se contempla un Dios que se ofrece sin tener en cuenta nuestra debilidad y lejanía.

Es la toma de conciencia la que me hace abrir o caer en la cuenta de la conciencia clara y fervorosa de la presencia augusta de Jesús en la Hostia Consagrada. Es algo que va creciendo, jamás disminuyendo. Es como si Dios en medio de la tragedia de la cruz se abraza más a ella para no soltarla y dejarse vencer por la tentación del abandono. La respuesta es cada día mayor y más fuerte, aunque esto suponga mucho sacrificio, incluso la propia muerte.

Se motiva la propia vida a esa pertenencia al Señor que ya no puede retroceder, sino aceptar, vivirla y darla a conocer. Ya no es simple pan que se ofrece por la mano del campesino o del vino sacrificio del mejor viñero, es la Iglesia, que como enviada, ofrece y hace posible para que se pueda contemplar la presencia de Jesús con toda su presencia, su amor y el poder de sanar a todo el que lo acepte como el Salvador y Señor de la historia.

Se nos impone con finura de tallador que a cortes delicados hace aparecer la verdad y la mejor figura. Es un acontecimiento milagroso que despierta, golpea y quita el sueño para que no se nos olvide que es Dios y no otro. Su presencia nos deja sin aliento, pero no mudos porque en palabras humanas se actualiza la presencia y el amor de los amores.

Es pues el sacerdote quien, debidamente ordenado, pronuncia aquellas palabras dichas por Jesús en la Cena con sus discípulos y al hacerlo, como regalo de amor, Jesús se ofrece y se da para bien de todos. Cada sacerdote se hace instrumento ofrecido por Dios para entregar lo que Él había prometido. Es hacerse, cada sacerdote, manos, ojos, presencia de Dios para alimentar y bendecir a la humanidad.

Ese pan que se ofrece en el altar se transforma en un verdadero alimento que en las manos de cada sacerdote se comparte y se entrega como sacramento de amor y sustento. Es la fuerza de la vida propia de Dios que penetra y hace mover la vida del sacerdote para que se convierta en dador de todo ese bien para la vida de la humanidad.

En cada sacerdote está la presencia de un Dios en la libertad de la aceptación y el compromiso a la llamada. Ya lo importante no es el puesto, la bolsa, la comida o la persecución, es y debe ser, la respuesta en el servicio desinteresado para llegar a todos. Por eso al vivir este acontecimiento “tan grande” los demás, se inspiran y viven, en su compañía, con la grandeza del amor que dentro de un altar que alimenta y da vida.

La experiencia del acontecimiento eucarístico despierta, al estilo los caminantes de Emaús, para caer en la cuenta que Jesús se revela y explica su verdadero amor. Caen las escamas de los ojos; los tapones de los oídos; la parálisis de las extremidades y el silencio del testimonio para lanzarse a la vivencia del Dios del pan y el sustento. Es un Dios que en la Sagrada Comunión se da y punto. Es un pan que es capaz de partirse para que alcance a todos. Todo porque ese compartir es la señal más hermosa y expresiva de todo cristiano. Ese partirse define a Dios.

Darse, entonces, es el acto más sublime y real que Jesús realiza permitiendo la mezcla de la pobreza de quien necesita y de la riqueza de quien se ofrece sin poder detenerse, pues esa es la esencia “natural” de Dios para con nosotros. Por eso comulgar es tan necesario y tanto para nosotros que ninguno puede negarse.

Por eso cuando alguien se da por enterado y lo vive ya no puede negarse, todo lo contrario, se une más porque lo hace parte de su camino. Todo caminante necesita de pan y sin ese pan no puede subsistir.

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