sábado, 8 de junio de 2013

La Misión Educativa de la Familia

La Misión Educativa de la Familia (I)
El amor entre los padres genera en la familia un ambiente que facilita la educación y el servicio a los demás. Este es el tema de un editorial sobre la misión educativa de la familia, del que publicamos la primera parte
 
La Misión Educativa de la Familia (I)
La Misión Educativa de la Familia (I)
El amor entre los padres genera en la familia un ambiente que facilita la educación y el servicio a los demás. Este es el tema de un editorial sobre la misión educativa de la familia, del que publicamos la primera parte.

El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, «única criatura que Dios ha querido por sí misma» [1], cuando nace –y durante un largo período de tiempo–, depende mucho del cuidado de sus padres. Aunque desde el momento de la concepción goza de toda la dignidad de la persona humana, que debe ser reconocida y custodiada, también es un hecho que necesita tiempo y ayuda para alcanzar toda su perfección. Este desarrollo –que no es automático ni autónomo, sino libre y en relación con los demás– es el objeto de la educación.

La misma etimología del término subraya la necesidad que el ser humano tiene de la educación como parte esencial de su perfeccionamiento. Educar viene del latín “ducere”, que significa “guiar”. El hombre necesita ser guiado por otros para perfeccionar sus facultades. También proviene de “educere”, que significa “extraer”. Precisamente, lo propio de la educación es “extraer el mejor yo” de cada uno, desarrollar todas las capacidades de la persona. Las dos facetas –guiar y desarrollar– constituyen como el fundamento de la tarea educativa.

LOS PADRES, PRIMEROS Y PRINCIPALES EDUCADORES

No resulta muy difícil entender que –como tantas veces ha afirmado el Magisterio de la Iglesia–, «los padres son los primeros y principales educadores de sus hijos» [2]. Es un derecho–deber que tiene su raíz en la ley natural y, por eso, todos comprenden, aunque en algún caso sea sólo de una manera intuitiva, que existe una continuidad necesaria entre la transmisión de la vida humana y la responsabilidad educadora.

Produce un rechazo espontáneo pensar que los padres se pudieran desentender de sus hijos una vez que los han traído al mundo, o que su función se podría limitar a atender las necesidades físicas de los hijos, despreocupándose de las intelectuales, morales, etc. Y la raíz de este rechazo natural es que la razón humana entiende que el ámbito primario para la acogida y el desarrollo de la vida del hombre es la comunidad conyugal y familiar.

La Revelación y el Magisterio asumen y profundizan los motivos racionales por los que los padres son los primeros educadores. «Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre» [3].

En el designio divino, la familia, «es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios» [4]. La transmisión de la vida es un misterio que supone la cooperación de los padres con el Creador para traer a la existencia un nuevo ser humano, imagen de Dios y llamado a vivir como hijo suyo. Y la educación participa plenamente de este misterio. Este es el motivo de fondo por el que la Iglesia ha afirmado siempre que «por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación» [5].

Pertenece a la esencia del matrimonio la apertura a la vida, que no se reduce a la sola procreación de los hijos, sino que incluye la obligación de ayudarles a vivir una vida plenamente humana y en relación con Dios.

El misterio de la Redención ofrece luces sobre la misión educativa de los padres en el designio de Dios. Jesucristo, que con sus palabras y con sus hechos «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación» [6], quiso encarnarse y ser educado en una familia. Además, quiso elevar el matrimonio a la condición de sacramento, llevándolo a su plenitud en el plan salvífico de la Providencia.

A ejemplo de la Sagrada Familia, los padres son cooperadores de la providencia amorosa de Dios para dirigir a su madurez a la persona que se les ha confiado, acompañando y favoreciendo, desde la infancia hasta la edad adulta, su crecimiento en sabiduría, en edad y en gracia, ante Dios y ante los hombres [7].

Juan Pablo II sintetizaba toda esta doctrina, explicando que eran tres las características del derecho-deber educativo de los padres [8]:

- es esencial, por estar vinculado con la transmisión de la vida humana;
- es original y primario, respecto al papel de otros agentes educativos –derivado y secundario–, porque la relación de amor que se da entre padres e hijos es única y constituye el alma del proceso educativo;
- y es insustituible e inalienable: no puede ser usurpado ni delegado completamente.

Consciente de esta realidad, la Iglesia ha enseñado siempre que el papel de los padres en la educación «tiene tanto peso que, cuando falta, difícilmente puede suplirse» [9]. De hecho, el oscurecimiento de estas verdades ha llevado a muchos padres al descuido, e incluso al abandono, de su papel insustituible, hasta el punto que Benedicto XVI ha hablado de una situación de «emergencia educativa» [10], que es tarea de todos afrontar.

EL FIN Y EL ALMA DE LA TAREA EDUCATIVA

«Dios que ha creado al hombre por amor lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano» [11]. Puesto que el amor es la vocación fundamental e innata del hombre, el fin de la misión educativa de los padres no puede ser otro que enseñar a amar. Este fin queda reforzado por el hecho de que la familia es el único lugar donde las personas son amadas no por lo que tienen, lo que saben o lo que producen, sino por su condición de miembros de la familia: esposos, padres, hijos, hermanos.

Son muy significativas las palabras de Juan Pablo II: «En una perspectiva que además llega a las raíces mismas de la realidad, hay que decir que la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor (...) Todo cometido particular de la familia es la expresión y la actuación concreta de tal misión fundamental» [12].

Pero, ¿cómo llevar a cabo esta misión? La respuesta es siempre la misma: con amor. El amor no es sólo el fin, sino también el alma de la educación. Juan Pablo II, después de describir las tres características esenciales del derecho-deber educativo de los padres, concluía que, «por encima de estas características, no puede olvidarse que el elemento más radical, que determina el deber educativo de los padres, es el amor paterno y materno que encuentra en la acción educativa su realización, al hacer pleno y perfecto el servicio a la vida.

El amor de los padres se transforma de fuente en alma, y por consiguiente, en norma, que inspira y guía toda la acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el fruto más precioso del amor» [13].

En consecuencia, ante la “emergencia educativa” de la que habla Benedicto XVI, el primer paso es volver a recordar que la meta y el motor interno de la educación es el amor. Y que, frente a las imágenes deformadas del auténtico rostro del amor, los padres, partícipes y colaboradores del amor Dios, tienen la capacidad y la gozosa misión de transmitir, de manera viva, su verdadero significado.

La educación de los hijos es proyección y continuación del mismo amor conyugal y, por eso, el hogar familiar que nace como desarrollo natural del amor de los esposos es el ambiente adecuado para la educación humana y cristiana de los hijos. Para éstos, la primera escuela es el amor que se tienen sus padres. A través de su ejemplo reciben, desde pequeños, una auténtica capacitación para el amor verdadero.

Por este motivo, el primer consejo que San Josemaría daba a los esposos era que custodiaran y reconquistaran cada día su amor, porque es la fuente de energía, lo que realmente da cohesión a toda la familia.

Si hay amor entre los padres, el ambiente que respirarán los hijos será de entrega, de generosidad. El clima del hogar lo ponen los esposos con el cariño con que se tratan: palabras, gestos y mil detalles de amor sacrificado.

La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás: a escuchar al otros cónyuge, o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria [14].

Cosas pequeñas, casi siempre, que un corazón enamorado sabe ver como grandes y que, desde luego, tienen una enorme repercusión en la formación de los hijos, aun en los de más corta edad.

Puesto que la educación es continuación necesaria de la paternidad y maternidad, la participación común de los dos esposos se extiende también a la educación. La misión educativa reside en los padres precisamente en cuanto matrimonio; cada esposo participa solidariamente de la paternidad o maternidad del otro. No hay que olvidar que el resto de agentes educativos –colegio, parroquia, club juvenil, etc.– son colabores de los padres: su ayuda es prolongación –nunca sustitución– del hogar. En definitiva, para la misión de construir el hogar son necesarios los dos cónyuges. Dios da su gracia para suplir la forzosa ausencia de uno, pero lo que no cabe es la inhibición o renuncia voluntaria.

Es claro que el mundo ha sufrido enormes cambios sociales y laborales que tienen su repercusión también en la familia. Entre otros fenómenos, ha crecido el número de hogares en los que tanto el marido como la esposa tienen un trabajo profesional fuera del hogar, no pocas veces muy absorbente. Cada generación tiene sus problemas y sus recursos y no es forzosamente peor lo uno que lo otro, ni se puede caer en casuísticas.

En cualquier caso, el amor sabe anteponer la familia al trabajo, y es imaginativo para suplir horas de dedicación con una mayor intensidad de trato. Además, no se puede olvidar que los dos esposos han de estar implicados en la construcción del hogar, sin caer en la idea equivocada de que el trabajo fundamental del varón es ganar dinero, dejando en manos de la mujer las labores de la casa y la educación de los hijos. A María y José, que vieron crecer a Jesús en sabiduría, en edad y en gracia [15], confiamos la misión de los padres, cooperadores de Dios en una labor de gran trascendencia y de suma belleza.
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[1] Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 24.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1653.
[3] Ibidem, n. 1604.
[4] Ibidem, n. 2205.
[5] Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 48.
[6] Ibidem, n. 22.
[7] Lc 2, 52.
[8] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 36.
[9] Conc. Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 28-X-1965, n.3.
[10] Benedicto XVI, Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21-I-2008.
[11] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1604.
[12] Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 17.
[13] Ibidem, n. 36.
[14] Es Cristo que pasa, n. 23.
[15] Cfr. Lc 2, 52.
 
 
La Misión Educativa de la Familia (II)
Hablar con los hijos de las cuestiones que les interesan, dar ejemplo y no tener miedo a influir positivamente en sus vidas son algunos de los retos de la educación. Publicamos el segundo editorial sobre este tema en el ámbito de la familia.
 
La Misión Educativa de la Familia (II)
La Misión Educativa de la Familia (II)
Hablar con los hijos de las cuestiones que les interesan, dar ejemplo y no tener miedo a influir positivamente en sus vidas son algunos de los retos de la educación. Publicamos el segundo editorial sobre este tema en el ámbito de la familia.

La persona humana se realiza, se edifica a sí misma, por medio de sus libres decisiones. Como es sabido, la libertad no consiste en la simple posibilidad de elegir una opción u otra, sino en la capacidad de ser dueño de uno mismo para dirigirse al bien verdadero. Por eso, un aspecto central en la educación de los hijos es precisamente formarles para la libertad, de manera que quieran hacer el bien: es decir, que lo quieran no sólo porque está mandado, sino justamente porque es bueno.

Muchas veces se educa más con lo que los hijos ven y experimentan en el hogar –un ambiente de libertad, de alegría, de cariño y de confianza–, que con las palabras. Por eso, más que transmitir, la misión educativa de los padres consiste en contagiar ese amor a la verdad que es la clave de la libertad [1].

De esta manera, y con la ayuda de la gracia de Dios, los hijos crecen con el deseo de orientar su vida hacia esa Verdad completa, la única capaz de dar sentido a la existencia y saciar los anhelos más profundos del corazón del hombre.

AMOR EXIGENTE

Educar para la libertad es todo un arte, muchas veces nada fácil. Como señala Benedicto XVI, «llegamos al punto quizá más delicado de la obra educativa: encontrar el equilibrio adecuado entre libertad y disciplina. Sin reglas de comportamiento y de vida, aplicadas día a día también en las cosas pequeñas, no se forma el carácter y no se prepara para afrontar las pruebas que no faltarán en el futuro. Pero la relación educativa es ante todo encuentro de dos libertades, y la educación bien lograda es una formación para el uso correcto de la libertad» [2].

Una premisa útil para afrontar de manera adecuada esta tarea de conciliar exigencia y libertad es recordar que la fe y la moral cristianas son la clave de la felicidad del hombre. Ser cristiano puede ser exigente, pero nunca es algo opresivo, sino enormemente liberador.

La meta es que, desde pequeños, los hijos experimenten en el hogar que el hombre «no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» [3]. Y que una persona que vive plenamente la vida cristiana no es una «persona aburrida y conformista; no pierde su libertad. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien» [4].

La vida cristiana es precisamente la única vida feliz; la única que libera de la amargura de una existencia sin Dios. Benedicto XVI lo afirmaba con gran fuerza al inicio de su pontificado: «quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno» [5].

Para lograr esto, lo primero es que los mismos padres “transparenten” la alegría de vivir coherentemente. Los padres educan fundamentalmente con su conducta. Lo que los hijos y las hijas buscan en su padre o en su madre no son sólo unos conocimientos más amplios que los suyos o unos consejos más o menos acertados, sino algo de mayor categoría: un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años [6].

Los hijos han de percibir que la conducta que ven hecha vida en sus padres no es un agobio, sino fuente de libertad interior. Y los padres, sin amenazas, con sentido positivo, deben “estructurar interiormente” a sus hijos, educarles para esta libertad, dándoles razones para que entiendan la bondad de lo que se les pide, de modo que lo hagan suyo.

De esta manera se fortalece su personalidad y crecen maduros, seguros y libres. Aprenden así a vivir por encima de modas, yendo a contracorriente, cuando sea necesario. La experiencia muestra que, cuando los hijos son ya mayores, no hay nada que agradezcan más a sus padres que esta educación libre y responsable.

PROPONER BIENES ALTOS

Indudablemente, el amor a los hijos no tiene que ver con observar una supuesta –imposible en la práctica– “neutralidad educativa”. Por una parte, no hay que olvidar que si los padres no educan, lo harán otros. Siempre, pero hoy quizá más que en el pasado, la sociedad, el ambiente y los medios de comunicación han ejercido una influencia notable, que en ningún caso es neutra. Por otra parte, actualmente hay una tendencia a enseñar unos valores aceptables por todos: quizás positivos pero, desde luego, mínimos.

Los padres han de educar, sin miedo, en todos los bienes que consideran esenciales para la felicidad de sus hijos. De la insistencia de los padres en el estudio, por ejemplo, los pequeños aprenden que el estudio es un bien importante en sus vidas. De la insistencia amable de sus padres en que se limpien y vayan arreglados, aprenden que la higiene y la presentación no son cosas despreciables. Pero si los padres no insisten –acompañándoles siempre con el ejemplo, y razonando los porqués– sobre otras cuestiones (por ejemplo, ser sobrios, decir siempre la verdad, ser leales, rezar, frecuentar los sacramentos, vivir la santa pureza, etc.), los hijos pueden pensar intuitivamente que son bienes en desuso, que ni siquiera sus padres viven, o que no se atreven a proponer en serio.

Un punto de vital importancia para esta tarea es la comunicación. Una tentación habitual es pensar que “a los jóvenes de ahora no los entiendo”; “el ambiente está muy mal”; “antes esto no se hubiera permitido”. La simple argumentación de autoridad puede servir en algún momento, pero acaba mostrándose siempre insuficiente. En la educación, a veces hay que argumentar con el premio y el castigo, pero sobre todo hay que hablar de la bondad o maldad de los actos, y del tipo de vida que estos actos configuran. De esta manera se facilita también que los hijos descubran el vínculo indisoluble que existe entre libertad y responsabilidad.

Razonar con los hijos será siempre necesario. San Josemaría lo concretaba diciendo que hay que llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable [7]. Para lograrlo, es preciso pasar tiempo juntos, escucharles a solas a cada uno, adelantarse para hablar serenamente de los temas centrales de las distintas etapas de la existencia: el origen de la vida, las crisis de la adolescencia, el noviazgo y, sin ninguna duda –porque es lo más importante–, la vocación que Dios tiene prevista para cada persona.

Como señala Benedicto XVI, «sería muy pobre la educación que se limitara a dar nociones e informaciones, dejando a un lado la gran pregunta acerca de la verdad, sobre todo acerca de la verdad que puede guiar la vida» [8]. Los padres no han de tener miedo a hablar de todo con sus hijos, ni a reconocer que ellos también se equivocan, que tienen errores, y que fueron jóvenes: lejos de quitarles autoridad, esta confianza les hace más aptos para su misión educativa.

EL PRIMER "NEGOCIO"

La misión educativa de los padres es una tarea apasionante y una gran responsabilidad. Los padres deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad [9].

Ser padres es la primera ocupación. San Josemaría solía decir que los hijos son el primer y mejor “negocio” de los padres: el negocio de su felicidad, del que tanto espera la Iglesia y la sociedad. Y, de la misma forma que un buen profesional mantiene siempre un afán noble de aprender y mejorar en su labor, se debe cultivar el deseo de aprender y mejorar a ser mejores esposos, mejores padres.

Para fomentar este deseo, San Josemaría impulsó tantas iniciativas prácticas que siguen ayudando a miles de matrimonios en su tarea: cursos de orientación familiar, clubes juveniles, colegios en los que los padres son los primeros protagonistas, etc.

Ser buenos padres es todo un reto. No hay que esconder el esfuerzo que supone pero, con la gracia de Dios propia del sacramento del matrimonio y la entrega alegre y enamorada de los esposos, todos los sacrificios se llevan con gusto. La educación de los hijos no es un oficio determinado por la suerte o por el ambiente, sino por el amor. Con este amor, los padres pueden dirigirse con toda confianza a Dios, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra [10], para que proteja el hogar familiar y cubra con sus bendiciones a los hijos.

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[1] Cfr. Jn 8, 32.
[2] Benedicto XVI, Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21-I-2008.
[3] Conc. Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 24.
[4] Benedicto XVI, Homilía, 8-XII-2005.
[5] Benedicto XVI, Homilía en el Solemne Inicio del Ministerio Petrino, 24-IV-2005.
[6] Es Cristo que pasa, n. 28.
[7] Ibidem, n. 27.
[8] Benedicto XVI, Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21-I-2008.
[9] Conversaciones, n. 91.
[10] Ef 3, 14.


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