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El cofre de marfil |
"¿Qué me quieres dar?"
En una de sus narraciones, Tagore describe a un pordiosero que mendigaba de puerta en puerta, tocando en los corazones de amigos y desconocidos. Se le veía por las plazas, en los poblados, recorriendo caminos, exponiéndose al peligro de salteadores y alimañas.
Un buen día, a lo lejos, divisó una carroza de ensueño. La tiraban seis alazanes impetuosos. "¿Quién será ese gran señor que se acerca?" -se dijo para sus adentros. Entonces su esperanza cobró alas. El corazón le galopaba. Se puso a mitad del camino y aguardó. La comitiva, al toparse con un hombre arrodillado, se detuvo.
Se escuchó una orden. Se abrió una puerta decorada en jaspe y oro. Descendió un rey. Al instante se cruzaron dos miradas. Los vasallos, en silencio, contemplaron atónitos la escena. Era mediodía, pues el sol ya había levantado sus llamas. Olía a desierto encendido.
En un gesto de humildad, el rey se despojó de su turbante. Se inclinó a la altura del miserable, abrió su mano derecha y le suplicó: "Mendigo, ¿qué me quieres dar?". El pordiosero temblaba como una hoja. Por la mente del indigente se desgarraban las ilusiones. Comenzaron los espejismos. Sonaban gritos lejanos y risas burlonas. ¡Ah, qué escarnio es abrir una mano enjoyada y mendigar a un pobretón como yo!
Con desprecio, el mendigo hundió en la palma del rey un minúsculo grano de trigo. El Rey contestó con un gesto de benevolencia. Abrió un cofrecillo, guardó el grano y subió a la carroza. Un latigazo rompió el silencio y los alazanes apretaron el paso. La mirada del pordiosero persiguió en el horizonte la silueta dorada, envuelta en polvo. Quería llenarse los ojos del dorado metal.
Dando el día por perdido, regresó a su tienda. Vivía entre remiendos. La noche en el desierto siempre emana un suave y reconfortante aroma. Con un poco de leña, encendió un fuego. Sobre dos tablas que hacían de mesa arrojó los granos recolectados. Los amasaría, para después cocerlos y comer su pan.
Uno a uno los fue contando. Comparaba el tamaño, el grosor. Uno de ellos espejeaba. Algo anormal. ¿Otro espejismo? ¡Lo que hace el hambre y el rencor! Frotándolo contra sus harapos, lo acercó al fuego. Parecía un diminuto diente de oro, una uña de luz. Entonces...
Entonces se estremeció y comprendió. Un soplo ligero estremeció las llamas afiladas de la hoguera. ¡Si le hubiera dado al rey todo cuanto tenía! ¡Si por una vez en mi vida hubiera sido generoso! Ahora no poseería una insignificante mota de oro y un desierto inerme, sino un oasis y una vida cuajada de felicidad.
Salió al camino. Quiso volver al pasado, a ese encuentro maravilloso que podía haber cambiado su existencia. Corrió. Le resultaba maravilloso sentir el péndulo del corazón en el pecho y la respiración anhelante. A cada paso la arena crujía bajo sus pies y las huellas se desdibujan, como manchas borrosas de tinta.
Volvió. Pero toda había pasado. Sería imposible revivir ese instante. Sus ojos, fijos como dos botones, buscaban entre las dunas huellas, signos, señales, cualquier indicio; al menos una pista. Pero nada. Todos habían pasado. Todo era pasado. ¡Pasado!
En algún lugar del mundo, encerrado en un cofrecillo de marfil, hay un grano de trigo. No vale nada. No pesa, pues se obsequió con rencor y egoísmo. No sirve. No alimenta. Está hueco, porque no se "invirtió".
Si alguna vez, en cualquier rincón de este mundo te encuentras con algún Rey, distingues la sombra de su carroza o escuchas el relincho de sus caballos, apresúrate. No dejes pasar la oportunidad. Dale todo. Todo. Invierte tu vida.
Se trata de tomar cada instante de tu tiempo como una oportunidad que Dios nos concede para hacer algo grande por Él y por el bien de los demás. Sé un mendigo negociante. Invierte todos tus granos en algo constructivo, en algo que sirva a los demás y reviente tus graneros eternos. No dejes pasar la oportunidad. ¿Cuántos granos has recogido? No te conformes con harapos. ¿Cuántos sacos de oro has contado hoy?
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