Metanoia (del griego μετανοῖεν, metanoien, cambiar de opinión, arrepentirse, o de meta, más allá y nous, de la mente) es un enunciado retórico utilizado para retractarse de alguna afirmación realizada, y corregirla para comentarla de mejor manera. Su significado literal del griego denota una situación en que en un trayecto ha tenido que volverse del camino en que se andaba y tomar otra dirección.
Esta palabra también es usada en teología cristiana asociando su significado al arrepentimiento, sin embargo y a pesar de la connotación que a veces ha tomado no denota en sí mismo culpa o remordimiento, sino la transformación o conversión entendida como un movimiento interior que surge en toda persona que se encuentra insatisfecha consigo misma. En tiempos de los primeros cristianos se decía del que encontraba a Cristo que había experimentado una profunda metanoia, como sinónimo de revelación divina o epifanía.
La metanoia también es denominada por la religión católica, como una transformación profunda de corazón y mente a manera positiva. Hay teólogos que sugieren que la metanoia es un examen de toda actividad vital y una transformación de la manera como se ven y aceptan los hombres y las cosas. (Guardini, 1982:139)
En psicología cognitiva
Para Peter Senge captar el significado de metanoia, es comprender lo que significa aprender en relación con la metacognición. Es un cambio de enfoque, un cambio de perspectiva a otra, lo que a su vez está en relación con la percepción.[1]
Referencias
- ↑ Peter Senge. La quinta disciplina. Barcelona: Granica. 1995
«La metánoia», palabra griega que significa conversión, es el movimiento interior que surge en toda persona que se encuentra con Cristo.
Juan Pablo II, audiencia general del 30 agosto, 2000. Texto íntegro .
1. Canta el salmista: «De mi vida errante llevas tú la cuenta» (Salmo 56, 9). En esta frase breve y esencial se resume la historia del hombre que vaga en el desierto de la soledad, del mal, de la aridez. Con el pecado, ha roto la admirable armonía de la creación establecida por Dios en los orígenes: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien». Y, sin embargo, Dios nunca está lejos de su criatura, es más, permanece siempre presente en su intimidad, según la bella intuición de san Agustín: «¿Dónde estabas tú cuando estabas lejos de mí? Yo vagaba lejos de ti (...). Tú, sin embargo, estabas dentro de mí, en lo más profundo de mí mismo, y en lo más alto de lo más elevado de mí» (Confesiones 3, 6, 11). Pero ya el salmista había trazado en un himno estupendo la vana fuga del hombre de su Creador: «¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde de tu rostro podré huir? Si hasta los cielos subo, allí estás tú, si en el seol me acuesto, allí te encuentras. Si tomo las alas de la aurora, si voy a parar a lo último del mar, también allí tu mano me conduce, tu diestra me aprehende. Aunque diga: «¡Me cubra al menos la tiniebla, y la noche sea en torno a mí un ceñidor, ni la misma tiniebla es tenebrosa para ti, y la noche es luminosa como el día». Dios sale al encuentro
2. Dios busca con particular insistencia y amor al hijo rebelde que huye lejos de su mirada. Dios se ha puesto en camino por las sendas tortuosas de los pecadores a través de su Hijo, Jesucristo, que precisamente al irrumpir en el escenario de la historia se presentó como «el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Juan 1, 29). Las primeras palabras que pronuncia en público son éstas: «Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca» (Mateo 4, 17). Aparece así un término importante que Jesús ilustrará repetidamente tanto con sus palabras como con sus actos: «Convertíos», en griego «metanoéite», es decir, emprended una «metánoia», un cambio radical de la mente y del corazón. Es necesario dejar a las espaldas el mal y entrar en el reino de justicia, de amor y de verdad, que está comenzando. La trilogía de las parábolas de la misericordia divina recogidas por Lucas en el capítulo 15 de su Evangelio constituye la representación más incisiva de la búsqueda activa y de la espera amorosa de Dios a su criatura pecadora. Al realizar la «metánoia», la conversión, el hombre vuelve, como el hijo pródigo, a abrazar al Padre, que nunca lo ha olvidado ni abandonado. El abrazo
3. San Ambrosio, comentando esta parábola del padre pródigo de amor hacia su hijo pródigo de pecado, introduce la presencia de la Trinidad: «Levántate, ven corriendo a la Iglesia: aquí está el Padre, aquí está el Hijo, aquí está el Espíritu Santo. Te sale al encuentro, pues te escucha mientras estás reflexionando dentro de ti, en el secreto del corazón. Y, cuando todavía estás lejos, te ve y se pone a correr. Ve en tu corazón, corre para que nadie te detenga, y por su fuera poco, te abraza... Se echa a tu cuello para levantarte a ti, que yacías en el suelo, y para hacer que, quien estaba oprimido por el peso de los pecados y postrado por lo terreno, vuelva a dirigir su mirada al cielo, donde debía buscar al propio Creador. Cristo se echa al cuello, pues quiere quitarte de la nuca el yugo de la esclavitud e ponerte en el cuello su dulce yugo» (In Lucam VII, 229-230). Jesús cambia una vida
4. El encuentro con Cristo cambia la existencia de una persona, como enseña el caso de Zaqueo, que hemos escuchado al comenzar. Así sucedió también a los pecadores y pecadoras que cruzaron sus caminos con Jesús. En la cruz, tiene lugar un extremo acto de perdón y de esperanza, ofrecido al malhechor, que cumple con su propia «metánoia» cuando llega a la frontera última entre la vida y la muerte y dice a su compañero: «A nosotros se nos hace justicia por lo que hemos hecho» (Lucas 23, 41). Y cuando implora: «Acuérdate de mi cuando estés en tu reino», Jesús responde: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso» (cf. Lucas 23, 42-43). De este modo, la misión terrena de Cristo, comenzada con la invitación a convertirse para entrar en el reino de Dios, se concluye con una conversión y la entrada de una persona en su reino. El mensaje de los apóstoles
5. La misión de los apóstoles (Pentecostés) también comenzó con una invitación apremiante a la conversión. Los que escuchaban su primer discurso, conmovidos en lo más profundo de su corazón, preguntaban con ansia: «¿Qué es lo que tenemos que hacer?». Pedro respondió: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hechos 2, 37-38).
Esta respuesta de Pedro fue acogida inmediatamente: «unas tres mil almas» se convirtieron aquel día (cf. Hechos, 2, 41). Después de la curación milagrosa de un cojo, Pedro renovó su exhortación. Recordó a los habitantes de Jerusalén su horrendo pecado: «Vosotros renegasteis del Santo y del Justo (...), y matasteis al Jefe que lleva a la Vida» (Hechos, 3, 14-15). Sin embargo, atenuó su culpabilidad diciendo: «Ya sé yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia» (Hechos 3, 17); después, los invitó a convertirse (cf. 3,19) y a cada uno le dio una esperanza inmensa: «Para vosotros en primer lugar ha resucitado Dios a su Siervo y le ha enviado para bendeciros, apartándoos a cada uno de vuestras iniquidades» (3,26). Una puerta de esperanza
Del mismo modo, el apóstol Pablo predicaba la conversión. Lo dice en su discurso al rey Agripa, describiendo así su apostolado: a todos, « he predicado que se convirtieran y que se volvieran a Dios haciendo obras dignas de conversión» (Hechos 26, 20; cf. 1 Ts 1,9-10). Pablo enseñaba que la «bondad de Dios te impulsa a la conversión». Inspirada por el amor (cf. Apocalipsis 3,19), la exhortación es vigorosa y manifiesta la urgencia de la conversión (cf. Apocalipsis 2,5.16.21-22; 3,3.19), pero es acompañada por promesas maravillosas de intimidad con el Salvador (cf. 3,20-21). Por tanto, a todos los pecadores siempre se les abre una puerta de esperanza. «El hombre no se queda solo para intentar, de mil modos a menudo frustrados, una imposible ascensión al cielo: hay un tabernáculo de gloria, que es la persona santísima de Jesús el Señor, donde lo humano y lo divino se encuentran en un abrazo que nunca podrá deshacerse: el Verbo se hizo carne, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado. Él derrama la divinidad en el corazón enfermo de la humanidad e, infundiéndole el Espíritu del Padre, la hace capaz de llegar a ser Dios por la gracia» («Orientale lumen», n.15).
Con el nombre de metánoia el Evangelio designa «un total cambio interior... una conversión radical, una transformación profunda de la mente y del corazón»[1].
El Santo Padre en su Exhortación apostólica Ecclesia in America nos recordaba una verdad esencial: «el encuentro con Jesús vivo mueve a la conversión»[2] y «nos conduce a la conversión permanente»[3]. También nos ha recordado que la meta del camino de conversiónes la santidad[4], es decir, llegar «al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo»[5]. Todos estamos llamados a ser santos. Esta vocación universal[6] no es una novedad. Ya el apóstol San Pedro, el primer Papa, exhortaba a los primeros cristianos a responder a su vocación a la santidad poniendo todo empeño en asumir una conducta digna de su nueva condición: «Como hijos obedientes, no os amoldéis a las apetencias de antes, del tiempo de vuestra ignorancia, más bien, así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: Seréis santos, porque santo soy yo»[7].
¿QUÉ ES LA METÁNOIA?
La santidad es consecuencia y fruto de la metánoia. Metánoia es un término griego que literalmente traducido quiere decir "cambio de mentalidad". El Señor Jesús inicia su ministerio público invitando justamente a la metánoia: «convertíos (metanoeite) y creed en la Buena Nueva»[8]. Como vemos, esta expresión designa mucho más que un mero "cambio de mentalidad", designa una conversión total de la persona, una profunda transformación interior. Es decir, «no se trata sólo de un modo distinto de pensar a nivel intelectual, sino de la revisión del propio modo de actuar a la luz de los criterios evangélicos»[9]. La metánoia es un cambio en la mente y el corazón, es la transformación radical que alcanza al ser humano en su realidad más profunda, permitiéndole vivir una cada vez mayor coherencia entre la fe creída y la vida cotidiana. La metánoia lleva finalmente a vivir la vida activa según el designio divino.
Esta progresiva transformación interior cuyo horizonte es la plena conformación con Cristo «no es sólo una obra humana»[10]: es ante todo una obra del Espíritu Santo en nosotros. El Espíritu nos lleva a cambiar nuestro interior, transformando nuestro corazón de piedra en un corazón de carne[11], llevándonos a la configuración con el Señor Jesús. Nuestra tarea es cooperar generosa y activamente con la gracia en nuestro proceso de crecimiento y maduración espiritual, para que por la acción divina en nuestros corazones crezca en nosotros el "hombre interior" y se vuelque apostólicamente en el cumplimiento del Plan divino.
MEDIOS CONCRETOS
¿Qué puedo hacer para vivir este proceso de conversión o metánoia?
Como se ha dicho, aunque requiere de nuestra libre y decidida respuesta y cooperación, la progresiva configuración con Cristo es ante todo una obra de la gracia en nuestros corazones. Por ello lo primero que debo hacer cada día es pedirle a Dios que Él me inspire y sostenga en mis propios esfuerzos de conversión, para que me convierta totalmente y me asemeje cada vez más con su Hijo, el Señor Jesús. El primer pensamiento que debe venir a mi mente apenas despierta en la mañana ha de ser semejante a este: "¡Quiero ser santo/a! ¡Anhelo configurarme con Cristo, el Hijo de María! ¡Mi meta y mi horizonte es alcanzar la plena madurez en Cristo! Hoy, cooperando con la gracia de Dios, quiero caminar un poco más hacia esa meta, convertirme un poco más, reconciliarme un poco más, amar un poco más a María y al Señor Jesús, amar un poco más como Él, crecer un poco más en santidad, para irradiar a Cristo con mi testimonio, con mi caridad, con mis palabras..." Entonces, y a lo largo de la jornada, puedo repetir como jaculatoria esta sencilla oración: "¡Conviérteme, Señor, para que yo me convierta!"
Y porque sin el Señor y sin su gracia nada podemos, es también necesario el continuo recurso a los sacramentos, fuente de gracia abundante que el Señor mismo nos ha dejado en su Iglesia. El sacramento del Bautismo ha hecho ya de nosotros nuevas criaturas, nos ha transformado interiormente en hombres y mujeres nuevos. Pero ese hombre o mujer nueva debe crecer, fortalecerse y madurar hasta alcanzar la plenitud de la vida de Cristo en nosotros[12]. Para nutrirnos, fortalecernos y purificarnos en nuestro cotidiano combate espiritual, en el continuo empeño por convertirnos más al Señor y ser santos como él es santo, Él nos ha dejado el enorme tesoro de la Eucaristía y el don de la Reconciliación sacramental.
Comprendemos también que la perseverancia en la oración es fundamental: quien no reza,reza mal o reza poco, difícilmente se convierte. ¿No advierte el Señor que hemos de vigilar y rezar para no caer en tentación?[13] La oración perseverante[14] es un medio fundamental para permanecer en comunión con el Señor, y desde esa permanencia poder desplegarnos dando fruto abundante de conversión y santidad[15]. Fundamental es el encuentro y coloquio con el Señor en el Santísimo. Este y otros momentos fuertes de oración son indispensables, pues son momentos privilegiados de encuentro con Cristo en los que reflexionamos e internalizamos a semejanza de María la palabra de Dios y las enseñanzas de su Hijo contenidas en el Evangelio, y nos nutrimos asimismo de su fuerza para poner por obra lo que Él nos dice. La meditación bíblica es en este sentido un instrumento privilegiado de transformación, pues al calor del Encuentro con el Señor y de la meditación de su Palabra, me confronto con Él y me pregunto: "¿Qué tiene Él que a mi me falta? ¿Qué tengo yo que me sobra?" Esta práctica me lleva a proponer un medio concreto, realizable, que me ayude a despojarme de algún vicio o pecado habitual y revestirme de una virtud que veo en el Señor. Al cumplir con esta resolución concreta estoy cooperando eficazmente con la gracia del Señor en el proceso de mi propia conversión.
Otro medio fundamental para cooperar con el Espíritu en la obra de mi propia conversión es un planteamiento o estrategia de combate espiritual, con objetivos claros y con medios concretos y realizables. Debo conocerme para saber qué pecados o vicios pecaminosos debo despojarme y de qué virtudes opuestas he de revestirme. ¿Por dónde empezar? Los maestros espirituales recomiendan plantear la estrategia de combate espiritual en torno a nuestro vicio dominante. Junto con esta propuesta y el esfuerzo por llevarlo adelante, es oportuno revisar los puntos de mi combate espiritual cada semana, quincena o mes, haciendo una evaluación para ajustar lo necesario y renovarme continuamente en los propósitos y medios.
Es importante también perseverar en el diario ejercicio del examen de conciencia. También este es un importantísimo instrumento de transformación. Es muy bueno aplicar el examen de conciencia particular en el empeño de despojarme de algún vicio específico y revestirme de la virtud contraria.
CITAS PARA MEDITAR
Guía para la Oración
- La conversión es una invitación a volver a Dios, reconciliarse con Él: Jl 2,12-13.
- Dios quiere nuestra conversión y vida plena: Ez 18,23.
- El precursor del Señor llama a la conversión: Mt 3,1-2; El Señor Jesús llama a la conversión: Mc 1,15; Mt 4,17. Dios invita a la conversión: Hech 17,30. Los apóstoles invitan a la conversión: Hech 26,20.
- La conversión implica abandonar la vida de pecado, quitar obstáculos, despojarse del hombre viejo: Eclo 17,25-26.29; y al mismo tiempo revestirse de Cristo, vivir sus virtudes: 2Pe 1,4-7.
- La meta y horizonte de la conversión es la santidad, la plenitud de la vida de Cristo en nosotros: Gal 2,20; Flp 2,20; Ef 4,13.
`Metanoia’ es un estado relacionado con el `regalo de las lágrimas’ y el`arrepentimiento´ y fluye de estas virtudes. Las dos palabras Griegas de origen son`meta´ y `nous´. El prefijo `meta´ significa ir más allá y también implica cambio y `nous´es el `intelecto´ no la inteligencia racional sino la intuitiva. Es nuestro modo de saberintuitivamente que algo es verdad. Meister Eckhart, el místico alemán del Siglo XIV,
describe este conocimiento intuitivo, al igual que lo hicieron muchos antiguos Padres,como el `ojo del corazón´. El habla de “conocimiento puramente espiritual, allí el almaes cautivada muy lejos de las cosas terrenales. Allí oímos sin escuchar sonido algunoy vemos sin ver…”
- Es un modo de entender, más allá de lo común, es una transformación de laconciencia, es un ir más allá hacia una Realidad más profunda, incluso un encuentrocon la Realidad. Más Importante, es el modo “por el cual Dios puede ser visto”
(Meister Eckhart). Los primeros Cristianos, en particular Clemente y Orígenes en el siglo 2do, equiparaban el concepto platónico de `nous´ con el de `Imagen de Dios´ del Génesis. En realidad, lo veían como nuestro punto de contacto con Dios; era considerado como la parte más elevada de nuestra alma, la esencia de nuestra humanidad, nuestro órgano para orar. Los antiguos Padres de la Iglesia, todos están de acuerdo en que esta `imagen´ está contenida en cada uno sin excepción. Esto,agregado a la teoría griega que solo puede conocerse lo que es semejante - lo cual fue completamente avalado por pensadores cristianos incluyendo Tomás de Aquino y Meister Ekhart - implica que podemos por lo tanto llegar a conocer a Dios intuitivamente, ya que somos `como él´ en esencia, tenemos algo esencial en común con lo Divino. Meister Ekhart lo llama `la chispa, `el castillo´ o a veces `la base´ de nuestro ser". Por lo tanto, buscar a través y más allá del `nous´ nos permite darnos cuenta de quienes somos realmente, hijos de Dios. “Pero a todos los que lo recibieron,les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.” (Juan 1:12)
- Pero para darnos cuenta de este `parecido´ esencial necesitamos purificarnos de nuestras desordenadas emociones egoístas, sólo así podemos ver la verdadera realidad. El significado de esto queda claramente demostrado en María Magdalena (Juan 20: 10-19). Después de la crucifixión de Jesús se dirige a la tumba y la encuentra vacía. Está consternada, envuelta en su propia pena y angustia. Aún cuando Jesús aparece, está tan abrumada por su dolor que no puede verlo. No lo reconoce y cree que es el jardinero. En el momento que Jesús pronuncia su nombre, sale de su visión nebulosa de la realidad enfocada en sus propias emociones y necesidades y lo ve en su verdadera realidad.
- La palabra `metanoia´ fue también usada por los Padres y las Madres del Desierto para hacer reverencias y postraciones, lo que aclara que la actitud que se requería, la que puede llevar a alcanzar la gracia de `metanoia´ era de humildad y de arrepentimiento, de apertura del corazón. `Metanoia´, desubrir quien uno es en verdad y quien es Dios/Cristo, es una fuente de dicha infinita.
- CAMINO DE CONVERSIÓN
"Arrepentíos, pues, y convertíos"
(Hch 3, 19)Urgencia del llamado a la conversión26. "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15). Estas palabras de Jesús, con las que comenzó su ministerio en Galilea, deben seguir resonando en los oídos de los Obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y fieles laicos de toda América. Tanto la reciente celebración del V Centenario del comienzo de la evangelización de América, como la conmemoración de los 2000 años del Nacimiento de Jesús, el gran Jubileo que nos disponemos a celebrar, son una llamada a profundizar en la propia vocación cristiana. La grandeza del acontecimiento de la Encarnación y la gratitud por el don del primer anuncio del Evangelio en América invitan a responder con prontitud a Cristo con una conversión personal más decidida y, al mismo tiempo, estimulan a una fidelidad evangélica cada vez más generosa. La exhortación de Cristo a convertirse resuena también en la del Apóstol: "Es ya hora de levantaros del sueño, que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe" (Rm 13, 11). El encuentro con Jesús vivo, mueve a la conversión.Para hablar de conversión, el Nuevo Testamento utiliza la palabra metanoia, que quiere decir cambio de mentalidad. No se trata sólo de un modo distinto de pensar a nivel intelectual, sino de la revisión del propio modo de actuar a la luz de los criterios evangélicos. A este respecto, san Pablo habla de "la fe que actúa por la caridad" (Ga 5, 6). Por ello, la auténtica conversión debe prepararse y cultivarse con la lectura orante de la Sagrada Escritura y la recepción de los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía. La conversión conduce a la comunión fraterna, porque ayuda a comprender que Cristo es la cabeza de la Iglesia, su Cuerpo místico; mueve a la solidaridad, porque nos hace conscientes de que lo que hacemos a los demás, especialmente a los más necesitados, se lo hacemos a Cristo. La conversión favorece, por tanto, una vida nueva, en la que no haya separación entre la fe y las obras en la respuesta cotidiana a la universal llamada a la santidad. Superar la división entre fe y vida es indispensable para que se pueda hablar seriamente de conversión. En efecto, cuando existe esta división, el cristianismo es sólo nominal. Para ser verdadero discípulo del Señor, el creyente ha de ser testigo de la propia fe, pues "el testigo no da sólo testimonio con las palabras, sino con su vida"(68). Hemos de tener presentes las palabras de Jesús: "No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt 7, 21). La apertura a la voluntad del Padre supone una disponibilidad total, que no excluye ni siquiera la entrega de la propia vida: "El máximo testimonio es el martirio"(69).27. La conversión no es completa si falta la conciencia de las exigencias de la vida cristiana y no se pone esfuerzo en llevarlas a cabo. A este respecto, los Padres sinodales han señalado que, por desgracia, "existen grandes carencias de orden personal y comunitario con respecto a una conversión más profunda y con respecto a las relaciones entre los ambientes, las instituciones y los grupos en la Iglesia"(70). "Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4, 20).La caridad fraterna implica una preocupación por todas las necesidades del prójimo. "Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (1 Jn 3, 17). Por ello, convertirse al Evangelio para el Pueblo cristiano que vive en América, significa revisar "todos los ambientes y dimensiones de su vida, especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común"(71). De modo particular convendrá "atender a la creciente conciencia social de la dignidad de cada persona y, por ello, hay que fomentar en la comunidad la solicitud por la obligación de participar en la acción política según el Evangelio"(72). No obstante, será necesario tener presente que la actividad en el ámbito político forma parte de la vocación y acción de los fieles laicos(73).A este propósito, sin embargo, es de suma importancia, sobre todo en una sociedad pluralista, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia, y distinguir claramente entre las acciones que los fieles, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos, de acuerdo con su conciencia cristiana, y las acciones que realizan en nombre de la Iglesia, en comunión con sus Pastores. "La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana"(74).28. La conversión en esta tierra nunca es una meta plenamente alcanzada: en el camino que el discípulo está llamado a recorrer siguiendo a Jesús, la conversión es un empeño que abarca toda la vida. Por otro lado, mientras estamos en este mundo, nuestro propósito de conversión se ve constantemente amenazado por las tentaciones. Desde el momento en que "nadie puede servir a dos señores" (Mt 6, 24), el cambio de mentalidad (metanoia) consiste en el esfuerzo de asimilar los valores evangélicos que contrasta con las tendencias dominantes en el mundo. Es necesario, pues, renovar constantemente "el encuentro con Jesucristo vivo", camino que, como han señalado los Padres sinodales, "nos conduce a la conversión permanente"(75).El llamado universal a la conversión adquiere matices particulares para la Iglesia en América, comprometida también en la renovación de la propia fe. Los Padres sinodales han formulado así esta tarea concreta y exigente: "Esta conversión exige especialmente de nosotros Obispos una auténtica identificación con el estilo personal de Jesucristo, que nos lleva a la sencillez, a la pobreza, a la cercanía, a la carencia de ventajas, para que, como Él, sin colocar nuestra confianza en los medios humanos, saquemos, de la fuerza del Espíritu, y de la Palabra, toda la eficacia del Evangelio, permaneciendo primariamente abiertos a aquellos que están sumamente lejanos y excluidos"(76). Para ser Pastores según el corazón de Dios (cf. Jr 3, 15), es indispensable asumir un modo de vivir que nos asemeje a Aquél que dijo de sí mismo: "Yo soy el buen pastor" (Jn 10, 11), y que san Pablo evoca al escribir: "Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo" (1 Co 11, 1).29. La propuesta de un nuevo estilo de vida no es sólo para los Pastores, sino más bien para todos los cristianos que viven en América. A todos se les pide que profundicen y asuman la auténtica espiritualidad cristiana. "En efecto, espiritualidad es un estilo o forma de vivir según las exigencias cristianas, la cual es “la vida en Cristo” y “en el Espíritu”, que se acepta por la fe, se expresa por el amor y, en esperanza, es conducida a la vida dentro de la comunidad eclesial"(77). En este sentido, por espiritualidad, que es la meta a la que conduce la conversión, se entiende no "una parte de la vida, sino la vida toda guiada por el Espíritu Santo"(78). Entre los elementos de espiritualidad que todo cristiano tiene que hacer suyos sobresale la oración. Ésta lo "conducirá poco a poco a adquirir una mirada contemplativa de la realidad, que le permitirá reconocer a Dios siempre y en todas las cosas; contemplarlo en todas las personas; buscar su voluntad en los acontecimientos"(79).La oración tanto personal como litúrgica es un deber de todo cristiano. "Jesucristo, evangelio del Padre, nos advierte que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). Él mismo en los momentos decisivos de su vida, antes de actuar, se retiraba a un lugar solitario para entregarse a la oración y la contemplación, y pidió a los Apóstoles que hicieran lo mismo"(80). A sus discípulos, sin excepción, el Señor recuerda: "Entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto" (Mt 6, 6). Esta vida intensa de oración debe adaptarse a la capacidad y condición de cada cristiano, de modo que en las diversas situaciones de su vida pueda volver siempre "a la fuente de su encuentro con Jesucristo para beber el único Espíritu (1 Co 12, 13)"(81). En este sentido, la dimensión contemplativa no es un privilegio de unos cuantos en la Iglesia; al contrario, en las parroquias, en las comunidades y en los movimientos se ha de promover una espiritualidad abierta y orientada a la contemplación de las verdades fundamentales de la fe: los misterios de la Trinidad, de la Encarnación del Verbo, de la Redención de los hombres, y las otras grandes obras salvíficas de Dios(82).Los hombres y mujeres dedicados exclusivamente a la contemplación tienen una misión fundamental en la Iglesia que está en América. Ellos son, según expresión del Concilio Vaticano II, "honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes"(83). Por ello, los monasterios, diseminados a lo largo y ancho del Continente, han de ser "objeto de peculiar amor por parte de los Pastores, los cuales estén plenamente persuadidos de que las almas entregadas a la vida contemplativa obtienen gracia abundante por la oración, la penitencia y la contemplación, a las que consagran su vida. Los contemplativos deben ser conscientes de que están integrados en la misión de la Iglesia en el tiempo presente y que, con el testimonio de la propia vida, cooperan al bien espiritual de los fieles, ayudando así para que busquen el rostro de Dios en la vida diaria"(84).La espiritualidad cristiana se alimenta ante todo de una vida sacramental asidua, por ser los Sacramentos raíz y fuente inagotable de la gracia de Dios, necesaria para sostener al creyente en su peregrinación terrena. Esta vida ha de estar integrada con los valores de su piedad popular, los cuales a su vez se verán enriquecidos por la práctica sacramental y libres del peligro de degenerar en mera rutina. Por otra parte, la espiritualidad no se contrapone a la dimensión social del compromiso cristiano. Al contrario, el creyente, a través de un camino de oración, se hace más consciente de las exigencias del Evangelio y de sus obligaciones con los hermanos, alcanzando la fuerza de la gracia indispensable para perseverar en el bien. Para madurar espiritualmente, el cristiano debe recurrir al consejo de los ministros sagrados o de otras personas expertas en este campo mediante la dirección espiritual, práctica tradicionalmente presente en la Iglesia. Los Padres sinodales han creído necesario recomendar a los sacerdotes este ministerio de tanta importancia(85).30. "Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo " (Lv 19, 2). La Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para América ha querido recordar con vigor a todos los cristianos la importancia de la doctrina de la vocación universal a la santidad en la Iglesia(86). Se trata de uno de los puntos centrales de la Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II(87). La santidad es la meta del camino de conversión, pues ésta "no es fin en sí misma, sino proceso hacia Dios, que es santo. Ser santos es imitar a Dios y glorificar su nombre en las obras que realizamos en nuestra vida (cf. Mt 5, 16)"(88). En el camino de la santidad Jesucristo es el punto de referencia y el modelo a imitar: Él es "el Santo de Dios y fue reconocido como tal (cf. MC 1, 24). Él mismo nos enseña que el corazón de la santidad es el amor, que conduce incluso a dar la vida por los otros (cf. Jn 15, 13). Por ello, imitar la santidad de Dios, tal y como se ha manifestado en Jesucristo, su Hijo, no es otra cosa que prolongar su amor en la historia, especialmente con respecto a los pobres, enfermos e indigentes (cf. Lc 10, 25 ss)"(89).31. "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6). Con estas palabras Jesús se presenta como el único camino que conduce a la santidad. Pero el conocimiento concreto de este itinerario se obtiene principalmente mediante la Palabra de Dios que la Iglesia anuncia con su predicación. Por ello, la Iglesia en América "debe conceder una gran prioridad a la reflexión orante sobre la Sagrada Escritura, realizada por todos los fieles"(90). Esta lectura de la Biblia, acompañada de la oración, se conoce en la tradición de la Iglesia con el nombre de Lectio divina, práctica que se ha de fomentar entre todos los cristianos. Para los presbíteros, debe constituir un elemento fundamental en la preparación de sus homilías, especialmente las dominicales(91).32. La conversión (metanoia), a la que cada ser humano está llamado, lleva a aceptar y hacer propia la nueva mentalidad propuesta por el Evangelio. Esto supone el abandono de la forma de pensar y actuar del mundo, que tantas veces condiciona fuertemente la existencia. Como recuerda la Sagrada Escritura, es necesario que muera el hombre viejo y nazca el hombre nuevo, es decir, que todo el ser humano se renueve "hasta alcanzar un conocimiento perfecto según la imagen de su creador" (Col 3, 10). En ese camino de conversión y búsqueda de la santidad "deben fomentarse los medios ascéticos que existieron siempre en la práctica de la Iglesia, y que alcanzan la cima en el sacramento del perdón, recibido y celebrado con las debidas disposiciones"(92). Sólo quien se reconcilia con Dios es protagonista de una auténtica reconciliación con y entre los hermanos.La crisis actual del sacramento de la Penitencia, de la cual no está exenta la Iglesia en América, y sobre la que he expresado mi preocupación desde los comienzos mismos de mi pontificado(93). podrá superarse por la acción pastoral continuada y paciente.A este respecto, los Padres sinodales piden justamente "que los sacerdotes dediquen el tiempo debido a la celebración del sacramento de la Penitencia, y que inviten insistente y vigorosamente a los fieles para que lo reciban, sin que los pastores descuiden su propia confesión frecuente"(94). Los Obispos y los sacerdotes experimentan personalmente el misterioso encuentro con Cristo que perdona en el sacramento de la Penitencia, y son testigos privilegiados de su amor misericordioso.La Iglesia católica, que abarca a hombres y mujeres "de toda nación, razas, pueblos y lenguas" (Ap 7, 9), está llamada a ser, "en un mundo señalado por las divisiones ideológicas, étnicas, económicas y culturales", el "signo vivo de la unidad de la familia humana"(95). América, tanto en la compleja realidad de cada nación y la variedad de sus grupos étnicos, como en los rasgos que caracterizan todo el Continente, presenta muchas diversidades que no se han de ignorar y a las que se debe prestar atención. Gracias a un eficaz trabajo de integración entre todos los miembros del pueblo de Dios en cada país y entre los miembros de las Iglesias particulares de las diversas naciones, las diferencias de hoy podrán ser fuente de mutuo enriquecimiento. Como afirman justamente los Padres sinodales, "es de gran importancia que la Iglesia en toda América sea signo vivo de una comunión reconciliada y un llamado permanente a la solidaridad, un testimonio siempre presente en nuestros diversos sistemas políticos, económicos y sociales"(96). Ésta es una aportación significativa que los creyentes pueden ofrecer a la unidad del Continente americano.
Metanoia. Ascesis. Apatheia. Hesychía: La práctica de la vida interior es un ejercicio practicado por todo el Oriente cristiano
La práctica de la vida interior para el hombre moderno occidental, parece un lujo. Mediante esa vida interior, los monjes, anacoretas y peregrinos pueden concentrarse en su corazón y repetir sin cesar la oración de Jesús: "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí", o acompañar la pronunciación del santísimo nombre del Señor con el ritmo de la respiración.
Actualmente, el hombre, sumergido en sus intensas actividades, parece tener por misión principal el "someted y dominad la tierra"; es decir, no tanto buscar la salvación de la propia alma, la propia quietud, paz y tranquilidad, sino lanzarse, en la lucha cotidiana, a la política, a resolver los problemas sociales y económicos, a buscar el dominar las cosas, pensando así en mejorar el mundo, pero sin Dios, sin someterse a su santa voluntad.
En las veinticuatro horas, ocupado y encarcelado en los problemas diarios, no dispone de tiempo para estar consigo mismo y disfrutar de los valores espirituales. El exceso de activismo puede acarrear un suicidio personal, con muerte espiritual y luego personal.
No es suficiente hacer buenos propósitos por la mañana ni desear retirarse al desierto, a un monasterio, para estar solos, para estar con Dios. Hace falta ir más allá. La paz, la contemplación, la unión con Dios, el dominio, el silencio interior, también se pueden obtener en medio del trabajo, al lado de un hermano que no se conoce, cuando se está sentado con él, codo a codo, en un colectivo. Con esfuerzo, perseverancia y la ayuda de Dios, se puede fabricar una "celda", un lugar desértico en el propio corazón, en el centro de la ciudad bulliciosa y llena de dificultades. Retirarse en el propio corazón, viajando en tren, corriendo a tomar un colectivo, haciendo fila para trámites administrativos. Esto se puede obtener. Hay hombres que realmente "están en el mundo, pero no son del mundo". Ellos son como la levadura: activos, pero callados, silenciosos; preparan verdaderamente la transformación del mundo. Comprenden que no son ellos los que transforman el mundo, sino Cristo-Dios que habita en ellos.
Trabajan, cumplen la voluntad de Dios y, en unión con Dios van transformando el mundo; no como aquellos que, sin Dios, piensan cambiar el mundo, desterrando la pobreza, haciendo felices a todos con promesas humanas, llenas de mentiras.
Los que trabajan unidos a Dios necesitan primero transformar su corazón, su persona; hacer la metanoia para vaciarse de sí mismos, dedicarse a la oración y la contemplación, y llenarse de las virtudes de Dios.
La práctica de la vida interior es un ejercicio practicado por todo el Oriente cristiano, y enseña el método, el ejercicio de la oración interior que está arraigada en la fe y en la unión de la amistad divina. La práctica metódica consiste en la total transformación del ser, de los pensamientos, de los sentimientos, de las palabras vacuas que han de ser llenadas con obras, conforme con las enseñanzas del santo Evangelio: "vivir el santo Evangelio".
Oración y contemplación son una sola cosa, porque Dios es el objeto principal del corazón, que "está inquieto hasta que descanse en Él". Pero antes, el hombre necesita, a causa de la naturaleza caída, la ascesis para llegar a la verdadera oración: "derrama tu sangre y recibe el espíritu".
La unión con Dios es un don gratuito, pero recíproco; Dios se dona completa y continuamente, y no se deja llevar por las especulaciones e intereses humanos. Dios lo puede todo, "pero no puede forzar al hombre a amarlo". Esto supone continua vigilancia, atención, apertura a la visita silenciosa del Señor. Dios pasa, golpea y llama a cualquier hora, y para eso hay que estar vigilantes, atentos y escucharlo.
El hombre, por su desobediencia al Creador, ha perdido la antigua amistad, las relaciones de Padre e hijo, desbaratadas a causa del pecado humano. El hombre, debido al mal uso del gran don que es la libertad, en lugar de amar a Dios, elige el propio egoísmo, cayendo en la esclavitud; en lugar de liberarse, se va esclavizando siempre más en sus propios errores, alejándose así de Dios, de la real libertad. Para recuperar la unión con Dios y reconquistar la libertad perdida, no le queda otra alternativa que renunciar al mal, y recuperar su primitivo estado de unión divina.
Así comienzan la ascesis, la salida, la búsqueda de Dios, la lucha, la educación de sí mismo, la práctica continua. El fin principal de la ascesis es la práctica de los ejercicios corporales: ayunos, vigilias, regímenes vegetarianos, continencia sexual. Son mortificaciones corporales necesarias para imponerse un control propio; es decir comenzar el camino a la conciencia de sí mismo.
La práctica de la vida interior, además, enseña otras prácticas más profundas, hasta llegar a lo hondo del ser humano, el último rincón de la personalidad . No es suficiente con las mortificaciones externas, corporales, sino que se va a lo íntimo del corazón, donde "salen los malos pensamientos"
Es urgente el control, el dominio completo de sí mismo y una unión continua de Dios. Primeramente controlar las reacciones personales, emotivas, físicas, es decir la personalidad dividida, descontrolada, para llevarla a un punto de atención, a una unidad personal. Esto se llama la apatheia: estado purificado, plenamente desapasionado, de completa y total liberación de la servidumbre de imágenes, representanciones, afectos, inquietudes, deficiencias, neurosis, que puedan transformar la tranquilidad, serenidad, paz, quietud interior y exterior.
Así se llega al segundo grado, que es la hesyquía: paz, silencio del corazón, de la mente. El silencio interior es el estado fundamental para el hombre que quiere vivir tranquilamente y realizar su vida humana y espiritual. Es una paz espiritual y corporal. No quiere decirse que haya que evitar la lucha, buscar el quietismo egoísta, despreocuparse del prójimo, sino eliminar de sí mismo la inestabilidad, la inseguridad, la angustia, la excitación, las preocupaciones que son como base de arena que hacen insegura la estabilidad del hombre.
Es un ejercicio duro para llegar a la "vigilancia y continencia". Es un ejercicio intelectual, somático, psíquico que conduce al hombre a la unidad personal, a vaciarse de sí mismo y encontrarse con la Divinidad. Aquí la práctica de la vida interior nos ofrece un ejercicio para llegar al centro del corazón, al silencio completo.
El silencio del alma es el misterio de nuestra época. El alma, al verse independiente de las ataduras mundanas, se siente libre, se abandona enteramente en Dios y llega, entonces, al pleno poder de autodeterminación, decisión, control y discreción; porque es guiada por la luz misteriosa que existe en el corazón silencioso. Es importante notar que las técnicas son necesarias para no engañarse a sí mismo con un falso misticismo, sino iniciar un verdadero proceso de atención y discreción controlado.
El ejercicio de la vida interior impone, pues, duras técnicas para no dejarnos llevar al egoísmo y a un daño interior. Se aconseja reconocerse a sí mismo: horrible, miserable, mortal, mezquino, pecador, hombre limitado, y llenarse de Dios, que es la verdadera vida para el hombre. Así comienza la metanoia: renovación completa para alejarse del yo, del mundo y buscar la vida que es Dios.
"Deja el amor del mundo y sus dulcedumbres, como sueños de los que uno despierta; arroja tus cuidados, abandona todo pensamiento vano, renuncia a tu cuerpo. Porque vivir de la oración no significa sino enajernarse del mundo visible e invisible. ¿Qué atractivos tienen para mí los cielos?. Ninguno. ¿Y qué deseo conseguir de Ti en la tierra?. Nada. A no ser el unirme a Tí en la oración de recogimiento. Unos desean la gloria; otros las riquezas. Yo anhelo sólo a Dios y pongo en Tí solamente la esperanza de mi alma devastada por la pasión" (San Juan Clímaco).
Un primer paso para encontrar el silencio interior es liberarse de todo lo que obstaculiza la completa unión con Dios. Un segundo paso importante es el ejercicio de la vigilancia y de la perseverancia. Una vez afianzada la paz, el silencio interior, son necesarias la vigilancia y la perseverancia, porque el enemigo, la fragilidad humana, puede desistir del propósito y de los primeros resultados obtenidos. La renuncia al enemigo y la defensa de sus ataques es constante, tanto en sí mismo, como afuera. El corazón de la inestabilidad y volubilidad se convierte en una capilla del Señor, en un silencio a las cosas presentes para contemplar las cosas divinas.
La importancia de esta técnica se encuentra en la combinación del conocimiento de sí mismo, de lo psicosomático, de las actitudes humanas y espirituales, para controlarlas con la ayuda de Dios e inmediatamente descubrir en el silencio el gran amor de Dios por la persona humana, llegando así a saborear las virtudes de la libertad religiosa. El secreto de estos ejercicios es querer entrar dentro de sí con la ayuda de un experimentado (un padre espiritual), y descubrirse interiormente como uno es, ante Dios y no ante los hombres. Nada es imposible para el hombre que, en medio de tantas ocupaciones, viajes y ruidos, encuentra en el fondo de su corazón un poco de paz, silencio para orar, para unirse con Dios y liberarse de los lazos que conducen a la lenta agonía de la muerte espiritual y personal.
Allá en el silencio de su corazón, sentirá la voz divina: "Todo me es lícito, pero no todo me conviene para la salvación". Hay que tener libertad y fidelidad amorosa hacia el Amor-Dios.
Metanoia
“Este mundo – decía San Isaac el Sirio-, no es el mundo de Dios sino la ilusión de los hombres; este mundo es una expresión que engloba aquello que llamamos las pasiones”.
Las “pasiones” en el sentido ascético, son la desnaturalización de ese impulso de adoración que constituye la naturaleza profunda del hombre.
Si ese impulso no encontrara en Dios su cumplimiento, irá a devastar las realidades contingentes, idolatrándolas y odiándolas simultáneamente, pues espera la revelación de lo absoluto, que ellas no podrían aportarle, duraderamente al menos…
El hombre quiere esperarlo todo de una clase, de una nación, de una ideología, del arte, del amor humano. Quiere olvidar la nada que actualmente lo sumerge todo, ampliando su prisión por la voluntad de poder, por una ternura desesperada, las drogas, las técnicas de éxtasis.
Se desplaza furiosamente en la inmanencia, cambiando de tierra prometida, terminando por gritar ¡Viva la muerte, desdoblándose, disgregándose, en un juego fatal de espejos, hasta que surja, como en las novelas de Dostoievsky, el alter ego diabólico, el “doble” luciferino.
El hombre se convierte en “idólatra de sí mismo”, dice san Andrés de Creta en su canon penitencial: y en el fondo de esta idolatría, está el odio de sí, la nostalgia del aniquilamiento, el vértigo helado del suicida.
Es lo que Máximo el Confesor llama la philautia, “principio y madre” de todas las pasiones… replegamiento del mundo y de los otros hacia sí, curvatura del mundo alrededor de sí, dilatación de la propia finitud en la inmanencia, hasta que el odio y la muerte tengan la última palabra, ciclos sin fin de deseo, o Eros ligado en parte con Thanatos. Impulso de ser que hace surgir la nada. Título banal de la crónica judiciaria: “La amaba demasiado y la asesiné”.
“En las condiciones de la vida moderna, bajo el peso del surmenage y de la usura nerviosa, la sensibilidad cambia. La medicina protege y prolonga la vida, pero al mismo tiempo, disminuye la resistencia al sufrimiento y a las privaciones.
La ascesis cristiana, que no es más que método al servicio de la vida, buscará entonces adaptarse a las nuevas necesidades. La Thébaida heroica imponía ayunos extremos y molestias: el combate se desplaza actualmente.
El hombre no necesita un dolor suplementario que produciría el riesgo de quebrarlo inútilmente. La mortificación consistirá en la liberación de toda necesidad de “dopping”, velocidad, ruido, excitantes, alcohol de todo tipo.
La ascesis será, más vale, el reposo impuesto, la disciplina de calma y de silencio, periódica y regular, en la que el hombre reencuentra la facultad de detenerse para la oración y la contemplación, incluso en medio de todos los ruidos del mundo. El ayuno será el renunciamiento a lo superfluo, el compartir con los pobres, un equilibrio sonriente”.
Las “pasiones” en el sentido ascético, son la desnaturalización de ese impulso de adoración que constituye la naturaleza profunda del hombre.
Si ese impulso no encontrara en Dios su cumplimiento, irá a devastar las realidades contingentes, idolatrándolas y odiándolas simultáneamente, pues espera la revelación de lo absoluto, que ellas no podrían aportarle, duraderamente al menos…
El hombre quiere esperarlo todo de una clase, de una nación, de una ideología, del arte, del amor humano. Quiere olvidar la nada que actualmente lo sumerge todo, ampliando su prisión por la voluntad de poder, por una ternura desesperada, las drogas, las técnicas de éxtasis.
Se desplaza furiosamente en la inmanencia, cambiando de tierra prometida, terminando por gritar ¡Viva la muerte, desdoblándose, disgregándose, en un juego fatal de espejos, hasta que surja, como en las novelas de Dostoievsky, el alter ego diabólico, el “doble” luciferino.
El hombre se convierte en “idólatra de sí mismo”, dice san Andrés de Creta en su canon penitencial: y en el fondo de esta idolatría, está el odio de sí, la nostalgia del aniquilamiento, el vértigo helado del suicida.
Es lo que Máximo el Confesor llama la philautia, “principio y madre” de todas las pasiones… replegamiento del mundo y de los otros hacia sí, curvatura del mundo alrededor de sí, dilatación de la propia finitud en la inmanencia, hasta que el odio y la muerte tengan la última palabra, ciclos sin fin de deseo, o Eros ligado en parte con Thanatos. Impulso de ser que hace surgir la nada. Título banal de la crónica judiciaria: “La amaba demasiado y la asesiné”.
La métanoia es la revolución copernicana que hace que en adelante el mundo gire, no ya alrededor de mí y de la nada, sino de Dios Amor, del Dios hecho hombre, que me pide, que me permite, “amar al prójimo como a mí mismo”.
La metanoia me hace tomar consciencia de las ramificaciones del árbol de la nada, en mi propia vida como en la historia íntegra de los hombres.
No se trata de una culpabilización mórbida alrededor de una concepción farisaica del pecado, sino de una toma de conciencia de ese estado de separación, de “vida muerta”, de exacerbación de la nada, estado en el cual somos realmente “culpables por todo y por todos”.
Entonces comprendo lo que han sido, en todo su alcance largo tiempo insospechado, mis verdaderos pecados.
…“En las condiciones de la vida moderna, bajo el peso del surmenage y de la usura nerviosa, la sensibilidad cambia. La medicina protege y prolonga la vida, pero al mismo tiempo, disminuye la resistencia al sufrimiento y a las privaciones.
La ascesis cristiana, que no es más que método al servicio de la vida, buscará entonces adaptarse a las nuevas necesidades. La Thébaida heroica imponía ayunos extremos y molestias: el combate se desplaza actualmente.
El hombre no necesita un dolor suplementario que produciría el riesgo de quebrarlo inútilmente. La mortificación consistirá en la liberación de toda necesidad de “dopping”, velocidad, ruido, excitantes, alcohol de todo tipo.
La ascesis será, más vale, el reposo impuesto, la disciplina de calma y de silencio, periódica y regular, en la que el hombre reencuentra la facultad de detenerse para la oración y la contemplación, incluso en medio de todos los ruidos del mundo. El ayuno será el renunciamiento a lo superfluo, el compartir con los pobres, un equilibrio sonriente”.
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