domingo, 27 de noviembre de 2011

B - Domingo 26. de Adviento




Primera: Is 63, 16-17.19; 64, 1-7; Salmo 79; Segunda: 1 Cor 1, 3-9; Evangelio: Mc 13, 33-37

B - Domingo 1o. de Adviento
B - Domingo 1o. de Adviento
Sagrada Escritura

Primera: Is 63, 16-17.19; 64, 1-7
Salmo 79
Segunda: 1 Cor 1, 3-9
Evangelio: Mc 13, 33-37








Nexo entre las lecturas

Con este domingo iniciamos el ciclo B y nos introducimos en el tiempo fuerte del adviento. Se nos ofrece el tema de la salvación y su anhelante espera como vínculo de unión de las lecturas. En la primera lectura nos encontramos con una bellísima oración, en forma de salmo, que expresa los sentimientos de los israelitas que volvían gozosos a su patria después del destierro, pero advertían que, extrañamente, se retrasaba la intervención salvífica de Dios: ¡Ah si rompieses los cielos y descendieses”! En esta petición hay simultáneamente angustia y confianza. Hay dolor de la realidad actual, pero esperanza inquebrantable en la promesa del Señor(1L). La segunda lectura, por su parte, expone que los corintios no carecían de ningún don; en Cristo habían sido colmados con toda clase de bendiciones. Más aún, por gracia de Dios, poseen el mayor de los dones: la participación en la vida de su Hijo Jesucristo. ¡Y Dios es fiel!. Esto es precisamente la salvación (2L). El evangelio de Marcos indica que la espera vigilante de la manifestación de Cristo es aquella que debe acompañarnos en nuestra vida mortal. ¡El Señor puede llegar en cualquier momento: velemos, no durmamos! ¡El Señor está por llegar!



Mensaje doctrinal

1. La salvación y la espera. «¡Ah si rompieses los cielos y descendieses!». La gran invocación de Isaías (63, 19), que sintetiza muy bien la espera de Dios presente, ante todo, en la historia del pueblo de Israel de la Biblia, y en el corazón de todo hombre, no fue pronunciada en vano. Dios Padre ha cruzado el umbral de su trascendencia: mediante su Hijo Jesucristo se ha echado a las calles del hombre y su Espíritu de vida y de amor ha penetrado en el corazón de sus criaturas. ( Juan Pablo II, Audiencia general del 26 de julio del 2000). Sí, en Cristo, tenemos la salvación y el acceso al Padre. “Dios Padre ha cruzado el umbral de su trascendencia” para hacerse uno como nosotros, más pobre que nosotros. ¡Admirable caridad que para rescatar al esclavo ofreció al Hijo!

Esta salvación ha tenido lugar en el sacrificio redentor de Cristo. Sin embargo, nos encontramos todavía “en camino” hacia la posesión eterna de Dios. Nos encontramos entre la primera venida de Cristo en la humildad de nuestra carne, haciéndose uno de nosotros, y la venida gloriosa al final de los tiempos, cuando llegará como juez universal. El tiempo de nuestra vida se puede definir, por tanto, como un tiempo de espera, un tiempo de anhelo por ver a Dios cara a cara. Este tiempo de espera, en el evangelio de Marcos, se expresa con tres actitudes:


• La primera: estad atentos. Cristo Jesús nos invita a “vivir atentamente”, es decir, nos invita a adoptar una actitud de reflexión, de recogimiento, de silencio interior. Prestar atención quiere decir concentrarse en una realidad con toda el alma y dar unidad a todas las capacidades de la persona humana. Un hombre atento es un hombre reflexivo y bien dispuesto para entrar en relación con Dios, con sus semejantes y consigo mismo. Lo opuesto a la “atención” es la “distracción”, la “dispersión”, tan común en nuestro mundo contemporáneo, lleno de ruidos, de imágenes y de sensaciones transitorias. En la distracción se pierde la unidad interior de la persona, se pierde la calma y la paz del corazón. Un hombre distraído dispersa sus capacidades humanas y se encuentra a la deriva de las sensaciones que lo solicitan. El peligro más grave es el de vivir distraídos ante el tema fundamental de la vida: la preparación para la venida de Cristo Nuestro Señor al final de los tiempos, la preparación para la eternidad que está cada vez más cercana.

• La segunda: Velad . En el original griego velad equivale a “quedarse sin dormir”. La gran tentación que nos asecha es la de quedarnos dormidos en medio de la noche. En la Biblia, la noche es símbolo de la acción del maligno que siembra la cizaña (Mt 13, 24-30); es el tiempo del sufrimiento, de la prueba, de los ataques por sorpresa (Job 7,3; Is 15,1; Jer 6,5); es el tiempo de la angustia ante la venida del Hijo del Hombre (Rm 13,12; 1 Ts 5,4-6), de rechazo de la luz y de la traición de Judas. Por eso, dice Pablo: Pero vosotros, hermanos, no vivís en la oscuridad, para que ese Día os sorprenda como ladrón, pues todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. Nosotros no somos de la noche ni de las tinieblas. Así pues, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios. (1 Ts 5,4-6). El cristiano es un hombre para la luz, un hombre que huye del mal y de la tinieblas; un hombre que no conoce el mal, sino para nombrarlo y combatirlo, pero nunca para dejarlo entrar en el corazón. Quien se duerme, se deja llevar por la fuerza del enemigo, por la fuerza de las pasiones, por los atractivos del mundo. No vela y se pierde. Que sea pues nuestra consigna: ¡velad en la noche del mundo para estar preparados al encuentro del Señor!

• La tercera: Vigilad. En el evangelio se repite dos veces este verbo: vigilad. Es la acción del centinela que tiene que estar alerta, mientras espera pacientemente el paso del tiempo nocturno para ver surgir en el horizonte la luz del alba (cf. Juan Pablo II, Audiencia general del 26 de julio de 2000). Estar alerta significa discernir en medio de la noche los signos de los tiempos. Significa tener un “sexto sentido” para descubrir aquello que puede ofender mi fe, mi amor a la Iglesia, mi fidelidad a la palabra empeñada. Estar alerta significa, como el centinela, vivir con la esperanza en los ojos del amanecer que se avecina; más aún, es descubrir ya en la noche la acción misma de la luz que va venciendo las tinieblas. Como todos los hombres, los cristianos viven en la noche de este mundo, pero no pertenecen a la noche. Esta vigilia, sin embargo, es una prueba; es un momento duro, de lucha, de dificultad. Es un caminar en tinieblas, es una especie de noche oscura del alma. Es una vigilia que, como la de Cristo en Getsemaní, debe decidirse con una adhesión incondicional a los palanes de Dios, porque son planes de amor. Es una vigilia de oración, es una vigilia que implica sacrificio; pero es, al mismo tiempo, una vigilia en la que se anuncia cada vez más cercana la aurora. Centinela, ¿cuánto le queda a la noche? El centinela responde: Llega la mañana y después la noche. Si queréis preguntar volveos, venid (Is. 21, 11-12).

2. El pecado. Con frecuencia, al tratar del pecado, se pone de relieve la “responsabilidad de quien lo comete ” alterando el orden establecido. Esto es correcto, pero no es suficiente. No se ha tocado aún la esencia más profunda del pecado. La primera lectura del profeta Isaías nos ofrece la oportunidad de profundizar en el tema. El profeta expone con gran sensibilidad que el pecado es, ante todo, una “ruptura” con la voluntad salvífica de Dios; una ruptura de la relación de amistad con Dios y de obediencia que debemos a su santa voluntad. Señor, Tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla, tú el alfarero: somos todos obra de tu mano. No te excedas en la ira, Señor; no recuerdes siempre nuestra culpa: mira que somos tu pueblo. El profeta, tomando la voz del pueblo, clama al Señor indicándole que comprende que se ha roto esa amistad entre el Señor y su creatura; entre el Padre y su hijo; entre el alfarero y la arcilla. Por eso, quien quiera comprender afondo su pecado y ser perdonado, debe considerar este camino del “amor roto”, “del amor olvidado”, de la ruptura de amistad con Dios. Cuando el Hijo pródigo hizo experiencia del amor de su Padre, el camino de conversión estaba totalmente desembarazado. El Catecismo nos dice: “Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia”. (Catecismo de la Iglesia Católica 386)


Sugerencias pastorales

1. El cristiano debe vivir como centinela de esperanza en la noche del mundo. Algo que debe caracterizar la vida del cristiano es su esperanza gozosa en el triunfo de Cristo sobre el mal y sobre el pecado. En verdad, son muchos los motivos de sufrimiento y de “noche” para los hombres. Los dolores morales profundos, las enfermedades, las desgracias personales, el “tedio de la vida”, las grandes catástrofes que se abaten sobre pueblos enteros. Parece que todo nos invita a perder el ánimo. Sin embargo, Cristo sale al paso de nuestra vida y nos hace presente que la noche ha sido vencida y que debemos vivir como hijos de la luz. Cristo nos invita a ser “centinelas de la mañana”, centinelas de la esperanza, pregoneros de la buena nueva de la salvación.

En este sentido habría que alimentar la capacidad de maravilla ante todo el mundo creado. El Papa Juan Pablo II nos invitaba de este modo: “Es necesario abrir los ojos para admirar a Dios que se esconde y al mismo tiempo se muestra en las cosas y que nos introduce en los espacios del misterio. La cultura tecnológica y la excesiva inmersión en las realidades materiales nos impiden con frecuencia percibir el rostro escondido de las cosas. En realidad, para quien sabe leer con profundidad, cada cosa, cada acontecimiento trae un mensaje que, en último análisis, lleva a Dios. Los signos que revelan la presencia de Dios son, por tanto, múltiples. Pero para que no se nos escapen tenemos que ser puros y sencillos como los niños (cf. Mateo 18, 3_4), capaces de admirar, sorprendernos, maravillarnos, encantarnos con los gestos divinos de amor y de cercanía para con nosotros. En cierto sentido, se puede aplicar al tejido de la vida cotidiana lo que el Concilio Vaticano II afirma sobre la realización del gran designio de Dios a través de la revelación de su Palabra: «Dios invisible, en su gran amor, habla a los hombres como a sus amigos y se entretiene con ellos para invitarlos y admitirlos en la comunión con él» («Dei Verbum», n. 2). ( Juan Pablo II, Audiencia general del 26 de julio del 2000) ¡Admirable enseñanza capaz de dar luz e iluminar nuestros caminos!

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