Ven del Líbano, esposa,
ven del Líbano, ven.
Tendrás por corona la cima de los montes,
la alta cumbre del Hermón.
Tú me has herido, herido el corazón.
¡Oh, esposa, amada mía!
Ven del Líbano, esposa,
ven del Líbano, ven.
BUSQUÉ EL AMOR DEL ALMA MÍA,
LO BUSQUÉ SIN ENCONTRARLO.
ENCONTRÉ EL AMOR DE MI VIDA,
LO HE ABRAZADO Y NO LO DEJARÉ JAMÁS.
Yo pertenezco a mi amado y él es todo para mí.
Ven, salgamos a los campos,
y nos perderemos por los pueblos.
Salgamos al alba a las viñas
y recogeremos de su fruto.
Yo pertenezco a mi amado y él es todo para mí.
Levántate deprisa, amada mía,
ven, paloma, ven.
Porque el invierno ya ha pasado,
el canto de la alondra ya se oye.
Las flores aparecen en la tierra,
el fuerte sol ha llegado.
Levántate deprisa, amada mía,
ven, paloma, ven.
Como un sello en el corazón,
como tatuaje en el brazo.
El amor es fuerte como la muerte,
las aguas no lo apagarán.
Dar por este amor
todos los bienes de la casa
sería despreciarlo.
Como un sello en el corazón,
como tatuaje en el brazo.
Los puros de corazón ven a Dios (Mt 5,8). Esta visión de Dios es inagotable, pues cada manifestación de Dios suscita el deseo de una mayor manifestación. La fuente, que sacia la sed, enciende nuevamente la sed: Ven del Líbano, novia mía, ven del Líbano conmigo. La fuente misma dice: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Jn 7,37). Quien ha gustado el agua, experimentando cuán bueno es el Señor (1Pe 2,3), desea beber de nuevo. A ello invita el amor con sus continuos y repetidos reclamos: “Ven, amada mía”, “ven, paloma mía”, “ven al reparo de la roca”, “ven del Líbano, esposa mía”. Ven tú, que me has seguido en las experiencias pasadas y has llegado conmigo al monte de la mirra, donde has sido sepultada conmigo en el bautismo, ven tú, que has llegado conmigo al monte del incienso, donde te has hecho partícipe de mi resurrección (Rom 6,4).
El Líbano, con su cadena montañosa, ciñe como una corona a la Palestina del norte. Pero el Líbano es también símbolo de la idolatría (Is 17,10; Ez 8,14). En medio de la idolatría viven los exiliados, más allá del Tigris y el Eufrates.
Como guarida de fieras estos montes son lugares peligrosos, de donde el amado quiere sacar a la amada: ¡Ven, novia mía! Ven a mí, sal del dominio del maligno, que ha sido juzgado y condenado. Escapa de los cubiles de leones y panteras. Conmigo subirás al Templo, donde te ofrecerán dones los jefes del pueblo, que habitan junto al Amaná (2Re 5,12), los que moran en la cima del monte de las nieves, las naciones que están sobre el Hermón (Is 66,20; Sal 72,10). Desde la cumbre de los montes, donde están los manantiales del Jordán, contempla el misterio de tu regeneración. En esas aguas has dejado el hombre viejo, con todas sus fieras, leones (Sal 9,30-31) y leopardos, para renacer a una vida nueva. Contempla de donde te ha sacado el Señor, para transformarte en su esposa, a través de las aguas del Jordán.
Al hacerte su esposa, el amado te ha hecho hermana suya: “A partir de ahora, tú eres su hermano y ella es tu hermana. Tuya es desde hoy para siempre” (Tob 7,11;8,4ss). La amada es para el esposo hermana, en todo igual a él (Flp 2,7;Heb 2,17), su ayuda adecuada, hija del mismo padre (Jn 20,17). Jesús lo proclama en casa de Pedro: “¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro, a su alrededor, dice: Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3,31-35;Mt 12,46-50;Lc 8,19-21). La familia de Jesús se halla constituida por aquellos que cumplen la voluntad del Padre.
Yo soy de mi Amado y hacia mí tiende su deseo. La esposa, que ha hecho del esposo la roca de su corazón, siente que “su bien es estar junto a Dios, pues se ha cobijado en el Señor, a fin de publicar todas sus obras” (Sal 72,28). Con firmeza proclama: “Yo exulto a la sombra de tus alas; mi alma se aprieta contra ti, tu diestra me sostiene” (Sal 62,8-9). Con esta confianza, desea salir al mundo a proclamar las maravillas que él ha hecho en ella. Por ello dice al Amado: ¡Ven, Amado mío, salgamos al campo!, pasemos la noche en las aldeas, amanezcamos en las viñas. Las mandrágoras han exhalado su fragancia. A nuestras puertas hay toda clase de frutas. Las nuevas, igual que las añejas, Amado mío, que he guardado para ti. “El campo donde ha sido sembrada la semilla de la Palabra es el mundo” (Mt 13,38). Por todas partes se ha extendido el Evangelio y las Iglesias han surgido en todas las aldeas. La predicación ha florecido en las viñas; en ellas se ha esparcido el suave aroma de los granados, teñidos del color de la sangre de Cristo. Los pechos de la Iglesia han nutrido a los fieles, las mandrágoras han exhalado su fragancia, con el aroma de la fe.
El campo, por otra parte, se contrapone a la ciudad por su aire abierto; ofrece a los amantes la posibilidad de sumergirse en la primavera en flor. La naturaleza se llena de vida, signo de la recreación que hace el amor. El día despierta con la aurora invitando a recorrer los campos, para ver si ha brotado la vid en “la viña de Yahveh, que es la casa de Israel” (Is 5,7). La hija de Sión, que lleva en su seno la esperanza mesiánica desde Eva, suspira por la llegada del Mesías. Cuando Israel pecó, el Señor lo desterró a la tierra de Seír, heredad de Edom. Dijo entonces la Asamblea de Israel: Te suplico, Señor, que acojas la oración, que elevo a ti desde la ciudad de mi exilio, en la tierra de las naciones. Los hijos de Israel se dijeron el uno al otro: Alcémonos pronto, en la mañana, busquemos en el libro de la Torá y veamos si ha llegado el tiempo de la redención, el tiempo de ser rescatados del exilio; veamos si ha llegado el tiempo para subir a Jerusalén y allí alabar al Señor, nuestro Dios.
Antes era el esposo quien invitaba a la amada a salir (2,10-14). Ahora es ella quien le invita a él a salir al campo en la madrugada para descubrir los signos de la primavera; a recorrer los senderos de los prados perfumados por el brotar de la vida. Apenas despunte la aurora recorrerán la viñas, que están echando sus yemas. Con la mirada saltarán de las flores a los granados, símbolo del amor y la fecundidad. El áspero aroma de las mandrágoras les mantendrá despierto el amor. Todo será una invitación al amor: “Allí te daré mi amor”, los frutos exquisitos del corazón: frutos frescos y fragantes y también frutos conservados de la estación anterior: “Comerán de cosechas almacenadas y sacarán lo almacenado para hacer sitio a lo nuevo” (Lv 26,10). El amor antiguo se hace nuevo cada día: “Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo, que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado. Y sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo, lo cual es verdadero en él y en vosotros, pues las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya” (1Jn 2,7-8).
Cuando llegó la mañana (Ex 12,22), el amado tomó la palabra y dijo: Levántate, ven, asamblea de Israel, amada mía desde el principio. ¡Parte! ¡Sal de la esclavitud de Egipto! ¡Mira! El invierno ha pasado, han cesado ya las lluvias y se han ido. El tiempo de la esclavitud, que es como el invierno, se ha acabado; y el dominio egipcio, que es como la lluvia incesante, ha pasado y se ha ido; ya no lo veréis nunca más (Ex 14,13). Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones ha llegado, el arrullo de la tórtola se deja oír en nuestra tierra. Moisés y Aarón, que son como las flores de la palma, han aparecido para obrar prodigios en la tierra de Egipto (Ex 4,29s). El tiempo de la poda de los primogénitos ha llegado. Y la voz del Espíritu, arrullo de la paloma, anuncia la redención de que hablé a Abraham; ya llega a su cumplimiento. Ahora me complazco en hacer lo que juré con mi palabra.
Echa la higuera sus yemas y las viñas en ciernes exhalan su fragancia. Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente. La Asamblea de Israel, que es como los primeros frutos de la higuera, abrió su boca y dijo el cántico del Mar Rojo (Ex 15,1). Hasta los pequeños y lactantes, las yemas y las viñas en ciernes, alabaron al Señor con sus lenguas (Sab 10,20; Sal 8,3). Incluso los embriones en el seno de sus madres son invitados a cantar: “En las asambleas bendecid a Dios, al Señor, fuente de Israel” (Sal 68,27). “Fuentes de Israel” son las madres; por consiguiente, desde el seno de las madres, bendecid al Señor. Al oír el cántico, el Señor dijo: ¡Levántate, ven, Asamblea del Israel! Amada mía, bella mía, sal de aquí, ven hacia la tierra que juré a tus padres que te daría (Ex 13,5; 33,1). La misma voz anuncia a Israel cautiva que llega su salvación: “¡Despierta, despierta! ¡Levántate, Jerusalén!” (Is 51,17). Es la voz que repite en cada cautiverio: “Despierta, despierta! ¡Vístete tus ropas de gala, Jerusalén, ciudad santa! Sacúdete el polvo, levántate, cautiva Jerusalén. Líbrate de las ligaduras de tu cerviz, cautiva hija de Sión. Soy yo quien dice: Aquí estoy” (Is 52,1ss). “¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh sobre ti ha amanecido!” (Is 60).
Es también la voz del Rey Mesías que pregona: “¡cuán bellos son sobre los montes los pies del que trae buenas noticias” (Is 52,7). Mirad, se ha parado tras la tapia, está mirando por la ventana, atisba por las celosías. Las ventanas y celosías son la ley y los profetas, por los que llega a la casa del mundo la luz verdadera (Jn 1,9), iluminando a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte (Lc 1,79). Con la voz de los profetas, el Amado dice a la Iglesia: ¡Levántate, amada mía, hermana mía! ¡Vente! Ha pasado el invierno, el tiempo del hielo de la idolatría, en que se han convertido quienes han hecho los ídolos y cuantos en ellos han puesto su confianza (Sal 113,16). Como quien contempla a Dios se asemeja a Dios, quien mira a los ídolos se hace semejante a ellos (Ez 36,25-26), se congela. Pero llega el sol de justicia (Mal 3,20) y con él el deshielo. El hielo se hace agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14): “Envía su palabra y hace derretirse el hielo, sopla su viento y corren las aguas” (Sal 147,7), pues “cambia la peña en un estanque y el pedernal en una fuente” (Sal 113,8).
Para las aves, el tiempo del canto es el tiempo del amor. La tórtola, que durante el invierno emigra, vuelve con la primavera y deja oír su voz en nuestra tierra. Hay un tiempo para todo, tiempo para llorar y tiempo para cantar (Eclo 3). Y cada cosa tiene sus signos anunciadores: “Cuando la higuera echa sus brotes se sabe que está cerca el verano” (Mc 13,18). El amado dice: ¡Levántate de la nada y vive! ¡Levántate del sueño de la muerte y recobra la vida! ¡Levántate del pecado y vuelve a mí! ¡Responde al amor con amor! ¡Levántate y ven! ¡Yo he abierto para ti un camino desde la muerte a la vida! ¡Yo soy el camino y la vida! ¡Ven!
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