María no nos dejará tampoco solos a la hora de nuestra muerte. También se lo hemos pedido; y no sería Madre si no escuchara. Si no consintiera.
Nadie muere solo. Aunque así lo parezca.
Al menos, nadie que alguna vez en su vida haya rezado un avemaría.
Y nadie por quien alguien, alguna vez en su vida, haya rezado un avemaría.
Esto es lo que creemos y estamos seguros cuando le decimos a María: “ruega por nosotros... ahora y en la hora de nuestra muerte”.
Esta mañana conversaba con una madre de familia internada en un hospital que entrará en quirófano el lunes. Me contaba que lleva cinco años con una cirugía semestral obligatoria. Que había vencido un cáncer y la consiguiente quimioterapia, y había batallado entre la vida y la muerte. Estas eran las secuelas, que le parecían leves, y me decía: “si antes quería y rezaba a la Santísima Virgen, ahora mucho más”.
Y ya no le pregunté por qué. Yo sé, como ella, que María escucha las oraciones. Ha escuchado también las mías, toda mi vida. María es Madre. Como Madre, ruega a Dios por nosotros ahora, porque se lo hemos pedido.
Y aunque no se lo pidiéramos. Aunque llegara alguien más a contarle que tú, que yo, que uno de sus hijos, tiene una necesidad. A mí me ayuda mucho contemplar, recordar, experimentar, sentir, tratar de conocer a fondo el corazón de una Madre y acudir a mi experiencia, para comprenderla a Ella cuando escucha nuestro sencillo avemaría. Porque es de madre el corazón con que María nos ama.
María no nos dejará tampoco solos a la hora de nuestra muerte. También se lo hemos pedido; y no sería Madre si no escuchara. Si no consintiera. Si no acudiera ante Dios nuestro Padre a hablarle de nosotros. A mí me ilusiona pensar en el cielo, pensar en la eternidad con mi Padre Dios, en abrazar por fin a María, a Jesús, a Dios Padre. Como la menor de sus hijas, a Ella le he pedido -y cuántas veces todos los días- que interceda por mí “en la hora de mi muerte”. Y es un pensamiento hermoso.
Imagino aquel día, en aquella hora, a María tomándome de su regazo y entregándome en los brazos del Padre, con la ilusión, con el amor, con que me puso mi madre en los brazos de mi padre el día en que nací.
Confiamos que María, Madre nuestra, estará a nuestro lado a la hora de nuestra muerte, para interceder ante el Padre por nosotros, sus hijos, que muy bien no nos hemos portado, a decir verdad, en tantas ocasiones. Qué Madre no lo haría.
Si mi madre supiera que voy a morir mañana -espero no tener que darle este disgusto- yo sé que hoy mismo tomaría un vuelo y se vendría a Roma, para estar a mi lado. Sé también que se pondría a rezar como nunca.
Como niños nos preparamos al encuentro definitivo con Dios. Ser hijo es ser niño siempre para los propios padres. Mientras nos acercamos a aquel día estupendo, el de nuestro nacimiento a la vida eterna, puede ayudarnos repetir también de vez en cuando este saludo a María, con alma de niño, enseñó a recitar San Pío de Pietrelcina. Decía:
Cuando se pasa ante una imagen de la Virgen hay que decir: "Te saludo, María. Saluda a Jesús de mi parte"
Y en fin, que nadie muere solo. Porque ahora mismo voy a poner en el regazo de María a todas aquellas personas en el mundo, heridas de orfandad, que no han rezado y por las que nadie ha rezado en su vida, un avemaría.
Os dejo con esta oración que cayó en mis manos en estos días. Habla de lo que encomendamos a María “ahora”, mientras peregrinamos por este tiempo nuestro en el que, si algo deseamos que María nos alcance, es la paz:
¡Virgen Santísima, Madre nuestra!
Ruega por nosotros ahora.
Concédenos el don inestimable de la paz,
la superación de todos los odios y rencores,
la reconciliación de todos los hermanos.
Te lo pedimos a Ti,
a quien invocamos como Reina de la Paz.
Que cese la violencia y la guerrilla.
Que progrese y se consolide el diálogo
y se inaugure una convivencia pacífica.
Que se abran nuevos caminos de justicia y de prosperidad.
¡Ahora y en la hora de nuestra muerte!
Te encomendamos
a todas las víctimas de la injusticia y de la violencia,
a todos los que han muerto en las catástrofes naturales,
a todos los que en la hora de la muerte
acuden a ti como Madre.
Sé para todos nosotros Puerta del cielo,
vida, dulzura y esperanza,
para que, juntos, podamos contigo glorificar
al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
¡Amén!
¡Vence el mal con el bien!
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