A las personas que les sea complicado relacionar el paso de misterio del Dulce Nombre por las calles de Estepa, con los hechos dolorosos vividos por Jesús en su pasión; no les será tan complicado relacionarlo, con los valores que predicó Jesús en su vida adulta y de cuyo resultado sufrió la muerte injusta e ignominiosa, cuyo resultado se conmemora en Semana Santa.
Es por ello, que el Dulce Nombre de Jesús tiene un indiscutible lugar tanto en nuestra semana santa, como en el sentir de nuestra pequeña ciudad. Pero el misterio que representa el Dulce Nombre, como el niño perdido en el Templo y ante los doctores de la ley, tiene una hondura profética y evangélica que bien podemos centrar en él, la misma esencia de la vivencia del cristianismo.
El niño perdido representa en sí mismo, algo que Jesús en su vida adulta tuvo muy en cuenta, la INFANCIA. No tanto como estado de vida, sino como predisposición de la persona que se acerca o quiere relacionarse con Dios con aptitudes propias de un niño. Por hacer una brevísima anotación de la infancia en tiempos de Jesús, decir que el estado de vida infantil estaba reglado en el siglo I por el Derecho Romano y las disposiciones culturales judías.
En general, el niño era el ser sin derechos. No era modelo de nada. En las culturas mediterráneas del siglo I, no era extraño que hubiera gente que a los niños los eliminaba de manera sistemática, por ser una carga más que una esperanza para la prole. Eran eliminados en la cultura judaica –y aun hoy en algunas tribus de centro África-, si al nacer presentaban alguna peculiaridad en su cuerpo, como ser albinos, deformaciones…etc; ya que eran casos considerados castigos de Dios no solo al recién nacido, sino a sus padres y familiares.
Así lo refleja Juan 9,1-2, cuando los discípulos preguntan a Jesús respecto de un hombre ciego, si pecó él o sus padres. Aquí se evidencia la costumbre Judía de que los pecados de los padres son castigados sobre sus hijos, y que arranca en los remotos siglos de la historia del pueblo de Israel (Números 14,18), donde se fundamentan graves deformaciones que arrastran hasta el día de hoy muchas religiones. Aun a pesar del poco interés que suscitaba un niño en la época antigua, es curioso que Dios considere al pueblo naciente de Israel como un niño (Oseas 11,1-4).
Le protege sus derechos como huérfano (Éxodo 22,21), permite a los niños acceder al culto divino (Joel 2,16), y expresa de manera maternal que el abandono en el Señor, debe hacerse de manera confiada “como un niño recién amamantado en los brazos de su madre” (Sal 131,2). Otro dato a tener en cuenta es la cantidad de personas relevantes, en las que Dios se fijo siendo niños. Tales como José hijo de Jacob, hombre grande en Egipto. Moisés, el libertador de Israel.
David, ungido rey de Israel siendo un pequeño pastor de ovejas. El gran profeta Samuel. Daniel, el profeta del exilio y otros ejemplos bíblicos. Y tras siglos de vicisitudes en Israel, Dios nos envía a su hijo en la indefensión de un recién nacido para volver a demostrar lo que le interesa realmente a Él, en la vida de una persona. Hago un pequeño paréntesis, porque me parece importante anotar algo relativo al misterio del niño perdido.
Como dije al principio, estoy convencido de la hondura que atesora esta escena de la vida de Jesús, que nos muestra la semana santa de Estepa. Sabemos ya que los evangelios fueron escritos durante algunas etapas, y por un grupo de personas denominadas hagiógrafos, los escritores de la Palabra Inspirada por Dios.
Al acercarnos a la Palabra de Dios, nunca debemos de olvidar que en muchos casos, el texto que estamos leyendo es propiamente una interpretación que hacen los mismos hagiógrafos, sobre hechos de la vida de Jesús. Digamos que si nosotros interpretamos la Palabra, hacemos una interpretación sobre la interpretación original. Y es justo que la hagamos, pero de una manera responsable situando los acontecimientos bíblicos que se narran en el contexto histórico, y sobre todo alumbrándolos con los textos del Ant. Testamento en clave cristológica.
Por ejemplo, no podemos demostrar la realidad histórica del niño Jesús entre los doctores de la ley. Eran fariseos, pertenecían a una alta clase social, e incluso tenían sitio reservado en el Templo para no contaminarse con el pueblo.
Es muy poco probable, que se prestaran a escuchar el discurso de un niño, y menos aun un niño del que se sabe que es de una familia pobre y sin estudios que le acrediten (Juan 7,15). Con esta explicación, ni mucho menos admito que este pasaje del niño perdido no tenga fundamento, en absoluto. Por el contrario, admito la hondura que nos señala el texto y mi particular interpretación de Lucas 2, 41-49. Sinceramente creo que lo que el evangelista Lucas pretende –como en otras ocasiones-, es hacer una exaltación de los valores del Reino que Jesús representa, frente a la legalidad farisaica, que oprime a las personas y las subyuga.
El lugar ya impone por sí mismo.
Es el Templo de Jerusalén, centro económico y religioso de toda la región judía. Enorme, bellísimo, impenetrable, sagrado…etc. Allí está Jesús niño, presentándose a sí mismo como Templo vivo del Espíritu. Un Templo humano que Jesús considera, está por encima del mismo Templo construido de obra (Juan 2,19). En otro plano están los doctores de la ley: supremos, con autoridad religiosa y jurídica, fariseos y todopoderoso. Y curiosamente el evangelista eleva el estrato de Jesús niño, sobre el de los doctores y lo simboliza con la circunstancia de que el niño, pregunta e instruye a los doctores.
Si damos lectura a Isaías 9,6 entendemos fácilmente en clave cristológica, que el hijo de Dios viene para instaurar un orden nuevo: “Se sentará en el trono de David; lo restaurará y consolidará por el derecho y la justicia, hasta la eternidad”. Y según el mismo Isaías (7,14), este pequeño situado en el Templo ante los hombres de la ley es “una señal, porque el nacido de la Virgen será nombrado como Emanuel –Dios con nosotros-“.
Es por ello que se da la curiosa paradoja, de que los mismos fariseos y doctores de la ley que estaban ante el niño, y que esperaban como judíos la venida del mesías, no son capaces de reconocerle (Juan 1,11); ya que la disposición de ellos religiosamente hablando, estaba estructurada de una manera orgánica y no desde el plano humano y sensible que inaugura Jesús de Nazaret. Admiremos aquí la grandeza de Dios, que una vez más deja claro que “Él elije a lo que no cuenta para anular a lo que cuenta” (1Cor 1,27).
Y lo hace en la figura de un niño, por la hondura de humanidad y sensibilidad que entraña la infancia. “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18, 1-4). Afirmación de Jesús, que nos interpela no para el momento cercano a la muerte. Al contrario, nos invita a desde ya a optar por los valores que representa Él mismo como infante o cualquier niño, respecto de la sencillez, confianza, amorosidad, humildad, limpieza de corazón, y sobre todo la capacidad para desde esa limpieza hacerlo todo nuevo.
Cuántas veces hemos visto en televisión a niños que tras una catástrofe natural, consiguen jugar y volver a su mundo de infancia aun a pesar de las pérdidas ocasionadas. Los adultos nos agarramos con determinación a nuestras seguridades y nos cuesta desprendernos, y no debiéramos de perder de vista que la limpieza de corazón es algo que está a nuestro alcance, pues puede hacernos testigos de los valores que atesora ese niño cuyo nombre es dulce y que se perdió en el Templo.
Por lo tanto, recordando al teólogo frances Jean-FranÇois Six, dejadme que os diga que “lo esencial es ser limpios de corazón y limpios de manos, dejando de lado toda prescripción religiosa relativa a alimentos o cuestiones de poco calado. Corazón y manos significaban para los judíos el pensamiento y la acción.
Y la hipocresía consiste precisamente en disociar lo uno de lo otro (Mt 15,17-20)”.
Es por ello, que el niño perdido en el Templo, luego en las bienaventuranzas nos confirmará una de las cosas más necesarias para la vida de un cristiano: “dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8).
Estimados hermanos y hermanas de esta hermandad, de nosotros depende que el testimonio de aquel niño exaltando los valores del Reino de Dios, no caiga en el olvido. De nosotros depende hacer un constante memorial de actualización, pues con nuestras acciones demostraremos que la sensibilidad y la humanidad pueden más que las prescripciones y pueden levantar un Templo de vida –que somos nosotros-, asistidos por el Espíritu Santo.
Todo ello sirva para engrandecer el Dulce Nombre de Jesús, ante la serena mirada de Nuestra Madre de la Paz. Feliz camino por el desierto cuaresmal. Laus Deo.
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