Mucho se ha dicho sobre la fe, sobre lo importante que es en nuestro desarrollo espiritual. Sin embargo, muy pocos nos damos cuenta de que, en realidad, no nos falta fe. Tenemos fe, ¡y mucha!, pero depositada en lo que nunca nos dará la paz y felicidad que anhelamos. Todo lo que vemos, sentimos y vivimos está sostenido por nuestras creencias y nuestros juicios, aunque tal vez fuese más correcto decir, sostenido por el paradigma que hemos aceptado como la verdad. Ese paradigma no es otro que nuestra absoluta fe en la separación. Y esta fe en esa falsa creencia es la base de nuestra experiencia de vida aquí.
Un Curso de Milagros afirma que la percepción es un deseo cumplido, que vemos lo que queremos ver, y la física cuántica lo corrobora, al afirmar que lo observado tiene todo que ver con el observador. No obstante, de lo que no nos damos cuenta es que lo que verdaderamente estamos proyectando es la separación: la división que tuvo lugar en la mente de Aquel que Dios creó como Su Hijo, cuando éste olvidó “reírse” de la idea absurda que se adentró en su mente de que estaba separado de Su Creador. Habiendo sido creado para ser un co-creador con su Padre, su mente es “creadora”; por esta razón, al no descartar dicha idea como algo irrisorio, “hizo” que la separación se volviese real para él en su mente. No obstante, al ser una idea por completo opuesta a lo que Dios es, realmente no ocurrió, pues no tuvo lugar en la Mente del Padre.
Cuando el Hijo creyó lo que no era verdad -que estaba separado de su Creador-, su mente quedó literalmente dividida, y el mundo que vemos refleja esa división. Esto es lo que se conoce como la separación, la dualidad, y aunque podamos abandonar ciertas creencias, la base sobre la que descansa nuestro “pensar” típico es la idea de que estamos separados de nuestro Creador y, por ende, los unos de los otros.
Ese fue el primer error, y todos los demás errores cometidos desde entonces tienen su base en él. El Curso dice que ése es el único error que hay que corregir, y que la separación es el único problema que tenemos. La separación es, pues, la raíz de todo el conflicto que vivimos aquí. Con ella dio comienzo el miedo, la culpa, la batalla, el dolor, la traición, el desamor, la venganza, la enfermedad y la muerte: el mundo que percibimos, así como todo lo que ocurre dentro de él.
De vuelta a la verdad
Por lo tanto, podría decirse que la creencia en la separación es la máxima expresión de fe. Sin embargo, no es a esta fe a la que me refiero al hablar de fe, sino al acto de “poder sostener o manifestar algo” dentro del mundo que nos parece real. No obstante, en este mundo donde parecemos encontrarnos, es donde queremos desarrollar una clase de fe que nos lleve de vuelta a la verdad de la que formamos parte. Así que, para los propósitos de este artículo, es de esta fe que voy a hablar.
Aunque tengamos un entendimiento básico de lo que nos dice la física cuántica –“lo observado tiene todo que ver con el observador”- casi todo el tiempo estamos completamente inconscientes de este hecho, y reaccionamos ante todos los acontecimientos, en especial aquellos que nos “producen” dolor o disgusto, por completo convencidos de que no tenemos nada que ver con ellos, que son cosas que nos “vienen de afuera”, que no tienen nada que ver con nuestro pensar, con la culpa no sanada que arrastramos, con nuestras creencias y juicios, y con el paradigma desde donde pensamos.
Reconocer que lo que percibimos, así como la interpretación que hacemos de ello, es el resultado de todo esto, es un gran logro. Y darnos cuenta de que eso es fe, es un logro aún mayor, pues cuando nos damos cuenta de que hemos depositado nuestra fe en lo que no nos hace felices, en lo que no nos ofrece paz, algo despierta en nosotros y podemos realmente comenzar el proceso en que todo ello puede ser deshecho.
A la conclusión que he llegado, después de muchos años de estudio, meditación y práctica, especialmente con Un Curso de Milagros, es que el paso fundamental para desarrollar la verdadera fe, es decidir tener fe en “otro”. Observa que la palabra “decidir” está escrita en negrita. Y lo hice adrede, para hacer hincapié en el hecho de que ese “decidir” tiene que ser un acto consciente y deliberado, ya que tener fe en otro “viola” las leyes caóticas que rigen el mundo de la separación, en las que creemos firmemente aunque no nos demos cuenta de ello.
La “ley”
La base de todos los conflictos aquí, sean del tipo que sean, es la “ley” según la cual siempre hay que elegir entre los intereses de otro y los de uno, y dada esa premisa, la inmensa mayoría de las personas elige a favor de lo que considera son sus propios intereses.
Esta es una reacción “normal” en el mundo de la separación, y hasta que esta creencia no se examine y se rechace rotundamente, todos nuestros esfuerzos para lograr la unión, la unicidad, se verán frustrados, pues al final, de una manera u otra, siempre volveremos a elegir en función de esa premisa.
Si queremos realmente la paz, hay que reconocer esto, y ver que todo ataque y contraataque, la injusticia económica y social, y todos los males que nos asedian, son su resultado. Dicha premisa está a su vez basada en la creencia de que estamos separados los unos de los otros y, por ende, el dolor del otro, su sufrimiento, no nos incumbe. Decir que todos somos Uno, aunque cierto, no tiene valor alguno a menos que nuestros actos coincidan y sean congruentes con nuestras palabras.
Decidir tener fe en otro ser humano quiebra la creencia en la separación, y nos ofrece un atisbo de la identidad que todos compartimos. Al tener fe en otro estás afirmando tu unidad con él, pues al igual que con el perdón, no puedes perdonar ni tener fe en un extraño, pero sí en alguien que es tu igual. Eso allana el camino a la paz y, por ende, a la felicidad, y es eso, la felicidad, lo que realmente andamos buscando.
Desde “el falso yo” que creemos ser, no es posible confiar ni tener fe en nadie, pues proyectamos en el otro -nos demos cuenta o no- nuestra propia inconsistencia, nuestra falta de valía. El falso yo, con el que nos identificamos, no tiene una fuente real, y por eso siempre está sujeto a variaciones, a dudas, a una continua ambigüedad con respecto a todo, incluyendo su propia procedencia e identidad.
Donde más claramente podemos experimentar esa ambivalencia es en nuestras relaciones personales. Un día amamos a alguien, al otro día no lo toleramos, sólo para volver a “amarlo” al día siguiente.
Confusión de identidad
Un Curso de Milagros nos dice que el mayor problema que tenemos aquí, como consecuencia de la separación, es una “confusión de identidad”. Creemos ser lo que no somos, y lo que en realidad somos nos resulta desconocido. Desde el falso yo que pensamos ser, no es posible sostener la fe en lo que es verdad, ni en otro ser humano, ni en nosotros mismos, ¡y mucho menos en Dios! Todo lo que percibimos tiene bordes, límites, y se encuentra separado de todo lo demás, y así, corrobora que la separación es real.
Mas, en Dios no hay dualidad posible, y si tomamos como base el hecho de que el Creador es eterno, inmutable, puro amor y que lo ocupa todo, el mundo que vemos no pudo haber sido Su creación. Por eso el Curso lo llama un sueño, y uno que está teniendo lugar “en ninguna parte”, pues no puede realmente existir en el Todo que Dios es. Es de este sueño del que tenemos que despertar, y tener fe en lo que parece ser “otro” es un paso fundamental en ese logro, pues socava la creencia en la separación.
Al final, lo que hay que cuestionarse es cuán felices nos hace el mundo que percibimos. Obviamente, todos gozamos de momentos de felicidad aquí, pero éstos pasan demasiado pronto y volvemos a la condición de insatisfacción, de descontento y desánimo y a la convicción de que no vale la pena esforzarse por salir de algo que “parece eterno”.
Nuestra fe está manifestando continuamente lo que creemos ser así como la condición en la que creemos estar. Lo que no vemos es el paradigma en el que hemos puesto nuestra fe, y al no ser conscientes de ello, la condición desde la que pedimos está impregnada de sentimientos de carencia y falta de valía.
Se ha dicho que lo que resistimos es lo que manifestamos, y esto es muy cierto. Resistimos algo que no nos gusta porque estamos convencidos de su realidad, y así, lo traemos a nuestra vida una y otra vez, pues manifestamos lo que creemos que es verdad. Tratamos de encontrar solución repitiendo afirmaciones positivas, pero al no cuestionar la base desde donde pensamos o pedimos, éstas rara vez funcionan, o sólo lo hacen temporalmente y, a la menor prueba de su “ineficacia”, desistimos de todo esfuerzo considerándonos víctimas de un mundo cruel y de un Dios al que no parecemos importarle en absoluto. Pero rara vez nos detenemos a buscar la raíz del problema.
Tal como dije antes, la verdadera fe comienza a adquirirse cuando elegimos tener fe en “el otro”. Es siempre a través del “otro” como vamos a llegar a nuestra verdad. Finalmente nos daremos cuenta de que no hay tal “otro”. Mas, al tener fe en su grandeza, en su inocencia, en su buen corazón, llegamos a comprender que todo ello es igualmente cierto acerca de nosotros, y aún más, que “aquello” en él que actúa de manera no amorosa no es su realidad.
Somos literalmente un solo Ser. Dios tuvo sólo un Hijo, y todos conjuntamente somos ese Hijo. Ésa es nuestra verdadera identidad. No hay ningún lugar donde Dios no esté, por lo tanto, lo que no es de Dios no existe. Tan sólo hay un Todo. Nuestro verdadero ser sigue unido a Su Creador, y nosotros aquí, la consecuencia de que ese Hijo pensara que estaba separado de su Fuente, tenemos la oportunidad de despertar a nuestra verdadera identidad.
Sólo porque sí…
Tenemos el poder de elegir tener fe en que sólo cosas buenas y dichosas vienen en camino para nosotros, para los seres que amamos, para la humanidad. Pero el modo de desarrollar la fe es teniendo fe en el aparente “otro”, en su origen divino, en que nada puede haber cambiado su eterna verdad, pues su verdad es lo que nuestro Padre creó, y no hay fuerza o poder que pueda cambiar, mancillar o modificar Su Creación. Seguimos siendo tal como nuestro Padre nos creó. En esto reside nuestra paz y nuestra dichaElegir sostener la fe en otro, aún cuando no tengamos ninguna prueba que lo justifique, es elegir sostener la fe sólo porque sí. Éste, sin duda, es un acto atrevido, pues viola todas “nuestras queridas creencias”, pero por firmes que éstas sean, nada las hará reales jamás, ya que nada puede violar las leyes de Dios. Todo cuanto hemos creído y fabricado puede ser deshecho, ya que aquello que aparentemente viola las leyes de Dios no es real ni puede producir efectos reales. Dios nos creó para que nos deleitásemos creando lo bueno, lo hermoso y lo santo.
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