jueves, 27 de marzo de 2014

La Eucaristía en la vida de los Santos

La Eucaristia 


Todos los santos, sin excepción, han centrado su vida en Cristo vivo, presente en la Eucaristía. Su fe en la presencia real era tan fuerte que se pasaban horas y horas, acompañando, amando, adorando a Jesús sacramentado. Algunos tenían el don de la hierognosis, es decir, de poder distinguir los objetos bendecidos por un sacerdote de los que no lo están y, especialmente, reconocer la hostia consagrada de la que no lo está. En esto destacó admirablemente la religiosa agustina, beata Ana Catalina Emmerick. Le hicieron varias pruebas, llevándole hostias sin consagrar e inmediatamente se daba cuenta. Algo parecido le pasó a S. Alfonso María de Ligorio. Estaba gravemente enfermo y le trajeron la comunión. Pero, tan pronto recibió la hostia, empezó a gritar: “Qué me han hecho, me han traído una hostia sin Jesús, una hostia sin consagrar”. Hicieron las averiguaciones del caso y resultó que el sacerdote, que había celebrado la misa aquella mañana, se había olvidado de la consagración, durante la misa.
Algunos santos tenían también la gracia de ver a Jesús en la hostia. Sta. Catalina de Siena vio un día a Jesús en las manos del sacerdote y la hostia le pareció como una hoguera brillante de amor. Sta. Teresa de Jesús asegura: “un día, oyendo misa, vi al Señor glorificado en la hostia” (CC 14). “Muchas veces quiere el Señor que lo vea en la hostia” (V 38,19).
Sta. Margarita María de Alacoque habla en sus escritos que, en varias ocasiones, cuando estaba en adoración ante el Santísimo, se le presentaba Jesús con su divino Corazón, ardiendo en llamas. “Delante del Santísimo Sacramento me encontraba tan absorta, que jamás sentía cansancio. Hubiera pasado allí los días enteros con sus noches, sin comer ni beber y sin saber lo que hacía si no era consumirme en su presencia como un cirio ardiente para devolverle amor por amor. Y no podía quedarme en el fondo de la iglesia y, por confusión que sintiese en mí misma, no dejaba de acercarme cuanto pudiera al Santísimo Sacramento”.
En una ocasión (16-6-1675) le dijo Jesús: Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres y, sin embargo, no recibe de la mayor parte, sino ingratitudes, ya con sus irreverencias y sacrilegios, ya por la frialdad y desprecio con que me tratan en este sacramento de amor. Pero lo que más me duele es que son corazones consagrados los que así me tratan”. Y Jesús, en su gran misericordia le da para todos la GRAN PROMESA de los nueve primeros viernes “Yo te prometo, en la excesiva misericordia de mi Corazón, que mi amor todopoderoso concederá a todos los que comulguen nueve primeros viernes de mes seguidos, la gracia de la penitencia final, que no morirán en mi desgracia ni sin haber recibido los sacramentos. Mi Corazón será su asilo seguro en los últimos momentos”.
Lucía, la vidente de Fátima, refiere en sus “Memorias” que el ángel de Portugal en su tercera visita les dio a los tres la comunión. El ángel tenía en la mano izquierda un cáliz, sobre el cual estaba suspendida una hostia, de la cual caían unas gotas de sangre dentro del cáliz. El ángel dejó suspendido en el aire el cáliz, se arrodilló junto a ellos y les hizo repetir tres veces la oración “Santísima Trinidad”…
“Después se levanta, toma en sus manos el cáliz y la hostia. Me da la sagrada hostia a mí y la sangre del cáliz la divide entre Jacinta Y Francisco, diciendo al mismo tiempo: Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Cristo, horriblemente ultrajado por la ingratitud de los hombres. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios. Y postrándose de nuevo en tierra, repitió otras tres veces con nosotros la misma oración: Santísima Trinidad… y desapareció”.
Éste fue el comienzo de un amor asombroso de estos tres niños a Jesús escondido en el sagrario. Le decía Jacinta a Lucía: “Amo tanto a Jesús escondido… ¿En el cielo no se comulga? Si se comulga, yo voy a comulgar todos los días”. Y, cuando ya estaba enferma y no podía ir a la iglesia a comulgar, le decía: “¿Has comulgado? Acércate aquí junto a mí que tienes en tu corazón a Jesús escondido”. Algo parecido ocurría con Francisco. Le decía a Lucía: “Vete a la Iglesia y dale muchos recuerdos de mi parte a Jesús escondido. Lo que más pena me da es no poder ir a estar algún rato con Jesús escondido”.
Y no sólo los niños inocentes, también los grandes sabios se sienten abismados ante este gran misterio de amor. Sto. Tomás de Aquino, en el momento de la consagración, tenía tan intensa devoción que rompía a llorar, absorto en el gran milagro. En una ocasión, después de escribir un tratado sobre la Eucaristía, oyó que Jesús le decía: “Has escrito muy bien del sacramento de mi Cuerpo”. Por eso, en la Suma Teológica escribió para cada uno de nosotros: “No te preguntes, si está o no Cristo en la Eucaristía, sino acoge con fe las palabras del Señor; porque El, que es la Verdad, no miente, y El dijo: Esto es mi Cuerpo” (ST 3,75,1).
Sta. Juliana de Cornillón, religiosa belga, era tan devota del Santísimo Sacramento que Jesús un día la premió con una visión extraordinaria. Vio la luna llena, con una mancha oscura sobre ella. Y Jesús le dijo:
“La mancha negra simboliza la ausencia de una fiesta en honor del Santísimo Sacramento”. Ella convenció a su obispo de Lieja (Bélgica) para que instituyera esta fiesta y, cuando llegó a Papa, con el nombre de Urbano IV, la instituyó en 1264 para toda la Iglesia, con el nombre de Corpus Christi, convencido también por el milagro de Bolsena-Orvieto.
De Sta. Clara de Asís se cuenta que, cuando los sarracenos atacaron Asís el año 1244 y empezaron a escalar los muros del convento, les salió al encuentro con la custodia, que contenía a Jesús sacramentado. Y, según algunos testimonios, unos rayos resplandecientes parecían salir del Santísimo… Lo cierto es que a su vista, huyeron despavoridos los enemigos, salvándose así el convento y la población entera.
A Sta. Clara de Asís la declararon patrona de la televisión, porque, en una ocasión, estando gravemente enferma, pudo seguir la misa desde su cama, como si la hubiera visto por televisión. Otros santos, como el Bto Gracia de Cataro, S. Pascual Bailón…, tenían la gracia de contemplar desde sus ocupaciones en la cocina o huerta del convento, el momento de la elevación del Santísimo en la misa, porque estaban en continua sintonía con El y Jesús se les manifestaba en ese momento sublime y transcendental.
Hay santos que han pasado años sin comer ni beber más que la comunión diaria. Este fenómeno extraordinario se llama inedia (ayuno absoluto). Entre otros santos lo tuvieron Sta. Angela de Foligno (s.XIV) por 12 años; Sta. Catalina de Siena (s.XIV) por 8 años; la Bta. Elizabet de Reute (s.XV) por 15 años; Sta. Lidwina (s.XIV) por 28 años; S. Nicolás de Flue (s.XV) por 20 años; Sta Catalina de Raconixio (s.XVI) por 10 años; Domenica Lazzali (s.XIX); Luisa Lateau (s.XIX) por 10 años; Marta Robin (s.XX) 50 años y Teresa Neumann (s.XX) muchos años también.
Antonio Ma. de Claret afirma en su Autobiografía: “delante del Santísimo Sacramento, siento una fe tan viva que no lo puedo explicar. Casi se me hace sensible y estoy constantemente besando sus llagas Y me quedo finalmente abrazado con El. Siempre tengo que separarme y arrancarme con violencia de su divina presencia, cuando llega la hora”.
Sta. Micaela del S. Sacramento, llamada la loca del Sacramento, dice que la Eucaristía era su pasión dominante, su delirio, su locura. Afirma en su Autobiografía: “Algunas veces, no sé cuantas, vi abrir el sagrario, estando yo en la oración, y salir el copón algunas veces destapado, para adorar al Señor.. Me hizo ver el Señor las grandes y especiales gracias que, desde los sagrarios, derrama sobre la tierra y, además, sobre cada individuo según la disposición de cada uno… Yo vi salir como un humo del sagrario, muy brillante y claro, a modo de la claridad de la luna, que subía hasta por encima de las casas. Yo vi, como una gradación, la influencia de pueblos a pueblos y ciudades hasta llegar a sus iglesias o sagrarios, y hasta cuando le sacan para los enfermos, va como derramando perlas preciosas de beneficios; y, si se viera, correría la gente para aspirar aquel ambiente que el Señor deja tan embalsamado en el aire. Sí, yo vi sin que me deje duda, el torrente de gracias que el Señor derrama en el que lo recibe con fe y amor como si derramara piedras preciosas de todos los colores… Vi cómo queda uno bañado y envuelto en aquel humo luciente y brillante de gracia, que no se borra esta impresión del corazón”.
“El cura de Ars se dejaba embargar particularmente ante la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Ante el sagrario pasaba frecuentemente largas horas de adoración antes del amanecer o durante la noche; durante sus homilías solía señalar el sagrario, diciendo con emoción: El está allí… Pronto pudo verse el resultado: los feligreses tomaron por costumbre el venir a rezar ante el Santísimo Sacramento, descubriendo a través de la actitud de su párroco, el gran misterio de la fe” (Juan Pablo II a los sacerdotes, 16-3-86).
“ Y ciertamente El lo amaba y se sentía irresistiblemente atraído hacia el sagrario. En toda ocasión, él inculcaba a sus fieles el respeto y amor a la divina presencia eucarística, incitándolos a acercarse con frecuencia a la mesa eucarística y él mismo daba ejemplo de esta profunda piedad. Para convencerse de ello, refieren los testigos, bastaba verle celebrar la santa misa y hacer la genuflexión cuando pasaba delante del sagrario” (Enc. Sacerdotii nostri primordia, Juan XXIII, 1-8-59).
El P. Pío de Pietrelcina aseguraba: “Mil años de gozar la gloria humana no vale tanto como pasar una hora en dulce comunión con Jesús en el Santísimo sacramento”. Y el beato Charles de Foucauld afirmaba: “Qué delicia tan grande, Dios mío, poder pasar quince horas sin nada más que hacer que mirarte y decirte: Te amo”. Algo parecido refería el Bto. Rafael: “ ¿Qué puede haber en el mundo que pueda dar más gozo a alma? En los ratos que paso, mirando al sagrario a través de mi ventana, veo más grandiosidad en Dios en el sublime misterio de su permanencia entre los hombres que en todas las obras que salieron de sus manos y que están manifestadas en el mundo”
Sta. Verónica Giuliani escribió en su Diario: “Me parece ver en el Santísimo Sacramento como en un trono a Dios trino y uno: El Padre con su Omnipotencia, el Hijo con su Sabiduría y el Espíritu Santo con su amor. Viniendo a nosotros Dios, viene todo el paraíso. Estuve todo el día fuera de mí de alegría, viendo cómo Dios está escondido en la hostia santa. Y, si tuviese que dar la vida para afirmar esta verdad, la daría mil veces (30-5-1715).
San Josemaría Escribá de Balaguer nos dice en su libro “Es Cristo que pasa”: “Jesús nos espera en el sagrario desde hace 2.000 años. Es mucho tiempo y no es mucho tiempo, porque, cuando hay amor los días vuelan. Para mí el sagrario ha sido siempre Betania, el lugar tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro. Por eso, al recorrer las calles de alguna ciudad o de algún pueblo, me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una iglesia; es un nuevo sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape para estar con el deseo junto a Jesús sacramentado. Adoradle con reverencia y devoción: renovad en su presencia el ofrecimiento sincero de vuestro amor decidle sin miedo que le queréis. Yo me pasmo ante este misterio de amor. El Señor busca mi pobre corazón como trono para no abandonarme, si yo no me aparto de El”.
Y podríamos seguir, citando santos y más santos. Lo importante es que los imitemos en su fe profunda y vayamos todos los días a visitar al amigo Jesús. El sagrario debe ser el lugar de encuentro con Dios como lo era para Moisés la tienda de la reunión o de las citas divinas (Ex 33). Allí Moisés hablaba con Dios, como “un hombre habla con su amigo” (Ex 33,11). ¿Eres tú amigo de Jesús, como lo eran los santos?
Ojalá que tú puedas decir como Sta. Catalina de Génova: “El tiempo que me he pasado frente al sagrario ha sido el tiempo mejor empleado de mi vida”.
Jesús desde el sagrario te recuerda que Dios es Amor, que la santidad no es fruto del esfuerzo humano, sino de la acción de Dios. Sólo te pide abandonarte como un niño en sus brazos divinos. El quiere de ti una confianza absoluta, sin miedo al porvenir. Precisamente, la confianza y el abandono total en las manos divinas fue el caminito de infancia espiritual de Sta. Teresita del Niño Jesús. Ese debe ser también tu camino: dejarte llevar, lanzarte sin temor en los brazos de Dios. Jesús Eucaristía te espera cada día para darte un abrazo, especialmente en momento de la comunión. Por eso, Sta. Teresita decía: “tus brazos, Jesús mío, son el ascensor para elevarme hasta el cielo”. Déjate abrazar y llevar en los brazos de Jesús, porque te conducirá rápidamente…a la santidad.

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